viernes, 6 de enero de 2023

Regreso a casa

Roberto Cruz Murcia


Por la calzada que lleva a la costa puede observarse la vegetación de arbustos que extiende sus ramajes poblados de pájaros que dan la bienvenida a los visitantes. Las buganvilias púrpuras y rosadas cuelgan de las paredes níveas y resplandecientes de las pequeñas casas costeras. Ella conoce la vía desde hace mucho, pero algunos lugares han cambiado. Nuevas edificaciones, restaurantes que antes no existían, varios sitios no han envejecido bien. La hierba se torna más escasa en el terreno arenoso en la medida que su auto se acerca al mar. De pronto surge el hemisferio azul profundo en lontananza, con toda su infinitud.

Estaciona su carro y se baja para contemplar el paisaje. La playa se ilumina con el sol en una mañana de cielo limpio con diáfanas veladuras blancas, un tenue manto que se extiende sobre la bóveda celeste. El océano despliega sus limpias aguas que acarician la arena suavemente. Algunas palmeras ciernen las hojas de sus coronas y se inclinan desafiando el viento. Se dirige hacia donde se encuentran los demás bañistas y recorre el litoral. El paraje es visitado por una multitud de personas que viene a sucumbir a sus encantos desde diversas localidades. La mayoría se agrupan en los quioscos, colocan sus sombrillas y toallas sobre el suelo y danzan al ritmo de las olas. Los niños pequeños en la orilla, alcanzados por el oleaje sediento, son acompañados por adultos o juegan despreocupados.

Violeta Perasi retorna al lugar en que fue feliz como se regresa al hogar paterno después de mucho tiempo de añoranza. Se entretiene mirando el paisaje por unos minutos. Pareciera que nada ha cambiado a su alrededor. Sus sandalias se hunden en la superficie mientras camina. Puede sentir los granitos de arena que se cuelan entre los dedos de sus pies. Su cuerpo menudo se desplaza con la agilidad de una gacela. Luce bañador de una pieza de color degradado, rojo carmesí y celeste. Lleva el cabello negro recogido en una cola y sombrero playero. Se descalza, toma las sandalias en la mano izquierda y se aproxima al borde. Sus pies desnudos se confunden con las tibias olas que llegan hasta ellos haciendo un vaivén rítmico y constante. Un espíritu de calma la invade. Arriba el azul del cielo, a lo lejos, el de la mar infinita.

Solía venir con sus padres cuando era niña. Allí se sentía feliz, viva, más que en cualquier otro sitio. Los recuerdos acuden a su mente como si hubieran ocurrido ayer. Las tibias mañanas de verano en que iban a disfrutar del clima, los preparativos antes de salir de casa, la merienda que su madre preparaba consistente en huevos cocidos y emparedados de atún.  Su padre, Alberto, conducía su viejo auto Buick modelo 1954 siempre por la misma ruta. El aire cálido se colaba torrencial por las ventanas y le daba en el rostro. Podía observar el suelo cercano que se movía con mucha rapidez a diferencia del fondo de árboles que iban más despacio.

Al llegar aparcaban el vehículo y buscaban un espacio próximo a la playa donde dejaban sus pertenencias. Su mamá reposaba sobre el margen, en tanto su progenitor se adentraba en el agua y la levantaba en brazos para que sintiera el vaivén del oleaje. Luego, se sentaban bajo la sombra de una palmera. Recuerda el gusto salobre en sus labios. La fresca sensación de la brisa que recorría su torso húmedo. El cabello pegajoso producto de la sal. Las voces anónimas que se escuchaban en el ambiente. Caminaba por la orilla de la mano de su madre y hacían castillos de arena o jugaban a enterrarse cubriéndose el cuerpo con ella. Ahora todos se han marchado.

Hace mucho que no venía. Regresar, es volver a soñar, soñar, es vivir nuevamente. Sin nada más por qué existir, se vive de los recuerdos como del pan y el vino. Si bien juró retornar, no estaba consciente de todos los obstáculos que enfrentaría que le harían postergar su retorno por tanto tiempo. Allí conoció al amor de su vida. Elder Collado tenía diecinueve años, ella dieciocho. Fue una tarde de 1979. Sus amigos se habían ido, pero decidió quedarse unos momentos más, no sabe por qué razón. Los hechos cruciales de nuestra existencia llegan sin que nos demos cuenta. Él hacía trazos sobre papel, sentado en un banco, cuando lo vio por primera vez. La curiosidad la hizo acercarse y le preguntó:

—Hola. ¿Qué haces?

Él estaba ensimismado. La miró como quien acaba de despertar de un sueño profundo y respondió:

—Dibujo lo que considero interesante.

Ella se acercó y miró su dibujo, era precioso. Nunca había visto uno tan bonito.

—Me parece espectacular —dijo con sinceridad.

—Gracias. Tengo otros si quieres verlos. —Le mostró una carpeta que contenía sus dibujos. —También pinto. 

Ella se sentó a su lado y la tomó. Había representaciones de ramas multiformes desgajadas de árboles centenarios, espléndidas puestas de sol, olas rompientes sobre rocas magníficas, pájaros austeros en su vuelo, dibujados o coloreados con precisión y belleza. Estuvo un buen rato observándolo trabajar y hablando con él. Luego intercambiaron números telefónicos y acordaron reencontrarse la semana siguiente. Ese fue el inicio de una relación que los llevaría a lugares insospechados.

Se sienta a la sombra de una palmera a contemplar el oleaje. Unos chicos pasan a su lado con sus tablas de surfear, riendo despreocupados cual si no existiera el mañana. El tiempo les pertenece a aquellos que aman. Ella ama los momentos felices que pasó. Aun cuando sabe que no volverán, nadie puede arrebatárselos. Se aferra a sus memorias como los barcos se aferran al mar. Es lo único que le queda en el mundo.

Él le pidió que le sirviera de modelo, Violeta aceptó. Se reunían y la dibujaba en diferentes posiciones y diversos escenarios. Luego pintó varios cuadros. Al dibujar su figura, Elder se fue enamorando de las curvas de su cuerpo, la tonalidad y tersura de la piel, su maravillosa sonrisa que iluminaba el día. Ella percibía cómo su mirada la acariciaba. El paso de la admiración al contacto físico se realizó de manera espontánea cuando él se acercó para corregir su posición. Al aproximarse un impulso irresistible los hizo besarse. El amor surgió de forma natural y se volvieron inseparables. Recorrían las calles tomados de la mano, sin importarles lo que acontecía a su alrededor. Si se besaban el tiempo se detenía y su entorno se opacaba.

Ella sabía con anticipación lo que Elder iba a decirle y a él le ocurría lo mismo. Con frecuencia la llamaba por teléfono si se encontraba pensando en él. Otras veces, si ansiaba verlo, podía hallarlo sin que él le dijera con antelación donde encontrarlo. También percibía sus sentimientos mientras él no estaba presente, su tristeza, preocupación o alegría. Al ponerse el sol caminaban por las avenidas durmientes. Las luces de los faroles encendidos eran un collar de perlas que adornaba el firmamento del puerto. Por las ventanas iluminadas de las casas se adivinaban los múltiples dramas personales, alegrías y tristezas, historias de seres anónimos que las poblaban cual fantasmas. Amaban el estío igual que se aman las flores, sin vacilación, ni reservas. En cada rincón encontraban sorpresas, ilusiones, nuevos amaneceres, un fresco cielo, una tierra renovada.

Violeta camina durante media hora, sin prisa, por largo trecho, hasta que se aleja de la mirada de los bañistas. Sus huellas sobre el litoral son el único indicio de que ha deambulado por allí. Siente en su piel la brisa que alivia un poco el bochorno tropical. Regresa al emplazamiento que conocía tan bien, al que siempre soñó volver. Debe cruzar una zona rocosa que forma una barrera natural que ahuyenta a los curiosos. Más allá hay un remanso aislado por un acantilado monumental. Cuando llega, el pasado la golpea cual viento que la envuelve de manera inesperada. Todo está tal como lo recuerda: la playa de arena blanca, el sol, las paredes de arenisca milenaria horadadas por el oleaje rencoroso forman un arco que se interna en el mar, en cuyo recodo protector se amaron tantas veces. Era su refugio, un lugar que sentían propio, en el que podían ser ellos mismos sin limitaciones. El sitio del que no debió partir.

Él vivía en un apartamento situado cerca de la playa, por lo que alternaban el tiempo entre ambas ubicaciones. Juntos descubrieron y descifraron el abecedario del amor, despacio, sin planearlo, con naturalidad. Las manos de Elder la desnudaron con la prudencia de un cirujano, recorrieron con paciencia su figura como quien descubre un territorio inexplorado. Su hermoso y delicado talle, las caderas generosas, sus pompis perfectos, los senos vírgenes turgentes con aureolas rosadas que semejaban melocotones maduros. Ella amó aquellos cálidos labios que atesoraron cada centímetro de su humanidad, a los que se abrió cual si fuera un capullo floral cuyos pétalos se extienden por fin a la luz del sol.  Al consumar su unión sabían que habían esperado ese momento desde siempre.

Ella se dejó amar en un principio hasta que venció su natural timidez y se entregó con plenitud. Su respiración entrecortada se escuchaba en medio del silencio, los gemidos gentiles, el dulce lenguaje del amor sin palabras, la felicidad mutua al saberse unidos en cuerpo y alma se desbordaba, una copa rebosante cuya dorada espuma los envolvía. La penumbra de la habitación en la que se insinuaban los objetos era su cómplice, les susurraba frases tiernas al oído. Cada caricia era perfecta. Toda expresión salía del corazón. Fuera quedaban la incertidumbre, vanidad, confusión, ruido; dentro reinaban la calidez, paz, seguridad. Se tenían uno al otro y eso era todo lo que necesitaban.

Sin embargo, comprendían que no estarían así siempre, por lo que deseaban disfrutar su amor mientras podían. Los padres de ella se opusieron a la relación, pues lo consideraban un artista sin futuro. La enviaron a estudiar lejos para que no tuvieran contacto. Entonces creyeron que la separación sería temporal. Esperaban reunirse de nuevo cuando la situación se los permitiera. Recuerda sus lágrimas al despedirse, el último adiós. Al cerrarse la puerta de su apartamento, donde se vieron por última vez, no comprendió el abismo que se abría entre los dos en ese momento. Por la mañana sus progenitores la llevaron a la estación. A pesar de que sabía que no era bienvenido, Elder llegó corriendo al andén con el tren en movimiento. Ella lo observó desde la ventana de su vagón. Su figura se volvía más pequeña hasta perderse de vista.

Al arribar a la ciudad la esperaba su tía Luisa, quien la hospedó por esa noche y el día siguiente tomó un avión que la llevaría a su destino final. Luego los meses pasaron y los falsos de aquellos que intentaron separarlos hicieron efecto. A ella le dijeron que Elder tenía una mujer, a él otro tanto. El estrés de la vida cotidiana hizo su trabajo y el viento del tiempo avanzó inexorable. Este y la distancia se interpusieron en su camino. Se casó con un hombre del que salió embarazada, al cual no amaba y con el que fue infeliz. Tras dos años de un matrimonio en el que sufrió abuso físico y mental por parte de su marido, llegó la ruptura. Antes de que su separación él efectuó compras con la tarjeta de crédito de ella sin su consentimiento por una cantidad exorbitante que no pagó a propósito. Violeta estuvo abonando la deuda por varios años. Su hijo murió un año después de su divorcio y era todo lo que tenían en común. No volvieron a comunicarse. En ese momento vivía una existencia solitaria, vacía y anónima en una gran urbe en la que ejercía una ocupación monótona y sin futuro, luchando por alcanzar el fin de mes para pagar sus deudas.

Tiempo atrás publicó un anuncio en un diario de circulación nacional en el que solicitaba ayuda para encontrar a su perrita perdida, Bonnie. Como muchas personas a fines de los años ochenta Violeta no poseía un teléfono, por lo que solo consignó nombre y dirección postal junto a una fotografía en que sostenía a su mascota, para que si alguien la encontraba pudiera contactarla. Durante varias semanas la buscó en vano. Cuando al fin la localizó descubrió que había muerto atropellada por un auto. Aún sufría la pena de perderla. Un día, al revisar su buzón, encontró una carta de Elder. La tomó por sorpresa, pues creía que él la había olvidado.

Recuerdas cómo nos veíamos entonces. Tú llegabas a visitarme y comenzábamos a hablar de tantas cosas: lo sucedido ese día, nos reíamos de cualquier conocido, de lo dicho por él o ella, de mi respuesta, de la canción que te gustaba y a la cual yo le cambié el título para hacerte reír. Tú dijiste que habías conversado con el cantante en persona, cuando te ganaste el derecho de ir con tus amigas a su camerino al término de una presentación. Después la tarareaste con expresión de amor, lo que decías era tan dulce, te salía por los ojos, el tono de tu voz y el aroma de tu piel que no podían mentir.

Yo disfrutaba con serenidad la suerte de tenerte, la inmensa dicha de encontrarme en esos instantes mágicos que sabía no volverían a repetirse del mismo modo en toda la eternidad. Luego merendábamos comida comprada en algún restaurante que encontrábamos en el camino. Tú afirmabas que ibas a engordar si seguíamos así, pero no subiste un gramo. Yo miraba un diluvio de hamburguesas y gaseosas y nadaba en medio de ellas, tan solo era mi imaginación. Todo era una broma de la cual ambos éramos cómplices y que nadie más conocía. La pasión era un mar de expectativas que se veían cumplidas con plenitud. Los besos aparecían con espontaneidad cuando menos los esperábamos. Se escapaban de tus labios a los míos y de regreso a los tuyos. Nunca desesperaste ante las adversidades, eso es algo que siempre admiré en ti. En esa época no teníamos ninguna preocupación considerable. No había obstáculos que nos causaran sufrimiento. Vivíamos el momento sin pensar en el mañana.

Recuerdo la última vez que viniste como si fuera ayer. Llegaste y te fuiste. A veces pareciera que te imaginé. Un fantasma tuyo que se presenta por un segundo y desaparece de repente, una ilusión. Nada más quedó tu olor sobre las sábanas y la toalla mojada con la que te secaste después del baño. De otra manera, no podría afirmar con certeza que estuviste aquí. Aún puedo verte, con mis ojos llenos de pasado, en las imágenes que duermen en mis recuerdos casi perfectos, reclinada encima de la almohada. Hicimos el amor como si lo hiciéramos por primera vez, con ansia de tenernos, de poseernos sin reparos. Dos peces juntos en un acuario pequeño e íntimo que se acarician mutuamente.

Cual si estuviéramos dentro de una cápsula de tiempo, aquel aposento se transformó en santuario de sueños. Una torre de marfil donde nada lograba tocarnos, menos el barullo exterior. Voy descubriendo con calma, poco a poco, cada recodo de tu piel con mis manos y mi boca. El sudor cae en cámara lenta, por mi frente, por tu vientre, por todos los ángulos de nuestra humanidad; en un inicio son gotas, se van juntando y forman diminutos chorros, con posterioridad un manantial. Se escurre por la cama y el piso de la habitación. Me inunda, nos desborda. Afuera llueve, adentro también. Escucho mi corazón palpitar, tic, toc, tic, toc. Me parece que el tuyo y el mío están sincronizados, tic, toc, tic, toc, con lentitud al principio, pronto más rápido y fuerte. Nuestra respiración se acelera. Nadie más nos puede escuchar, solo somos nosotros dos en este lugar que nos pertenece. Tu espalda se arquea, tus dedos se aferran a la sábana con obstinación. Luego vienen los fuegos artificiales como mil estrellas multicolores que estallan en el cielo y un enjambre de pétalos de rosas caen sobre nosotros y nos cobijan.

Tú me esperaste, paciente, en ese silencio compartido que únicamente los amantes conocen, hasta que mi alma retornó a mi ser. A continuación, tomamos una ducha. Te colocaste una cinta en el cabello para mantenerlo fijo mientras te bañabas. Abriste la válvula del agua, comenzó a caer, fría primero, caliente después, la tanteaste con tu mano antes de decidirte a entrar. Yo te miré con los ojos incrédulos de un niño, celoso del caudal que te acariciaba. Tú te reías de mí, de mi curiosidad de impúber que mira una mujer desnuda por primera vez. Observaba la sombra que la cortina de baño dibujaba sobre tu cuerpo desnudo, la luz a medias, ese aire irreal que adquiría tu figura debido a la iluminación. El líquido corría y se dispersaba en pequeños hilos, se reunía a tus pies hasta desaparecer por el tragante. No podría decir que era feliz o más bien no me daba cuenta. En ocasiones la felicidad nos alcanza, pero no lo sabemos, al enterarnos, quizá sea demasiado tarde.

Como diría Neruda, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, hemos cambiado. Nos equivocamos al creer que seríamos unos niños para siempre, que saldríamos impunes de nuestro reto al devenir. Ahora todo es diferente, de improviso despertamos de un largo sueño. No deseo reflexionar sobre las cosas que nos separan, en lo que no vamos a vivir de nuevo. Desearía poder decirte adiós, sin embargo, no me atrevo, no me resigno a perderte. Tu imagen me sigue a todas partes, sin que yo pueda ni quiera alejarla de mí. Hoy quiero revivir aquellos días en mi pensamiento para olvidar que ya no estás aquí.

Leyó su carta y experimentó una cascada de emociones. Era como si los años no hubieran pasado. Cual si todo el tiempo que los separaba desapareciera por completo y volvieran a ser de nuevo solo ellos dos. El sobre se había mojado y la parte donde aparecía el remitente era ilegible. Aún recordaba su antigua dirección postal y le escribió de inmediato, sin embargo, no recibió contestación. En vano esperó una respuesta, contando los días y las noches. Por las tardes llegaba de su empleo cansada, con el alma en vilo, esperando que él hubiera contestado a su mensaje. Su psique se sumió en un carrusel de sensaciones y remembranzas. Cada correspondencia que encontraba en su buzón era el despertar de una ilusión, un renacer, un volver a vivir. Intentó llamarlo por teléfono a su antiguo número, pero le contestó un extraño que afirmaba no conocerlo. Contactó a los pocos conocidos comunes. Nadie supo darle noticias suyas.

Hasta que una tarde, al retornar a casa, la embargó una tristeza insoslayable y profunda que la envolvía como nube negra de la que no lograba escapar por más que lo intentaba. Un frío recorría su espina dorsal al despertar por la madrugada. Su existencia actual, el trabajo, el estrés cotidiano le parecieron insoportables, una pesada carga que se negaba a tolerar más. Entonces decidió abandonarlo todo y regresar. Se marchó sin comunicárselo a nadie. Cuando llegó al pueblo fue a buscarlo al apartamento donde vivía en la época en que se conocieron. Con ansia tocó la puerta esperando encontrarlo, pero en su lugar apareció una desconocida que le dijo que no lo conocía ni tenía información acerca de él. Todos sus intentos por localizarlo fueron infructuosos.

Ahora está aquí de nuevo y los recuerdos la asaltan. Una marejada que inunda cada fibra de su ser. Sola consigo misma y con sus memorias. El resplandor del sol la ciega, por lo que tiene que entrecerrar sus ojos mientras una pléyade de colores calidoscópicos juegan con su psique. Recuerda la última vez en que estuvieron allí. El gusto de sus labios y la fragancia lavanda de su piel. La dulce sensación de total abandono. La naturaleza que conspiraba para hacerlos felices. El festival de tonalidades estivales en el firmamento.

Se sienta a observar el horizonte azul. Se quita el sombrero y lo acomoda junto a las sandalias en el piso. Se coloca las gafas de natación. Camina hacia el litoral hasta que las olas la alcanzan. Siente el cálido fluido que lame sus pies. Lee de nuevo la carta arrugada de tanto haber sido leída.  Reconoce la caligrafía de Elder sobre el fondo blanco del papel que se agita levemente con la brisa.  Él la escribió, es un lazo que la une al pasado. Se adentra en el mar y la deja ir mientras la observa alejarse.

Sus piernas perciben la tibieza de las aguas color turquesa que las acarician cual si fuera un tierno amante. Introduce el resto de su cuerpo y percibe el vaivén largamente añorado. Los caballos blancos que cabalgan las crestas rompientes la atraen como si se tratara de canto de sirenas. Atraviesa las primeras colinas de líquido que la embisten y pasan por encima de ella, lo que le permite contemplar el lecho marino. Luego sale a la superficie. Son dos mundos opuestos: la quietud del suelo oceánico congelado en el tiempo, y el exterior en que se debaten los anhelos cotidianos.

Comienza a nadar mar adentro como si regresara al seno materno. A medida que avanza, el fluido ingresa a su boca. Pequeñas gotas empañan sus gafas de natación y le impiden distinguir su entorno con claridad. Su rostro sale y se introduce alternativamente en el agua. Continúa sin pausa, pero sin prisa. Brazada a brazada, cual reloj que marcha de manera inexorable. A sus espaldas se observa la costa cada vez más lejana.  Abajo, se adivina un abismo insondable, un rumor ilimitado que la cobija. En la inmensidad oceánica le parece divisar la imagen de Elder que la llama. En su imaginación escucha su voz, una dulce melodía.

El fondo se torna más oscuro al alejarse de tierra firme. Después de largo rato, sus brazos y piernas se cansan. Ya no puede seguir y se deja llevar por la corriente que la sumerge y le permite apreciar la profundidad omnipresente que la envuelve. Arriba, la superficie se agita cual si fuera un espejismo lejano. Los momentos cruciales de su existencia pasan por su consciencia como una película. Su infancia en casa de sus padres, el encuentro con el amor, Elder cuando se despide, los sinsabores de la vida, la carta y su regreso. Incapaz de luchar se abandona a su suerte. No hay nada más que pueda hacer.

A la mañana siguiente una patrulla encontró su auto estacionado cerca de la playa, pero no se localizó a su propietaria. Con posterioridad se supo que la vieron llegar el día anterior, mas no abandonar el sitio, por lo que se inició una búsqueda en el litoral, la población cercana y mar adentro. Por la matrícula de su carro se determinó su nombre y domicilio. No tenía parientes cercanos, esposo o hijos. En su trabajo dijeron que se había ausentado sin dar ninguna explicación. Se tejieron hipótesis acerca de lo ocurrido, sin embargo, no hallaron una razón para su desaparición. ¿Por qué vino desde tan lejos a la ciudad y desapareció después? Finalmente, descubrieron su cuerpo enredado entre los corales y rocas de un arrecife coralino. Al colocarla sobre la superficie del bote de rescate, su yerma humanidad parecía un despojo vegetal que ansiaba retornar al fondo del mar. Sus ojos inertes miraban el vacío. El jefe de la expedición que la halló la observó con aire de desolación y expresó al tiempo que se acomodaba la gorra:

—Es la segunda víctima que fallece por ahogamiento en este mes.

—Sí, con el hombre de hace dos semanas. ¿Cuál era su nombre? —contestó su ayudante.

—Collado… Elder Collado. Había vivido en la ciudad en otra época.

—Curiosamente, ella también era oriunda del lugar, pero residía en otra localidad.

—Es una pena. Aún era joven y hermosa. Su expresión es extraña. Podría jurar que está sonriendo.

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