Juan Esteban Sierra Quiceno
«21—Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres,
y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme.
22 Cuando el joven oyó esto, se fue triste, porque tenía muchas riquezas.
23 —Les aseguro —comentó Jesús a sus discípulos— que es difícil para un rico
entrar en el reino de los cielos. 24 De hecho, le resulta más fácil a un camello
pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios».
Sentado sobre el cómodo colchón
(sobra aclarar que las barandas se encontraban abajo) con el libro que la
institución dejaba en cada cuarto, hay un viejo. El libro (era una edición de
la Biblia en el papel que lleva su nombre) ya estaba cerrado, pero permanecía
entre las manos del viejo que recostaba sus amarillentos ojos más allá de la
portada como si pensara. Y, en verdad, estaba pensando. Cavilaba, como el
lector avispado podría colegir, sobre los versículos de Mateo anotados al
principio.
El viejo no era un hombre
religioso, y de hecho, desde que tiene memoria se había referido a dicho libro
(muy pocas veces, por lo demás) como el libro, y jamás, como el Libro, como sus antiquísmos profesores
del colegio exhortaban. Así pues, abriría el libro (o el Libro) por casualidad, por aburrimiento, casi, y justo se había
topado con esos aciagos versículos. Y por eso, y por su situación actual,
claro, pensaba. Ayudaba también que se encontraba solo y, para qué más que la
verdad, con el televisor averiado, lo que favorece cualquier estado
introspectivo.
Es mejor aclarar de una buena vez
que el viejo no era en exceso viejo, y si ahora lo parece (en exceso viejo, no
simplemente viejo, que sí lo es y además lo aparenta desde hace unos añitos) es
solo por las ojeras y el desgaste que las últimas noches de insomnio, a la
espera de sus resultados, le han dejado. Espera que esta mismísima mañana por
fortuna terminó, o acabo, mejor, para no herir comprensibles susceptibilidades
de nuestro protagonista con la maldita palabra terminal. En todo caso, confiamos (el viejo también, por supuesto)
que ya teniendo un diagnóstico, así sea uno muy grave (como en efecto lo fue),
esta noche pueda conseguir un mejor sueño, porque al menos no tendrá que cargar
más con la angustia de la espera, lo que no es poco.
En cualquier caso, el viejo
permanecía absorto en sus reflexiones sintiendo, escasamente, el peso del libro
cerrado sobre su regazo, cuando de repente pronuncia en voz baja, sea porque
estaba solo o por consideración a las normas de la institución, lo siguiente:
«¿Y si, en verdad, existe?». Dicha pregunta, que apenitas cortaba el silencio
denso de la habitación blanquísima, tan ambigua en apariencia, no lo era en
absoluto, porque la misma no estaba dirigida a ningún interlocutor (que no lo
había, ya se dijo), sino que era la continuación en voz alta (aunque bajita),
de su pensamiento (o sea, su voz
inaudible), y que a su vez era este: «El reino de los cielos…». «¿Y cuál
paraíso será el real? —Siguió con su voz interior, la inaudible—: ¿el cristiano?, ¿el musulmán?, ¿el judío?», aunque no
estaba seguro de que estos últimos tuviesen algo similar a un cielo, porque, ya
también se dijo, nunca prestó demasiado interés (ni siquiera poco, de hecho) a
las cuestiones religiosas. Entonces decidió que de existir un paraíso, este
tendría que ser el católico, apostólico y romano, sencillamente porque siempre
fue una persona pragmática, y como tal, se obligaba a reconocer que: primero,
era la única religión con la que tenía afiliación, al fin y al cabo estaba
bautizado y, en su tiempo, comulgaba en el colegio; segundo, ya tenía ciertas
nociones, aunque vagas (nunca fue religioso como sí pragmático), de los dogmas
católicos; y tercero, sabía (pues su médico se lo recalcó esta mismísima
mañana) que no le quedaba mucho tiempo, por lo que le resultaría difícil
aprender desde cero los intrincados vericuetos de cualquier nueva creencia.
«Así que existe el cielo católico,
apostólico y romano», comentó en voz alta (pero no demasiado alta, claro, lo
último que quería sería contravenir las políticas de la institución que tanto
empeño puso para darle un buen diagnóstico, así este no haya sido bueno en
absoluto) zanjando por completo el asunto. Luego se puso a hacer un balance de
su propia vida: en conclusión, caviló con fría objetividad mientras aspiraba ese
perfume clorado que impregnaba cada rinconcito del cuarto, no se le podría
considerar una mala persona. No: no era malo. Aunque, especialmente bueno,
tampoco. Un viejo buena gente, como
tantos, como todos (casi).
Quedaba entonces, eso sí, el asunto
pecuniario, porque en este, él sí difería del común de los cristianos, como se
dice. Porque el viejo tuvo que cargar el fardo de haber nacido rico (muy rico, mejor) en un paisito de
pobres, lo que atestiguaría su declaración de renta (sin excesiva
escrupulosidad, claro). Así pues, reanudó su reflexión el viejo, ¿qué podría
hacer para asegurarse una entradita a ese paraíso católico? Podría, por
ejemplo, dejarlo todo ahí mismo: su celular, sus documentos, su jovencísima
esposa, sus millones (incluyendo aquellos que callaba su declaración), todo; no avisarle a nadie y solo
abandonar el hospital con lo que tenía puesto (es un decir, obvio primero se
cambiaría la bata de la institución por alguna de las mudas que tenía en el
ropero de la habitación) para vagar por el mundo como un asceta. ¿Por qué no?
Aún le quedaban fuerzas. Todavía el cáncer no lo tenía postrado. No era
demasiado tarde para aprender uno o dos malabarismos sencillos y vivir de las limosnas
que los conductores buenamente repartían en los semáforos…, pero no, la verdad,
es que no haría nada de eso, no tenía coordinación y se sabía demasiado
acostumbrado a los pequeños (y no tan pequeños) lujos de la vida, para terminar
(acabar, mejor) como un jipi zarrapastroso.
También, continuó con su mente
pragmática habituada a generar y desechar ideas, podría legar su patrimonio
completo a alguna orden cristiana, después de todo aún no había testado, como
el médico de la mañana sugiriera, y de esta manera era posible anotarse unos
pocos puntos con los católicos (o muchísimos, de hecho, si se recibían por cada
millón). Pero no: esto no solucionaría su problema de base de vivir su
existencia entera como rico (muy
rico, con mayor exactitud), ya que por definición la sucesión se haría efectiva
solo después de su deceso. Además, lo anterior tampoco sonaba justo con su
segunda esposa, con quien tenía el tácito acuerdo de intercambiar su bello
cuerpo por una cuantiosa herencia; y menos lo sería con su propio hijo, tan
inútil como habituado al despilfarro y el alc… «Kufh, kufh, kuffhh» Un largo
acceso de tos lo interrumpe, mira el pañuelo blanco que tenía preparado para
estos casos, pero no lo agarra. Igual…, para qué.
Así las cosas, no más ve la opción
de fabricarse una aguja gigante (medios no le faltaban, por supuesto) para
pasar por su ojo el camélido que ya tenía en su hacienda, era un dromedario y
no un camello, pero para el caso sería lo mismo. Obviamente desecha este último
plan de inmediato: era viejo (apenas), rico (muy rico, pese a su declaración fiscal de riquito), poco religioso,
pero nada tonto, por lo que entendía que Jesús tan solo había utilizado una
metáfora.
En ese momento, de entrar alguien
al cuarto como, por ejemplo, la acongojada y joven esposa que por alguna razón
no ha estado acompañando al viejo: tal vez porque este rato lo ha pasado en
otro lugar de la clínica (¿tomándose un tinto en la cafetería?, ¿quejándose en
la administración por la falla de la tele?); o quizás fue que salió para
dirigirse al hogar común por alguna pertenencia del viejo (¿un libro —uno de
esos corrientes que nadie nombra con mayúscula—?); o, por qué no, la tendría
lejos una inaplazable obligación laboral (conocemos muy poco de ella para
tildarla, del modo que harían los cizañeros, de simple mantenida del viejo). O
podría ser, claro, una enfermera quien entrara en lugar de la esposa, sea para
tomar los signos vitales, administrar medicamentos o, simplemente, para
dispensar tres palabritas amables, que sus ajetreados quehaceres tampoco dan
para más. En cualquier caso, si en este punto alguien traspasara la puerta
blanca de la habitación individual (VIP, además), vería cómo el viejo gira con
lentitud sus nalgas sobre el cómodo colchón para recostarse, arrojando sin
querer (aunque sin no querer tampoco) ese libro (o Libro) de su regazo al suelo. Y luego podría observar la forma en
la que el viejo menearía un poco la cabeza en la almohada (menos cómoda que el
colchón), para después posar aquellos ojos cansados y amarillos sobre el
televisor descompuesto, que tanto, para qué más que la verdad, favoreció el
estado introspectivo que hizo posible esta historia. Y finalmente esta
hipotética persona vería al viejo más viejo que nunca, porque nuestro
protagonista acababa de apercibirse de que le sería vetado su ingreso al reino
de los cielos, y, al igual que el rico de la Biblia, también se había puesto
muy triste.
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