María Elena Delgado Portalanza
En un lejano pueblo de la serranía andina,
llamado La Comarca, vivía Marina, una fornida costurera de unos cuarenta y
cinco años que se había quedado sola porque su único hijo, una vez que se
recibió de ingeniero, decidió vivir en el extranjero. Sus acompañantes eran: una gata que se llamaba
Gertrudis, un perro que respondía al nombre de Sargento y el loro Matías que
todo el día imitaba el canto y la risa de Marina, los ladridos de Sargento y el
ronroneo de Gertrudis.
La gente del pueblo apreciaba a Marina y
nunca le faltaba trabajo porque era muy dedicada y solía entregar sus encargos bien
confeccionados y a tiempo. Mientras cosía ella cantaba feliz «A rorró mi niño»
y Matías también tarareaba la misma canción. Algunas veces ella salía a hacer
compras y las vecinas, ¡Qué raro!, escuchaban sus cantos, ¡pero no era ella!,
era Matías que cantaba igual a su dueña.
Sargento redoblaba la guardia y Gertrudis con su larga cola se acostaba
en el borde de la ventana, cual gran esfinge egipcia. Todos ellos esperando a
su ama.
Las tres mascotas se llevaban bien y
recibían mucho amor de Marina. Gertrudis jugaba con Sargento, su compañero de
juegos desde que eran cachorros. Matías, un loro atrevido, se divertía
halándoles los bigotes a los dos y los llamaba por su nombre como lo hacía
Marina.
Se diría que todos vivían felices en
aquella casita blanca rodeada de jardines al frente de una montaña llamada
Cerro Hermoso. Al otro lado de la
montaña, donde brillaba cual espejo una magnífica laguna de color esmeralda, se
aspiraba un fresco olor a pinos y crecían siervos, patos y gallaretas.
Como contrastando al silencioso y bello
lugar, se había escuchado voces atemorizadas en el pueblo de que existían algunos
duendecillos, quienes serían los guardianes de esas cordilleras y que las
personas no podían ir más allá del sendero que asciende a la montaña porque
ellos se lo impedirían de cualquier forma.
A Marina nunca le habían preocupado esos
comentarios porque ella era muy bondadosa y pensaba que si los duendes estaban
en ese lugar, era porque su deber sería cuidar la montaña.
Dada la belleza del paisaje, con el pasar de los años comenzó un
peregrinar de gente y se empezaron a construir hostales y cabañas para recibir
turistas. Talaron algunos árboles para dar paso a las carreteras, ya se
escuchaban las motosierras, los tractores, los taladros. Mucho ruido y todo un
movimiento inusual en el pacífico recinto.
La
quietud de esos parajes se vio
convulsionada en un ir y venir de gente;
se decía que era el progreso pero entonces
empezaron a suceder fenómenos no
vistos antes. Un bote que llevaba turistas por la laguna se viró, dándoles un
buen susto a los ocupantes que se salvaron de morir ahogados por la acción
rápida de los aldeanos. Al día
siguiente un carro que conducía viajeros estuvo a punto de caer al abismo, por
último el puente que conecta el sendero de la montaña con el pueblo se
derrumbó. Muchas leyendas se tejieron y todos decían que la montaña estaba
embrujada, a excepción de David Thompson, un empresario canadiense que se burló
de esos comentarios manifestando que eran solo supercherías y que no se movería
de ese lugar, en el cual estaba organizando un complejo con cabañas, canchas
deportivas, una gran piscina temperada y algunos caballos para que los turistas
recorran los prados.
El empresario tenía inversiones
inmobiliarias turísticas en varios lugares del mundo, sin embargo, estos
parajes andinos produjeron una fascinación especial en él, su esposa y su hijo
Roberth.
Al pequeño Roberth, le llamaban en el
pueblo el Gringuito, cuando conoció Cerro Hermoso le gustó tanto que le dijo a
sus padres que debían quedarse para siempre a vivir ahí. Su madre se mostró
complaciente con su hijo, aunque se inquietó un poco cuando el niño le conversó
de voces amigas que le hablaban desde esa montaña de cuatrocientos cincuenta
metros. Luego lo olvidó pensando que eran fantasías propias de la edad.
Un soleado día, el Gringuito jugaba en los
jardines persiguiendo mariposas de llamativos colores que revoloteaban entre
orquídeas y bromelias silvestres que crecían alrededor del Cerro Hermoso, el
niño corría, se reía y… ¡Luego ya no lo vieron más!… ¡Desapareció como por arte
de magia! Su padre aterrado organizó un
gran operativo de búsqueda y recorrieron cada rincón de la montaña sin hallar
rastros del niño. Pasaron dos angustiosos días sin saber nada del pequeño
Roberth cuando al tercer día apareció al otro lado de la montaña cerca de la
laguna, caminando muy tranquilo y contando una serie de historias
inverosímiles; de hombres de su tamaño vestidos en forma rara, de naves
voladoras con muchas lucecitas, pero
gente muy buena que lo cuidó y lo alimentó. Se veía muy tranquilo y contaba emocionado
que lo llevaron a lugares de increíble belleza. El niño fue trasladado
inmediatamente a la ciudad para hacerle una serie de exámenes médicos, no
encontrando ninguna anomalía. Aunque sus padres notaban ciertos cambios en su
comportamiento y lenguaje, impropios de su edad. Por ejemplo, se mostraba preocupado por el
calentamiento global y la agresiva contaminación del ser humano al medio
ambiente.
El señor Thompson después de esta
experiencia ya no quiso saber nada de ese lugar y puso en venta su propiedad.
Algunas personas muy atemorizadas se
trasladaron a vivir a otros pueblos vecinos y los turistas no llegaron más. La
Comarca, a fuerza de contar tantas historias se convirtió en un pueblo olvidado
y temido.
Marina y sus ocupantes siguieron viviendo
felices. De lejos se escuchaba el «A rorró mi niño» en su casita con vista a la
montaña y observando volar a lo lejos en las cumbres más altas al gran cóndor de los Andes, que se rumoraba sería el verdadero guardián del lugar y muy amigo de
los duendes de La Comarca.
Entretenida historia que capturó rápidamente mi interés y curiosidad. La descripción de espacio y tiempo me ubica perfectamente en el suelo andino. Me gustó como el cuento tuvo de repente un sentido educativo ambiental muy claro ; aunque un par de veces la construcción gramatical y la conjugación verbal me coonfundió. Felicitaciones.
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