Patricio Durán
Empecemos por la Gata. Se llamaba Matilde Salinas, tenía veinticinco
años y en su rostro, un tanto regordete y con pecas, resplandecían unos vivaces
ojos verdes que le habían ganado el sobrenombre de «Gata». Ingresó a la agencia
de viajes Rumbo al Paraíso para realizar una pasantía en el departamento de
contabilidad, lo cual era un requisito para poder titularse en la Universidad
Técnica de Ambato como ingeniera en contabilidad y auditoría.
Fue reina de belleza, se imaginaba que el mundo era un escenario y por
su alfombra roja debía pasear toda su belleza, donaire y frescura para que
todos la admiren y caigan sumisos a sus pies de diva. Vivía con avidez y era
propensa al romance y al melodrama. Los elogios y cumplidos –como el agua y el
pan– eran elementos esenciales en su vida. Demostraba abiertamente sus
sentimientos: era bondadosa, sentimental y efusiva. Le gustaba la intriga, los
chismes y se emocionaba con facilidad.
Continuemos con el cuarentón. Roberto Rodríguez fungía de gerente
general de la agencia de viajes Rumbo al Paraíso, frisaba los cuarenta y cinco
años. Era de complexión atlética, medía un metro setenta centímetros. Le
gustaba el ciclismo y la natación. No acudía a conciertos o partidos de fútbol
para evitar interactuar con lo que consideraba una chusma vocinglera y maloliente;
odiaba los apretujones y pisotones, aunque no siempre fue así. Cuando era niño
su papá lo llevaba a partidos de fútbol y se sentía complacido, pero con el
tiempo fue tomando aversión a las multitudes. No entendía por qué muchas personas le temen a
la soledad y no pueden hacer nada solas. En alguna ocasión, Galo Torres, un
viejo amigo, le dijo que quería asistir a una función de cine e invitó a
Roberto para que lo acompañe.
—Lo siento —dijo Roberto—. Ya vi esa película. ¿Por qué no vas solo?
—Porque no la voy a disfrutar si voy solo.
Para Roberto, la actitud de Galo
era ridícula. ¿Por qué hacía falta ir acompañado de alguien para disfrutar de
una función de cine?
—Lo que pasa es que no lo entiendes —dijo Galo decepcionado.
Roberto tenía un fino sentido del humor. Para hacer mofa de los elogios
que ciertos caballeros suelen prodigarse cuando se describen en medios de
comunicación y redes sociales como: «Ejecutivo, de excelente posición
económica, alto, atlético, sin vicios; busca dama sin compromisos, atractiva,
profesional, para establecer una relación seria», Roberto subió a sus redes
sociales el siguiente anuncio: «Atención, damitas: hombre trigueño, divorciado,
de baja estatura, medio gordo, cuarentón, en regular estado de salud, mal
dotado, pobre, casi siembre borracho; busca mujer soltera o divorciada, blanca,
de ojos claros, atractiva e inteligente. Interesadas por favor comunicarse por interno».
A pesar de tan disparatado mensaje recibió muchas comunicaciones de mujeres que
querían conocer a tan singular personaje, pensaban que sería todo lo contrario
a lo expresado.
Luego de su divorcio quedó devastado. No quería saber de romances ni relaciones
afectivas; se refugió en la lectura y la escritura, eran sus únicas amantes,
más impacientes que la más amorosa de todas las mujeres que no respetan nada,
ni hambre, ni sueño, ni deseo. Luego de quince años de matrimonio vino la
debacle. Tras todos esos años de vivir, amar, pelear y odiar a Carmen, su
esposa, se separaron. Tenía una sensación de pérdida, aislamiento y fracaso. Se
encontraba angustiado, sobre todo porque ella se había llevado a sus tres hijos
pequeños a vivir en la ciudad de Quito sin su consentimiento y no sabía la
dirección para poderlos visitar. No podía dormir tampoco tenía apetito. Veía un
futuro aterrador. Le atormentaban terribles visiones que más de una vez lo
llevaron a pensar en el suicidio como única salida a su desesperación.
Luego de algunos meses de tratamiento psicoterapéutico, Roberto empezó a
recuperarse. Una mañana esplendorosa, despejada, el sol brillaba radiante en el
firmamento, se despertó alegre, con los ánimos renovados. Acudió temprano a su
oficina para despachar correspondencia acumulada, revisar mensajes de correo,
de guasap y fisgonear un poco en redes sociales. No había reparado en Matilde
Salinas hasta que esa mañana la encontró sumida en llanto. Al indagar sobre el
motivo se enteró que la había tratado mal Ana, la contadora, quien debía
indicarle y enseñarle el manual de procedimientos para el puesto de auxiliar
contable; con poco tino y mucha brusquedad la había ofendido diciendo: «¡Eres
una inepta! ¡Ya estoy cansada de enseñarte y no aprendes!».
Al mirar esa carita sufrida, esos ojos hermosos donde perderse, Roberto
sintió ternura y desde ese momento quedó flechado. Quería volver a enamorarse.
El tiempo cura y restaura todas las heridas del cuerpo y del alma. Habían
transcurrido cinco años desde su divorcio, cinco años marcados por flirteos,
aventuras esporádicas y poco satisfactorias antes de conocer a Matilde, a quien
llevaba veinte años de diferencia, pero en ese momento no significó ningún
obstáculo para entablar una amistad, que más adelante se convertiría en algo
serio.
De acuerdo a la Teoría de la Correspondencia del doctor Guillermo Banderas,
especialista en Psiquiatría, hombres y mujeres construyen, muchas veces sin
darse cuenta, un mapa mental de su futura pareja ideal; elaboran un molde
completo de circuitos cerebrales que determinan el «flechazo», por lo tanto,
antes de que el verdadero amor haga su entrada triunfal ya se han elaborado sus
características fundamentales.
Roberto sentía predilección por las mujeres de ojos claros, por lo que estaba
fascinado con esta gatita. «Para mí es miel sobre hojuelas», pensó. Además de los ojos prefería un rostro bonito,
luego se fijaba en el cuerpo. Las prefería esbeltas, incluso flacas antes que
rellenitas. Matilde cumplía estos requisitos, tenía un andar garboso y mundano
que despertaba sus deseos lúbricos.
Roberto se enamoró de Matilde, su sonrisa lo hacía volver a vivir. Se
sentía víctima de alguna extraña enfermedad, es más, el amor es una enfermedad,
a veces contagiosa. A un enfermo de amor se lo reconoce a leguas: siente hormigueos,
mariposas en el estómago –los celos vendrían a ser abejas africanas- zumbidos,
sudoración excesiva y la necesidad de decir tonterías. En el amor no manda el
intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del deseo, de las atracciones;
el territorio donde la razón es una intrusa.
Para pasar el mal rato que Matilde había tenido con Ana, Roberto la
invitó a comer en la marisquería Los frutos del mar. Ella ordenó una cazuela de mariscos, él un ceviche mixto de
camarón, concha y pescado acompañados de dos cervezas bien frías. Ella, con su entusiasmo
característico preguntó:
—¿Qué tal está su ceviche?
—Excelente —contestó Roberto.
Roberto quería iniciar una relación
amorosa, aunque en el fondo sentía cierta aprensión por la diferencia de edad,
pero esto lo hacía más tentador. Mientras disfrutaban de su comida, Roberto pidió
dos cervezas más. Empezó a sentir un calorcito agradable en su interior, y ya
un poco más desinhibido le dijo cariñosamente a Matilde.
—Matilde, vamos a cenar y a bailar el viernes por la noche.
—Está bien. Me gustaría hacer un «San Viernes». ¿A qué hora me pasa
recogiendo? —respondió ella sin remilgos.
—A las ocho en punto.
—Me parece perfecto —dijo la Gata y se despidieron con un casto beso en
la mejilla.
Aquel viernes por la noche fueron a cenar unas parrilladas en el
restaurante Juanchos grill. Cuando terminaron de comer se dirigieron a la discoteca
que había en el mismo restaurante, la misma que se encontraba sin gente.
Aquello convenía a los planes de Roberto, quien tenía entre ceja y ceja
confesarle su amor a la Gata, aunque la juventud actual ya no hace caso de esos
formalismos. Si una pareja de jóvenes se gusta, simplemente empiezan el romance
y listo. Roberto era más convencional. En la discoteca pidió media botella de
whisky Grants y media cajetilla de cigarrillos Lark. Había dejado de fumar hace
quince días, pero la ocasión ameritaba un cigarrillo.
Aquella noche de farra, entre humo, alcohol y baile, Roberto le declaró
su amor a Matilde. Al principio con cierto temor al rechazo por la diferencia
de edad. Ella le tranquilizó al decir que su padre le llevaba treinta años a su
madre. Su progenitor tenía ochenta y cinco años y su mamá cincuenta y cinco.
Roberto se quedó meditando en lo que acababa de escuchar. A ella no le
incomodaba la diferencia de edad, sin embargo, los tiempos han cambiado y las
formas de demostrar el amor también. Una ola de inseguridad lo invadió al notar
que no acudían a su mente las palabras correctas para expresar sus sentimientos
y enamorar a Matilde; ella por su parte, esperaba que su pretendiente le diga
los mejores requiebros. Roberto recordó que tenía una vena poética y ensayó.
—Matilde, estoy enamorado de usted desde que la conocí. Llegó a mi vida
en el momento propicio para cambiar mi triste y solitario mundo. El brillo de
sus ojos, su aliento, su calor hacen palpitar mi corazón. Sueño con su amor. Usted
es una mujer bonita, pero lo que más me ha enamorado es su belleza interior.
Por favor, deme la oportunidad de hacerla feliz. Quiero ser siempre esa luz que
ilumine su andar y que nunca tenga miedo.
Matilde, delatándose con su picardía de niña a la que le han contado un
cuento conocido, fingió sentirse abrumada con la declaración de amor.
—Roberto, ningún hombre me ha alagado de esta manera. Usted me cae bien.
Es respetuoso, amable, generoso. Creo que cualquier mujer estaría encantada de corresponder
a su amor. Lo voy a pensar unos días y luego le haré conocer mi decisión.
Roberto esperaba
ser aceptado ese mismo momento por lo que no pudo disimular su frustración,
pero tuvo que inclinarse ante lo inevitable. No podía forzar a que ella lo aceptara.
Bailaron un poco más. Apuraron el licor que quedaba y se retiraron a sus
domicilios.
Los días pasaban y la relación
amorosa no se consolidaba. Roberto ansiaba estrecharla entre sus brazos y
besarla apasionadamente; Matilde le decía que haga méritos si quería alcanzar
su amor. Ella, como buena contadora, al ver que lo tenía rendido a sus pies,
rápidamente hizo un inventario de la situación para sopesar el activo, el
pasivo y el patrimonio. En el activo destacó la sensibilidad, modestia, el
respeto, la educación, buena posición social, el sentido del humor. En el
pasivo: divorciado, tres hijos, una calvicie incipiente, aunque eso no
significaba ningún problema. El balance dio saldo positivo. «Voy a probar que
tal amante es un “cuarentón” como Roberto», pensó.
Enamorarse de una chica linda, mucho más joven, es gozo y sufrimiento al
mismo tiempo, esto lo tenía claro. Hay un refrán que reza: «Hombre mayor no
debe buscar jovencita porque viene el diablo y se la quita». Si la beldad no
tiene valores en su interior se convierte en un ser insoportable. Roberto podía
correr el riesgo de convertirse en un pobre mortal que se enamora de una «mujer
fatal» con la que sufrirá mucho; esta clase de mujeres no lo consideran su
amante sino su lacayo.
Matilde invitó a Roberto a realizar un viaje a la ciudad de Cuenca —conocida
como la Atenas del Ecuador por ser cuna de poetas y escritores—, y él aceptó
inmediatamente. El viaje a Cuenca fue sin contratiempos. Se alojaron en un hotel
tipo colonial. Solamente había disponible una habitación con dos camas. Cada
quien se limitó a dormir en su lecho, aunque Roberto tuvo la idea de
compartirlo con Matilde, pero apeló a toda su fuerza de voluntad para
contenerse. Cansados por el viaje no tardaron en conciliar el sueño.
A la mañana siguiente hicieron encuestas para la tesis que Matilde debía
entregar en la universidad. Entrada la noche se fueron a cenar y a bailar.
Matilde se vistió de forma casual, odiaba los formalismos. Llevaba un pantalón
vaquero, acompañado por una blusa escotada, y zapatos de tacón. Estrenó Passion,
un perfume nuevo de Carolina Herrera. Sabía
que el accesorio invisible para cualquier prenda es el perfume, y que a través
del sentido del olfato se puede causar sensaciones intensas en un hombre.
Entre copa y copa, entre baile y baile, al ritmo cadencioso de un bolero
de José José, el «Príncipe de la Canción», Matilde aceptó a Roberto como su
enamorado. La música era apropiada para el momento, el título de la canción que
bailaban era «Cuarenta y veinte». Roberto no era supersticioso, pero la
coincidencia del bolero que bailaban le hacía sospechar que con Matilde su amor
llegaría lejos. Desde aquel momento esa canción se convirtió en el himno de la
pareja que acababa de nacer. Roberto tomó la cara de Matilde con las dos manos
y la beso en los labios que sabían a fresa.
El romance iba sobre ruedas. Era un amor casto, puro, inocente, de
«manita sudada», algo extraño en un hombre divorciado de quien se podría pensar
que buscaba incesantemente gratificación sexual. Roberto deseaba poseer a
Matilde, pero, haciendo un esfuerzo, se limitaba a besos y caricias, con temor
de lastimarla, con ese miedo atávico que tiene el ser humano de perder lo que
más quiere.
Roberto tenía un departamento de soltero, el mismo que estaba
desordenado, con libros dispersos por todas partes o apilados en el suelo.
Cierta noche invitó a Matilde a visitar su aposento. Ella aceptó enseguida.
Ingresaron al domicilio que estaba ubicado en el centro de la ciudad.
Inmediatamente Matilde empezó a inspeccionar las cosas del piso.
Mirando unos libros amontonados en el suelo como estalagmitas comentó.
—¿Le gusta Vargas Llosa?
—Sí, es mi escritor favorito. Tengo casi toda su obra. Solamente me
falta su último libro, Tiempos recios.
—¿Lee mucho?
—Sí, le sienta bien a mi naturaleza solitaria.
—Aun así, debe sentirse muy solo en este lugar.
—No, es que Lunita, mi gata angora, me acompaña.
Matilde ojea el libro La fiesta
del chivo.
—Me encanta este libro, toca el tema del asesinato de las hermanas
Mirabal.
Vuelve a poner la obra en el sitio que lo encontró y continúa con su
inspección.
—Está bastante desordenado su departamento —prosiguió con
desaprobación—. Ese cuadro está mal colocado ahí. Mejor se vería en esta pared.
Estos sillones están llenos de polvo. ¿Acaso no hay nadie que pase un trapo o
una escoba? Hay desorden por todo lado.
Roberto no la había llevado para
que hiciera una inspección sanitaria a su vivienda, sino para tener algo de
intimidad, así que la estrechó tiernamente entre sus brazos y calló con un largo
beso toda su perorata respecto a la higiene del lugar. Roberto acarició los
senos de Matilde quien no protestó, por lo tanto, se sintió con licencia para
seguir avanzando hasta que palpó la tibieza y humedad de sus genitales. Matilde
pidió que se apaguen las luces. Roberto no estaba de acuerdo en hacer el amor a
oscuras, pero aceptó de mal grado lo solicitado. Pensaba que la mejor manera
para vencer el pudor de una mujer era ignorarlo. Creía con firmeza que el pudor
de una mujer radicaba en la ropa que la cubría, y que una vez que se quitaba
desaparecía también el pudor. Estos argumentos no convencieron a Matilde.
Insistía en que se apaguen las luces. A Roberto también le asaltaron algunas
dudas. «¿Será que he engordado por las cervezas que he bebido y ella no quiere
ver mi panza?», dijo para sus adentros con preocupación. «¿Será que mi pene es
demasiado pequeño para su gusto?», pensó aún más preocupado. «¿Se me pondrá
dura sin problema?», rumió recordando la última vez en que no tuvo un buen
desempeño. Roberto apagó la luz.
—¡Póngase un condón! —dijo Matilde con aire autoritario.
—No me gusta usar condón —protestó Roberto, mientras buscaba uno en el
cajón de su velador—. Prefiero hacerlo pelo a pelo la primera vez.
Matilde le dio a entender que sin condón no habría sexo, por lo que a
Roberto no le quedó otra alternativa que ponérselo. La silueta de ella se
vislumbraba por los destellos de luz que provenía del alumbrado público que las
cortinas mal cerradas dejaban pasar. Se acostó en la cama con las piernas
abiertas. Roberto coloca una mano entre ellas. Ella gimió de placer, él empezó
a besar su boca, poco a poco descendió por sus pechos hasta llegar a su monte
de Venus. Allí se detuvo un momento acariciando el clítoris con la lengua hasta
que finalmente la penetró. Matilde llegó al orgasmo inmediatamente. Roberto
tuvo que aplicarse para lograr el suyo. Ella, agitada, abrió los ojos y se
queda pensativa.
A medida que pasaba el tiempo, el cuarentón se iba enamorando más de su gata. Le compró lencería fina: unas bragas con abertura en la entrepierna, medias de seda negras, corpiños del mismo color para sus senos pequeños; una tanga para que presuma su tonificado cuerpo cuando acudiese a la piscina o a la playa, aretes y zapatos. Roberto estaba agradecido. La relación de «manita sudada» cambió. Entraron en otra dimensión, en la dimensión de amantes. Lo que todavía no estaba claro era quien iba a ser el amante y quien el amado. El amante es humilde, el que ama; el amado tiene el poder, el que se deja amar. Con el paso del tiempo quedó claro que Roberto era el amante y Matilde la amada.
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