jueves, 12 de enero de 2023

La gata y el cuarentón

Patricio Durán


Empecemos por la Gata. Se llamaba Matilde Salinas, tenía veinticinco años y en su rostro, un tanto regordete y con pecas, resplandecían unos vivaces ojos verdes que le habían ganado el sobrenombre de «Gata». Ingresó a la agencia de viajes Rumbo al Paraíso para realizar una pasantía en el departamento de contabilidad, lo cual era un requisito para poder titularse en la Universidad Técnica de Ambato como ingeniera en contabilidad y auditoría.

Fue reina de belleza, se imaginaba que el mundo era un escenario y por su alfombra roja debía pasear toda su belleza, donaire y frescura para que todos la admiren y caigan sumisos a sus pies de diva. Vivía con avidez y era propensa al romance y al melodrama. Los elogios y cumplidos –como el agua y el pan– eran elementos esenciales en su vida. Demostraba abiertamente sus sentimientos: era bondadosa, sentimental y efusiva. Le gustaba la intriga, los chismes y se emocionaba con facilidad.

Continuemos con el cuarentón. Roberto Rodríguez fungía de gerente general de la agencia de viajes Rumbo al Paraíso, frisaba los cuarenta y cinco años. Era de complexión atlética, medía un metro setenta centímetros. Le gustaba el ciclismo y la natación. No acudía a conciertos o partidos de fútbol para evitar interactuar con lo que consideraba una chusma vocinglera y maloliente; odiaba los apretujones y pisotones, aunque no siempre fue así. Cuando era niño su papá lo llevaba a partidos de fútbol y se sentía complacido, pero con el tiempo fue tomando aversión a las multitudes.  No entendía por qué muchas personas le temen a la soledad y no pueden hacer nada solas. En alguna ocasión, Galo Torres, un viejo amigo, le dijo que quería asistir a una función de cine e invitó a Roberto para que lo acompañe.

—Lo siento —dijo Roberto—. Ya vi esa película. ¿Por qué no vas solo?

—Porque no la voy a disfrutar si voy solo.

 Para Roberto, la actitud de Galo era ridícula. ¿Por qué hacía falta ir acompañado de alguien para disfrutar de una función de cine?

—Lo que pasa es que no lo entiendes —dijo Galo decepcionado.

Roberto tenía un fino sentido del humor. Para hacer mofa de los elogios que ciertos caballeros suelen prodigarse cuando se describen en medios de comunicación y redes sociales como: «Ejecutivo, de excelente posición económica, alto, atlético, sin vicios; busca dama sin compromisos, atractiva, profesional, para establecer una relación seria», Roberto subió a sus redes sociales el siguiente anuncio: «Atención, damitas: hombre trigueño, divorciado, de baja estatura, medio gordo, cuarentón, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siembre borracho; busca mujer soltera o divorciada, blanca, de ojos claros, atractiva e inteligente. Interesadas por favor comunicarse por interno». A pesar de tan disparatado mensaje recibió muchas comunicaciones de mujeres que querían conocer a tan singular personaje, pensaban que sería todo lo contrario a lo expresado.

Luego de su divorcio quedó devastado. No quería saber de romances ni relaciones afectivas; se refugió en la lectura y la escritura, eran sus únicas amantes, más impacientes que la más amorosa de todas las mujeres que no respetan nada, ni hambre, ni sueño, ni deseo. Luego de quince años de matrimonio vino la debacle. Tras todos esos años de vivir, amar, pelear y odiar a Carmen, su esposa, se separaron. Tenía una sensación de pérdida, aislamiento y fracaso. Se encontraba angustiado, sobre todo porque ella se había llevado a sus tres hijos pequeños a vivir en la ciudad de Quito sin su consentimiento y no sabía la dirección para poderlos visitar. No podía dormir tampoco tenía apetito. Veía un futuro aterrador. Le atormentaban terribles visiones que más de una vez lo llevaron a pensar en el suicidio como única salida a su desesperación.

Luego de algunos meses de tratamiento psicoterapéutico, Roberto empezó a recuperarse. Una mañana esplendorosa, despejada, el sol brillaba radiante en el firmamento, se despertó alegre, con los ánimos renovados. Acudió temprano a su oficina para despachar correspondencia acumulada, revisar mensajes de correo, de guasap y fisgonear un poco en redes sociales. No había reparado en Matilde Salinas hasta que esa mañana la encontró sumida en llanto. Al indagar sobre el motivo se enteró que la había tratado mal Ana, la contadora, quien debía indicarle y enseñarle el manual de procedimientos para el puesto de auxiliar contable; con poco tino y mucha brusquedad la había ofendido diciendo: «¡Eres una inepta! ¡Ya estoy cansada de enseñarte y no aprendes!».

Al mirar esa carita sufrida, esos ojos hermosos donde perderse, Roberto sintió ternura y desde ese momento quedó flechado. Quería volver a enamorarse. El tiempo cura y restaura todas las heridas del cuerpo y del alma. Habían transcurrido cinco años desde su divorcio, cinco años marcados por flirteos, aventuras esporádicas y poco satisfactorias antes de conocer a Matilde, a quien llevaba veinte años de diferencia, pero en ese momento no significó ningún obstáculo para entablar una amistad, que más adelante se convertiría en algo serio.

De acuerdo a la Teoría de la Correspondencia del doctor Guillermo Banderas, especialista en Psiquiatría, hombres y mujeres construyen, muchas veces sin darse cuenta, un mapa mental de su futura pareja ideal; elaboran un molde completo de circuitos cerebrales que determinan el «flechazo», por lo tanto, antes de que el verdadero amor haga su entrada triunfal ya se han elaborado sus características fundamentales.

Roberto sentía predilección por las mujeres de ojos claros, por lo que estaba fascinado con esta gatita. «Para mí es miel sobre hojuelas», pensó.  Además de los ojos prefería un rostro bonito, luego se fijaba en el cuerpo. Las prefería esbeltas, incluso flacas antes que rellenitas. Matilde cumplía estos requisitos, tenía un andar garboso y mundano que despertaba sus deseos lúbricos.

Roberto se enamoró de Matilde, su sonrisa lo hacía volver a vivir. Se sentía víctima de alguna extraña enfermedad, es más, el amor es una enfermedad, a veces contagiosa. A un enfermo de amor se lo reconoce a leguas: siente hormigueos, mariposas en el estómago –los celos vendrían a ser abejas africanas- zumbidos, sudoración excesiva y la necesidad de decir tonterías. En el amor no manda el intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del deseo, de las atracciones; el territorio donde la razón es una intrusa.

Para pasar el mal rato que Matilde había tenido con Ana, Roberto la invitó a comer en la marisquería Los frutos del mar. Ella ordenó una cazuela de mariscos, él un ceviche mixto de camarón, concha y pescado acompañados de dos cervezas bien frías. Ella, con su entusiasmo característico preguntó:  

—¿Qué tal está su ceviche?

—Excelente —contestó Roberto.

Roberto quería iniciar una relación amorosa, aunque en el fondo sentía cierta aprensión por la diferencia de edad, pero esto lo hacía más tentador.  Mientras disfrutaban de su comida, Roberto pidió dos cervezas más. Empezó a sentir un calorcito agradable en su interior, y ya un poco más desinhibido le dijo cariñosamente a Matilde.

—Matilde, vamos a cenar y a bailar el viernes por la noche.

—Está bien. Me gustaría hacer un «San Viernes». ¿A qué hora me pasa recogiendo? —respondió ella sin remilgos.

—A las ocho en punto.

—Me parece perfecto —dijo la Gata y se despidieron con un casto beso en la mejilla.

Aquel viernes por la noche fueron a cenar unas parrilladas en el restaurante Juanchos grill. Cuando terminaron de comer se dirigieron a la discoteca que había en el mismo restaurante, la misma que se encontraba sin gente. Aquello convenía a los planes de Roberto, quien tenía entre ceja y ceja confesarle su amor a la Gata, aunque la juventud actual ya no hace caso de esos formalismos. Si una pareja de jóvenes se gusta, simplemente empiezan el romance y listo. Roberto era más convencional. En la discoteca pidió media botella de whisky Grants y media cajetilla de cigarrillos Lark. Había dejado de fumar hace quince días, pero la ocasión ameritaba un cigarrillo.  

Aquella noche de farra, entre humo, alcohol y baile, Roberto le declaró su amor a Matilde. Al principio con cierto temor al rechazo por la diferencia de edad. Ella le tranquilizó al decir que su padre le llevaba treinta años a su madre. Su progenitor tenía ochenta y cinco años y su mamá cincuenta y cinco. Roberto se quedó meditando en lo que acababa de escuchar. A ella no le incomodaba la diferencia de edad, sin embargo, los tiempos han cambiado y las formas de demostrar el amor también. Una ola de inseguridad lo invadió al notar que no acudían a su mente las palabras correctas para expresar sus sentimientos y enamorar a Matilde; ella por su parte, esperaba que su pretendiente le diga los mejores requiebros. Roberto recordó que tenía una vena poética y ensayó.

—Matilde, estoy enamorado de usted desde que la conocí. Llegó a mi vida en el momento propicio para cambiar mi triste y solitario mundo. El brillo de sus ojos, su aliento, su calor hacen palpitar mi corazón. Sueño con su amor. Usted es una mujer bonita, pero lo que más me ha enamorado es su belleza interior. Por favor, deme la oportunidad de hacerla feliz. Quiero ser siempre esa luz que ilumine su andar y que nunca tenga miedo.

Matilde, delatándose con su picardía de niña a la que le han contado un cuento conocido, fingió sentirse abrumada con la declaración de amor.

—Roberto, ningún hombre me ha alagado de esta manera. Usted me cae bien. Es respetuoso, amable, generoso. Creo que cualquier mujer estaría encantada de corresponder a su amor. Lo voy a pensar unos días y luego le haré conocer mi decisión.

Roberto esperaba ser aceptado ese mismo momento por lo que no pudo disimular su frustración, pero tuvo que inclinarse ante lo inevitable. No podía forzar a que ella lo aceptara. Bailaron un poco más. Apuraron el licor que quedaba y se retiraron a sus domicilios.

Los días pasaban y la relación amorosa no se consolidaba. Roberto ansiaba estrecharla entre sus brazos y besarla apasionadamente; Matilde le decía que haga méritos si quería alcanzar su amor. Ella, como buena contadora, al ver que lo tenía rendido a sus pies, rápidamente hizo un inventario de la situación para sopesar el activo, el pasivo y el patrimonio. En el activo destacó la sensibilidad, modestia, el respeto, la educación, buena posición social, el sentido del humor. En el pasivo: divorciado, tres hijos, una calvicie incipiente, aunque eso no significaba ningún problema. El balance dio saldo positivo. «Voy a probar que tal amante es un “cuarentón” como Roberto», pensó.

Enamorarse de una chica linda, mucho más joven, es gozo y sufrimiento al mismo tiempo, esto lo tenía claro. Hay un refrán que reza: «Hombre mayor no debe buscar jovencita porque viene el diablo y se la quita». Si la beldad no tiene valores en su interior se convierte en un ser insoportable. Roberto podía correr el riesgo de convertirse en un pobre mortal que se enamora de una «mujer fatal» con la que sufrirá mucho; esta clase de mujeres no lo consideran su amante sino su lacayo.

Matilde invitó a Roberto a realizar un viaje a la ciudad de Cuenca —conocida como la Atenas del Ecuador por ser cuna de poetas y escritores—, y él aceptó inmediatamente. El viaje a Cuenca fue sin contratiempos. Se alojaron en un hotel tipo colonial. Solamente había disponible una habitación con dos camas. Cada quien se limitó a dormir en su lecho, aunque Roberto tuvo la idea de compartirlo con Matilde, pero apeló a toda su fuerza de voluntad para contenerse. Cansados por el viaje no tardaron en conciliar el sueño.

A la mañana siguiente hicieron encuestas para la tesis que Matilde debía entregar en la universidad. Entrada la noche se fueron a cenar y a bailar. Matilde se vistió de forma casual, odiaba los formalismos. Llevaba un pantalón vaquero, acompañado por una blusa escotada, y zapatos de tacón. Estrenó Passion, un perfume nuevo de Carolina Herrera. Sabía que el accesorio invisible para cualquier prenda es el perfume, y que a través del sentido del olfato se puede causar sensaciones intensas en un hombre.

Entre copa y copa, entre baile y baile, al ritmo cadencioso de un bolero de José José, el «Príncipe de la Canción», Matilde aceptó a Roberto como su enamorado. La música era apropiada para el momento, el título de la canción que bailaban era «Cuarenta y veinte». Roberto no era supersticioso, pero la coincidencia del bolero que bailaban le hacía sospechar que con Matilde su amor llegaría lejos. Desde aquel momento esa canción se convirtió en el himno de la pareja que acababa de nacer. Roberto tomó la cara de Matilde con las dos manos y la beso en los labios que sabían a fresa.

El romance iba sobre ruedas. Era un amor casto, puro, inocente, de «manita sudada», algo extraño en un hombre divorciado de quien se podría pensar que buscaba incesantemente gratificación sexual. Roberto deseaba poseer a Matilde, pero, haciendo un esfuerzo, se limitaba a besos y caricias, con temor de lastimarla, con ese miedo atávico que tiene el ser humano de perder lo que más quiere.

Roberto tenía un departamento de soltero, el mismo que estaba desordenado, con libros dispersos por todas partes o apilados en el suelo. Cierta noche invitó a Matilde a visitar su aposento. Ella aceptó enseguida. Ingresaron al domicilio que estaba ubicado en el centro de la ciudad. Inmediatamente Matilde empezó a inspeccionar las cosas del piso.

Mirando unos libros amontonados en el suelo como estalagmitas comentó.

—¿Le gusta Vargas Llosa?

—Sí, es mi escritor favorito. Tengo casi toda su obra. Solamente me falta su último libro, Tiempos recios.

—¿Lee mucho?

—Sí, le sienta bien a mi naturaleza solitaria.

—Aun así, debe sentirse muy solo en este lugar.

—No, es que Lunita, mi gata angora, me acompaña.

Matilde ojea el libro La fiesta del chivo.

—Me encanta este libro, toca el tema del asesinato de las hermanas Mirabal.

Vuelve a poner la obra en el sitio que lo encontró y continúa con su inspección.

—Está bastante desordenado su departamento —prosiguió con desaprobación—. Ese cuadro está mal colocado ahí. Mejor se vería en esta pared. Estos sillones están llenos de polvo. ¿Acaso no hay nadie que pase un trapo o una escoba? Hay desorden por todo lado.

Roberto no la había llevado para que hiciera una inspección sanitaria a su vivienda, sino para tener algo de intimidad, así que la estrechó tiernamente entre sus brazos y calló con un largo beso toda su perorata respecto a la higiene del lugar. Roberto acarició los senos de Matilde quien no protestó, por lo tanto, se sintió con licencia para seguir avanzando hasta que palpó la tibieza y humedad de sus genitales. Matilde pidió que se apaguen las luces. Roberto no estaba de acuerdo en hacer el amor a oscuras, pero aceptó de mal grado lo solicitado. Pensaba que la mejor manera para vencer el pudor de una mujer era ignorarlo. Creía con firmeza que el pudor de una mujer radicaba en la ropa que la cubría, y que una vez que se quitaba desaparecía también el pudor. Estos argumentos no convencieron a Matilde. Insistía en que se apaguen las luces. A Roberto también le asaltaron algunas dudas. «¿Será que he engordado por las cervezas que he bebido y ella no quiere ver mi panza?», dijo para sus adentros con preocupación. «¿Será que mi pene es demasiado pequeño para su gusto?», pensó aún más preocupado. «¿Se me pondrá dura sin problema?», rumió recordando la última vez en que no tuvo un buen desempeño. Roberto apagó la luz.

—¡Póngase un condón! —dijo Matilde con aire autoritario.

—No me gusta usar condón —protestó Roberto, mientras buscaba uno en el cajón de su velador—. Prefiero hacerlo pelo a pelo la primera vez.

Matilde le dio a entender que sin condón no habría sexo, por lo que a Roberto no le quedó otra alternativa que ponérselo. La silueta de ella se vislumbraba por los destellos de luz que provenía del alumbrado público que las cortinas mal cerradas dejaban pasar. Se acostó en la cama con las piernas abiertas. Roberto coloca una mano entre ellas. Ella gimió de placer, él empezó a besar su boca, poco a poco descendió por sus pechos hasta llegar a su monte de Venus. Allí se detuvo un momento acariciando el clítoris con la lengua hasta que finalmente la penetró. Matilde llegó al orgasmo inmediatamente. Roberto tuvo que aplicarse para lograr el suyo. Ella, agitada, abrió los ojos y se queda pensativa.

A medida que pasaba el tiempo, el cuarentón se iba enamorando más de su gata. Le compró lencería fina: unas bragas con abertura en la entrepierna, medias de seda negras, corpiños del mismo color para sus senos pequeños; una tanga para que presuma su tonificado cuerpo cuando acudiese a la piscina o a la playa, aretes y zapatos. Roberto estaba agradecido. La relación de «manita sudada» cambió. Entraron en otra dimensión, en la dimensión de amantes. Lo que todavía no estaba claro era quien iba a ser el amante y quien el amado. El amante es humilde, el que ama; el amado tiene el poder, el que se deja amar. Con el paso del tiempo quedó claro que Roberto era el amante y Matilde la amada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario