Violeta Paputsakis
Le
diagnosticaron esquizofrenia cuando acababa de cumplir diecinueve años, luego
de eso su vida se convirtió en un continuo visitar a psiquiatras y tomar toda clase
de medicamentos. A los veintitrés, después de haber intentado suicidarse por segunda
vez, sus padres decidieron dar el sí para su internación. Se trataba de una
familia simple, que superando algunos embates económicos había logrado tener un
buen pasar, lo que se vio alterado por los años de tratamiento de la joven,
llegando ahora a encontrarse prácticamente en la miseria. Esto los empujó a ingresar
a Marité en el hospital mental público, la idea era ahorrar el dinero que
mensualmente destinaban a sus costosos tratamientos, pagar las deudas
contraídas en esos años y evitar perder la casa que Jorge, su padre, había
heredado unos años atrás.
-A
mí tampoco me gusta ver a mi hija en ese lugar, pero estoy seguro que tienen
muy buenos médicos y después de un tiempo vamos a poder estar en condiciones de
llevarla a una institución privada amor, es un pequeño esfuerzo que nos va a
servir a todos, en unos meses Marité va a estar mucho mejor y vamos a poder
tener un lugar donde pueda llegar y estar tranquila. ¿O acaso olvidaste lo mal
que vivíamos cuando no teníamos una casa?, el sueldo se nos iba en el alquiler
y pasamos momentos muy difíciles, a veces pienso que el problema de ella se
debe a la escases que sufrimos esos años.
-Sé
que es la mejor decisión Jorge, pero me da mucha tristeza ver a mi hija en ese
lugar, es viejo, está destruido, lleno de humedad y vos viste el temor que le
tiene Marité a las ratas. Estoy segura que ahí hay con suerte unas cuantas,
deberíamos haberles advertido sobre ese tema. Mañana mismo voy a hacerlo, eso
puede provocarle hasta una recaída.
-Blanca
no exageremos, eso fue hace mucho tiempo, seguro ya no le afecta tanto, vamos a
dormir y nos olvidemos del asunto, nuestra hija está bien cuidada.
El
pánico a las ratas que sufría Marité había surgido cuando tenía unos siete
años. En ese entonces Jorge fue despedido del trabajo, tuvieron que dejar la
casa que alquilaban y vivir temporalmente en un depósito que les prestó un
amigo. Fue una época difícil, no tenían ducha en el lugar y se bañaban en un
gran tacho, tirándose el agua con una jarra. La niña de la entonces joven
pareja jugaba entre los escombros y muebles viejos de los que estaba repleto el
sitio, para ella era un paraíso de objetos por descubrir y no se preocupaba por
el olor a humedad ni el polvo. Y aunque Blanca se esforzaba por mantenerlo limpio
era difícil y las ratas deambulaban a sus anchas.
Una
mañana, luego de que terminarán de bañarla, Marité quiso ponerse los zapatos
que tenía debajo de la cama desde la noche anterior, al introducir el pie
sintió que no llegaba al fondo y que había algo que se lo impedía. Introdujo la
mano para quitar lo que pensaba era una media aplastada, al intentar tomarla
sintió algo caliente y peludo, comenzó a gritar desesperadamente mientras
tiraba el zapato y salía corriendo a buscar a su madre. Ahí se inició la lucha
con los roedores, la niña lloraba sin control al verlos y sus padres utilizaron
todas las formas para deshacerse de ellos. A lo largo de los años la joven
desarrolló un sentido especial para detectarlos, podía olerlos e incluso
escucharlos como nadie más. Aunque sus padres no lo advirtieron, esos fueron
los primeros síntomas de su enfermedad, cuando contaba con sólo once años.
La
mudanza a un nuevo hogar, esperanzó a todos, incluso a Marité. Le gustaba pasar
las tardes en el jardín, era un espacio que nunca antes había podido disfrutar
y la brisa que rozaba su rostro le hacía aplacar sus emociones, sentir que todo
iba a estar bien. Lo que al principio definieron como pánico se fue
transformando, a medida que la joven crecía, en alucinaciones, las tenía de
todo tipo. Desesperados Jorge y Blanca la retiraron del colegio católico al que
asistía, culpaban a las enseñanzas religiosas de sus pesadillas, la más
recurrente era la de un hombre que ella decía era el diablo y que la observaba desde
los pies de su cama con ojos penetrantes que parecían quitarle la respiración.
Otro día eran pasos incesantes en el techo de la casa o una persona que atravesaba
el pequeño living comedor y subía las escaleras hasta llegar al balcón de su
habitación, siempre era el mismo recorrido, rodeando muebles y esquivando a
quienes se cruzaban en su camino. También la atormentaban las figuras de varios
sujetos siguiéndola y hablándole sin cesar, solo veía sus labios que
insistentemente le decían algo sin que ella pudiese escucharlos.
Sus
gritos ahogados bajaban desde su cuarto, cruzaban la cocina, en el jardín
espantaba a los pájaros y se perdían en el baño del fondo de la casa. Eran tan
intensos que llegaban a convulsionar su cuerpo mientras señalaba un espacio en
el que no se veía nada o se tapaba los oídos desesperadamente. La primera
opción de sus padres, recomendados por amigos y vecinos, fue recurrir a brujos
y curanderas que les dieron todo tipo de respuestas e indicaciones, lo que en
un lugar eran posesiones demoníacas en otro almas del más allá buscando
comunicarse, muertos que necesitaban su ayuda o visiones del pasado o el
futuro. Probaron las recetas más diversas y peligrosas, infusiones con mezclas
de todo tipo, visitas a templos y repetición de oraciones a santos desconocidos.
Cada nuevo intento afectaba más y más su economía sin que Marité mostrara
mejoras. Sus padres se empecinaban en creer que pasaría, que la adolescencia y
la madurez apaciguaría los síntomas, pero no sucedió así.
Unos
años después, descreídos de las formulas mágicas y asustados por los niveles
que alcanzó el problema, llevaron a la joven a un psicólogo por primera vez. El
estado de Marité era grave, tenía dieciocho años y había intentado suicidarse
por primera vez. Vaciar una caja de somníferos en su vientre fue la opción para
dejar atrás los personajes, los sonidos y los olores que invadían cada instante
de su día. La encontraron tirada en el baño y un lavaje de estómago a tiempo
evitó que lograra su cometido, ella no se lo agradeció a nadie, cayó en una
profunda depresión y se prometió tener éxito la próxima vez.
El
psicólogo la recibió en sólo dos ocasiones, al ver sus síntomas y conocer su
historia diagnosticó rápidamente la esquizofrenia y derivó a Marité a un
psiquiatra que pudiese brindarle el tratamiento farmacológico que requería con
urgencia.
Al
médico le conmovió su rostro angelical, sus ojos de un celeste mar, su cuerpo
frágil y su mirada misteriosa, unidos a una esquizofrenia tan extrema. Las drogas
antipsicóticas que le recetó disminuyeron sus frecuentes crisis, las imágenes
no desaparecieron pero se sentía más tranquila y podía dormir gran parte del
día. Su serenidad dependía de los fármacos que año a año se hacían más fuertes
y costosos. Si bien la vida se tornó más tranquila, las deudas crecieron y la
familia llegó al extremo de tener que elegir entre los medicamentos y la
comida. Ello ocurrió sólo en una ocasión, Jorge y Blanca estuvieron al lado de
su hija en todo momento, se alegraron de verla tranquila y se comprometieron a
restituir las pastillas cuanto antes. No hubo tiempo para eso, Marité se tiró
desde el techo de la casa añorando terminar con sus tormentos. Por milagro para
algunos y fatalidad para ella, los cables aéreos amortiguaron su caída, tuvo cortes
leves pero sobrevivió por segunda vez a una muerte que para muchos estaba
garantizada. Fue en ese momento cuando sus padres se resignaron a su
internación, estaban devastados y sus cincuenta años parecían más de sesenta.
Ratas,
ratas y más ratas, olor a ratas, sonido de ratas y pasos de ratas por todos
lados, tengo que mantener mis ojos cerrados, así, así, si aprieto más fuerte
mis oídos ya no voy a escuchar, pero siguen caminando, pareciera que entraran
en mi cabeza por mis oídos, por mis ojos, por mi boca, por todos lados, ratas y
más ratas. Por qué no me dejaron si era más simple morir y olvidarse de mí y de
todos los problemas que les doy. Ahora estaría tranquila sin ratas a mí
alrededor y toda esta gente que me mira y me habla. Entiendan de una vez que no
hay nada que hacer conmigo, hagan lo que hagan, tome lo que tome y vaya donde
vaya no voy a lograr deshacerme de ellos, acaso sólo yo sé que mi único camino
es desaparecer. Quizás si intentará entenderlos, pero no sé cómo, no los
escucho, dejen de hablarme. Otra vez esos pitidos dentro de mi cabeza, me están
dejando sorda, basta, quiero silencio. Y de nuevo chillando por toda mi cabeza,
estoy harta de esta vida, quiero que termine este tormento.
Marité,
sentada en la cama del pequeño dormitorio, apoya su espalda contra la pared y
se envuelve, hecha un ovillo sobre sí. El cuarto, que alguna vez parece haber
sido blanco, ahora está cubierto de manchas de humedad, suciedad y paso del
tiempo. El único mobiliario es una cama de madera maciza y un colchón firme y
alto. La joven es la única en la habitación, al menos para quien mira la
escena.
Sus
primeros días allí transcurrían con mayor tristeza que en su casa, sus padres
sólo podían visitarla un día a la semana y como había ocurrido a lo largo de su
vida, no lograba relacionarse con nadie. Tanto en la escuela primaria como en
la secundaria esto se había repetido, sus compañeros la miraban extrañados al
principio, luego la relegaban y por último se burlaban y alejaban de ella. No
siempre había sido así, antes de los ocho años fue una niña similar al resto,
tenía amistades y disfrutaba de la escuela, pero luego de sus primeros ataques
su carácter cambió totalmente. Se volvió solitaria, hablaba sola, a veces se
escondía en un rincón del patio o se acurrucaba arriba del banco. Todo esto
ocasionó, naturalmente, que los otros niños se apartaran de ella. Los últimos
años de la secundaría se le hicieron imposibles y a mediados del cuarto tuvo
que abandonar el colegio, fue el momento más crítico de su enfermedad y lo que
padecía en la escuela empeoraba aún más su trastorno.
Los
conflictos con su conducta son entendibles al analizar la situación. Cuando
intentaba prestar atención al maestro o charlar con algún compañero aparecían
las imágenes. Algunos personajes nuevos y otros que ella ya conocía la miraban
y le exigían su atención, con lo que Marité terminaba gritándole al aire en
medio de la clase o alejándose a los alaridos del lugar y sintiéndose
avergonzada por su reacción. Luego de algunos intentos, sin poder dilucidar con
certeza cuáles elementos de su entorno eran reales y cuáles producto de su
cerebro o quién sabe qué, Marité optó por el único camino que encontró: no
prestar atención a nadie, encerrarse en sí misma y esperar a que todo termine
en algún momento.
Con
el paso de los días descubrió que la vida en el hospital era muy distinta a
todo lo anterior, las personas allí eran similares a ella y por primera vez
sintió que quienes estaban a su alrededor no la juzgaban todo el tiempo. Si
bien la falta de sus padres le afectaba, le agradaba no tener que esforzarse en
ocultar lo que le sucedía y lo que veía, hasta hablaba a sus eternos
acompañantes, les gritaba y les decía que se callaran sin temor. Sus monólogos
internos se exteriorizaron y con ello comenzó a percibirse más normal. Todo esto
sumado a la nueva mezcla de fármacos le hizo pensar que podía vivir así,
tranquila, comprendiendo que la compañía constante no era tan grave. Por
primera vez disfrutó de sus días y dejó de pensar en suicidarse.
Todo
esto cambió unos meses después, cuando a su madre le detectaron cáncer en la
matriz. Jorge tuvo que acceder a los ruegos de Blanca por tener a su hija junto
a ella y Marité regresó a casa. Allí parientes cercanos y lejanos que no veía
desde hace muchísimos años comenzaron a llegar para darle apoyo y contención a su
madre. Todos miraban a la joven, hablaban de ella, compadecían a sus padres y
hasta oyó por ahí decir que la enfermedad de su madre se debía a los difíciles
momentos que ella les hizo atravesar.
Aunque
aún medicada, la tan ansiada serenidad que había logrado desapareció por
completo, las figuras y sonidos volvieron con mayor vigor y agresividad. Su
padre luchaba por sobrellevar la situación y darle a ambas la fuerza que
necesitaban. A pesar de todos los esfuerzos, dos meses después Blanca falleció,
Marité tuvo que ser sedada esa noche, la tristeza y la soledad no cabían en su
cuerpo. Al día siguiente, contraponiéndose a todo lo que los médicos y su padre
esperaban, se mostró tranquila en el velorio y el entierro, podría decirse que
por primera vez se la vio feliz. Ese día descubrió que lo que hasta ahora había
sido un tormento podía convertirse en su mayor felicidad. Comprendió que sus
visiones, sus compañeros de camino, se aferraban a ella como un nexo al mundo
real.
Luego
de eso volvieron las charlas con ellos, pero esta vez se hicieron mucho más íntimas,
como si conversara con alguien a quien tenía mucho afecto. Lo que nadie
entendía era que Marité al fin había encontrado la tan ansiada paz, ya no
estaría nunca más sola en su extraño mundo. Ordenándolo y ayudándola a
entenderlo, ahora habitaba la persona que más amaba, su mamá.
Muy bueno Violeta. La verdad que me gusto mucho. Y confieso que en el final se me escaparon unas lagrimas. ¡Seguí así!
ResponderEliminarSaludos. Alexis.
Perdón por la demora en contestar, recién veo el mensaje. Muchísimas gracias por tu comentario Alexis, me alegra que te haya gustado.¡Saludos!
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