viernes, 30 de noviembre de 2018

Moscas negras


Constanza Aimola


Camila Reyes nunca imaginó que un dolor de estómago la llevaría directamente al momento más erótico de su vida. Era una mujer humilde, bogotana, nacida en los cerros orientales de la ciudad en un barrio de invasión llamado Estrella. Un hogar sin padre fue su cuna, su madre fue la encargada de tener el nido tibio cubriendo las necesidades básicas para su supervivencia, sin embargo, apenas pudo tenerlo a salvo. Vivían en un lugar en el que dos mujeres debían defenderse como fieras, en una selva en donde solo el más fuerte tenía el derecho de sobrevivir. Fue llegando a los cincuenta años que Marcela, como se llamaba la mamá de Camila, logró conseguir un trabajo medianamente estable, como mucama en unas residencias en el centro.

Tuvo una infancia en donde le faltó todo. Sus pies desde muy pequeña tenían callos porque los zapatos eran un privilegio que conoció cuando trabajó y pudo comprárselos. La piel de su rostro tenía manchas oscuras, las cremas y los bloqueadores eran lujos a los que nunca tuvo acceso.

Estudiaba un mes sí y el otro no. Tuvo que luchar por recibir educación, solía escuchar las clases acurrucada debajo de la ventana del salón de la escuela, porque su madre pocas veces tenía cómo pagar la mensualidad así fuera un valor simbólico.

A la edad de diez años la violó el padrastro de turno, un conductor de bus que le prometió a su madre un futuro sin necesidades. Este idilio duró dos años, en los que veía los fajos de billetes de poco valor y miles de monedas que su mamá le ayudaba a separar por montones. A todos les parecía la gloria después haber pasado tanta necesidad. En esa época no les faltó comida, de vez en cuando salían de paseo y un día le regaló un vestido con una pollera corta, blanco y azul, que se convirtió en el artilugio con el que perdería violentamente su virginidad.

Este fue el primer día en el que se cumplió el presagio de la señora Zoila: cuando algo malo está por venir, de la nada aparecen moscas negras, de esas pequeñas que se amontonan en la fruta que se pasó de madura, de las que se posan en los rincones, se pegan a la puerta de la entrada de la casa, aparecen debajo de las sillas y en el baño. Son una plaga inmunda que, por lo general, llegan acompañadas de un aguacero torrencial con truenos y rayos, a veces inclusive se va la luz.

Doña Zoila, una vecina de la cuadra del barrio, pasaba horas echándoles cuentos que involucraban supersticiones, le creían poco aunque parecía muy convencida. Era común ver a la mamá de Camila tejiendo sombreros. Todos la miraban asustados y ella les hacía cara de que no le creyeran, pero solo cuando empezó a crecer, se fueron cumpliendo poco a poco cada una de sus palabras. Camila se dio cuenta de que su mamá no quería que tuviera miedo, pero nada pudo impedir que creciera y se enfrentara a la realidad.

Pasaron veintidós años, en este tiempo Camila logró con mucho esfuerzo terminar la primaria y el bachillerato, trabajó como cajera en un supermercado, vendió comidas rápidas en un carrito en la esquina de su casa, se enamoró perdidamente ocho veces y siempre creía que era el amor de su vida. José Miguel Sarmiento fue el último novio, le llevaba veinte años, por lo general sus parejas eran mayores, tal vez buscando esa figura paterna que nunca tuvo. Con él se fue a vivir y tuvieron dos hijos. Ahora sus hijos tienen siete y cuatro años. No es feliz, no cree que haya cumplido sus sueños, y lo peor es que está segura de que ya nunca los podrá realizar.

Sigue viviendo con el papá de sus hijos, su relación es tranquila, su esposo es como un fantasma, de hecho sus hijos también, constantemente piensa que su vida sería igual si no existieran. Constantemente se siente incompleta, su salud física y mental no son buenas, ha ingresado a la clínica por dolores que no tienen explicación, ansiedad, delirio de persecución, depresión y angustia. Sin embargo, el día en que cambió su vida no fue como siempre.

No pasó buena noche, tuvo pesadillas y sudó muchísimo al punto de sentir que se había dado una ducha, los dolores de estómago eran insoportables y la hacían despertarse con sobresaltos. Al siguiente día tenía dolor de cabeza intenso y sentía como si un tractor le hubiera pasado por encima. No quería levantarse y le rogó a su esposo que le ayudara con los niños ese día para poderse quedar un rato más en la cama. Era jueves y debía ir a trabajar. Estaba vendiendo ropa en un almacén popular cerca a su barrio, pero no quería ir por eso llamó a disculparse y más bien salió para el hospital.

Camila insistió en que la atendiera el doctor Valderrama, un internista que le ayudaba formulándole calmantes y le daba varias muestras de las que le regalaban los visitadores médicos, de este modo, con poco dinero podía soportar el dolor de cuerpo y alma, así como las enfermedades fantasmas. Se había aprendido bien los síntomas y los había hecho suyos. Ese día además de sus dolencias, tuvo que lidiar con la noticia del fallecimiento del doctor Valderrama. Estaba furiosa, sin embargo, se sentía tan mal que accedió a que la atendiera la doctora Laura Acosta, médico de universidad pública, joven, bonita, sin hijos.

En la consulta la doctora se portó muy bien, era amable, parecía entender todo lo que le estaba pasando, inclusive le dijo que se sentía identificada con ella pues en algún momento de su vida tuvo síntomas que ningún médico lograba desentrañar, y que finalmente resultaron deberse a una rara enfermedad autoinmune. Laura se mostraba dispuesta a ayudarle para que se sintiera mejor y hacer todos los exámenes posibles para detectar una enfermedad similar a la que ella tuvo.

El tiempo entre citas se empezó a acortar, al culminar el año Camila estaba pidiendo una a la semana, aveces solo para hablar con su doctora a quien no parecía importarle, más bien, creía que le agradaba atenderla. Entre estos encuentros encontraron algunos aspectos que tenía en común aunque en diferentes condiciones, puesto que eran de mundos distintos. Habían leído y amaban algunos libros, hablaron de cine y preferían la carne poco cocida. Este tipo de cosas eran las que llamaban la atención de Laura, era lo que le atraía de Camila, con poco dinero y recursos parecía haber logrado cosas maravillosas. Por ejemplo, nunca había salido del país, sin embargo, podía tener conversaciones de lugares del mundo que parecía conocer, pero que solo lo hacía por medio de los libros en un ejercicio autodidacta.

Las citas no se prolongaban más de veinte minutos, sin embargo, Camila lograba aprovechar bien el tiempo. Mientras tanto Laura tenía la hipótesis de que lo de Camila no era una enfermedad física, que más bien todo era un problema mental, miedos y dolor acumulados durante la infancia, por lo que iba a remitirla a psiquiatría.

Este era el día, en esa cita la remitiría al psiquiatra. Fue un encuentro corto pero agradable, le regaló algunos medicamentos y un libro con técnicas de dibujo para que perfeccionara uno de sus artes. Al entregarle la orden de remisión y decirle que pensaba que ya no tenía nada que hacer con su caso pues no había algo en lo que pudiera trabajar, era evidente su cara de insatisfacción y rabia. Su estado de ánimo se veía representado físicamente en vértigo y a nivel emocional en mucha angustia y excitación. Salió de la oficina, estaba aterrada porque no sabía que era lo que le pasaba, pero sacó valor para regresar. Pensó que la iba a invitar a tomar un café y salir del consultorio en donde estaba un poco cohibida de contarle lo que inexplicablemente estaba sintiendo.

Cuando regresó, la doctora estaba en una reunión, sin embargo, Camila insistió en que debía interrumpirla para atenderla. Le causó curiosidad la razón por la que podría requerirla fuera de consulta pero accedió a recibirla. Laura se negó a salir, no iba a tomar ese café, sin embargo, estaba atenta a lo que le tenía que decir, pero nunca imaginó que sus palabras fueran que se había enamorado de ella, quería que estuvieran juntas, empezando de cero una vida lejos de sus parejas y familia. Terminando esto cerró la puerta, la empujó contra el escritorio, fuerte le subió la falda y le acarició con fuerza el cuello. La besó desenfrenadamente y Laura le correspondió. Entre besos y gemidos traqueaba el escritorio mientras la tocaba. Todo el tiempo le repetía que la deseaba como nunca a nadie, le respiraba en el oído y le pedía que le dijera que la amaba como ella lo hacía. La asistente administrativa intentó abrir la puerta pero tenía seguro, por lo que la forcejeó, interrumpiendo abruptamente aquel apasionado momento. Laura se limpió la boca con la manga de la bata porque Camila le había dejado la marca de su labial color naranja. Recibió los papeles que tenía que firmar con el pulso alterado, estaba confundida, no sabía lo que estaba sintiendo, lo único que pudo hacer con la voluntad que le quedaba era sacarla del consultorio. Con un aumento considerable de la voz le pidió que se fuera y que no volviera nunca más, rechazaría las consultas que pidiera con ella. Así fue, en adelante no la atendió más, bloqueó el número de su celular y hasta intentó denunciarla, porque no paraba de enviarle mensajes de texto y buscarla por las redes sociales declarándole su amor, sin embargo, la policía no recibía la denuncia porque en ningún momento estaba agrediéndola o amenazándola, por lo cual no se consideraba acoso.

Ya habían pasado dos años y Camila seguía contactando a Laura, la buscaba y perseguía donde fuera. Era común encontrársela en lugares públicos, alejada pero haciendo presencia, fastidiándola, logrando incomodarla. Camila había tenido a lo largo de su vida algunos ingresos a instituciones para atender sus desordenes mentales, en estos dos años, al menos cuatro veces, teniendo que permanecer como mínimo un mes. Durante este tiempo Laura lograba estar tranquila porque Camila no tenía acceso a teléfono o internet para contactarla, sin embargo, cuando salía la llamaba o escribía de diferentes correos, celulares y con distintos perfiles en las redes sociales. Laura tenía guardado todo como evidencia para una posible denuncia, sin embargo, Camila fue muy cuidadosa y nunca escribió algo negativo o comprometedor.

Camila nunca había sentido esto por nadie, mucho menos por una mujer. Se culpaba, lamentaba el rechazo de Laura y esto la hacía inmensamente triste, pero también muy enamorada y este sentimiento era más fuerte que todos sus miedos. Mientras la doctora hacía todo por rechazarla, Camila sentía que Laura estaba en negación porque con ella podía empezar una linda relación, por lo menos era lo que había sentido aquel día en su oficina, amor y loca pasión, según su concepto los únicos ingredientes necesarios para iniciar una relación dejando todo atrás.

Tenía que tomar medidas más drásticas para captar la atención de Laura y que aceptara lo que sentía, dejando fluir sus más íntimos deseos. Así fue como resolvió pintar un grafiti en la pared del hospital con sus nombres y apellidos enmarcados en un corazón. La estrategia funcionó, Laura la llamó de inmediato y aceptó que se vieran. Le pidió que no hiciera este tipo de cosas y que iban a verse para hablar. Debía ser en un lugar apartado del hospital y de las casas de cada una de ellas, Laura le permitió a Camila que eligiera el lugar y que le diera la dirección, el día y la hora en la que iban a encontrarse.

Estaba hecho, motel Palmas en el centro de la ciudad, a las nueve y treinta de la mañana del jueves diecinueve de enero. Allí se encontraron, Laura llevó una botella de vino que se tomaron con otra de menor calidad que adquirieron en el sitio. Ya algo ebrias, conversaron sentadas en la cama por varias horas como siempre lo habían hecho, hablaron de distintos temas, pidieron para almorzar un jugoso churrasco y se dedicaron tiempo de calidad una a la otra, haciendo el compromiso de apagar los celulares.

Ya se acercaba el fin de la tarde cuando por fin Camila tomó de la mano a Laura, le tocó la cara suavemente y le dijo que la amaba y la deseaba, sin importar que pasara el tiempo sus ansias de tenerla cerca se mantenían intactas. Laura en voz baja y dulce le dijo que ya que tocaba el tema ella también la había estado pensando, la estimaba, pero debía recordar que estaba casada, enamorada de su esposo y no le gustaban las mujeres. Esta era la última vez que se verían y tendrían que romper el vínculo, ya que nunca podría corresponder sus sentimientos.

Camila no enloqueció, ninguna lágrima brotó de sus ojos, permaneció seria y totalmente muda. Se metió en el baño y no volvió a salir. Laura la dejó por unos minutos, luego empezó a tocar la puerta y a hablarle en tono bajo, intentó entrar y finalmente la llamó con insistencia, fuerte por su nombre. Caía un torrencial aguacero, los relámpagos iluminaban toda la habitación. Como no había respuesta, tomó un cuchillo y abrió la puerta, se encontró con Camila colgada con el cable de la ducha. El silencio sepulcral se apoderó de la habitación, Laura no podía hacer más que tomarse la cara con las dos manos, su llanto era ahogado y se opacaba por la respiración agitada que le ocasionó un fuerte dolor en el pecho.

Miles de pensamientos pasaron por su cabeza, nadie creería su versión, ella no solía frecuentar este tipo de lugares ni personas. En este momento recordó el corazón que todavía estaba pintado afuera del hospital, alguien podría relacionarla con esa muerte, de esta forma su carrera, matrimonio y familia quedarían arruinadas para siempre. Tenían la forma de vincularla con Camila, seguro que llegarían a ella, así que tomó la decisión de bajarla del techo, desató el cable de su cuello, la puso con dificultad sobre la cama, pensó cómo sacarla o en donde dejarla pero no podía pensar con claridad. Intentó meterla en la hielera del piso pero se encontró con uno de los empleados que le preguntó si necesitaba algo, que la nevera estaba fuera de servicio pero que si quería hielo él lo conseguiría. Aunque cuando se registró no dio su verdadero nombre y tenía gafas oscuras, ya había alguien que la había visto merodeando por ahí así que este no era el mejor lugar para dejarla.

Regresando a la habitación se encontró con el carro de la mujer del aseo y logró sacar unas bolsas negras grandes para la basura. Ya adentro volvió a tomar el pulso de Camila con la esperanza de que estuviera con vida pero comprobó que no tenía signos vitales y además sus ojos y labios eran de un color azul negruzco que confirmaban que estaba muerta. Una bandada de moscas salió de la ducha, se le paraban en la cabeza, no dejaban de fastidiarla.

Rompió las bolsas para que quedaran como una sabana e intentó enrollarla, pensó en tirarla por la ventana para que pareciera que había tenido un accidente, pero volvía a pensar que no podía darse el lujo de que la relacionaran con su muerte, teniendo los moviles perfectos para haberlo hecho. Así que tomó la decisión de descuartizarla. No era cirujana pero había tenido formación como para conocer la mejor forma de partir en pedazos un cuerpo. En este momento las moscas se habían multiplicado, abrió las pequeñas ventanas detrás de la cama y con una almohada intentaba que salieran, pero parecían estar muy cómodas y no dejaban de revolotear en toda la habitación.

Forró la cama con algunos plásticos y utilizó el cuchillo que les había servido para partir la carne. Cortó, rajó, desgarró. Empezó por la cabeza, luego siguió con los brazos y terminó con las piernas, asegurandose de cortar por las articulaciones para no tener que partir el hueso, no podía hacer ruido ni tampoco tenía las herramientas suficientes. Sudaba profusamente, sus dedos estaban ampollados y pasó toda la noche partiendo en pedazos a la mujer que se había enamorado de ella.

Envolvió las partes en el cubrecama, les hizo un nudo con la cuerda de las cortinas y las metió debajo de la cama. La lluvia no dejaba de caer y las moscas de fastidiar. Prendió su celular y encontró treinta y dos llamadas perdidas de su esposo. Lo llamó, le dijo que se había quedado sin batería y atrapada fuera de la ciudad en medio de la tormenta mientras dictaba una conferencia en la universidad en la que era docente. Su esposo no estaba convencido, pero ella le aseguró que dormiría en la casa de su hermana y volvería al día siguiente.

Esperó a que amaneciera, abrió la puerta y se asomó al pasillo de las habitaciones. Cuando había ya salido casi completamente se encontró con la señora que arreglaba las habitaciones. Se presentó y la llamó doctora Laura, le preguntó por Camila y le dijo que era Marcela, su madre. Tenía unos descuentos por ser empleada del lugar, su hija le había contado mucho acerca de su amiga Laura, así que le consiguió una reserva para una velada de chicas. No era mucho para la mayoría, pero para ellas era una cómoda guarida, la oportunidad de disfrutar de un lugar tranquilo, una cama limpia y agua caliente.

Una sonrisa nerviosa se pintaba en su cara mientras cerraba la puerta y le decía que estaba bañándose y ya salía. No sabía qué iba a hacer, así que pidió disculpas y entró de nuevo en la habitación. No tenía salida, tenían todo para culparla, además de parecer que la había matado, la descuartizó. En qué momento se le había ocurrido aceptar esa invitación y más por qué no había utilizado la cicuta que había llevado por si Camila se ponía pesada. Tenía planeado darle el veneno antes de despedirse para que hiciera efecto cuando ya no estuvieran juntas, tal vez en la calle, sola, sin que nadie las conectara. De todas formas tenía claro que no iba a dejar que estropeara su vida, pero no se explicaba en qué momento decidió partir en pedazos su cuerpo. Había cometido muchos errores por salirse de su plan, esta era la primera vez que le pasaba, pues se caracterizaba por ser fría y calculadora. Su secreto es que no era la primera vez que un paciente se enamoraba de ella y que accedía a tener una aventura, muchos le decían que despertaba bajas pasiones, la diferencia era que en otras oportunidades los había logrado eliminar sin remordimientos ni evidencia.

Se acostó después de pegarse en la cabeza contra la pared como para hacer que las ideas brotaran de su mente, lloraba desesperadamente y se revolcaba repitiendo lo estúpida que había sido. En ese momento la mamá de Camila tocó a la puerta anunciando el servicio de aseo de la habitación. Como estaba con seguro, llamó a Laura por su nombre y trató de abrir con fuerza la chapa. Laura no fue capaz de contestar y sintió que no tenía salida. Quedaba un cuarto de vino en una de las botellas, vació el veneno que pensaba utilizar con Camila y se lo bebió. Se metió debajo de la cama junto al cuerpo descuartizado de Camila en donde miles de moscas negras se posaron sobre ella provocándole el más profundo asco y fastidio. Empezó a gritar y un ataque de pánico se juntó con el veneno que estaba empezando a hacer efecto, su corazón dejó de latir y quedó muerta justo cuando la policía violentó la puerta logrando entrar a la habitación llena de moscas negras.

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