Violeta Paputsakis
Gael
se levantó esa mañana para ir a trabajar más temprano que de costumbre y antes
de que sonara el despertador. Le pareció el augurio de un buen día ya que
normalmente el incorporarse de la cama era una verdadera lucha que incluía
varios minutos de dar vueltas entre las sábanas lamentándose por su suerte. Mientras
se vestía con los ojos aún entrecerrados, los primeros rayos de sol comenzaban
a ingresar por la ventana de su pequeño dormitorio. Mecánicamente tomaba la ropa
de la silla dispuesta al costado de su lecho e iniciaba la rutina a la que
estaba acostumbrado, se dirigía al baño contiguo, se aseaba y luego, sentado en
la cocina comedor, tomaba un desayuno rápido. Trataba de hacer todo en el
tiempo justo, para él la puntualidad y la asistencia al trabajo eran algo
importante.
Nunca
se había imaginado como empleado en una dependencia municipal, sellando y
pasando archivos a otras oficinas, sin embargo eso era lo que pagaba las
cuentas y no podía dejarlo. Día tras día se sentaba detrás de su escritorio y recibía
papeles, corría la ruedilla de numerar, la empapaba en tinta, presionaba con
fuerza unas cinco veces en distintas copias, llenaba algunos datos, daba de
alta la información en la computadora que hace un año le habían instalado en la
oficina compartida y finalmente se la pasaba al compañero que se encargaba de
llevarla al área que le daría tratamiento al tema en cuestión. Así transcurrían
seis horas de su jornada en el lúgubre cubículo del antiguo edificio ubicado en
el centro de la ciudad. Algunas veces el tiempo allí era mayor por la necesidad
de juntar las horas extras que le aseguraban agregar unos pesos a su sueldo al
final del mes. Lo único que le daba ánimos era saber que el resto del día podría
ocuparlo en hacer lo que realmente le gustaba e importaba.
Gael
se había divorciado tres años atrás, luego de otros tantos de vivir una
relación de pareja enfermiza. Soportó mucho tiempo los insultos y hasta la
agresión física de Mirian, él la amaba y creía que ella cambiaría su actitud y
podrían ser felices. Finalmente, una calurosa tarde de septiembre, luego de
acusarlo una vez más de ser un hombre sin ambiciones, un pobre infeliz que
quería que vivieran en la pobreza, guardó la ropa de Gael en un bolso y lo echó
de casa. Aunque él insistió durante meses su perdón, prometió todos los cambios
posibles y se rebajó inimaginablemente, no hubo forma de que Mirian aceptara
continuar junto a él. Durante los diez años juntos tuvieron dos hijos, Juan hoy
tenía trece años y Mara diez. Se casaron cuando Juan estaba en camino, Gael
amaba con locura a Mirian y quizás ella pensó que ese amor alcanzaría para
ambos, el tiempo demostró lo contrario. Mientras ella, todavía joven y
atractiva, volvió a casarse con un ejecutivo de excelente pasar económico;
Gael, sufría por casi no poder ver a sus hijos. Según las propias palabras de su
expareja quería evitar que se contagiaran de su mediocridad y falta de
objetivos en la vida.
Así,
algunas de sus tardes más felices las compartía con Juan y Mara, en otras
ocasiones se dedicaba a cuidar y arreglar la pequeña huerta que había sembrado
en el cuadrado de tierra que tenía en el departamento en alquiler, también le
gustaba leer y se había suscripto a la biblioteca de su barrio. Veía a su
familia muy poco, durante los años junto a su mujer se había alejado y
destruido lenta pero definitivamente la relación con ellos, al quedarse solo
fue imposible recomponer las grietas creadas. Luego de Mirian no había vuelto a
encontrar el amor, continuaba herido y tenía miedo de volver a sufrir. Si tenía
una necesidad la satisfacía con dinero de por medio, pero no era algo que
requiriera demasiado a menudo. En suma, más allá de todo, del no tener el
trabajo que hubiese deseado y de pasar gran parte de su día en una actividad
que aborrecía con todas sus fuerzas, podría decirse que buscaba acercarse a eso
que algunos se empeñan en llamar felicidad.
Era
una mañana de verano y a pesar de que la estación ya no tenía la misma magia
que antes de lo vivido con Mirian, Gael auguraba una buena jornada. Como todo
lunes esperaba un tránsito complicado con gente bocineando enojada porque
alguien no reaccionaba lo suficientemente rápido al semáforo o manejaba
lentamente. Al reflexionar sobre el tema, nuestro cuarentón siempre llegaba a
la conclusión que el mal humor de la gente se debía a tener que volver a la
triste realidad de la rutina y a un trabajo desdichado luego de haber vivido un
fin de semana en el que creían que esa era la vida que se merecían.
Todas
estas reflexiones antes de salir de casa fueron las que hicieron que le llamara
tanto la atención la tranquilidad reinante. Atravesó casi la mitad de la ciudad
manejando y no se encontró con ningún embotellamiento, eran muy pocos los autos
que circulaban, luego de un trecho más estacionó el vehículo a un costado, sacó
su celular y corroboró la hora y el día. Se convenció que era lunes, no era
feriado y que eran las seis cuarenta de la mañana, decidió continuar la marcha.
Durante el trayecto siguió pensando que quizás había sucedido algo
extraordinario, algún atentado, algún accidente, alguna muerte importante y por
eso había tan poca gente circulando, tenía que haber una explicación.
Gael
no tenía la costumbre de escuchar las noticias, cuando prendía la radio o el
televisor optaba por la música o por alguna película, consideraba que la
realidad y la información no le ayudaban a sentirse bien, así que podía
prescindir con gusto de ellas. Encendió el apaleado estéreo que combinaba
perfectamente con su Fiat Uno modelo 2000 y comenzó a buscar en el dial un programa
informativo. Luego de dar varias vueltas escuchó voces y dejó de apretar el
botón sintonizador.
-Un
excelente lunes en el que podemos disfrutar de compartir momentos con nuestra
familia, del verde del campo o de salir a hacer ejercicios. Así es Lilian
–contestaba el coconductor- todo es posible en este comienzo de semana cuando
nos acompaña una temperatura tan agradable, yo recomendaría especialmente un
paseo por alguno de los ríos que rodean nuestra ciudad. Igualmente durante la
mañana vamos a hacer un recorrido por todas las actividades programadas en
estos días.
Gael
continuó escuchando unos minutos más y decidió buscar otro programa. Estas
personas parecían pertenecer a algún programa religioso o similar, ¿quién más
puede hablar de esa manera un lunes a la mañana?, pensó mientras continuaba la
búsqueda en el dial. Mirando a su alrededor le llamó la atención la vestimenta
de la gente, era totalmente informal, similar a la de un domingo y no a la de
un día de inicio de semana laboral. Los ánimos que se percibían en los rostros
y gestos mostraban tranquilidad, despreocupación, indudablemente algo estaba
sucediendo y Gael se sentía como el único que no formaba parte de ese ambiente.
Llegó
al edificio donde funcionaba la dependencia municipal de la ciudad, al
estacionar su auto descubrió que el espacio estaba cubierto mayormente por
bicicletas. Hasta el viernes último esto no era así, recordó confundido, se
bajó del auto y se dirigió a la oficina que compartía con tres compañeros más.
Jorge, quizás el más amargo de todos los trabajadores del lugar, lo recibió con
una amplia sonrisa. –Veo que seguís aferrándote a esa chatarra Gael, es muy
gracioso que elijas prestar tus servicios voluntarios justo en la oficina
encargada de sacarlos de circulación y que te aferres a él. El joven lo miró
desconcertado, no sólo no entendía nada de lo que le decía sino que el espacio
a su alrededor estaba totalmente cambiado. Las sucesivas oficinas pequeñas y
oscuras, habitadas por empleados cargados de expedientes y amargura se habían transformado
en un iluminado salón con escritorios por aquí y por allá, rodeado todo por gente
que iba y venía ruidosa y alegremente, llevando y trayendo papeles, conversando
y riéndose. La vestimenta era similar a la que había visto en las calles y se
sentía totalmente fuera de lugar con su pantalón de vestir gris, su camisa
blanca y su chaleco a rombos.
-¿Qué
es lo que está pasando aquí?, ¿por qué están vestidos así y están tan alegres?,
¿sucedió algo? ¿hay algún festejo? Las preguntas se atropellaban en su boca y
sus compañeros lo miraban sin comprenderlas.
-No
pasa nada Gael –le dijo Oscar, uno de los trabajadores más antiguos del lugar,
mientras dejaba unos papeles en un escritorio-, ¿vos te sentís bien? Si
preferís podés ir a casa, ya sabés que podés dar tus horas cualquier otro día
sin problemas.
-Dar
horas, voluntariado, ¿de qué me están hablando?, yo trabajo aquí al igual que
ustedes por el sueldo a fin de mes y no, no puedo irme así como así aunque
piense que están todos locos hoy.
-¿Sueldo?,
¿qué querés decir con esa palabra? –repuso Jorge pacientemente-¿Estás con algún
problema en el que necesités que te ayudemos Gael?
-¿El
sueldo no era una forma de pago del antiguo sistema capitalista? –preguntó
Oscar sin obtener respuesta.
Alterado
y confundido Gael caminó hasta su escritorio, lo encontró diferente, estaba lustrado,
unos clips de colores separaban unas hojas prolijamente acomodadas y dos
cuadros con paisajes de bosques le otorgaban vida al espacio. No existía nada
de la tristeza, fealdad y decrepitud con la que recordaba el lugar que ocupaba allí.
Se sentó y trató de ordenar sus ideas, cruzaron por su mente mil posibilidades.
Le estaban quizás jugando una broma, no, eso no tenía sentido, nadie podía
tomarse tantas molestias y esto era algo grande que involucraba a todo el
mundo; ¿perdió la memoria en algún momento y no recordaba los últimos años?,
trató de rememorar un golpe, un accidente o algo pero fue en vano. Decidió
tomarse la situación con calma, todos lo miraban extrañados y no quería
continuar llamando la atención.
-Disculpen
me siento un poco mal -dijo a quienes iban y venían con miradas furtivas- voy a
quedarme sentado unos minutos y después inicio mis labores, ¿les parece?
Inmediatamente varios de sus compañeros se acercaron a darle ánimos, lo
invitaron a regresar a su casa y hasta le sirvieron una taza de té caliente y
unas medialunas. Seguramente se te bajó la presión porque no desayunaste bien,
dijo alguien que no alcanzó a divisar.
Sentado
allí decidió que lo mejor era observar lo que sucedía a su alrededor y a partir
de eso intentar comprender lo que ocurría. Pasados unos minutos ingresó una
persona para hacer un trámite, uno de sus compañeros se levantó y se ofreció a
atenderla.
-Quiero
entregar mi chatarra –dijo la joven-, no necesito una bicicleta pero me vendría
bien el espacio para cultivo.
-No
hay ningún problema, digame dónde está asentándose en estos momentos y le
buscaremos una huerta cercana –explicó su compañero como si se tratase de un
trámite totalmente común y cotidiano.
Luego
de que la mujer se fue, Gael lo llamó tímidamente y le consultó –Mario
discúlpame, estoy un poco confundido hoy, me querés aclarar el intercambio que
hizo esa joven recién.
-Bueno
–dijo titubeante- es lo de siempre, todavía quedan personas que tienen
chatarras, los viejos autos que ya casi no funcionan porque no hay combustible
y elegimos una forma mejor de vivir. Entonces vienen aquí y se los cambiamos
por bicicletas y terrenos para cultivo. Gael asintió sin decir nada y le
agradeció la aclaración.
Pasado
un tiempo más, algunos de sus compañeros comenzaron a despedirse y llegaron
nuevas personas que Gael no conocía para reemplazarlos en sus funciones.
Incluso llegó una joven a su escritorio y le preguntó si prefería hacer unas
horas más ese día, que ella no tenía problema en hacer las suyas en otra
ocasión. Gael decidió retirarse y le agradeció por relevarlo.
Al
salir del lugar, Martín lo invitó a acompañarlo al galpón. –Mi esposa está allí
y quizás vos también quieras intercambiar algo. Decidió aceptar, quería seguir
conociendo y sumando las piezas para resolver el enorme rompecabezas que era su
mente. Según entendía, sin saber cómo, el mundo que recordaba ya no existía y
las reglas de la vida diaria habían cambiado totalmente. Dedujo también que
esta nueva realidad era más simple y que la gente la disfrutaba mucho más; no
estaba seguro aún, pero parecía que el trabajo no existía de manera formal y
que se realizaba de forma comunitaria y voluntaria. Reinaba la armonía, la
alegría, la prestancia, el interés por ayudar y conocer al otro, sin duda todo
esto era muy diferente a lo que estaba acostumbrado.
Gael
se ofreció a llevarlo en el auto, pero Martín replicó risueño. –Estás loco, yo
no me subo a una chatarra, vení vayamos caminando que queda cerca. Gael aceptó
pero llegó al lugar cansado, caminaron más de veinte cuadras, parecía que todos
allí caminaban o andaban en bicicleta, en las calles se veían sólo uno que otro
vehículo. El lugar era un gran tinglado repleto de gente riendo, niños jugando
y productos por doquier, según parecía era una especie de mercado o
supermercado. Instintivamente Gael revisó el bolsillo de su pantalón pero no
encontró su billetera, buscó en los otros orificios pero tampoco tuvo suerte.
–No voy a poder comprar nada –le dijo a Martín- parece que me olvidé la
billetera y no tengo dinero. -¿Dinero?, hace mucho que ya no usamos eso, ¿qué
te pasa hoy Gael?, te quedaste en el tiempo, le contestó su compañero sin
esperar respuesta ya que al instante estaba saludando a la gente del lugar y
sentándose en uno de los espacios allí dispuestos.
Gael
reflexionó unos minutos mientras recorría el galpón. ¿Aquí no existe el
dinero?, ¿estaré en un tiempo futuro o en un espacio diferente?, se preguntó
confuso mientras volvía a pensar en la posibilidad de haber perdido la memoria.
A su alrededor veía quesos, carnes, frutas, niños, verduras, risas, cestos de
mimbre, ropas tejidas y cosidas, gente cortándose el pelo, muebles artesanales,
personas cocinando o comiendo, flores, música y colores, todo entremezclado,
recubierto de alegría y sazonado con los aromas más deliciosos. Las personas
recorrían los distintos puestos intercambiando sus productos por los de los
otros de forma simple, sin equivalencias monetarias. Según parecía no sólo no
existía en esa nueva realidad el dinero sino que tampoco existía el concepto de
él, por lo que la gente, liberada de esa atadura, de la necesidad de consumir
salvajemente para mostrarse mejor ante el resto, disfrutaba su tiempo y sus
días libremente, ocupándose de lo que realmente les gustaba y disfrutaban.
Al
encontrarse nuevamente con Martín y escuchar una de sus conversaciones, Gael descubrió
que la ciudad contaba con espacios públicos de debate literario, histórico,
geológico y filosóficos, entre tantas otras cosas más. En ese instante se
sintió en el paraíso, no sabía cómo había llegado allí pero definitivamente ése
era su lugar, quería conocer y disfrutar todo lo que siempre había ansiado
vivir.
Pasadas
varias horas y luego de recorrer cada recodo del galpón, Gael caminaba a su auto
cargado de frutas, queso y mermelada, habían insistido en que los llevara, a
cambio él debía llevarles al día siguiente unos señaladores de libros en alpaca
que realizaba cuando era joven, en la vorágine del momento lo había recordado y
sus conocidos lo invitaron a fabricarlos nuevamente. Una sonrisa de oreja a
oreja iluminaba su rostro y su paso, se sentía el más dichoso de los hombres y
feliz de haber abandonado su triste pasado. En este nuevo lugar todo era
posible, estaba decidido a hacer realidad los proyectos que había dejado
abandonados y que ahora tomaban sentido.
Ya
era de noche, la luna brillaba a lo lejos e invadía con su cálida luz el
recorrido por la ciudad. Mientras se acercaba a su casa se prometía que al día
siguiente entregaría su chatarra y la cambiaría por un espacio en alguna de las
huertas de la ciudad para así poder sembrar más verduras, el espacio de su casa
era muy pequeño.
Cuando
estaba a sólo unos metros del portón de ingreso, escuchó fuertes bocinazos tras
él, como si un vehículo insistentemente quisiera llamar su atención. Frenó y
giró bruscamente su cuerpo hacia el costado buscando el lugar de donde venía el
sonido, al instante se encontró en la oscuridad de su habitación, sus ojos
acostumbrados a la penumbra sólo podían ver los titilantes números rojos del
despertador electrónico que marcaban las 6.00 de la mañana, el viejo mundo cayó
sobre él burlescamente. Detuvo de un manotazo el lacerante sonido e
instintivamente se levantó de la cama, se quedó allí, volviendo al mundo,
reflexionando, anhelando. Luego de unos minutos se acostó nuevamente y se
amoldó al hueco habituado ya a su figura. Qué este mundo se vaya al carajo, gritó
mientras cubría su cuerpo con las colchas. En el instante en el que volvía al
idilio de los sueños recordó la última estrofa de unos de sus poemas favoritos:
Yo
no sé si ese mundo de visiones
vive
fuera o va dentro de nosotros.
Pero
sé que conozco a muchas gentes
a
quienes no conozco.
Mucha claridad en la expresiones! Felicitaciones Sra!
ResponderEliminarTambién considero lo del comentario anterior. Mucha claridad. Muy bien descripto y valioso el mensaje. Escribir es conocer lo mejor de los que nos rodean, por lo menos lo más sincero y transparente de nosotros mismos. Felicitaciones !
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegra mucho que les haya gustado la historia.
ResponderEliminarEs una ilustrativa historia sobre la utopía; se que es posible de realizarse, lo que no sabemos aún es como.
ResponderEliminarParece el mundo después del agotamiento del petróleo y después de la fase de anarquía que le seguiría.
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