Juan Carlos Camacho Leyton
El
viejo e ilustre local del Club de Arequipa está situado en la primera cuadra calle Álvarez Thomas, a
pocos metros de la Plaza de Armas. En el hall principal de estilo neoclásico
con piso de mármol y columnatas que
sostienen los balcones del segundo piso se organizaron los socios para el
registro. Se había convocado a una asamblea general para dar cuenta de la
gestión y de paso elegir a la nueva directiva. En la fila, Ernesto se encontró algunos amigos
a los cuales saludó con cortesía. Ya entrado en la cincuentena, años atrás
había sido gerente de la sucursal de un banco, luego promotor de una escuela de
inglés y ahora dirigía una empresa consultora. Era un hombre de esmerada
educación que había dedicado su vida al
trabajo profesional y también viajado por el mundo. De figura aún atlética, con
una calvicie creciente que aparentaba una tonsura, se sentía algo incómodo en
su traje azul por el calor de la noche de verano y las cuitas que oprimían su
corazón.
Su
matrimonio con Clara luego de veintidós años había llegado a su fin. El
cansancio y las diferencias de caracteres habían hecho su trabajo erosivo y en ninguna
de las dos partes hubo un intento serio de arreglar las desavenencias a tiempo
o de someterse a una terapia de pareja. “Somos
como el agua y el aceite” -le había dicho Clara-. Al final la relación estalló en medio de una
reunión de su familia política en Lima, ciudad a la que viajó Ernesto con el
único propósito de hacer las paces con Clara, obteniendo el efecto exactamente
opuesto. Habían procreado dos hijos, Rosina, de veintiún años, estaba a punto
de acabar sus estudios universitarios de bioquímica y en vísperas de viajar becada
a Francia para hacer un posgrado; y Roberto,
de dieciocho, finalizaba el último año de secundaria en un colegio
privado de prestigio y se preparaba para
ingresar a la Universidad. Ambos
hijos asumieron una posición de respaldo al padre, criticando a veces
abiertamente y otras en forma velada, a
la madre por su decisión unilateral de ruptura, pero al fin asimilaron, aunque
no sin pesar, su situación de vástagos de un matrimonio irremediablemente
disuelto. Ellos fueron testigos de excepción de las diferentes personalidades
de sus padres. Veían a Ernesto, impaciente, pero dedicado de toda la vida a
ellos, que solía levantarse temprano para prepararles el refrigerio que llevarían
al colegio. A Ernesto le gustaba hacerlo personalmente, pelar las manzanas y
ponerlas en los tápers de plástico,
preparar el par de sandwiches que después Roberto y Rosina devoraban en
el recreo. Rosina, recordaba a su padre
ordenando y limpiando el polvo de la casa, bañando y paseando a las tres
mascotas –unos engreídos perritos teckel- el domingo por la mañana, pues era el
día libre de la empleada del hogar. Pero había un extremo que les disgustaba de
su padre y era su costumbre de tomar sus cocteles los fines de semana. Aunque
no lo hacía todas las semanas, una que vez que descorchaba una botella y preparaba
una jarra de pisco sour, de la cual era
el principal consumidor; otras veces, de regreso de alguna reunión social lo veían colorado, hablando más fuerte y fastidiándolos
con ciertas actitudes que les parecía extrañas, sobre todo a Rosina, porque
Roberto no les daba mayor importancia. De su madre, opinaban ambos que tenía un
temperamento infantil que les divertía o molestaba, según la ocasión, combinada
con una adicción al trabajo y a las reuniones sociales que hacían que casi
siempre llegara tarde al almuerzo o en otros casos simplemente no llegara,
indicando que estaba ocupada. Sabían que no podían contar con ella, ni para
ayudarlos en sus estudios ni para resolver sus problemas personales; conocían
que no era una mujer empática que, aunque parecía escucharlos, estaba pensando
en otra cosa por lo que debían repetirle nuevamente las cosas una y otra vez,
hasta que se daban por vencidos.
Clara, era la menor de seis hermanos de una familia
patriarcal, de tres mujeres -dos casadas, incluida ella misma y una solterona-
y tres hombres. Éstos, por su parte, estaban todos casados. Ernesto trató de
asimilarse a los usos y costumbres de la familia extendida patriarcal, cuando
sus suegros estaban vivos; pero cuando murieron y el mayor de los cuñados,
apoyado por las tres hermanas, pretendió y de hecho lo logró- heredar esa
posición hegemónica, Ernesto empezó a disgustarse y a faltar a las reuniones de
sus familiares políticos, lo cual fue tomado por Clara como un gran desaire. Rosina
y Roberto fueron testigos de las
crecientes diferencias entre sus padres, por esos celos familiares y la falta
de tolerancia entre ambos. Aunque reconocían que Ernesto hacía más esfuerzos en
adaptarse y Clara era más decididamente intolerante.
En
el club, la fila avanzaba lentamente y los socios, aprovechaban para
intercambiar noticias, chismes y chistes. Ernesto y Javier se encontraron. Javier, un viejo negociante de artículos fotográficos,
fabricante de velas, ahora estaba metido
en el negocio inmobiliario que era el boom del momento en Arequipa. Delgado,
casi calvo, de modales jesuíticos y movimientos ágiles a pesar de una edad
próxima a los setenta, despliega con frecuencia un brillante sentido del humor
negro, como cuando extiende la mano para saludar, al estilo obispo, como para
merecer un ósculo en el supuesto anillo consagrado.
Javier
y Ernesto, a pesar de su diferencia de edad, lograron forjar una amistad de más
de diez años, al compartir la misma junta directiva de la urbanización en el
distrito señorial de Yanahuara. Luego
del registro pasaron a sentarse al amplio salón Quijote, en el que habían acondicionado sillas para cada uno de los socios, los que
cómodamente sentados esperaban el inicio de la asamblea general. Luego de
leídas y aprobadas las memorias, de presentadas las listas y efectuada la
votación, los asistentes aclamaron a la nueva junta directiva con un estallido
de aplausos de pie. Cuando todo acabó, Ernesto y Javier acordaron tomarse un trago en
el bar La Cabañita del segundo piso, un ambiente agradable e informal pintado
de color ocre, sillas de cuero repujado,
chimenea con adornos de cobre y mesas con manteles azul pastel. En ese ambiente distendido, Javier, conocedor de la reciente separación de
Ernesto le dijo, sibilinamente:
-No te confundas, hijo, ¡por fin estás libre!
Te voy a contar lo que mi padre me decía de su relación con mi madre, y yo, con la experiencia que dan los años
vividos, lo suscribo totalmente: “Dios puso a las mujeres para jodernos la
vida. Tu madre, me la jodió todos los
días de mi vida y te aseguro que a ti tu mujer te la joderá igual”. Es el destino de los
arequipeños saco largos 1/. Tú te salvase ¡Qué más quieres! -finalizó, jocundo.
-Ja,
ja, tú siempre con tus bromas, Javier. Por lo menos fue una separación
civilizada y ya mis hijos están grandes y aparentan comprender la situación -
respondió Ernesto diplomáticamente, pero al mismo tiempo pensando: “Tuve
que salir de la casa obligado por las circunstancias, saqué mi ropa en maletas con la ayuda de mi hijo. No le diré a Javier, por cierto, que un abogaducho, contratado por
mi ex esposa, me amenazó con hacerme
atacar con matones si no salía del hogar en un plazo de veinte y cuatro horas. No lo esperaba. La vida siempre es una sorpresa. Pasar de los
cincuenta. Haber estado
casado por veintidós años. Pensar que lo tienes todo bajo control y de pronto la realidad te golpea... esa es la vida… es tragicómico.”
Javier
interrumpió las divagaciones de Ernesto:
¿Ha habido la alguna infidelidad en
alguna de las partes?
-No, por lo menos de mi parte, no; y creo que de la otra parte, tampoco. - Contestó
Ernesto en el acto, mientras pensaba: “Clara alude maltrato, que ya estaba
harta… varias veces me pidió la ruptura y creo que se aprovechó de la situación.
Justo cuando yo quería arreglar hacer las paces. He tenido que aceptar porque
un tango se baila entre dos. No creo en esas uniones, como en la Guerra de los Rose 2/ en que se
vive un infierno solo porque alguno no sacrifica algo. Como dijo el notario, un
viejo amigo de los dos: Ernesto, ¿Qué vas a hacer? Firma no más.”
-Entonces
el asunto todavía se puede arreglar. Hay muchos matrimonios que se separan y se
vuelven a juntar. Hablaré con ella. Es una pena. Ustedes hacían una linda pareja
-acotó Javier.
-Perderías tu tiempo, Javier, el matrimonio ya está disuelto, Clara estaba
esperando la oportunidad y yo, como un tonto le serví el plato. Así es el juego
de la vida- le dije con la resignación de Daniel Santos3/- lo importante es que el
tema se ha resuelto de manera civilizada, sin escándalos y los chicos ya crecieron.
“No sabe que me siento roto por dentro, como uno de esos jarrones chinos caídos del
pedestal y hechos trizas. Teníamos todo linda casa, dos carros, hijos
inteligentes, trabajos, que más se podía pedir. Divorcio civilizado, el mismo
concepto es un oxímoron, una contradicción en sí mismo, no existe un divorcio
civilizado ”.
¿Tú
crees en las supersticiones, Javier? –Ernesto le espetó de pronto. Sin esperar
la respuesta le dijo -mi matrimonio ya
estaba condenado desde el principio. Te
contaré una cosa que me sucedió en el viaje de luna de miel hace más de veinte
años y deberás creerla.
El
mozo se acercó y les sirvió otro trago, estaban los dos solos en el bar y,
dentro de la chimenea crepitaban unos leños.
-Todo
empezó al día siguiente de la boda.
Habíamos partido temprano en avión, hacia el sur, al país de los moáis y de los
tehuelches. Mis parientes, que habían llegado de lejos, nos despidieron de la terraza del aeropuerto. Se
habían retrasado y no tuvimos ocasión de abrazarlos, solo pudimos hacerles
adiós con los brazos en alto y la
emoción de despedida mutua. El
sentimiento de tristeza de la despedida pronto se dejó de lado con la emoción
de la partida a un viaje de bodas que prometía ser único. La verdad es que lo fue, estábamos
enamorados, éramos jóvenes, ambos teníamos trabajo, estábamos sanos. ¡Qué más
pedir! El lago Llanquihue, el volcán
Osorno, las puestas de sol de Chiloé, los
verdes bosques de pinos y la sagrada naturaleza. Los desayunos con tostadas y
mermelada de aguaimanto, el sobrevuelo de las gaviotas sobre nuestro
catamarán... Puerto Varas, Frutillar, Puerto Montt.
El viaje salió excelente, excepto por un detalle en la ruta de regreso.
Habíamos llegado a Iquique, el lujoso hotel frente al mar con servicio y decoración de primera, los desayunos en la
habitación. La mañana del día siguiente,
con ropas de baño, dimos un paseo por la playa de arena gruesa. Las olas refrescantes suaves, el clima de mayo
otoñal no era aún frío. Corríamos como
niños sintiendo los guijarros bajo las plantas, emocionados con la frescura del
mar, el olor a mariscos y el cielo azul sin una nube que lo opaque. Llegamos a una pequeña ensenada con grava
gruesa y nos bañábamos dichosos, plenos de juventud, amor y dicha, cuando de
pronto veo que Clara empezó a buscar algo en la grava, al principio sin mucha
dedicación pero luego con más insistencia. Entonces, le pregunté:
-
¿Qué se te ha perdido?
-Mi
alianza de bodas, se me ha caído a la grava, es que he bajado tanto de peso que se resbaló
del dedo anular- me responde.
Me
agaché para ayudarla, la luz del sol se reflejaba en los guijarros de colores,
era como ubicar una aguja en un pajar. Estuve así una media hora, buscando
concentrado, tenso. Atrás quedo toda la
alegría, pensaba:
“¿Qué augurio tendrá esta pérdida? No puede
ser nada bueno”. Clara, pronto dejó de preocuparse y con una sonrisa nerviosa, dijo:
–Encargo otra ni bien
regrese -yo no lo podía creer.
Sentí una gran desazón. Al final, luego de una hora de buscar inútilmente entre
la grava, me sobrepuse, pensando sin convencerme a mí mismo que la alianza era
solo una cosa material y que no quedaba nada más que hacer. Esa
es la historia, Javier. En ese momento
pensé que la alianza podía ser reemplazada por otra impunemente. Que equivocado estaba. Las consecuencias se han dado veinte años
después y ahora la suerte está echada,
nadie puede escapar de la ley del karma. –Sentenció finalmente Ernesto.
-¿Me estás diciendo es que tu matrimonio
se acaba de ir a pique por algo que sucedió por azar hace más de veinte
años?-cuestionó incrédulo Javier.
-Exactamente y no fue por azar, fue
mi karma –contestó Ernesto, añadiendo- precisamente ese día algo se rompió en
la confianza entre mi mujer y yo. Si hubiera percibido un lamento sincero y
contrito en ella. Pero fue su reacción tan simple, tan ingenua. ¡Como si la
alianza sacramentada y bendecida no significara gran cosa para ella! ¡Como si
todo se redujera a su valor material!
Ahí
empecé a darme cuenta de mi error al haberla escogido como esposa por su falta
de sensibilidad. Seguramente de manera
inconsciente le reproché esa carencia muchas veces y por diferentes motivos
hasta que la relación acabó por envenenarse totalmente.
-Pero, ¿tú la amabas? –preguntó
Javier.
-Por supuesto, y hubiera muerto por ella los primeros años -respondió
Ernesto- pero lo que te quiero decir es que en ese momento nació la semilla de
la duda y esa duda se fue multiplicando exponencialmente como crece una
infección. Una virosis que ha durado veinte años. Ahora con la experiencia que
tengo estoy convencido que el matrimonio es compenetración, afecto, sensibilidad,
intensidad y sacrificio, entre otras cosas.
-Mira mi caso, Ernesto- dijo
Javier- yo nunca me he hecho demasiadas ilusiones con mi mujer. Conozco sus
limitaciones y ella conoce las mías. Nos toleramos el uno al otro porque
ninguno de los dos es demasiado exigente. Además ambos pensamos que el costo de
vivir separados es definitivamente mayor que el beneficio de estar solos. Creo que todos los que soportan un matrimonio
por toda una vida piensan así. Es lo
normal.
Ernesto estaba demasiado agotado
con los recuerdos y la conversación, además los whiskies habían hecho su
efecto. Se pararon como puestos de acuerdo y tomaron un taxi, Ernesto se
despidió de Javier al llegar a la casa de éste. En el camino no hablaron nada.
Ernesto se sumió en sus disquisiciones Al llegar a su penthouse, el cielo estrellado distrajo su mirada y antes
de entrar, se sentó un momento y
discurrió:
“Visto desde ese punto de vista el
matrimonio, una vez pasado el enamoramiento de los primeros años, es una carga
que hay que sobrellevar toda la vida, como una mochila invisible que guarda el
pasado. Clara, con los traumas sufridos
por las sucesivas apoplejías de su padre, cuando aún no tenía ni cinco años
y veía todo el castillo de la felicidad
de su hogar derrumbado por las largas ausencias para ser tratado en Lima con
resultados inciertos, periodos en los cuales debía ser cuidada por sus hermanos
mayores, debiendo ir al colegio con esa tristeza hasta que la felicidad
regresaba con el retorno del padre y de la mamá postiza, porque la verdadera
murió a los dos días de traerla al mundo por un descuido médico, propios de los
años sesenta.
En mi caso con los traumas de mi
propia familia, mi padre en plena ira alcohólica, intoxicado de rabia, destrozando sillas y
mesas de madera del comedor familiar con su esposa y sus hijos aterrorizados,
que se tapaban con la manta para no ver la realidad y sintiendo a un paso el
crimen pasional, el odio, el insulto y el grito. Con esos traumas no procesados
o procesados a medias, cómo podrían tener un matrimonio exitoso ellos
mismos. Llegar a pasar los veinte años
ya fue un logro, un pedir demasiado. Para
las esposas de los hermanos saco largos no era normal el comportamiento de
Ernesto, como si su vida hubiera sido normal. Como si su niñez hubiera sido
normal. Ernesto era un sobreviviente. Una persona que se había hecho sola y que
ahora quedaba sola.
Mirando la alianza en su caja de
terciopelo rojo, su sello grabado con la fecha del matrimonio, recordó sus
sentimientos en la boda. Su ruego para que el matrimonio fuera eterno, que
fueran verdad las palabras del cura. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre”. Los declaro marido y mujer
hasta que la muerte los separe”. Su
ruego para que sea verdad. Pero era pedir demasiado. Sería verdad -como le
repetía Clara- su menosprecio hacia ella, lo que al final la colmó. Ernesto
recuerda una conversación que sostuvo con Clara en pleno proceso del divorcio,
“Tu eres una buena persona, -le dijo Clara- incluso mejor de lo que tú mismo crees, pero
no eres para mí, somos muy diferentes.
Si soporté tantos años tu indiferencia,
tu menosprecio hacia mí y mi familia, era por los chicos, por el qué dirán,
pero ahora estoy decidida, quiero empezar una nueva vida”. ¿Sería verdad lo del
menosprecio? ¿Puede el desdén ser tan corrosivo en un matrimonio” Habría que
sentir lo que una esposa siente. Que inasibles son los sentimientos humanos… de
pronto sacó de su caja de terciopelo la alianza de oro, y al ver su brillo, en
un relámpago vivió nuevamente toda su vida de casado, las cosas buenas y las
malas, como en un universo paralelo. Si pudiera retroceder el tiempo. … ¿en qué
resquicio del fondo del mar se encontrará la alianza perdida?, en ese estado,
creyó ver el reflejo de la joya en medio de los pedregales marinos, y el
reverbero del sol en ella. Su anillo cobró vida, de pronto se volvió casi
transparente y translució su grabado. Era una fecha 29-04-1989. La alianza hecha para durar toda una
vida, en el último estertor le dejó ver
la fecha de la boda y luego se apagó. Perdió todo su valor emocional y quedó
reducida a simple metal, a una composición química.
Notas.-
1/ Saco largo: Peruanismo, se
dice de varón casado que está dominado por su esposa, pisado.
2/ La Guerra de los Rose: Film
dirigido por Danny DeVitto, en que los Rose aparentan ser la pareja ideal y
luego de estar profundamente enamorados llegan a una guerra despiadada.
3/ Daniel Santos: músico portorriqueño,
integrante del conjunto La Sonora Matancera. Interpretó la
famosa canción “El juego de la vida”
Una historia conmovedora que no cae en el error del melodrama. Permite que uno logre la elevación de los sentidos al punto de experimentar los mismos a medida avanza la lectura.
ResponderEliminarEscrito de manera magistral, este es un cuento logrado y que no permite que la atención se desvíe en ningún momento.
Felicitaciones.