Cecilia Escobar
Aquel día mientras el sol calentaba desde el cénit las cabezas de los habitantes del puerto,
María volvía a casa después de comprar pescado en la playa. Se movía con
agilidad de gacela y su rostro revelaba cierto fastidio. A sus doce años hubiera
preferido quedarse todo el día disfrutando del mar con sus amigos, debía en
cambio llevar a su casa el pescado para el ceviche redentor. Tenía la cara
morena, cabellos largos y los ojos vivaces. En aquel instante hubiera dado lo
que tenía, por no ser testigo del alboroto a consecuencia del cumpleaños de su
madre, del cual María y sus demás hermanos disfrutarían muy poco. María sabía
que al día siguiente, sólo quedaría mucha mugre por limpiar.
Cuando llegó a su casa, el delicioso aroma del arroz
con pato le dio la bienvenida. Avanzó despacio por el patio hasta la amplia cocina
donde se hallaba el mayor número de invitados. Algunos se encontraban sentados alrededor
de la tosca y maciza mesa que ocupaba el centro, otros de pie charlaban
amenamente y bebían cerveza en grupos de tres o cuatro. Su madre, a comparación
del día anterior, parecía haber olvidado la nostalgia de llegar a la cuarta
década y sonreía feliz mientras le daba
los últimos toques a lo que sería el plato central.
Entre los asistentes se encontraba, un joven muy
moreno amigo de la familia, que tocaba el cajón y cuya edad María nunca supo,
pero calculaba tendría unos veinticinco años. Èl vestía unos pantalones oscuros
y una túnica blanca que hacía juego con sus dientes y contrastaba con su piel
oscura. Cuando la vió llegar, pareció adivinar la irritación de la niña al ver tantos
invitados invadiendo su casa. Le sonrió ofreciéndole un vaso de gaseosa y como
estaba muy helada, María fue tomándosela a sorbitos. En el aire flotaba la
melodía de un vals criollo, el joven se perdió en sus pensamientos mientras María
contemplaba a los asistentes sacando conclusiones, de cuantos patos se
necesitarían para alimentar a tanta gente. Una mosca pasó zumbando entre ellos,
la niña la espantó con fastidio. María había llegado a la conclusión, que sólo
un milagro podría salvar el día.
De pronto el cajonero se dirigió a María sonriendo y le
dijo:
- Puedo revivir una mosca muerta con sólo las cenizas
de un cigarro.
Ella lo miró sin poder entender bien lo que quería
decir con ello.
- Puedo revivir una mosca –repitió.
- Ni que fueras Jesucristo – le respondió María burlona.
- Dame unos minutos y te lo demuestro –le dijo él
completamente decidido.
Entonces se puso manos a la obra. Poco después y ante
la incrédula mirada de todos los que estaban en la cocina, atrapó a la mosca
atrevida, que antes había estado revoloteando alrededor de ellos. Lo hizo vertiendo en un vaso un poco de cerveza, que al mezclarse con la gaseosa formó
una bebida irresistible para el insecto.
El bicho tonto, no tardó mucho tiempo en caer en el líquido.
María, no podía resistirse a la idea de ver con sus
propios ojos tan singular acontecimiento y aunque tenía prisa por ir a jugar, tomó una
silla y se sentó a su lado. Mientras tanto la mosca movía las patas inútilmente
tratando de salir del vaso de cerveza.
La niña contemplaba absorta aquella escena, pensando
en lo terrible que debía ser morir ahogado. Èl se dirigió a ella diciendo: “Las
moscas no tienen corazón” y le guiñó un ojo. Que le guiñara un ojo era algo inusual, era más
divertido verlo cuando al hablar, abría inmensamente los ojos y movía las manos
como un changuito.
Ocho minutos habían pasado desde que la mosca dejó de
moverse. Entonces con una cucharita, el cajonero sacó la mosca del vaso con
mucho cuidado, tratando de no partirle las patas o las alas y la depositó en
una chapita de cerveza. Encendió un cigarrillo y muy lentamente empezó a
cubrirla con las cenizas. La niña lo miraba impaciente mientras él se llevaba una
y otra vez el cigarrillo a la boca.
María se llevó las manos a la cara y apoyó los codos
sobre la mesa, sus ojos iban y venían siguiendo los movimientos del joven.
Mientras tanto, el cigarro se iba haciendo cada vez más pequeño. Él la miró
tiernamente y le dijo: ¡Paciencia! Pero la paciencia no era una de las virtudes
de la María.
Los minutos se hicieron largos mientras María se
preguntaba, cuantos más debería esperar hasta que la maldita mosca resucitara.
Empezó a creer que él le tomaba el pelo.
Fue entonces cuando vio a la mosca moverse. Al
principio pensó que era sólo su imaginación, luego siguió moviéndose para
sorpresa de todos, que fueron acercándose lentamente y se ubicaron alrededor de
la mesa. El insecto movió las patas, dando giros sobre las cenizas. Luego se puso
de pie sacudiéndose varias veces. Al final la mosca medio tembleca, caminó unos centímetros sobre la mesa y agitó las alas intentando volar, un par de minutos
después se elevó al aire saliendo por la puerta abierta de la cocina rumbo al
patio, perdiéndose en la inmensidad del cielo azul.
Casi todos los que estaban en la cocina y habían presenciado el “milagro” se llevaron instintivamente la mano a la cabeza en
gesto de asombro.
Èl la miró sonriendo -Te lo dije: ¡Las moscas no
tienen corazón!
Muy bueno, felicitaciones, esta historia es conocida en la familia, que bueno que la hallas hecho pública mundialmente, realmente es extraordinaria, y nuevamente felicitaciones, que sigan los exitos..
ResponderEliminarQue hermoso cuento, realmente tienes mucho talento, a todos nos encantó, felicitaciones y muchos exitos, un abrazo
ResponderEliminarMaravilloso,muchas felicitaciones de todos.
ResponderEliminaramiga felicitaciones que linda redacción es un cuento muy criollo como parte de tu familia te recomiendo que escribas algunas experiencias cuando estudiabamos en el pedagogico creo que la harias muy bien.
ResponderEliminarmuchos exitos
tu amiga cesarina