Patricio Durán
Amanece en Santa Mónica, California. Se ve brotar a la ciudad fundada por los españoles; ignorada bajo la bruma, lejana, parecida a una quimera, similar a las sirenas de algunas almas que canturrean y convocan a lo imposible. El telón del firmamento empieza a descubrirse. Las sombras nocturnas se desperezan para huir despavoridas.
Un destello de luz crece con violencia impidiendo la visión, rebotando en el Pacífico antes de estrellarse contra los cristales del Loews Santa Monica Beach Hotel. El amanecer es la promesa de un renacimiento, una oportunidad de soñar, de dejar atrás la oscuridad y caminar hacia nuevas oportunidades. En la orilla del mar, las nubes semejan fragatas fantásticas navegando en un cielo azul celeste.
El
corazón del Restaurante Tar & Roses, en el Loews Santa Monica Beach Hotel, es su cocina. Ofrece pescado del día; mariscos
recién traídos del muelle de San Pedro y cortes de carne importados de
Argentina. Los finos ingredientes, un cocinero experimentado y ofrecer un buen
servicio de manera constante es una parte fundamental para alcanzar la
satisfacción de los clientes. Un elemento principal es su decoración: moderna,
cómoda e interesante. El administrador del Tar & Roses sabe que la música es esencial en una buena velada, por lo que ha
creado un clima agradable para disfrutar de una buena comida con música
tranquila y relajada en vivo. El olor escandaloso de camarones en brocheta
inunda el restaurante. En este lujoso
local se juega con el contraste de colores, olores y sabores, y los diferentes
materiales utilizados en el diseño. La luz tenue y el color dan amplitud, limpieza
y pureza al estilo. Dispone de una amplia carta de licores, vinos y
cervezas. Tiene una vista impresionante
del océano Pacífico y su bahía.
El embajador
Luis Alberto Fernández olfateó la vaharada de camarones al ingresar a la
recepción que ofrece el Departamento de Estado en el marco de la conferencia: «La diversidad es una parte esencial del cuerpo diplomático de los Estados
Unidos de América». Camilo José Mera, presidente constitucional del Ecuador, lo había
nombrado como embajador en Washington. Una espesa
y reluciente cabellera blanca adornaba la cabeza del flamante embajador; a
veces se enfadaba con su peluquero por no hacer un buen corte y le dejaba un copete
que siempre se lo estaba retocando. Enviudó hace diez años. La pérdida sufrida
le llegó tan al fondo que algo desapareció en su interior; parte de sus
emociones se esfumaron dejando un vacío de sentimientos.
Aquella
mañana Luis Alberto lucía radiante. Llevaba un chaqué color azul marino, complementado con una camisa blanca de
puño doble; corbata de seda gris y nudo Windsor pisada con un alfiler en forma
de guitarra. El pantalón de estilo clásico, corte recto en cheviot negro; para complementar medias negras y calzado de piel, con
cordones, negros sin detalles. No gustaba mucho de la vestimenta formal, sin
embargo, su actividad diplomática exigía el uso de estas prendas.
El
embajador era de aquellos nacidos para dirigir. Tenía el natural don de mando e
iluminaba el camino de los demás. Se destacaba por ser un diplomático honesto,
cosa muy difícil de encontrar en un campo dominado por la corrupción. Cuando
ingresaba a un salón o auditorio su presencia se advertía de inmediato por su
porte, carisma, afabilidad e inteligencia. Le gustaba la cocina, era muy hábil
en el arte culinario. Procuraba siempre ser amable con todos, en especial con
las mujeres a quienes saludaba con un beso en la mano y algún cumplido. Cuando
alguna dama —de curvas privilegiadas— pasaba a su lado la regresaba a ver hasta
que se perdía de vista. Su comida preferida se componía de frutos del mar,
así que las brochetas de camarón le parecieron ambrosía de los dioses,
acompañadas de una copa de vino blanco. Había en el evento servicio de buffet
con una gran cantidad y variedad de platillos deliciosos: barra de ensaladas,
comidas sin cocción como el sushi y los carpaccios
y postres.
Luis Alberto asistió a la reunión y cena del
Departamento de Estado acompañado de su novia, Tania Enríquez, veinte años
menor. Llevaban un año de relaciones amorosas. Tania tenía el cabello castaño,
un cuerpo armonioso, movimientos suaves, ojos grandes, y una voz tan dulce como
delicada. Ella provenía de una familia de diplomáticos de carrera. Nació en
París cuando su padre desempeñaba las funciones de embajador en Francia. Su
madre era una culta dama de sociedad. Gozaba de una dilatada formación
adquirida en las principales universidades europeas. Hablaba varios idiomas y
no se dejaba intimidar ni por el arte ni por la política. Se sentía muy a gusto
en debates sobre cuestiones políticas, filosóficas, sociológicas o artísticas.
Luis Alberto y Tania se conocieron en la recepción
que realizó La Orquesta Filarmónica de Quito al famoso pianista austríaco Paul
Badura-Skoda. El músico daba conciertos en las mejores salas del mundo
acompañado de su representante Gerhild Baron. Participaba en los más
importantes festivales internacionales, habiendo, así mismo, tocado con casi
todas las orquestas de fama. El vasto repertorio de Badura-Skoda, concentrado
sobre obras de los maestros vieneses de la época clásica, abarcaba también
música romántica y moderna.
En la recepción y tras conversar por varios minutos
sobre los temas del concierto y la técnica depurada del afamado músico, Luis
Alberto le dijo a Tania:
—Voy a
enamorarme de ti.
—No lo creo —respondió Tania con énfasis—. Por la
forma en que miras a otras mujeres veo que eres todo un «Don Juan».
—De ninguna manera. Solo trato de ser amable.
—La amabilidad se te desborda por los poros cuando
ves a una mujer bonita.
—Oh, por favor, no malinterpretes. Me gustaría que
saliéramos para conocernos más y borrar esa mala impresión que tienes de mí.
Por favor, ¿me puedes dar tu número de teléfono?
A Tania, amante de la música clásica y ocasional
intérprete de piano, no se le escapaba ningún detalle. Este hombre elegante intentaba conquistarla
de una manera audaz. En otras circunstancias, ella se habría disculpado y retirado,
más él le resultaba muy interesante y apasionado; sus ojos daban la impresión
de taladrarla y llegar hasta su alma. Aunque no era usual en ella —una mujer
habitualmente sensata—, creyó en sus palabras y le dio su número de teléfono.
Al día siguiente la llamó para pedirle que aquella
noche lo acompañara a otra recepción, esta vez en la embajada de España. Tania
iba a realizar otras actividades, ante su insistencia aceptó. Ella nunca
contrajo matrimonio ni tuvo una relación seria de pareja, se sentía abrumada
por tanta atención, aunque su inquilino —esa vocecilla interior— le advertía
que tuviera cuidado, que no fuera tan rápido, sin embargo, se abandonó por
completo a ese hombre carismático y afable.
Tania nunca fue
indiferente con su amor apasionado. Durante este período de arrobamiento, no
escuchó ni una sola vez música clásica, prefería canciones románticas. Los temas
«Te quiero, te amo», del cantante francés Frédéric François y «Rolling in the
deep», de la intérprete británica Adele la trastornaban por su carga
sentimental. Estaba segura de no ser la única mujer experimentando tal pasión.
Las baladas acompañaban y justificaban sus sentimientos. En Netflix, la
plataforma de streaming, vio varias
veces la película Noches de tormenta,
protagonizada por Richard Gere y Diane Lane; convencida de que mostraba sus
vivencias.
Experimentó
una atracción magnética y la sensación de una pasión eterna. Esta relación pasó
a ser el centro de su vida. Lo puso en un pedestal. En la intimidad le decía:
«Mi engreído de las canas», entre tanto él le enseñaba toda una nueva gama de
placeres de alcoba. Ella quería recordar el cuerpo de su amante, desde el
cabello hasta los dedos de los pies. Lograba ver con exactitud sus ojos claros,
serenos; el movimiento cadencioso del copete canoso sobre la nuca mientras la
poseía, la línea cuadrada de sus hombros, la forma de sus piernas y pecho
peludo, la contextura de su epidermis. Alucinaba entre la memoria y la locura.
Luego de hacer el amor, Luis
Alberto se vestía con tranquilidad. Tania observaba con atención como se
abotonaba la camisa, se ponía las medias, la prenda interior, los pantalones,
se miraba en el espejo para hacerse el nudo de la corbata. Cuando el diplomático
se colocaba la chaqueta, Tania sabía que no volvería a verlo hasta dentro de
varios días. Contemplaba con nostalgia las copas, los platos con resto de
comida, el cenicero lleno. Luis Alberto había dejado de fumar, pero Tania no,
lo que a él le molestaba sobremanera.
—Tanía, por favor, ¿cuándo vas a dejar de fumar?
—¿Cuándo nos volveremos a ver? —dijo ella con expresión melancólica y
evadiendo su pregunta.
—No lo sé. Espero que lo más pronto posible. La
próxima semana debo viajar a un compromiso en Los Ángeles, por lo que estimo
que nos volveríamos a ver en unos quince días.
Esperar para Tania era una agonía que no soportaba.
—¡Llévame contigo! —suplicó.
—Está bien
—respondió Luis Alberto luego de pensar un poco.
Tanía saltó de alegría. Lo abrazó y besó. Admiraba
su buena predisposición y agradecía al cielo el haberlo encontrado. Sentía la
necesidad de hablar todos los días con él. Era importante para ella saber todo
lo que pensaba y hacía; quería acompañarlo a todo compromiso social: viajes,
conciertos, cenas, a visitar a los amigos, hasta el ir de compras. Tanta
presencia de ella, al transcurrir de los días fue causando fastidio en el
diplomático.
Para Tania enamorada, la existencia se convirtió en
una montaña rusa. Nunca había sentido una pasión así por alguien y deseaba que
Luis Alberto se suba con ella a dar una vueltecita. Deseaba experimentar y se
lanzó con bríos a su nuevo amor y a un distinto estilo de vida sin mirar ni un
instante atrás. Ningún hombre podría soportar los cambios emocionales de esta
mujer, que no se tomaba nada a la ligera y se caracterizaba por su energía.
—Cásate conmigo para enseñarte a vivir y
enseñarme a morir —le dijo él.
—No Luis Alberto, me casaré contigo para
que me enseñes a madurar y yo te enseñaré a ser joven hasta el final —respondió
ella.
Fue un matrimonio
maravilloso, tuvieron dos hijos y vivieron juntos hasta que él murió a los
noventa años.
Tania despertó
sobresaltada de su sueño, lamentando que haya sido eso, solo un sueño. «¿Cuándo
se decidirá a proponerme matrimonio?», pensó con inquietud, mientras se
levantaba de la cama en busca de un vaso con agua.
Ella vivía alejada por completo
del drama que vivía Luis Alberto con sus dos hijas, Clara Serena y Matilde del
Rocío, quienes se oponían a su romance; no estaban tan contentas con el mismo
por la intensidad —toxicidad— de Tania. Ellas estudiaban en la universidad y
visitaban eventualmente a su padre en el departamento, quien solo les había
puesto de manifiesto algunas cuestiones puntuales de su relación con Tania que
le permitiera seguir con su galanteo sin dificultades, pero ellas, dotadas de
la intuición femenina, que en definitiva es lo más valioso, se dieron cuenta de
la pasión que envolvía a su progenitor.
—¿Cómo va tu relación con Tania? —preguntó Matilde
del Rocío.
—Bien —respondió Luis Alberto un poco sorprendido.
—Papá, esta relación no tiene futuro —dijo Clara
Serena.
—¿Por qué dices eso, hija?
—¿Acaso no te has dado cuenta que ella está
desquiciada?
—No exageres, hija —dijo Luis Alberto y añadió a
manera de disculpa—. Es un poco celosa, pero es porque me quiere.
—No es exageración, esa mujer está loca —añadió
Matilde del Rocío con énfasis.
—Bueno, ustedes son mis hijas, las quiero mucho,
pero este es un asunto que no les compete; así que por favor no intervengan
—expresó molesto—. Ahora debo ir a trabajar.
Luis Alberto salió. Se sentía responsable por la
muerte de su esposa, María del Carmen, por lo que no creía conveniente volver a
casarse, a pesar de que habían transcurrido diez años de su deceso. Cuando
desempeñaba el cargo de Viceministro de Relaciones Exteriores, tuvo un devaneo
con una funcionaria de menor rango, de lo cual se enteró María del Carmen,
agravando su enfermedad cardíaca, la que finalmente causó su muerte.
«Luis Alberto, Luis Alberto, mi engreído de las
canas», suspiraba Tania. «Tú y yo somos de los pocos seres especiales de este
mundo, de los que comprenden lo que es en verdad la vida: música, amor,
belleza, conocimiento; somos, al fin y al cabo, tú y yo. ¿Por qué no soy todo
para ti? ¿Por qué me haces sufrir? ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Te
amo!».
El embajador ya no era
joven, pero distando todavía de llegar a viejo, miraba con seriedad las cosas
con un prisma positivo y práctico. Realizó un recuento sobre su relación. A
Tania la pretendió y conquistó con auténtico amor. Ya calmado su apasionamiento,
podía examinar con precisión hasta qué punto la anhelaba y cuál pudiera ser su
porvenir junto a ella. Reconoció un gran afecto, mezcla de ternura y embeleso,
vigorosos lazos que atan para siempre, sin embargo, no soportaba su
personalidad arrolladora y dominante.
Luis Alberto sintió un inmenso dolor al dar por
terminada la experiencia más bella y apasionada de su vida, pero ya no la
soportaba. Pretendía que el vínculo se consolidara una vez pasado el entusiasmo
inicial y se cristalizara en un amor más plácido y perdurable. Tania no estaba
para eso. Su actividad incesante, su forma como lo presionaba, su intensidad,
por no hablar sobre sus humores cambiantes, comenzaron a agotarlo. Ella sentía
necesidad por participar en todo cuanto él hacía. Muchas veces Luis Alberto
intentó explicarle que él era otro ser humano, con sentimientos personales, y
si no tratara de atraerlo tanto hacia ella, él no necesitaría distanciarse.
Jamás había vivido momentos tan ardientes como cuando ambos sintonizaban por
completo, pero fue imposible mantener en rieles a esa locomotora impetuosa
antes de que se descarrilara. También aquí la diferencia de edad y la oposición
de sus hijas tenían mucho que ver.
Luis Alberto se sintió abrumado; por un lado, la mujer
a quien amaba y por otro su propia independencia. Necesitaba pasar cierto
tiempo lejos de Tania a fin de ordenar las motivaciones interiores que
precisaba para sus actividades diplomáticas. Ella buscaba el amor romántico
perfecto con su «engreído de las canas»; él sabía que nadie más podría darle la
clase de amor prodigado por Tania; más aún, nunca volvería a amar así.
El engreído de las canas prefirió la paz y tranquilidad a vivir dentro de las fraguas encendidas de un volcán.
Tu publicación irradia brillantez: esclarecedora, bien articulada y verdaderamente cautivadora. ¡Gracias por compartir tu valiosa perspectiva!
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