Dennis Armas
Después de haber sido atropellado por una apurada ambulancia y lanzado de
cabeza contra el pavimento sentí que la vida se me iba.
Por supuesto que eso no era lo único que sentía. Sentí al policía de
tránsito retirando discretamente mi billetera mientras yo yacía tirado en el
suelo. Escuchaba los celulares de la gente tomándome fotos incesantemente. Oía
a los niños lanzar expresiones de asombro: ¡Asu!
¡Qué paja! ¡Mira! ¡Lo han matado! ¡Qué bacán! Por mi ojo derecho
entreabierto y con mis pestañas cubiertas de sangre, pude ver a dos hombres
corriendo hacia mí; uno de ellos tenía una cámara grande sobre el hombro y el
otro un micrófono en la mano; eran periodistas, que con sonrisas de alivio
dibujadas en sus rostros se aproximaban a toda velocidad. Para ellos yo era una
suculenta noticia caída del cielo.
El periodista se percató que tenía el ojo entreabierto y sin pensarlo dos
veces me comenzó a entrevistar:
- Amigo
¿Qué te pasó? ¿Te atropellaron? ¿Estás bien golpeado? ¿Te duele?
Yo trataba de girar mi antebrazo derecho para hacerle la señal del dedo y
mandarlo a la mierda, pero no lograba hacerlo sin sentir un dolor insoportable.
Supe entonces que tenía el brazo roto.
El periodista insistía.
- ¡Amigo! ¡Hey amigo! ¿Te sientes mal? ¿Cómo te sientes por haber sido
atropellado por una ambulancia?
Yo solo agonizaba.
- ¿Te hubiera gustado que te atropellara otra cosa? –insistía el reportero.
¡Cómo me hubiese gustado tener en ese momento los poderes que tendría
después! Le hubiera dado a ese sujeto la
entrevista de su vida.
Finalmente ocurrió lo que nunca pensé que ocurriría: empecé a elevarme.
Ya no sentía mi cuerpo. Era liviano como el aire. Como si se tratara de un
sueño, podía ver la calle a metros debajo de mí. Podía ver mi cuerpo tendido boca
abajo sobre el suelo, en medio de un charco de sangre, con un motón de curiosos
rodeándome y tomando fotos. Al poco tiempo alcancé alturas mayores y pude ver
las azoteas de los edificios. No sabía lo que estaba pasando. No sabía si era
real o estaba soñando.
Seguí subiendo como un globo de helio soltado al viento, y al poco rato
sentí un estruendo terrible que me hizo levantar la vista. Era un avión 737
dirigiéndose a mí como una flecha de cien toneladas. Recuerdo que grité cuando
fui absorbido por una de sus turbinas. En esos milisegundos pude ver
horrorizado las piezas del motor en violenta rotación. Un milisegundo después
ya me encontraba afuera y continuaba mi ascenso. Me volví hacia atrás y pude
ver, desde arriba, al avión de pasajeros que me acababa de atropellar volando intacto,
como si se hubiese estrellado contra un fantasma. Y eso fue exactamente lo que
había sucedido. Continué elevándome hasta que los aviones ya parecían diminutos
puntitos blancos volando muy por debajo
de mí. A medida que subía noté que aceleraba. La ciudad se convirtió en una
manchita gris. Se empezaron a notar los cerros, los ríos y el gran océano. Así
atravesé la estratósfera. Alcé la mirada para ver hacía dónde me dirigía y pude
divisar, a lo lejos, un pequeño cuadrado flotando en el cielo. Conforme pasaban
los segundos el cuadrado se hacía cada vez más grande, hasta que me di cuenta
que se trataba de una plataforma suspendida al nivel de la termósfera, a unos
cuatrocientos kilómetros del suelo. Cuando estuve lo suficientemente cerca
empecé a desacelerar y mientras me acercaba a ella pude notar toda su magnitud:
era colosal.
Ascendiendo ahora muy despacio llegué a
la gran estructura cuadrada y empecé a volar a unos metros sobre su
piso, el cual estaba cubierto de brillantes baldosas de mármol. Muy a lo lejos
en el horizonte pude ver lo que parecía ser una muralla, en medio de la cual
habían dos puertas doradas de exagerada altitud.
Lentamente comencé a bajar hasta que
mis pies tocaron el suelo. Una repentina sensación de peso invadió todo mi cuerpo
y me caí. Pude sentir el frío de las baldosas en contacto con mis manos; su
superficie era tan suave y resbalosa que me imaginé que caminar por ella debía
ser como andar en patines. Y no me equivoque.
Al tratar de ponerme de pie me resbalaba. Cada vez que trataba de
enderezarme, uno de mis pies se deslizaba por la brillante superficie y me caía
otra vez. Finalmente logré erguirme sobre mis piernas con mucha dificultad,
haciendo denodados esfuerzos para mantener el equilibrio.
- Ahora
ya sé por qué los ángeles tienen alas… -dije en voz alta.
Estaba parado, pero tenía miedo de dar siquiera un paso. Para empeorar las
cosas sentía frío, mucho frío, aunque no el que debiera sentir a esa altura.
Finalmente, y con mucho cuidado, me atreví a dar un paso; desgraciadamente
mis dos pies se resbalaron al mismo tiempo y en sentidos opuestos, abriéndome
como una bailarina de ballet.
Me estrellé contra el suelo sintiendo un terrible dolor en la entrepierna
que me hizo soltar todas las lisuras y maldiciones que se me ocurrieron.
Después de un rato, cuando el dolor menguó, se me ocurrió una idea:
- ¡Ni
hablar! –me dije a mí mismo.
Me senté sobre la pulida superficie, y usando mis manos como remos, me
empecé a deslizar sobre mis glúteos, rumbo a la gran muralla situada a quién
sabe cuántos kilómetros adelante. ¡Carajo!
¿Así se mueven todos en el cielo?
Y avanzando sobre mis acolchonadas nalgas pude llegar a las inmediaciones
de la muralla, después de dos días.
Me había dirigido hacía las grandes puertas doradas que presumí eran la
entrada. La muralla era inmensa, de más de cien metros de altura, pero las
macizas puertas de oro eran aun imponentes.
Frente a las puertas doradas noté una figura humana muy musculosa y de unos
tres metros de alto. Supuse que debía tratarse de algún tipo de vigilante. En
vida siempre me vendieron la idea de que a las puertas del cielo se hallaría
San Pedro, y que este sería un viejito flaco y de barba larga, no este Goliat.
A unos cincuenta metros de mi destino, las baldosas de mármol se volvieron
ásperas y mi pobre trasero lo notó enseguida. Me puse de pie. Fue una sensación
agradable sentir que ya podía usar las piernas. Empecé a caminar hacía el
guardián alto y musculoso que yacía parado frente a las puertas, con los brazos
cruzados y cara de pocos amigos. Tenía cabello castaño, barba y bigote muy bien
arreglados, una cinta dorada alrededor de la frente, y vestía una túnica blanca
ajustada a la cintura que dejaba uno de sus formidables pectorales al
descubierto y calzaba sandalias de un material parecido al cuero.
Me acerqué cautelosamente al gigante de tres metros. La severidad se
dibujaba en su rostro y tenía una mirada intimidante que había clavado en mí.
Me miraba como si yo me hubiese acostado con su mujer.
Cuando estuve a cuatro metros de él lo miré directamente a los ojos y
pregunté:
- ¿Zeus?
El gigante puso la cara que pondría un padre homofóbico al enterarse que su
hijo es gay. Completamente escandalizado, me apuntó con su poderoso dedo y
grito:
-¡Incrédulo
insolente! ¡Cómo te atreves a confundirme con un dios pagano!
-¡Oh
disculpe! –me apresuré a decir- ¿Quién es usted entonces?
-Soy
Gabriel
-¿Gabriel?
–pregunté asombrado- ¿El ángel Gabriel?
-¡Arcángel
Gabriel! –aclaró el ser celestial.
-Oh,
discúlpeme otra vez, es que soy nuevo aquí y no conozco a nadie –me excusé.
-Ni
lo harás –sentenció el arcángel.
-Me quedé mudo por un momento. No entendía lo que quería decir, pero de
seguro no era nada bueno para mí.
-El arcángel Gabriel me apuntó con el dedo y lo movió de un lado a otro en
señal de negación.
-Tú
no pasas –me dijo.
Me quedé callado una vez más sin saber qué decir. ¿Es que acaso había algún
error?
-Disculpe
-dije yo-, pero a qué se refiere con que yo no paso.
-A
eso mismo ¡Tú no pasas! ¡No eres digno!
Abrí la boca asombrado y miré hacia atrás. Miré hacía ese océano de
baldosas sobre las que había tenido que arrastrar el trasero durante dos días.
¿Todo ese viaje había sido en vano?
-Un
momento –le dije-, creo que no entiendo. ¿Usted me habla en serio?
-¡¿Acaso
tengo cara de estar bromeando?!
-No
pues, cara de eso no tiene. Pero no entiendo, si no soy digno, entonces por qué
me trajeron aquí.
-Nadie
te trajo aquí.
-Cómo
que nadie me trajo aquí. Cuando me morí, automáticamente me empecé a elevar a
través del cielo ¡Incluso me atropelló un avión!
-La
travesía que realizaste es una propiedad intrínseca del alma –explicó el
arcángel-. Todas las almas hacen el mismo recorrido cuando salen de sus
cuerpos. Al llegar aquí es donde son juzgadas.
-¡Ah!
Entiendo. Es como el piloto automático del alma.
-¡Murrff!
–refunfuñó Gabriel- Si quieres verlo de ese modo, sí, así es. Ahora hazte a un lado que está llegando
un alma que sí es digna.
-¿Un
alma digna?
Inmediatamente me di vuelta y vi a una persona en bata blanca volando hacia
nosotros. Volaba sentada, como si manos invisibles la trajeran delicadamente.
Al principio no pude identificar quién era, pero cuando aterrizó suavemente
frente a mí me quedé boquiabierto.
-¡Presidente
Fujimori! –exclamé con asombro.
Fujimori me miró, sonrió y extendió los brazos como queriendo abrazarme,
pero no me abrazó.
-Querido
compatriota peruano…-empezó- no desesperes… Te prometo, que cuando entre al
cielo, voy a hablar con Dios para que te deje entrar. No te preocupes, te lo
promete tu chino. Ahora hazte a un ladito para que yo pueda pasar.
Desconcertado me hice a un lado y lo observé mientras caminaba hacia las
enormes puertas doradas, las cuales se desvanecieron como por arte de magia,
dejando el camino libre para el recién llegado. Gabriel hizo una parsimoniosa
reverencia mientras Fujimori entraba al cielo como Pedro en su casa.
Inmediatamente después, las macizas puertas de oro reaparecieron
instantáneamente produciendo un sonido ensordecedor, similar al de un trueno.
El estruendo fue terrible. Fue el portazo más colosal que me habían dado en
la cara hasta ese momento. Y dudé que otro lo pueda igualar.
Una fugaz sonrisa maquiavélica se asomó en el rostro de Gabriel al verme
tambaleándome con las manos en los oídos.
Ya le iba a decir algo cuando de pronto el gigante hizo otra teatral
reverencia. Evidentemente el respetuoso gesto no era para mí. Me di vuelta y me
encontré con que otra alma ya había llegado con lentes y todo. La nariz
aguileña, la sonrisa cachacienta y la cabeza cubierta de ralos cabellos peinados
hacia un costado eran inconfundibles.
-Doctor
Montesinos, bienvenido, pase usted –dijo Gabriel inclinado y con la mano
izquierda apoyada sobre el vientre.
Las puertas doradas desaparecieron nuevamente y Vladimiro Montesinos caminó
soberbio hacia el interior del cielo.
-Espero
que su estadía sea placentera por toda la eternidad –le dijo el arcángel.
Vladimiro ni volteó a verlo. Simplemente levantó el dedo índice por encima
de la cabeza mientras se alejaba indiferente, como diciendo sí, sí,
sí lo haré, ya cállate…
Conociendo yo el estruendo que hacían las puertas al reaparecer, me tapé
los oídos lo más fuerte que pude, pero no sucedió nada, las puertas continuaron
abiertas, y era porque una tercera alma había aterrizado detrás de mí.
Una vez más me volví, solo para encontrarme cara a cara con Medusa. Lancé
un grito de espanto, pero luego me di cuenta que solo se trataba de Laura
Bozzo.
Laura me miró con despreció.
-¡Hombre
tenías que ser! –me vociferó.
-Señora
Laura –dijo el Arcángel Gabriel-, tan hermosa y vivaz como siempre, sea usted
bienvenida al paraíso.
-Gracias
–dijo Laura Bozzo-, era lo menos que podía esperar después de trabajar con
tanta chusma ¡Uf!
-Tiene
usted toda la razón – respondió el zalamero celestial.
Y Laura Bozzo entró al cielo caminando con la frente exageradamente en
alto, como si estuviera entrando a un lugar que es muy poco para ella.
¡¡CABUM!! Las puertas doradas reaparecieron inesperadamente. No tuve que
tiempo de taparme los oídos.
El arcángel me miro con una sonrisa malvada, como si disfrutara con mi
sufrimiento.
-¿Te
duelen los oídos? –me preguntó el muy cínico.
-Escúchame
bien Gabriel. Yo…
-¡Shhh!
Callate, que ahí viene el grupo Colina.
-¡¿Qué
cosa?!
Efectivamente. Traídos gentilmente por una fuerza invisible venían volando
los asesinos mercenarios del grupo paramilitar “Colina”.
Se posaron suavemente sobre las baldosas a unos treinta metros de mí y
empezaron a caminar hacia las puertas doradas. Caminaban como una banda de
compadres ebrios. Venían sonriendo, empujándose amistosamente unos a otros y lanzando
carcajadas.
Una vez más, las puertas se desvanecieron dejando libre la entrada al
Paraíso.
-Bienvenidos
caballeros –los saludo Gabriel-, aquí todos sus sueños se harán realidad.
-Oye
grandote –le habló uno de los mercenarios-, ¿aquí hay ricas hembritas?
-Todas
las que ustedes deseen.
-¡Bestial!
Gracias compadre.
Y entraron todos al cielo riéndose a carcajadas.
Esta vez me cubrí los oídos a tiempo. Las descomunales puertas se
materializaron a la velocidad de la luz, produciendo su característico sonido
de trueno.
Gabriel se mostraba muy satisfecho, pero yo estaba desconcertado.
-¡Óyeme
bien Gabriel! –le dije irritado-, ¡no puedo creerlo! Todas estas personas –y me
volví de inmediato a mirar hacia atrás por si aparecía otro desgraciado. Ya no
apareció ninguno felizmente- todas estas personas han cometido pecados
muchísimo peores que los míos. Ellos han delinquido, han matado, han mandado matar,
han robado, han corrompido, se han aprovechado de la miseria ajena, han mentido
hasta más no poder… En cambio yo, el peor pecado que he cometido fue pisarle
accidentalmente la cola a un perro -admito que la indignación me hizo exagerar
un poco-. No comprendo cómo puedo ser yo el indigno. No entiendo cómo ellos sí
pueden entrar y yo no. ¡Explícame! Y para colmo, todos ellos no han tenido que
venir hasta aquí arrastrando el trasero por el suelo. ¡En cambio yo sí!
¡Explícame!
El arcángel guardián levantó el mentón y soltó una carcajada.
-Es
muy fácil –dijo aun riendo-. Es cierto que todas esas personas han hecho lo que
tú dices. Todos ellos han cometido crímenes que van desde lo vulgar hasta lo
atroz, sin embargo todos ellos han creído en Dios. En vida pueden haber sido
asesinos, ladrones, mentirosos, corruptos, viles oportunistas, etcétera,
etcétera, pero nunca dejaron de creer en
Dios. Y eso es lo único que cuenta.
-¿¡Qué!?
Pero un momento…
-¡En
cambio tú! –me interrumpió el arcángel- dejaste de creer en Él en tu temprana
adolescencia. Renunciaste a Él, y por lo tanto eres indigno de estar en el
cielo. En vida puedes haber sido una buena persona, amable y empática, pero no
creías en Dios. Te volviste un ateo, y ese es el peor de todos los pecados. En
realidad, es el único pecado que puede cerrarte las puertas del cielo, por lo
tanto jamás entrarás.
No podía creer lo que estaba escuchando.
-¡Un
momento! ¿Me estás diciendo que creer en Dios de la boca para afuera es
suficiente para entrar al cielo? ¿No cuenta el que hayas sido bueno?
-¡Creer
en Dios es una obligación!
-¿Una
obligación? ¿Cómo creer en algo puede ser una obligación? Yo analicé las cosas,
medité, filosofé y llegué a la conclusión de que Dios no existía. Es cierto que
mi conclusión estuvo errada, pero tenía derecho a usar la lógica, la ciencia, a
tener un criterio propio. Tenía todo el derecho de usar mi inteligencia y
dudar, de sacar mis propias conclusiones. Creer en lo que todo el mundo cree es
lo más fácil del mundo, pero usar la cabeza y formarte ideas propias… ¡eso es
lo difícil!
-Confía en el Señor de todo corazón y no en tu propia
inteligencia –tarareo el
arcángel- Está escrito en Proverbios 3:5
-¿Qué
no confíe en mi inteligencia? ¡¿Entonces para que mierda tengo este mojón
dentro del cráneo?!
-¡Suficiente!
¡Ya no hablaré más contigo, blasfemo! Tu sola presencia ofende esta entrada.
¡Te condeno a lo más profundo del Infierno! –sentenció señalándome con un dedo
acusador.
Enseguida vino un viento huracanado y me levantó del suelo. Me elevó con
violencia y me arrojó fuera de la plataforma. En ese momento comencé a caer.
Y caí hacía hacia la Tierra como un meteoro. Mientras caía gritaba, pero el
feroz rozamiento del viento opacaba mi voz. Podía ver el suelo cada vez más
cerca y no era capaz de detenerme. Me sentía como un paracaidista al que le
falló el paracaídas y siente una mezcla de horror y frustración al saber que ya
no hay nada que hacer. Debajo de mí había un suelo volcánico oscuro y gris.
Colisioné contra el suelo con la velocidad de una bala de cañón, pero mi
descenso no se detuvo. Me clavé en la tierra como una flecha disparada al agua
y seguí bajando a gran velocidad. No podía ver nada, pero sí era capaz de
sentir la fricción de piedras y arena mientras descendía cada vez más y más.
No estoy seguro cuanto duró esa tortura. Posiblemente un par de días o una
semana, tiempo en el que estuve completamente ciego, sufriendo el interminable
y violento restregón de rocas y tierra sobre todo mi cuerpo.
Finalmente pude percibir que desaceleraba. Dentro de todo fue un alivio. No
sabía lo que iba a pasar ahora, pero sea lo que fuese tenía que ser diferente a
mi situación actual.
Me hallaba pensando en ello cuando súbitamente sentí que rompí una
superficie. Fui como una piedra atravesando una ventana, pero lo que realmente atravesé
fue el techo de una caverna. Seguía cayendo, pero ahora estaba en una estancia
cerrada, pero de magnitudes indefinidas, bañada por una luz rojiza naranja
tenue proveniente de todas las direcciones, también pude sentir viento sobre mi
cuerpo. Fue una sensación maravillosa después haber estado taladrando medio
planeta (si es que aun estaba en la Tierra)
La caverna era de una extensión titánica. Fue como haber entrado a un mundo
subterráneo; con cadenas de montañas negras que se extendían hasta el
horizonte, y en cuyas laderas se podían vislumbrar entradas de cuevas, desde
las cuales se asomaban y retraían fugazmente rostros grotescos y curiosos. Aquel
mortecino resplandor rojizo naranja que emanaba de todos lados sumergía a la
caverna en un ocaso perpetuo, sin él no hubiese podido ver nada. En las
entradas de algunas cuevas pude distinguir lo que parecían ser fogatas, con
esqueléticas figuras danzando alrededor, pero estaban muy distantes como para
verlas en detalle.
Golpeé el suelo arenoso con la violencia de un proyectil. No entendía si yo
era carne o espíritu, pero el impacto me dolió.
Después de espabilarme del golpe, empecé a subir por las paredes del cráter
que mi colisión había formado. Una vez que logré salir me puse de pie sin saber
qué esperar.
Mirando a mi alrededor me di cuenta que estaba en medio de un bosque de
estalagmitas, esas formaciones rocosas en punta que nacen de los suelos de las
cuevas y pueden llegar a medir varios metros de altura.
Hacía un calor húmedo y el olor a azufre era embriagante. Había un sonido que
repercutía por todas partes, un sonido como el de tallarines siendo estrujados
por un tenedor. Se escuchaba en todas direcciones. Me llamó la atención un área
que despedía esa extraña luminiscencia, y lo que pude ver fue a miles de
gusanos fosforescentes retorciéndose sobre el suelo; se estaban comiendo lo que
parecían ser los huesos de un animal extraño. Ese era el origen del pálido fulgor
rojo naranja que invadía todo el lugar: miles de millones de gusanos
fosforescentes y carnívoros. Muchos
caían del techo como una lluvia asquerosa y se quedaban pegados sobre las altas
puntas de piedra que salían del suelo, pero la mayoría de ellos tapizaban las
lejanas paredes de la caverna, así como también su techo.
Caminé cautelosamente por el bosque de estalagmitas y, a la larga, encontré
una laguna. No era de extrañar que en las cavernas existan pequeñas lagunas de
agua empozada, por lo que no me llamó mucho la atención.
Me quedé parado frente al agua esperando que algo pase. Pero no sucedía
nada.
Cuando la ansiedad empezó a menguar me acordé del fiasco sufrido en las
puertas del cielo. La ira empezó a crecer en mí. Comencé a sentir una mezcla de
rencor, decepción y frustración.
De milagro no caí sentado sobre
la punta de una estalagmita –me
dije-, Gabriel se habría orinado la túnica
de la risa, estoy seguro que me debe estar viendo. ¡Maldita sea!
-¡Maldita
sea! –grité mirando hacia arriba y agitando el puño con ira- ¿Así es la cosa? ¡¿Así es la cosa?! ¡No te importan los pecados
de la gente, no te importa si uno ha sido bueno o malo, lo único que te importa
es que te besen el culo! ¡Te gusta que la gente entre a tus iglesias, se ponga
de rodillitas y te bese el culo! ¡Nos haces egoístas y nos pides que seamos
altruistas; nos haces lujuriosos y nos pides que seamos castos; nos das la
inteligencia y nos pides que no la usemos! Y al fin y al cabo ¿para qué? Si solo te importa que te adoremos. ¡Te
revienta que alabemos a falsos ídolos porque eres un picón! ¡Sí tú! –y señalé
al techo con vehemencia- ¡Eres un egocéntrico! ¿Qué clase de Dios eres? Allá en
la Tierra hay millones de huevones que se sacrifican por ti, dejan de fumar por
ti, dejan de tener sexo por ti, dejan de beber por ti… Eso te gusta ¿no? ¡Eso
te gusta! ¡Seguro que todos los santos están en el cielo, pero no porque hayan
sido buenos, sino porque la santidad es la mejor forma de adulación! ¡Sí!
¡Chúpense esa santitos! ¡Son todos unos adulones! ¿Pero saben qué? ¡Se cagaron!
Porque sus sacrificios fueron en vano, igualito los iban a dejar entrar al
cielo, con sacrificios o sin ellos, bastaba solo con creer en Dios. ¡JA JA JA!
Solo había que creer en Dios…
De pronto sentí un ruido detrás de mí.
Me volví enseguida y me quedé congelado al ver a un horrible bebé agazapado
sobre el suelo a unos diez metros, mirándome con un par de ojos enormes, sin
párpados. Su piel era blanca como un fantasma y sus miembros tan largos que
había adoptado la forma de un arácnido, de su boca sobresalían pequeños
colmillitos tan finos como agujas.
No supe qué hacer. El bebé-arácnido simplemente me miraba desde el suelo ¡y
me sonreía! Eso era lo más perturbador, su pequeña sonrisa debajo de esos
grandes ojos sin párpados.
Di dos pasos hacia atrás, cuando escuché más ruidos. Arrastrándose por
entre el laberinto de estalagmitas salieron cientos de bebés-arácnidos que
parecían muy interesados en mí. Como un ejército de pequeños cuerpos deformes y
rostros macabramente sonrientes, empezaron a caminar hacia mí. Avanzaban
velozmente, pero por cortos trechos, igual que cucarachas.
Me preparaba a correr cuando escuché una voz varonil y gruesa a mis
espaldas:
-No
tengas miedo, no te harán daño –dijo la voz.
Me di la vuelta de inmediato y vi a un niño. Era delgadísimo hasta los
huesos y con orejas ligeramente puntiagudas. Estaba desnudo y sumergido en la
laguna hasta la cintura, su piel era blanca como la de aquellos bebés, pero sus
ojos, completamente amarillos y brillantes, contrastaban con su pelo negro, corto
y trinchudo.
Con la expresión más adusta que puede caber en un rostro infantil, y con la voz de un hombre maduro, me dijo:
-Esas
criaturas que ves son bebés nacidos muertos. Al nacer muertos no tuvieron
tiempo de creer en Dios, y es por eso que terminaron aquí.
-¿Quién
eres? – le pregunté.
El niño estiró la comisura de los labios en una torva sonrisa y respondió:
-Mi
nombre es Lucifer.
Ahora mi atención estaba puesta en dos sitios: los bebés-arácnido
acercándose por mi espalda, y ese niño huesudo al frente.
-¿Lucifer?
–le dije- ¿Eres Lucifer? Es decir, ¿Satanás?
-No
dejes que mi apariencia te engañé –dijo el niño elevándose de la laguna hasta
quedar parado sobre sus aguas-, puedo adoptar la apariencia que yo quiera.
-De
acuerdo.
Para mi alivio los monstruitos se había detenido a una distancia
prudencial, pero sus respiraciones asmáticas eran algo que me resultaba terriblemente
incómodo, sentía que en cualquier momento se abalanzarían sobre mí.
-Yo
estoy aquí por la misma razón que tú –dijo Lucifer caminando sobre la
superficie del agua hasta llegar a tierra seca.
-No,
un momento –me atreví a discrepar-. Según tengo entendido usted fue expulsado
del cielo por rebelarse contra Dios.
-Cierto
–respondió el niño con voz de hombre-, pero ¿qué significa rebelarse?
-Pues…
-Significa
libertad. Abandonar el conformismo y superar al que está en el poder. Ir más
allá de él.
De tanto en tanto miraba a mis espaldas para cerciorarme que los
bebés-arácnido sigan a una buena distancia.
-Pues
sí. Usted quiso superar a Dios –le dije.
-¿Y
qué hay de malo en eso?
-¿De
malo?
-Ustedes,
los hombres, tienen un nombre para aquellos que tratan de superar a sus rivales
más poderosos, los llaman “Campeones”.
Lucifer levantó lentamente el dedo índice y los bebés-arácnidos se fueron
por donde vinieron.
- Ya
conociste a Gabriel, ¿no es así?
-Sí,
es un idiota.
-Él
solo es el reflejo de la autoridad a la que sirve. Como todos los ángeles, hace
lo que le dicen, cuándo se lo dicen. Siempre está de acuerdo con Dios, siempre
le da la razón, igual que todos los demás. En realidad, Gabriel, Rafael,
Miguel, Uriel y todos los otros, no son más que espejos que reflejan el rostro
de Dios. Yo fui diferente. Yo no me incliné. Yo fui la voz discordante. Es por eso que Dios me temía. Y antes de que
me hiciera más poderoso que Él, se deshizo de mí, arrojándome aquí. Pero
¿sabes? me gusta aquí. ¿No te parece cálido este lugar?
-Bueno…
en realidad, no está mal, nada mal –dije observando los alrededores con más
calma.
-Te
he observado desde que aterrizaste…
-Si
a eso se le puede llamar aterrizaje… -dije nervioso.
Lucifer miró al suelo pensativo.
-Te
he observado desde que colisionaste. Y tu blasfemia me ha conmovido. Es el
reflejo de mis pensamientos.
-Eh…
de acuerdo. Pero ¿qué pasará conmigo?
Una vez más sonrió.
-¿Quieres
unirte a mi hueste? –me preguntó el demonio.
-
-Me
estás ofreciendo trabajo?
-Es
una forma de decirlo, pero a diferencia de todos los trabajos que has tenido en
vida, este te va a gustar… y mucho.
Yo reflexioné unos segundos y luego dije:
- Solo tengo
una pregunta.
-Dime.
-Bueno… Esta pregunta tal vez te parezca un poco
infantil, pero, si acepto, ¿tendré poderes?
Lucifer no se inmutó. Después de una breve y
escalofriante pausa dijo:
- Podrás ir y venir del infierno al mundo de los hombres. Podrás adoptar la apariencia que se te plazca. En el mundo de los hombres no estarás sujeto a las leyes de la materia y la energía. Podrás comunicarte con los mortales, matar a algunos si lo deseas, pero nunca les prometas nada ni reveles tu verdadera naturaleza ante muchos.
Una sonrisa perversa se dibujó en mi rostro. Después de todo, podré
complacer a ese periodista. Lo visitaré una noche y le daré la entrevista que
tan empeñado estaba en conseguir de mí. Solo espero que la apariencia que estoy
pensando en adoptar no le resulte… muy perturbadora.
Todavía no sé si estoy en ascenso o descenso precipitado... Excelente Dennis la capacidad de transmitir sensaciones tan ficticias. Felicitaciones!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias Natalia. Me alegra mucho que te haya gustado. No es la primera vez que mezclo el mundo real con el fantástico. Aunque debo de confesar que temí ofender a algunos.
ResponderEliminar