viernes, 11 de diciembre de 2020

Soledad infinita

Diego Velásquez González


Llegas al amanecer a tu hogar en compañía de Edna, una de esas amigas con la que se tiene la certeza que siempre estará en las buenas y en las malas. Ya has tenido señas que es alguien de confiar, pero la verdadera medida de su lealtad solo se hizo evidente al intuir los nubarrones que se acercaban consiguió un lugar dos pisos más abajo del bloque de apartamentos donde habitas para poder estar cerca de ti y tu compañera. Apenas has podido descansar. Te sientes agotado de vivir. Has llorado todo lo que podías y una sensación de soledad nubla todo a tu alrededor, quieres estar solo, acostarte y cerrar los ojos sin esperar o pensar. Son demasiadas cosas para procesar, para comprender. Tal vez pasado un tiempo, al abrirlos de nuevo sepas que todo fue solo un sueño.

Después de estar contigo, escucharte y prepararte un té de hierbas que te debe ayudar a dormir, Edna se ha ido. Como madre soltera tiene un hijo menor por cuyo bienestar velar. Te quitas las medias, el pantalón, la camisa. Te acuestas y por un momento piensas en lo paradójico de todo. Duermes, pero es un sueño disperso. Constantemente despiertas, vas al baño, tomas agua, das una vuelta por la sala y vuelves al cuarto. Pones música suave para dormir y programas el equipo de música para que se apague en treinta minutos. Te quedas quieto en tu cama escuchando la música y al fijar tu atención en el entrecejo como te habían enseñado a meditar, todo se apaga y sientes que eres arrebatado de esta realidad tan apabullante en la cual tienes muchas cosas que procesar y poner en su justo lugar.

De pronto despiertas. No sabes cuánto has dormido. Te levantas y al abrir la puerta del cuarto, un chorro de aire fresco golpea tu cara. Las ventanas de la sala estaban abiertas y al asomarte al balcón, un sol inclemente cubre la ciudad. El cielo despejado de nubes deja ver un azul intenso y profundo. En el fondo los cerros con los diversos contrastes desde el verde hasta el color tierra ofrecen la perspectiva de un día de esos que tanto te han gustado para salir y dejar que el sol nutra tu piel y te abrace en un calor reconfortante. Entre tanto, en la calle, a doce pisos de distancia, los vehículos y las personas como hormigas se mueven de un lado hacia el otro con rapidez ausentes a tu desgracia.

De pronto sientes que has perdido el sentido del esfuerzo porque aquellas cosas que todos los días te llenaban y te daban la sensación de bienestar y sentido parecen perder todo propósito. Deberías estar más tranquilo, las cosas han sido como deben ser, pero te resistes a esto. Te preguntas acerca de la manera que deberías empezar a abordar las cosas. Recuerdas que tu madre afirmaba que «cada día trae su afán» Pero, ahora, ¿cuál podría ser el afán, si todo aquello por lo que habías apostado parecía ser nada y al final empiezas a entender que todo se funde en la nada? Observas el reloj en la pared de la cocina. Son las 3:33 p.m. Es tarde, has dormido más de doce horas.  

Suena el teléfono que te saca de tus recurrentes pensamientos que parecen caballos desbocados y bailan de manera incesante en tu mente.

—Henry.

—¿Edna?

—Sí, soy yo —te dice y agrega―, ¿pudiste dormir?

—Sí. Al principio fue difícil, no dejaba de pensar, pero finalmente lo pude hacer.  

Te dice que estuvo allí hacía las diez de la mañana y abrió las ventanas ya que el aire del departamento se sentía pesado por el encierro de tantos días. Si deseas, te dice, puedo ir más tarde.

—Creo que estaré bien ―respondes en un intento de seguir en soledad. Tal vez no desees hablar con nadie.

—No importa, más tarde iré, recuerda que tengo llave.

Guardas silencio, aunque no sabes si pensando en sus palabras o dejándote llevar por tu mente en fuga hacía otros tiempos y lugares respondiendo casi de manera automática:

—Te espero.

Al colgar, observas la foto junto a la mesa de entrada. Allí están Carolina, Edna, Carlos y tú. En aquella ocasión, habían ido al Nevado del Ruíz en Manizales. Ese día hacía un frío tenaz. La noche anterior había llovido mucho y todo estaba despejado reflejando la belleza propia de las altas montañas andinas siempre imponentes y misteriosas. Recuerdas que te sentías entumido por el frio, aunque habían tomado agua panela caliente con queso. Carolina se negaba a salir de El Refugio, el centro de visitantes. Te decía que allí estaría bien, que desde allí podía mirar y que era un sitio realmente hermoso, y que sí, que se sentía un poco ahogada, quizás por la altura, pero no iba a pasar nada, que salieras con tus amigos. La observas en silencio. Todo te dice que la felicidad de contar con ella pronto se esfumará. Y aunque Carolina te ha dicho que tal cosa como la felicidad solo es posible cuando nos hacemos conscientes de nosotros mismos y entonces según sus palabras, todo empieza a brillar y esa vida oscura y extraña que creemos percibir se ilumina de manera inusitada, y que eso es la verdadera felicidad. Pero creo que no has entendido sus palabras.

A veces creías ser amado y eso te bastaba, pero no podías tener plena seguridad de aquello. Sabías que no debías pedir pruebas de su amor porque no la encontrarías. Ya has creído que a su lado encontraste la verdad del amor, o más bien a través de ella se hizo posible. Y entonces no era necesario buscarla en predicciones o en oraciones a los dioses. Has procurado que aquella idea de amar en libertad se hiciera tangible. Jamás caíste en aquella postura de querer tenerla solo para ti como se tiene un carro o una casa dejándote llevar por infames y egoístas intereses. Si de verdad hay amor, ese amor solo es posible en libertad te decías una y otra vez. Pero hoy piensas que tal vez eso fue solo un deseo.  

Vas a la cocina y abres la nevera. Leche, yogurt de melocotón, huevos, queso, arepas, manzanas. El apartamento poco a poco vuelve a tener el carácter y los rasgos propios de un lugar habitado por un hombre soltero. Tomas una manzana, la lavas y te sientas en la sala a comerla mientras observas las cosas a tu alrededor. Piensas, siempre piensas, y por más esfuerzo que Carolina hacía nunca pudo sacarte de tus ilusiones para que vivieras en el presente, en el aquí y en el ahora que se despliega con todos sus vericuetos, pero no logras dejar de pensar, de tejer sueños o simplemente angustiarte por una realidad frente a la que quizás no puedas hacer nada. Todo esto te hace ser lo que eres, un pensador. En ese proceso quizás encuentras un poco de gozo y dolor. Siempre te ha gustado jugar con las palabras y alguna vez consideraste que son ellas las que nos hacen humanos. «Somos seres de palabras» es algo que por lo general dices a tus alumnos.

Observas una tenue capa de polvo que empieza a cubrir las cosas. Carolina y tú siempre consideraron que la vida era demasiado corta para quedarse limpiando una casa. Ya habían pasado muchos días desde que todo había empezado, pero solo cinco días para que todo se resolviera y ahora el tiempo reclamaba su lugar. Sino haces limpiar todo, las cosas se harán cada vez más difíciles y eso incluye tu mente. Fijas tu mirada en el cuadro abstracto que habían adquirido en un viaje a New York y que al regreso tuvieron tantas dificultades para ingresarlo al país porque la dichosa factura no aparecía por ningún lado. Había tocado desempacar prácticamente todo. Para completar, al llegar a casa, Carolina empezó a odiarlo y eso se volvió un punto de discordia entre ambos, quizás uno de los pocos que tuvieron. Reconoces que te gastaste más dinero que el que te hubiera gustado, entre tanto para ella aquello era una compra inocua. Ahora para ser sincero, no entiendes porque lo adquiriste. Y piensas que puede ser una de las primeras cosas que debes tirar.

La conociste un viernes santo en la noche, en la procesión del Santo Sepulcro. Era un típico día de aquellos con mucha gente en la calle, una buena oportunidad para encontrarse con amistades y familiares con los que uno no se ve a menudo, ponerse al día en cuanto chisme sea posible, tomar algún café, hacer las fotos de rigor para el registro en el Facebook o el Instagram, y finalmente mirar y dejarse ver. Aquel día estabas con Carlos Duarte, tu mejor amigo desde hace cerca de doce años cuando se graduaron con honores de la universidad. Tu amistad con él ha sido cada vez más profunda y se parece a una relación de hermanos, además de tener juntos un grupo de teatro que ha adquirido prestancia no solo en la ciudad, sino en el país. Llevan cerca de una hora hablando de futbol, incluida la desgracia del equipo local que solo genera frustraciones. Finalmente, la procesión empezó a acercarse y la gente a apretujarse a los lados de las aceras.

—Hola —dijo Carolina mientras se acercó a tu lado—. Disculpe, ¿puedo ocupar ese puesto delante de usted para ver la procesión? Usted está muy alto. No tendrías problemas si te haces atrás.  

—Claro. Dale, no hay problema —respondiste y le brindaste tu espacio ubicándote a una distancia prudencial de su espalda para que no se sintiera insegura.

Carlos comienza a lanzarte codazos y te hace gestos indicando que observaras el trasero de aquella mujer, redondo y bien formado. Por un momento te sientes nervioso. Solo se te ocurre decir: «Hola». Entonces Carlos te mira con una sonrisa sarcástica como queriendo decirte que eres un tonto. Entre tanto te quedas en silencio mientras ella mira de reojo esperando que hablarás, pero no dices nada más. Entonces te preguntas en tu interior: «¿Es acaso la manera más inteligente de iniciar una conversación? Parezco un adolescente» y solo te dices a ti mismo que eres un idiota. De pronto, como si se conocieran desde siempre y fueran viejos amigos que se encontraban de nuevo, empiezan a hablar de lo divino y lo humano. Y entonces una cosa llevó a otra, y poco a poco fueron descubriendo sus esperanzas para tener la certeza que podían compartir un proyecto en común.

Todavía te preguntas cómo fue que te enamoraste cuando habías sido esquivo a tal posibilidad. Te daba miedo, lo reconoces. Preferías dedicarte a estudiar cuanto curso aparecía en el camino. Carlos te decía que «estás más preparado que un kumis y que dejarás de estudiar» dándote a entender que debías vivir más y pensar menos. A veces en charlas con amigos decías que, si te encontrabas el amor, así como uno se encuentra un billete en la calle, lo recibirías con los brazos abiertos, porque era el destino que venía a tu encuentro. Pero eso era algo que solo pasaba por tu mente ya que pronto abandonabas la idea al empezar a considerar el tema de los hijos, la casa, los viajes en familia, la salud de todos y que podía ser una limitante a tus sueños y más, puesto que dejarías de ser un hombre libre y dueño de sí mismo, no para ser un padre, sino sobre todo ser solo un proveedor.

Pero con Carolina las cosas cambiaron. Ella evadía como tú esa idea de procrear para ser felices. Y ese fue un buen punto de encuentro porque te sentiste seguro. Ella quería un compañero, un amigo con derechos para decirlo de cierto modo, pero sobre todo alguien con quien solo vivir, así y de manera tajante. Quería un espacio donde pintar, pero al tiempo tener la certeza que no estaba sola en la vida. Y la vida juntos fue un reto en muchos sentidos. Cada atardecer al volver a casa, encontraban la oportunidad de compartir, descubrir la mutualidad, alegría y el gusto de encontrar alguien de carne y hueso a su lado. Incluso cuando ella te vinculó a la meditación, algo que hasta el momento solo manejabas como tema académico y lo consideraste algo maravilloso, aunque te ha generado dudas. Todo aquello se te hace más una programación neurolingüística que otra cosa. Y entonces te diste cuenta que ya no podías seguir con tu rutina de soltero después del trabajo en la universidad como maestro.

Poco a poco empezaste a asumir que la vida al lado de aquella mujer un poco mayor que tú, era quizás lo más cercano a la felicidad. Te diste cuenta que te obligó a ceder, a sacar y tirar muchas cosas, no solo de ti, sino de tu espacio personal para que ella tuviera su propio lugar físico, mental y espiritual. A veces se entusiasmaban con discusiones de política. Tú tan de izquierdas por tu formación académica en Ciencias Sociales y Carolina tan apolítica por su propia experiencia que guardaba con tanto celo y de la cual apenas sabías algunas cosas lo cual hacía que para ti siguiera siendo una mujer misteriosa. No solo se le hacía difícil decir «te amo» y eso te molestaba, aunque procurabas no poner atención a ese detalle, puesto que tú tampoco has sido afecto a tales palabras.

Pero, ahora después de cuatro años las cosas empezaron a cambiar. Un día Carolina se despertó con un dolor bajito y con el tiempo su semblante se fue transformando, adelgazó terriblemente, ya no comía y fue perdiendo esa vitalidad que tanto le caracterizaba. Y empiezas a temer, más que por la misma muerte de ella, que haya dejado de amarte porque ponía una distancia sutil entre los dos cada vez más amplia. Se volvió una mujer más reservada. Hablaba más por teléfono, casi en secreto y cuando te acercabas se despedía con un «te cuidas» o «estamos hablando», «tengo algo que hacer». Así mismo los viajes al hospital, cuando las cosas se empezaron a poner complicadas, siempre estaba rodeada de sus amigas que la acompañaban hasta su regreso a casa, una señal inequívoca que no te quería allí. Sin embargo, aquello te ofrecía cierta tranquilidad a disgusto, pues sabías que, ella no estaba completamente sola en ese trance. A tu lado, Edna te acompañaba en las noches, te visitaba, escuchaba tus quejas, te acompañaba, invitaba a escuchar música o ver una película. Entre tanto, te sentías cada vez más inútil intuyendo lo que ya sabías, tratando de hacer tu trabajo y de controlar aquello que no podías controlar.  

Carolina siempre te recordaba que no dejaras de levantarte cada mañana, poner tu mejor sonrisa, vestirte de la mejor manera y dejar que la vida nos sorprendiera, pero, sobre todo, que no dejarás de salir al mundo, con el deseo de hacer que ese día valiera la pena. «Vivir momento a momento» era su mantra. Y ella siempre fue coherente entre lo que pensaba, decía y hacía. No dejaba que pareciera enferma. Se arreglaba, se ponía bonita y estaba siempre dispuesta para recibir lo que se diera. Siguió pintando durante algún tiempo, sonreía, disfrutaba la música o de una buena conversación a tu lado. Decía que a pesar de la soledad infinita en la que creemos vivir, la vida está llena de momentos en los que podemos compartir lo que somos, una parte de un todo.

Siempre dicen que no hay muerto malo, y es común escuchar en las funerarias a conocidos y desconocidos, a familiares y amigos exaltar las virtudes del difunto. Qué era una persona tierna, agradecida y otras tantas cosas por el estilo. En el velorio, una de las amigas de Carolina te presentó un hombre que estaba sentado en un sofá y no hablaba con nadie. Se veía bastante afectado y por momentos te miraba de reojo. Era Enrique te dijeron y que Carolina lo había conocido en Medellín. Después de las presentaciones de rigor, lo invitas a sentarte a tu lado.

Observas que, para ser un hombre entrado en años, quizás cercano a los sesenta, seguía irradiando una vitalidad inusitada. Tenía una energía extra, una especie de halo luminoso que lo envolvía, aunque no sabes cómo es que puedes ver aquello. Era un hombre de vestir casual, pero acorde a su edad, y un agradable aroma de su loción, muy suave, nada extravagante, con un ligero olor a romero y madera. Piensas que, a tus treinta y cuatro años, debió ser un tipo atractivo, pero, ¿Quién era?, te preguntas. Incluso te das cuenta que los conocidos de Carolina miraban con cierta suspicacia, quizás esperando que algo pasará. Y sin esperarlo, los silencios fueron dando lugar a las palabras y estas transmitieron la historia oculta de aquella mujer que has amado en libertad, que fue tu pareja, que fue tu amor, pero nunca tuviste una declaración de amor de su parte. Y ese es tu verdadero dolor, un problema del ego. Enrique decía que era un escritor y que empezó a pintar con Carolina durante sus años de estudio de artes en Medellín.

―Creo que Dios nos bendijo a los dos al darnos una mujer maravillosa ―te dice―. El mejor ser que haya habido sobre la tierra. Yo la conocí cuando tenía veintidós años, hace más de quince. Nunca pensé que ella pudiera amarme, pero creo que fuimos felices, o al menos yo. Nos encantaba cocinar, tomar un buen vino y charlar hasta altas horas de la noche. A veces lo hacíamos en compañía de otras personas. Nunca fue de fiestas, y eso tú lo sabes, tampoco de muchas amigas o amigos. Cuando terminamos se marchó. Siempre he tratado de pensar que no quería huir, sino buscar nuevos horizontes porque seguimos en contacto. Tal vez yo terminé siendo algo así como su padre. Todas esas conversaciones de arte, política, filosofía, literatura despertaban en ella gran interés, así como el hecho que respetaras, aunque poco entendieras, sus tendencias espirituales. Me hablaba mucho de ti y admiraba tu inteligencia, pero que te faltaba confianza en ti mismo afirmaba continuamente.

Henry ―te dice―, una de las razones por las cuales estoy aquí es por usted. Ella tenía un dinero destinado para ti. Cuando firmó su última voluntad así lo dispuso. Por tu cara, creo que nunca supiste de esto. Antes de que su padre muriera fue reclamante de tierras en Antioquía. El abuelo tenía unas fincas por el río magdalena y los grupos armados los obligaron a salir de allí. Por eso al morir el padre, y ella al no saber nada de esas cosas y tampoco interesarle, las vendió y el dinero lo colocó en los bancos desentendiéndose casi por completo de este. Para ella, lo fundamental era el conocimiento de quien era. Es por eso que, al abrirte a ella en cuerpo y alma, supo que la habías amado, que siempre estuviste para ella y que le diste el espacio que ella necesitaba. Ella te amo Henry, debes estar seguro de ello. Y como sabía que tu deseo siempre ha sido ir por el mundo allende los mares, y no lo habías hecho por tu trabajo, compromisos y limitados ingresos decidió que ese dinero era tuyo si moría. Pero debes estar tranquilo pues ella no tiene familia, de ahí que no hay problema con ello. Podrás hacer aquello que siempre has querido.  

―Sus padres sufrieron por las dolencias que vivió desde pequeña. La mamá casi se vuelve loca cuando supo que quería estudiar Artes Plásticas en Medellín. Se va a morir allá, afirmaba, puesto que sabían que desde su nacimiento tenía la marca de la muerte. Una extraña enfermedad huérfana que terminó volviéndose leucemia. Los padres le negaron su apoyo como un intento de no dejar ir a su preciada hija, pero ella logró encontrar quien la ayudara y terminó fugándose de Cáceres, Antioquía, su pueblo natal ―se detiene un momento, ya se escuchaba ahogado, espira profundamente y continúa―, ahí fue cuando entro a mi vida. A mi lado pudo estabilizarse y vivir de manera relativamente normal. Se volvió una buscadora espiritual, hizo las paces con sus padres ya muertos y eso le permitió vivir con una consciencia clara de su muerte, pero siempre inmersa en su presente, nada más. Siempre supe que era un espíritu libre y que cuando menos lo esperará, se iría. Vivía momento a momento. Creo que lo sabes.

Hoy, recordando sus palabras, te das cuenta que tu vida con Carolina fue el compartir de dos seres que aprendieron el verdadero significado de la libertad. Y aunque te incomoda, no tanto haberte dado cuenta que compartías el amor de ella con aquel hombre, sino sus secretos, su enfermedad y dolor permanente. Pero recuerdas que esa sensación es otra manifestación del ego que siempre se resiste y busca la autocomplacencia y entonces sabes que tendrás que seguir trabajado en ti mismo. Ella se lleva un poco de ti, eso lo tienes claro, pero ahora sabes que te amaba y además te deja los medios para cumplir tus sueños. De pronto tu soledad tiene una nueva perspectiva, y ahora entiendes lo que te decía del fluir incesante de la vida, que ella se encargue y solo podemos es entregarnos. Has aprendido que vale la pena seguir viviendo porque puedes hacer de tu vida un acto de amor cotidiano. Y saber y tener la experiencia de todo esto te da paz.

De pronto, escuchas la llave de la puerta. Es Edna, te saluda y dice que trajo el almuerzo. Y mientras la observas disponer de todo comprendes que el amor, no es tanto algo mental, es ante todo una experiencia y una bendición.

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