Juan Carlos Camacho Leyton
Esa
fría noche de invierno de principios del ochentaidós, Hu Go Xian tenía los ojos
como ranuras que no se alteraban ni al escuchar la parodia que hacía Zavalaga
al hablar en “chino”. En un momento nos
confesó, con seria ironía que provocó la
risa general, que había reconocido en ese hablar el acento cantonés. Estábamos en
la salida de clases del posgrado, en la Mostra d’Oltramare, Nápoles, esperando
el bus de regreso al hotel. Hu, el
chino, Burgos, el colombiano, y Zavalaga,
peruano como yo, formábamos el grupo de jóvenes economistas, estudiantes del
posgrado en Italia. Zavalaga era el más
divertido de todos, con sus imitaciones y chistes ocurrentes que nos hacían
olvidar, por un momento, las inclemencias del invierno napolitano que los
lugareños combatían con shots de brandy Vecchia
Romagna mezclado con café expresso
en las numerosas cafeterías de Nápoles. El chino
fue prontamente bautizado como Hugo por nosotros, miembros de la comunidad
latinoamericana, que nos entendíamos con él en un inglés de batalla y no podíamos
dejar de sorprendernos por el exotismo de su vestimenta: pantalón y casaca de
dril beige y zapatillas de fieltro que misteriosamente nunca mojaba a pesar de
lo lluvioso y húmedo del ambiente. Hugo lucía unos lentes redondos con marcos
metálicos y era delgado, afable y ceremonioso.
Esa noche mientras caminábamos hacia el paradero del bus que nos llevaría
a Agnano, la zona de nuestro hotel, todos nos quedamos literalmente helados al
ver al grupete de putas y travestis, con portaligas, al costado de una
vía de alto tránsito y que, en medio de una gélida temperatura, solo calentadas
por sus medias de seda y el calor que irradiaba un cilindro encendido con
periódicos y cartones que reposaba en el suelo. Se exhibían, solas o en pequeños grupos,
conversando o calladas pero, todas, con el infaltable cigarrillo sostenido en
la boca pintada de rojo, esperando al conductor del coche que se detuviera al
costado de la pista, a cuyo encuentro se acercaban presurosas como polillas a
la luz de la vela. De pronto observamos
a un Alfa Romeo que se detuvo en seco y acometió un retroceso de cincuenta
metros a cien kilómetros por hora hasta
frenar en seco al costado de una de las chicas, haciendo chirriar los neumáticos que botaban humo de jebe
quemado. Rápidamente descendieron dos
individuos que golpearon a una de las chicas en la cabeza, la levantaron en
vilo y la introdujeron en el vehículo, partiendo aparatosamente segundos
después. Nos miramos todos sin saber a qué atinar pues todo sucedió en
instantes. Era la bienvenida que nos daba la cara obscura de la camorra
napolitana.
Con
Zavalaga nos unía el hecho de ser ambos arequipeños. Aunque él era del puerto
de Mollendo y yo de la misma Arequipa, nunca
nos habíamos conocido antes. Ambos teníamos algunos conocidos comunes de la
profesión. Pero eran más las cosas que nos distanciaban que las que nos unían;
yo era un devoto de la historia y del arte italiano en general y en particular
de la pintura, la arquitectura y los tesoros culturales que escondía Nápoles. Él, de
arte sólo tenía un conocimiento muy rudimentario, pero le gustaba la música popular
italiana de la época (Modugno, Di Capri, Celentano, Bongusto). Por lo
demás era un peruano típico: aprovechador,
divertido, coprolálico y medio descuidado. Zavalaga usaba unos lentes gruesos, como tacos
de botella detrás de los cuales se agazapaban unos verduzcos ojillos vivaces, usaba un bigote delgado y tenía un aire prematuramente encorvado y una voz de timbre bajo
y aterciopelado. Yo, en esa época estaba
en mi apogeo físico; me había graduado
de cinturón negro primer dan en Tae Kwon Do y me creía dispuesto a vencer a
cualquiera en una pelea callejera. Él Había
estudiado italiano en Lima y tenía un conocimiento básico de ese idioma que yo
no poseía. Por estas razones nos hicimos amigos y, ambos, fuimos testigos de varios hechos curiosos
sucedidos en ésas lejanas tierras del Vesubio.
Una tarde, Zavalaga llegó a clases todo azorado y me
contó que, por la mañana en el metro en la Piazza Garibaldi, había sido testigo de un hecho perturbador. En
uno de los pasajes del nivel subterráneo, por lo general bastante descuidados, había visto a dos chiquillas, casi
adolescentes, que recibieron un pequeño
envoltorio de un muchacho que
desapareció en el acto. Luego, ellas, con todo desparpajo, extrajeron del paquete heroína en polvo que
con una cucharita y un encendedor licuaron, luego con una jeringuilla y una
liga y empezaron a inocularse a la vista y paciencia de la poca gente que se
movilizaba a esas horas de la mañana por el sitio, mirando a otro lado. Me quedé pensando, ya había notado en las esquinas un poco
obscuras de la ciudad, en los parques, en las escaleras y demás espacios
públicos, docenas de jeringuillas descartables usadas, además de condones.
Hugo
era especialmente reservado, pero muy curioso e inquisitivo con lo que venía
sucediendo en el Perú. Era 1982 y
acababa de estallar la guerra de las Malvinas, el Perú hacía noticia porque fue el único país que, abiertamente,
apoyó a la Argentina poniendo a su disposición aviones y pilotos. Las noticias que venían del
Perú también se referían a la eclosión de Sendero Luminoso, el letal movimiento
que cometía crueles actos terroristas. Esos temas, además de Pérez de Cuéllar, en ese
entonces recién elegido secretario general de la ONU y el fútbol, era lo único
que trascendía del Perú.
-¿Cómo
es tu país? ¿Cuánto gana un economista que trabaja para el gobierno? ¿Cuáles son
los principales sectores productivos? – eran las preguntas que me hacía. Quería saberlo todo, pero él no hablaba nada
de China. Cuando yo le inquiría algo de su país, me mostraba su sonrisa
inescrutable y hacía brillar a sus ojillos detrás de los lentes redondos que
usaba siempre. La gran reforma de la economía de China de Den Xiaoping se había
iniciado apenas tres años antes, y eran
los últimos años en que los chinos, incluidos los profesionales que estudiaban
en el extranjero, guardarían la más absoluta austeridad en la
vestimenta, la comida, el transporte y, en general, en su conducta; pero había acabado el
aislamiento de China. Por eso Hugo, secretamente,
sentía mucha curiosidad por los
latinoamericanos, extravertidos, bullangueros como cigarras, que reían ruidosamente y no paraban de hacer
chistes de todo y de todos. ¡Qué
diferencia con el carácter tímido y retraído, pero profundamente observador, de los chinos! Hugo no salía fuera de Nápoles, pues se había
propuesto ahorrar todo lo posible, lo
cual era la explicación de su austeridad. En tanto Zavalaga y yo aprovechábamos
los fines de semana o cualquier feriado disponible para salir por los
alrededores, así conocimos Ischia, Capri, Sorrento, Pompeya, Herculano y otros
sitios cercanos. Cuando ya tuve más
confianza con mi italiano, empecé a aventurarme- ya solo- a sitios más distantes, como Regio Calabria y Sicilia.
En
uno de esos viajes cortos al distrito de Caserta, conocí a Anna. Tendría unos
veinte años, de talla menuda, de bellísimo rostro, grandes ojos verdes, cabello
negro sedoso, talle bellamente proporcionado y una especial elegancia en el
vestir. La encontré en el establecimiento de su padre, cuando entré a preguntar
por la ubicación de una dirección. Al
escuchar mi acento extranjero, entre intrigada y divertida, me dio una precisa
descripción de la ruta. Luego me preguntó:
-Di dove sei?- De Perú, contesté. ¿Peruviano?, se sorprendió.
Tuvimos
una breve conversación, hablamos de los músicos napolitanos famosos y de lo bonito
que era Nápoles.
-Sí,
es bonito, pero no sabes lo difícil y peligroso que es vivir aquí.
Cuando
dijo eso, su padre salió y ella calló, disimulando, en un pequeño
papel, me entregó escrito su número telefónico y desapareció.
Quedé
intrigado y, ya de regreso, no me podía
sacar de la cabeza a Anna. Aquella noche
la llamé por teléfono, me dijo que no
podía hablar en ese momento, pero que me esperaría el jueves siguiente en el
Museo del Castel déllOvo, un hermoso castillo
español del siglo diecisiete, circundado por el mar, a las
once de la mañana. Al día siguiente, le conté lo sucedido a Zavalaga, quien me
dijo:
-Ten
cuidado- pues estaba ocupado tramando un plan de seducción de una indonesia,
compañera de clase.
El
día de la cita llegué a la hora, ella ya se encontraba dentro de la majestuosa
fortaleza que gozaba de una espectacular
vista al mar y en la cual se había acondicionado una exhibición de pinturas. La vi de espaldas mirando los cuadros. Vestía
con pantalones anchos y una casaca corta, zapatos verdes y en el cuello una
chalina de seda hindú. En el armonioso conjunto destacaba su belleza.
Conversamos brevemente en italiano sobre los cuadros de la exposición y luego
salimos, le ofrecí un café pero no aceptó. De pronto agarró mi mano y casi
llorando me dijo:
-¡Tengo
tanto miedo! ¡ Lo controlan todo. Extorsionan
a mi padre en la tienda y tiene que pagarles el pizzo1/ cada semana
para que no nos hagan daño, ayer precisamente vino el guappo!2/
Al
ver sus ojos húmedos que ensombrecían su rostro, no pude menos que decirle:
-Pero,
¿Quiénes? ¿Dime cómo te puedo ayudar?
-¡En
nada! –Me contestó- ¡No puedes hacer nada! Así ha sido esta ciudad en más de
800 años. Es la Camorra. Son doscientos clanes que controlan todos los negocios
turbios: el regojo de la basura y el control de vertederos e incineradores, la
prostitución, la distribución de droga y la extorsión. A aquellos que hacen
caso omiso a sus exigencias, simplemente los ejecutan, ponen una bomba en su
casa o la incendian.
La
miré desolado y compartí su desazón, al mismo tiempo sentí la irrefrenable
palpitación del amor al despedirme con un beso en la mejilla. Había sido tocado
por la pasión. Al día siguiente la volví
a llamar pero nadie contestó su teléfono.
Ese
fin de semana se nos ocurrió pasear por los alrededores del mercado de peces, Pignasecca,
una zona de callejas adoquinadas donde se apreciaba un espectáculo surrealista
de peces vivos en plena calle dispuestos en tinas de plástico conectadas a
mangueras de jebe por las que fluía agua fresca y donde uno apreciaba pulpos, peces y moluscos de diferentes especies, sorprendentemente
vivos y coleando. Los gritos a voz pelada de los comerciantes ¡Toninoooo!...¡Peppinoooo!..¡Armandoooo!..
se mezclaban con los olores marinos y de
las delicias que ofrecían los pequeños restoranes cercanos al lugar.
Se nos ocurrió detenernos en uno de ellos para almorzar. Era un sitio
cálido con pequeñas mesas de madera cubiertas con manteles de tela a cuadrados
blancos y rojos. El casero, muy amable, nos
ofreció la especialidad de la casa, un caldo de pulpo con hierbas que nos sirvió
a los minutos en una fuente de centro. Era un verdadero manjar que degustamos
con numerosas botellas de vino blanco de la Campania.
Les
conté sobre mi última conversación con Anna.
Rápidamente Zavalaga dijo:
-¡Pobre
chica! Todo el sur de este país está conducido por la mafia, aquí en Nápoles se
le llama Camorra pero en Regio Calabria es la Ndrangheta y en Sicilia es la
Cosa Nostra. Es parte del carácter italiano, como el diseño de corbatas, zapatos
y la arquitectura.
Hugo, a su vez, nos sorprendió con su réplica
– No solo es italiano, no te olvides que
en China también tenemos nuestra propia mafia, “las triadas”. Aunque aún está
circunscrita a Hong Kong y a Taiwán, en poco tiempo se expandirá a todo el
mundo- Sentenció. Por primera vez se abría a una conversación franca, quizás
motivado por el vino.
-Pero -inquirí, mientras degustaba el vino -
¿Cómo es que llegan a tomar
una ciudad, a controlar a la mayor parte de sus ciudadanos?
-Es
fácil, intervino Zavalaga, -Es la tendencia
humana a vivir con el menor esfuerzo y a aprovechar, si es posible, del trabajo ajeno. Aquí los comercios y
restaurantes son muy prósperos e históricamente siempre fue así; entonces, a alguien se le ocurrió la brillante idea de
extorsionarlos regularmente metiéndoles miedo. El negoció salió y de allí lo extendieron
a la prostitución, al juego y la basura. El Estado se hizo el loco y empezaron
a corromper a la policía y a los funcionarios de la ley. Así empezó todo.
-Pero,
sigo sin entender ¿Cómo controlan a tanta gente?
-Mira,
dijo Hugo, -La mente humana es muy fácil
de controlar. El recurso usado es el
temor, como saben que ellos están organizados y los ciudadanos de a pié no, se
valen del miedo para aterrorizar.
Zavalaga, acotó, - “El vivo vive del zonzo y el zonzo
de su trabajo”
–En
mi opinión –les dije- la causa más importante es el abandono que el Estado hace
de sus responsabilidades. Una de ella es la seguridad de los ciudadanos y el Estado
tiene la fuerza para velar por el cumplimiento de la ley para eso cuenta con la
policía. Sin embargo, en algún momento y
por alguna razón, que no puedo aclarar
en este momento, esto deja de funcionar. En algunas sociedades desarrolladas el crimen
organizado es minoritario y no pone en jaque a la sociedad, pero en otros los
países –o regiones, como en la Italia meridional que nos acoge- el Estado es
fácilmente vulnerado por la corrupción y sus autoridades, jueces, policías y
políticos, son comprados o amedrentados por los delincuentes. Es un walkover –concluí.
Hugo,
respondió tranquilamente, -Es cierto,
además es muy difícil combatir contra la mafia, porque cuentan con una organización cerrada, compartimentalizada,
nadie conoce a los otros integrantes de la célula; es muy parecido a cómo
funciona Sendero Luminoso en el Perú, es imposible saber si los funcionarios
del Estado están comprometidos y nunca dejarán pruebas de ello.
-En
cualquier caso –asentí- para que la mafia tenga éxito se requiere la
confabulación o por lo menos la neutralidad de una parte importante del Estado
y las clases dirigentes.
Aunque
hablábamos en inglés y a veces en castellano, nuestro anfitrión y mesero algo
intuyó del tema conversado y se puso incómodo.
Por esta razón bajamos el tono y de pronto les hice la confesión que
quería hacer pública desde hace rato.
-Estoy perdidamente enamorado de una ragazza 3/ napolitana y creo que ella también alberga algún
sentimiento hacia mí –les dije para ver cómo reaccionaban; Zavalaga ya
presentía algo, pero Hugo se sorprendió -el
problema y de allí la
relación con la conversación anterior, es que su familia está amenazada por la
camorra. ¡No
sé qué cosa hacer! -finalicé en tono
dramático.
-Ahora
entiendo porqué empezase a mejorar tan rápido
tu italiano –intervino Hugo – con sus ojos apaisados llenos de ironía.
-La
verdad es que estoy en un aprieto; en fin, se hace tarde y mañana tenemos
clases. ¡Signore!, ¿Cuánto
debemos?-sentencié.
Dejamos
a Hugo en el Hotel Palace ubicado en las
cercanías de la piazza Garibaldi y, ya anocheciendo, fuimos a tomar el metro en la estación central
hacia Agnano. En el andén los dos fuimos rodeados por unos chicos que nos
preguntaban:
–¿Di dove
sei? Y cuando les dijimos que éramos peruanos, dieron loas a Patrulla
Barbadillo, un conocido jugador peruano
de fútbol que jugaba en el Napoli y que se ganó a la juventud local con su
particular peinando áfrica look y su juego fino. Ingresamos al vagón y la cabeza me empezó a
dar vueltas:
“Los
frescos de Pompei tomaban vida fastuosa sensual los oscos sunmitas etruscos y
griegos que escogieron el golfo de napoli para gozar tenían hermosas pozas con aguas termales frescos
en las paredes que artistas con sus patios y fuentes enmarcados por columnas
dóricas divinamente diseñadas que colores y diseños flora fauna
faunos y flores pájaros sensualidad luego vino el Vesubio tufos
priroclásticos segundos en los que se
esparcieron los gases la lava sorprendiendo a todos hombres y animales
durmiendo haciendo el amor perros gatos niños todos los seres imaginables no se
salvó nadie de la hecatombe el fuomo viajó a la velocidad del sonido hacia el
mar Herculano también sucumbió
sepultando avenidas calles empedradas casas segando vidas con la guadaña de la
muerte saliendo del cono de la tierra boca del averno no hubo tiempo de escapar explosiones empezaron
a caer las cenizas las piedras cada vez más grandes los gases sulfurosos
envenenaron a todos imposible respirar las toses ronquidos se hicieron más
quedos hasta quedar solo el silencio el chisporroteo y luego la oscuridad el
humo por días semanas meses años
tuvieron que pasar diez y siete siglos para que nos encontraran”
Anna,
estaba harta del miedo que trataban de infundir a su familia. Amaba a su padre y no consideraba justo que
trataran de esquilmarles las ganancias que les daba el pequeño establecimiento
donde vendían delicatesen típicas de Nápoles para clientes y turistas.
“Ir
a un país lejano, comenzar nuevamente, puedo hacerlo. ¿Por qué no? Pero,
¿Que sería de mi padre? Ya es mayor y necesita quien lo vea. Mi madre
murió hace años y mis hermanos no son tan dedicados. Ahora que discutía con mi papá traté de hacerle ver que hay que denunciar a los
chantajistas. Pero es imposible, es tan difícil cambiar la mentalidad de
la gente y hacerle comprender que hay que luchar por la libertad.”
Sus
lazos filiales la ataban fuertemente a Caserta y a Nápoles. Nunca los rompería.
Después de la discusión, sonó el teléfono. Anna no contestó. Necesitaba pensar.
Esa
noche estaba contenta, “He tomado una
decisión. He convencido a mis hermanos
para que se encarguen de mi padre y del negocio familiar. Ahora debo conversar
con mi padre. ¿Qué es ese ruido, parece una vespa que se acerca……”
Hacia
las once de la noche del mes de marzo, cuando el clima estaba más loco que
nunca (marzo, mese 4/ pazzo 5/) Anna se
encontraba delante de la tienda de su padre. De pronto todo fue confusión, se
escuchó el motor de una vespa acercarse raudamente por las calles empedradas de
Caserta. Salvatore se dio cuenta que el
copiloto de la vespa le apuntaba con una pistola y empezaba a disparar, sin
pensarlo tomó a la chica que tenía cerca de los cabellos y la usó como escudo
humano. Anna trató de zafarse pero el joven, que acababa de salir de la cárcel
por traficar con drogas, la tenía
fuertemente sujeta con una mano y con la otra empuñó su propia arma que dirigió
a la vespa, cuyos conductores, al verse
repelidos huyeron no sin antes vaciar toda la cacerina. Anna fue impactada en la nuca en medio del
tiroteo mientras Salvatore huía ileso. Todas las mañanas, Giovanni, el padre de
Anna, le lleva el desayuno al pie de su tumba.
Notas:
1/ Tributo, contribución
2/Capo, jefe
3/ Muchacha
4/ Mes
5/ Loco
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