Diego Velásquez González
Llegas al amanecer
a tu hogar en compañía de Edna, una de esas amigas con la que se tiene la
certeza que siempre estará en las buenas y en las malas. Ya has tenido señas
que es alguien de confiar, pero la verdadera medida de su lealtad solo se hizo
evidente al intuir los nubarrones que se acercaban consiguió un lugar dos pisos
más abajo del bloque de apartamentos donde habitas para poder estar cerca de ti
y tu compañera. Apenas has podido descansar. Te sientes agotado de vivir. Has
llorado todo lo que podías y una sensación de soledad nubla todo a tu alrededor,
quieres estar solo, acostarte y cerrar los ojos sin esperar o pensar. Son
demasiadas cosas para procesar, para comprender. Tal vez pasado un tiempo, al
abrirlos de nuevo sepas que todo fue solo un sueño.
Después
de estar contigo, escucharte y prepararte un té de hierbas que te debe ayudar a
dormir, Edna se ha ido. Como madre soltera tiene un hijo menor por cuyo
bienestar velar. Te quitas las medias, el pantalón, la camisa. Te acuestas y
por un momento piensas en lo paradójico de todo. Duermes, pero es un sueño
disperso. Constantemente despiertas, vas al baño, tomas agua, das una vuelta
por la sala y vuelves al cuarto. Pones música suave para dormir y programas el equipo
de música para que se apague en treinta minutos. Te quedas quieto en tu cama
escuchando la música y al fijar tu atención en el entrecejo como te habían
enseñado a meditar, todo se apaga y sientes que eres arrebatado de esta realidad
tan apabullante en la cual tienes muchas cosas que procesar y poner en su justo
lugar.
De
pronto despiertas. No sabes cuánto has dormido. Te levantas y al abrir la puerta
del cuarto, un chorro de aire fresco golpea tu cara. Las ventanas de la sala estaban
abiertas y al asomarte al balcón, un sol inclemente cubre la ciudad. El cielo
despejado de nubes deja ver un azul intenso y profundo. En el fondo los cerros
con los diversos contrastes desde el verde hasta el color tierra ofrecen la perspectiva
de un día de esos que tanto te han gustado para salir y dejar que el sol nutra
tu piel y te abrace en un calor reconfortante. Entre tanto, en la calle, a doce
pisos de distancia, los vehículos y las personas como hormigas se mueven de un
lado hacia el otro con rapidez ausentes a tu desgracia.
De
pronto sientes que has perdido el sentido del esfuerzo porque aquellas cosas
que todos los días te llenaban y te daban la sensación de bienestar y sentido
parecen perder todo propósito. Deberías estar más tranquilo, las cosas han sido
como deben ser, pero te resistes a esto. Te preguntas acerca de la manera que
deberías empezar a abordar las cosas. Recuerdas que tu madre afirmaba que «cada
día trae su afán» Pero, ahora, ¿cuál podría ser el afán, si todo aquello por lo
que habías apostado parecía ser nada y al final empiezas a entender que todo se
funde en la nada? Observas el reloj en la pared de la cocina. Son las 3:33 p.m.
Es tarde, has dormido más de doce horas.
Suena
el teléfono que te saca de tus recurrentes pensamientos que parecen caballos
desbocados y bailan de manera incesante en tu mente.
—Henry.
—¿Edna?
—Sí, soy yo —te
dice y agrega―, ¿pudiste dormir?
—Sí. Al principio
fue difícil, no dejaba de pensar, pero finalmente lo pude hacer.
Te dice que estuvo
allí hacía las diez de la mañana y abrió las ventanas ya que el aire del
departamento se sentía pesado por el encierro de tantos días. Si
deseas, te dice, puedo ir más tarde.
—Creo que estaré
bien ―respondes en un intento de seguir en soledad. Tal vez no desees hablar
con nadie.
—No importa, más tarde
iré, recuerda que tengo llave.
Guardas
silencio, aunque no sabes si pensando en sus palabras o dejándote llevar por tu
mente en fuga hacía otros tiempos y lugares respondiendo casi de manera
automática:
—Te espero.
Al
colgar, observas la foto junto a la mesa de entrada. Allí están Carolina, Edna,
Carlos y tú. En aquella ocasión, habían ido al Nevado del Ruíz en Manizales. Ese
día hacía un frío tenaz. La noche anterior había llovido mucho y todo estaba
despejado reflejando la belleza propia de las altas montañas andinas siempre
imponentes y misteriosas. Recuerdas que te sentías entumido por el frio, aunque
habían tomado agua panela caliente con queso. Carolina se negaba a salir de El
Refugio, el centro de visitantes. Te decía que allí estaría bien, que desde
allí podía mirar y que era un sitio realmente hermoso, y que sí, que se sentía
un poco ahogada, quizás por la altura, pero no iba a pasar nada, que salieras
con tus amigos. La observas en silencio. Todo te dice que la felicidad de contar
con ella pronto se esfumará. Y aunque Carolina te ha dicho que tal cosa como la
felicidad solo es posible cuando nos hacemos conscientes de nosotros mismos y entonces
según sus palabras, todo empieza a brillar y esa vida oscura y extraña que creemos
percibir se ilumina de manera inusitada, y que eso es la verdadera felicidad.
Pero creo que no has entendido sus palabras.
A veces
creías ser amado y eso te bastaba, pero no podías tener plena seguridad de
aquello. Sabías que no debías pedir pruebas de su amor porque no la
encontrarías. Ya has creído que a su lado encontraste la verdad del amor, o más
bien a través de ella se hizo posible. Y entonces no era necesario buscarla en
predicciones o en oraciones a los dioses. Has procurado que aquella idea de
amar en libertad se hiciera tangible. Jamás caíste en aquella postura de querer
tenerla solo para ti como se tiene un carro o una casa dejándote llevar por infames
y egoístas intereses. Si de verdad hay amor, ese amor solo es posible en
libertad te decías una y otra vez. Pero hoy piensas que tal vez eso fue solo un
deseo.
Vas a
la cocina y abres la nevera. Leche, yogurt de melocotón, huevos, queso, arepas,
manzanas. El apartamento poco a poco vuelve a tener el carácter y los rasgos propios
de un lugar habitado por un hombre soltero. Tomas una manzana, la lavas y te sientas
en la sala a comerla mientras observas las cosas a tu alrededor.
Piensas, siempre piensas, y por más esfuerzo
que Carolina hacía nunca pudo sacarte de tus ilusiones para que vivieras en el
presente, en el aquí y en el ahora que se despliega con todos sus vericuetos, pero no
logras dejar de pensar, de tejer sueños o simplemente angustiarte por una
realidad frente a la que quizás no puedas hacer nada. Todo esto te hace ser lo
que eres, un pensador. En ese proceso quizás encuentras un poco de gozo y dolor.
Siempre te ha gustado jugar con las palabras y alguna vez consideraste que son
ellas las que nos hacen humanos. «Somos seres de palabras» es algo que por lo
general dices a tus alumnos.
Observas
una tenue capa de polvo que empieza a cubrir las cosas. Carolina y tú siempre consideraron
que la vida era demasiado corta para quedarse limpiando una casa. Ya habían
pasado muchos días desde que todo había empezado, pero solo cinco días para que
todo se resolviera y ahora el tiempo reclamaba su lugar. Sino haces limpiar
todo, las cosas se harán cada vez más difíciles y eso incluye tu mente. Fijas
tu mirada en el cuadro abstracto que habían adquirido en un viaje a New York y
que al regreso tuvieron tantas dificultades para ingresarlo al país porque la
dichosa factura no aparecía por ningún lado. Había tocado desempacar
prácticamente todo. Para completar, al llegar a casa, Carolina empezó a odiarlo
y eso se volvió un punto de discordia entre ambos, quizás uno de los pocos que
tuvieron. Reconoces que te gastaste más dinero que el que te hubiera gustado,
entre tanto para ella aquello era una compra inocua. Ahora para ser sincero, no
entiendes porque lo adquiriste. Y piensas que puede ser una de las primeras
cosas que debes tirar.
La
conociste un viernes santo en la noche, en la procesión del Santo Sepulcro. Era
un típico día de aquellos con mucha gente en la calle, una buena oportunidad para
encontrarse con amistades y familiares con los que uno no se ve a menudo,
ponerse al día en cuanto chisme sea posible, tomar algún café, hacer las fotos
de rigor para el registro en el Facebook o el Instagram, y finalmente mirar y
dejarse ver. Aquel día estabas con Carlos Duarte, tu mejor amigo desde hace
cerca de doce años cuando se graduaron con honores de la universidad. Tu
amistad con él ha sido cada vez más profunda y se parece a una relación de
hermanos, además de tener juntos un grupo de teatro que ha adquirido prestancia
no solo en la ciudad, sino en el país. Llevan cerca de una hora hablando de
futbol, incluida la desgracia del equipo local que solo genera frustraciones. Finalmente,
la procesión empezó a acercarse y la gente a apretujarse a los lados de las
aceras.
—Hola —dijo Carolina mientras se acercó a tu lado—. Disculpe, ¿puedo ocupar ese puesto delante de usted para ver la procesión? Usted está muy alto. No tendrías problemas si te haces atrás.
—Claro. Dale, no
hay problema —respondiste y le brindaste tu espacio ubicándote a una distancia
prudencial de su espalda para que no se sintiera insegura.
Carlos
comienza a lanzarte codazos y te hace gestos indicando que observaras el
trasero de aquella mujer, redondo y bien formado. Por un momento te sientes nervioso.
Solo se te ocurre decir: «Hola». Entonces Carlos te mira con una sonrisa
sarcástica como queriendo decirte que eres un tonto. Entre tanto te quedas en
silencio mientras ella mira de reojo esperando que hablarás, pero no dices nada
más. Entonces te preguntas en tu interior: «¿Es acaso la manera más inteligente
de iniciar una conversación? Parezco un adolescente» y solo te dices a ti mismo
que eres un idiota. De pronto, como si se conocieran desde siempre y fueran
viejos amigos que se encontraban de nuevo, empiezan a hablar de lo divino y lo
humano. Y entonces una cosa llevó a otra, y poco a poco fueron descubriendo sus
esperanzas para tener la certeza que podían compartir un proyecto en común.
Todavía
te preguntas cómo fue que te enamoraste cuando habías sido esquivo a tal
posibilidad. Te daba miedo, lo reconoces. Preferías dedicarte a estudiar cuanto
curso aparecía en el camino. Carlos te decía que «estás más preparado que un
kumis y que dejarás de estudiar» dándote a entender que debías vivir más y
pensar menos. A veces en charlas con amigos decías que, si te encontrabas el amor,
así como uno se encuentra un billete en la calle, lo recibirías con los brazos
abiertos, porque era el destino que venía a tu encuentro. Pero eso era algo que
solo pasaba por tu mente ya que pronto abandonabas la idea al empezar a
considerar el tema de los hijos, la casa, los viajes en familia, la salud de
todos y que podía ser una limitante a tus sueños y más, puesto que dejarías de ser
un hombre libre y dueño de sí mismo, no para ser un padre, sino sobre todo ser
solo un proveedor.
Pero
con Carolina las cosas cambiaron. Ella evadía como tú esa idea de procrear para
ser felices. Y ese fue un buen punto de encuentro porque te sentiste seguro. Ella
quería un compañero, un amigo con derechos para decirlo de cierto modo, pero
sobre todo alguien con quien solo vivir, así y de manera tajante. Quería un
espacio donde pintar, pero al tiempo tener la certeza que no estaba sola en la
vida. Y la vida juntos fue un reto en muchos sentidos. Cada atardecer al volver
a casa, encontraban la oportunidad de compartir, descubrir la mutualidad,
alegría y el gusto de encontrar alguien de carne y hueso a su lado. Incluso
cuando ella te vinculó a la meditación, algo que hasta el momento solo
manejabas como tema académico y lo consideraste algo maravilloso, aunque te ha
generado dudas. Todo aquello se te hace más una programación neurolingüística
que otra cosa. Y entonces te diste cuenta que ya no podías seguir con tu rutina
de soltero después del trabajo en la universidad como maestro.
Poco a
poco empezaste a asumir que la vida al lado de aquella mujer un poco mayor que
tú, era quizás lo más cercano a la felicidad. Te diste cuenta que te obligó a
ceder, a sacar y tirar muchas cosas, no solo de ti, sino de tu espacio personal
para que ella tuviera su propio lugar físico, mental y espiritual. A veces se
entusiasmaban con discusiones de política. Tú tan de izquierdas por tu formación
académica en Ciencias Sociales y Carolina tan apolítica por su propia
experiencia que guardaba con tanto celo y de la cual apenas sabías algunas
cosas lo cual hacía que para ti siguiera siendo una mujer misteriosa. No solo
se le hacía difícil decir «te amo» y eso te molestaba, aunque procurabas no
poner atención a ese detalle, puesto que tú tampoco has sido afecto a tales
palabras.
Pero,
ahora después de cuatro años las cosas empezaron a cambiar. Un día Carolina se
despertó con un dolor bajito y con el tiempo su semblante se fue transformando,
adelgazó terriblemente, ya no comía y fue perdiendo esa vitalidad que tanto le
caracterizaba. Y empiezas a temer, más que por la misma muerte de ella, que
haya dejado de amarte porque ponía una distancia sutil entre los dos cada vez
más amplia. Se volvió una mujer más reservada. Hablaba más por teléfono, casi
en secreto y cuando te acercabas se despedía con un «te cuidas» o «estamos
hablando», «tengo algo que hacer». Así mismo los viajes al hospital, cuando las
cosas se empezaron a poner complicadas, siempre estaba rodeada de sus amigas
que la acompañaban hasta su regreso a casa, una señal inequívoca que no te
quería allí. Sin embargo, aquello te ofrecía cierta tranquilidad a disgusto,
pues sabías que, ella no estaba completamente sola en ese trance. A tu lado,
Edna te acompañaba en las noches, te visitaba, escuchaba tus quejas, te
acompañaba, invitaba a escuchar música o ver una película. Entre tanto, te
sentías cada vez más inútil intuyendo lo que ya sabías, tratando de hacer tu
trabajo y de controlar aquello que no podías controlar.
Carolina
siempre te recordaba que no dejaras de levantarte cada mañana, poner tu mejor
sonrisa, vestirte de la mejor manera y dejar que la vida nos sorprendiera, pero,
sobre todo, que no dejarás de salir al mundo, con el deseo de hacer que ese día
valiera la pena. «Vivir momento a momento» era su mantra. Y ella siempre fue
coherente entre lo que pensaba, decía y hacía. No dejaba que pareciera enferma.
Se arreglaba, se ponía bonita y estaba siempre dispuesta para recibir lo que se
diera. Siguió pintando durante algún tiempo, sonreía, disfrutaba la música o de
una buena conversación a tu lado. Decía que a pesar de la soledad infinita en
la que creemos vivir, la vida está llena de momentos en los que podemos compartir
lo que somos, una parte de un todo.
Siempre
dicen que no hay muerto malo, y es común escuchar en las funerarias a conocidos
y desconocidos, a familiares y amigos exaltar las virtudes del difunto. Qué era
una persona tierna, agradecida y otras tantas cosas por el estilo. En el
velorio, una de las amigas de Carolina te presentó un hombre que estaba sentado
en un sofá y no hablaba con nadie. Se veía bastante afectado y por momentos te
miraba de reojo. Era Enrique te dijeron y que Carolina lo había conocido en
Medellín. Después de las presentaciones de rigor, lo invitas a sentarte a tu
lado.
Observas
que, para ser un hombre entrado en años, quizás cercano a los sesenta, seguía irradiando
una vitalidad inusitada. Tenía una energía extra, una especie de halo luminoso
que lo envolvía, aunque no sabes cómo es que puedes ver aquello. Era un hombre
de vestir casual, pero acorde a su edad, y un agradable aroma de su loción, muy
suave, nada extravagante, con un ligero olor a romero y madera. Piensas que, a
tus treinta y cuatro años, debió ser un tipo atractivo, pero, ¿Quién era?, te
preguntas. Incluso te das cuenta que los conocidos de Carolina miraban con
cierta suspicacia, quizás esperando que algo pasará. Y sin esperarlo, los
silencios fueron dando lugar a las palabras y estas transmitieron la historia oculta
de aquella mujer que has amado en libertad, que fue tu pareja, que fue tu amor,
pero nunca tuviste una declaración de amor de su parte. Y ese es tu verdadero
dolor, un problema del ego. Enrique decía que era un escritor y que empezó a
pintar con Carolina durante sus años de estudio de artes en Medellín.
―Creo que Dios nos
bendijo a los dos al darnos una mujer maravillosa ―te dice―. El mejor ser que
haya habido sobre la tierra. Yo la conocí cuando tenía veintidós años, hace más
de quince. Nunca pensé que ella pudiera amarme, pero creo que fuimos felices, o
al menos yo. Nos encantaba cocinar, tomar un buen vino y charlar hasta altas
horas de la noche. A veces lo hacíamos en compañía de otras personas. Nunca fue
de fiestas, y eso tú lo sabes, tampoco de muchas amigas o amigos. Cuando terminamos
se marchó. Siempre he tratado de pensar que no quería huir, sino buscar nuevos
horizontes porque seguimos en contacto. Tal vez yo terminé siendo algo así como
su padre. Todas esas conversaciones de arte, política, filosofía, literatura despertaban
en ella gran interés, así como el hecho que respetaras, aunque poco
entendieras, sus tendencias espirituales. Me hablaba mucho de ti y admiraba tu
inteligencia, pero que te faltaba confianza en ti mismo afirmaba continuamente.
Henry
―te dice―, una de las razones por las cuales estoy aquí es por usted. Ella tenía
un dinero destinado para ti. Cuando firmó su última voluntad así lo dispuso.
Por tu cara, creo que nunca supiste de esto. Antes de que su padre muriera fue
reclamante de tierras en Antioquía. El abuelo tenía unas fincas por el río
magdalena y los grupos armados los obligaron a salir de allí. Por eso al morir
el padre, y ella al no saber nada de esas cosas y tampoco interesarle, las vendió
y el dinero lo colocó en los bancos desentendiéndose casi por completo de este.
Para ella, lo fundamental era el conocimiento de quien era. Es por eso que, al
abrirte a ella en cuerpo y alma, supo que la habías amado, que siempre
estuviste para ella y que le diste el espacio que ella necesitaba. Ella te amo
Henry, debes estar seguro de ello. Y como sabía que tu deseo siempre ha sido ir
por el mundo allende los mares, y no lo habías hecho por tu trabajo,
compromisos y limitados ingresos decidió que ese dinero era tuyo si moría. Pero
debes estar tranquilo pues ella no tiene familia, de ahí que no hay problema
con ello. Podrás hacer aquello que siempre has querido.
―Sus padres
sufrieron por las dolencias que vivió desde pequeña. La mamá casi se vuelve
loca cuando supo que quería estudiar Artes Plásticas en Medellín. Se va a morir
allá, afirmaba, puesto que sabían que desde su nacimiento tenía la marca de la
muerte. Una extraña enfermedad huérfana que terminó volviéndose leucemia. Los
padres le negaron su apoyo como un intento de no dejar ir a su preciada hija,
pero ella logró encontrar quien la ayudara y terminó fugándose de Cáceres,
Antioquía, su pueblo natal ―se detiene un momento, ya se escuchaba ahogado, espira
profundamente y continúa―, ahí fue cuando entro a mi vida. A mi lado pudo
estabilizarse y vivir de manera relativamente normal. Se volvió una buscadora
espiritual, hizo las paces con sus padres ya muertos y eso le permitió vivir
con una consciencia clara de su muerte, pero siempre inmersa en su presente,
nada más. Siempre supe que era un espíritu libre y que cuando menos lo esperará,
se iría. Vivía momento a momento. Creo que lo sabes.
Hoy,
recordando sus palabras, te das cuenta que tu vida con Carolina fue el
compartir de dos seres que aprendieron el verdadero significado de la libertad.
Y aunque te incomoda, no tanto haberte dado cuenta que compartías el amor de ella
con aquel hombre, sino sus secretos, su enfermedad y dolor permanente. Pero
recuerdas que esa sensación es otra manifestación del ego que siempre se resiste
y busca la autocomplacencia y entonces sabes que tendrás que seguir trabajado
en ti mismo. Ella se lleva un poco de ti, eso lo tienes claro, pero ahora sabes
que te amaba y además te deja los medios para cumplir tus sueños. De pronto tu
soledad tiene una nueva perspectiva, y ahora entiendes lo que te decía del
fluir incesante de la vida, que ella se encargue y solo podemos es entregarnos.
Has aprendido que vale la pena seguir viviendo porque puedes hacer de tu vida
un acto de amor cotidiano. Y saber y tener la experiencia de todo esto te da
paz.
De
pronto, escuchas la llave de la puerta. Es Edna, te saluda y dice que trajo el
almuerzo. Y mientras la observas disponer de todo comprendes que el amor, no es
tanto algo mental, es ante todo una experiencia y una bendición.
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