Graciela Martel Arroyo
¡Me encanta jugar basquetbol! A mi
equipo le puse el nombre de, ¡Caballeros Águila! Porque soy un guerrero azteca.
Por años he visto a mi padre y madre
practicarlo. Mi mamá dice que cuando yo estaba en su vientre jugaba con ella. Eso
sucedió en los primeros meses del embarazo, cuando aún no sabía que yo venía en
camino; pero en cuanto se enteró de mi existencia dejó de hacerlo para
protegerme.
Durante esos meses ella se limitó a ver
los entrenamientos, partidos y echarles porras a sus compañeras. Pero, en todo
momento, le cosquilleaban y sudaban sus manos, porque quería jugar. Por lo
tanto, cuando ellas realizaban los ejercicios aprovechaba para tocar el balón y
botarlo un poco.
Con el paso del tiempo crecí tanto… que su panza
enorme obstruía su visión. ¡Pero eso no fue un obstáculo!, porque disfrutaba al
sentir cómo el balón pasaba entre sus piernas al rebotar. Ella incluso lo hacía
cerrando sus ojos.
Mis
padres siempre me han dicho: Cuando gozas lo que haces, ¡nada es imposible! Y
pienso mucho en sus palabras, por ejemplo, cuando dicen que las personas
embarazadas suelen ponerles a sus hijos música, porque mencionan que incluso estando
en el vientre materno sus hijos pueden escucharla y les hace sentirse felices. Mamá
considera que para mí la música se encontraba en el balón, porque durante todo
el día no dejo de pensar en mi deporte.
Yo
creo que desde que nací me empezaron a enseñar a amar el baloncesto. Porque, ¡soy
un apasionado! Por eso, en el patio y en el interior de la casa me han colocado
un aro. A veces, no dejo dormir a mi hermana menor, porque me la paso botando e
intentando meter canastas durante todo el día.
Algo
me sucede cada vez que boto, debido a que cada golpe de mis manos sobre el
balón se convierte en una caricia. Siento que le doy vida a la pelota porque me
obedece. Penetra entre mis piernas, a un costado y por la espalda ¡hace lo que
yo quiero que haga!
Antes de los cinco años hice mis primeros ensayos
por encestar en una canasta que se encontraba colocada a la altura de la que utilizan
los jugadores profesionales. Al principio, ni siquiera rozaba el aro, pero
después de mucho esfuerzo me he convertido en el mejor canastero del torneo, además
soy, ¡el capitán del equipo!
Cada vez que me encuentro en un partido
siento que mis manos y pies quieren volar para meter la canasta. Es como si en
ese instante tuvieran una fuerza poderosa, porque me salen jugadas estupendas y
disfruto mucho al sentirme importante.
Además, el día de hoy me gusta ver mis pies
con mis tenis nuevos, que son semejantes a los del mejor jugador de baloncesto.
Los presumo a todos porque sé que soy, ¡un superdotado! Mis compañeros me ven
con envidia, ya que quisieran estar en mis zapatos, eso hace que me sienta gigante.
Por tal motivo, corro por toda la cancha con desplantes de grandeza. Deseo que los
observen, son blancos con rojo y negro. Pienso que luzco ¡fantástico!
Después de un rato de estar jugando, doy
otro paso y siento que se me salen los tenis. ¡Eso me sorprende! Me causa extrañeza. Fijo mi mirada en las patas y me doy cuenta de
que en realidad no son de la medida que yo creía. ¡Sí! ¡Sí! ¡Mi calzado es
demasiado grande! Vuelvo a colocármelos pensando que estoy en un error. ¡Qué
horror, mis pies juegan dentro de los tenis…! Como si fueran el doble del
tamaño del que yo debería de usar. Se salen y entran sin la necesidad de tener
que desamarrarlos. Entonces, empiezo a pensar que voy a perder mi partido.
Me estoy desesperando, por mi frente se
resbala el sudor. Esto sí que no lo voy a soportar ¡No! «¡A mí no me puede
estar pasando esto!» ─grito fuertemente─, ¡creo que hasta bufo! «¡Buf… Buffff!».
Es tan importante ganar, mi enojo llega a
tal grado que el aire no entra normalmente por mi nariz ¡Soplo, resoplo y
vuelvo a resoplar…! Parezco, ¡un león enjaulado!, ¡un gorila hambriento!, ¡sí! Eso
es, tengo tanta rabia porque por años he soñado con ser campeón y hoy por un
par de tenis ¡no lo voy a lograr!
Mi frustración es tal, que grito tan fuerte
que todo el gimnasio se queda sordo. Entonces… el entrenador me pide que salga
y me sienta en la banca.
─¡No!
¡No! Usted no me puede hacerme esto, soy su jugador más valioso, el mejor
canastero, ¿qué va a hacer usted sin mí… ? Vamos a perder.
Trato
de moverme y no puedo. Quisiera poder golpearlo por tomar semejante decisión; pero
mis manos al parecer están atadas con algo. Forcejeo con lo que las sujeta,
pero no las puedo soltar. Para lograrlo, doy un grito, ¡ahhhhhhhhh...! Y a la
vez suelto un puntapié, el cual golpea algo blando. Siento como si fuera un
cuerpo que se dobla y de repente escucho sus quejidos.
Los
gemidos de dolor penetran en ese momento en mis oídos, instante en el que abro
los ojos:
«¡Ohhhhhh... qué he hecho...! ¡Mamá, perdóname! Es que soñé que mis tenis no me dejaban jugar».
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