lunes, 7 de diciembre de 2020

Dualidad

Ricardo Sebastián Jurado Faggioni


15 de enero de 1980


El cielo estaba despejado, me encontraba en las profundidades de un bosque cavando en la tierra para ocultar mi primer cadáver. Mientras huía de la soledad y tapar mi consciencia, cantaba una canción.

—¡Mete la pala y saca la tierra, mete la pala y saca la tierra!

Esta era una manera de transportarme hacia otro mundo, había envuelto el cuerpo en una funda, para que nadie sospechara.  Sin embargo, tomar el cadáver se me hizo pesado. Tuve que arrastrarla hasta el hoyo que había cavado.

Las personas a las primeras horas de la mañana se encuentran desayunando, algunas se preparan para irse al trabajo y otras dejan a los menores de la familia a la escuela. En cambio, yo estaba rompiendo la rutina de lo que es un día normal tapando mi primer crimen.

Al finalizar me sentí exhausto, la tierra se había pegado en mi ropa. Fui a mi camioneta y me puse ropa limpia, después me marché. Me detuve en un bar restaurante para comer algo. Se sentía el aroma a café, las conversaciones entre las personas también las podía oír. Me senté en el centro, luego una joven camarera se me acercó. Depositó la carta del menú en la mesa, se dio media vuelta y fue hacia la cocina.

Pasaron cinco minutos y decidí que quería desayunar. Llamé a la mesera y vino con la mejor actitud para atenderme. 

—¿Qué desea consumir señor?

—Podrías traerme revoltillos y café por favor.

Lo anotó en su librito y volvió a desaparecer, no puedo quejarme de la atención al cliente. El cocinero principal prendió la televisión. Una reportera comentó que una joven había desaparecido, los familiares sufrían por su hija, en el programa pudo identificar a la víctima, mostraron una imagen de ella, rubia, ojos azules, con una sonrisa perfecta. 

Lo que no saben es que yo la secuestré, esa muchacha tenía engañados a sus padres.

La conocí una noche al ir a una discoteca, la vi bailando con sus amigas. En un momento se quedó sola, le pedí al barman dos cervezas. Caminé hacia ella y la saludé. 

—¿Cómo te llamas?

—Susana.

—Un nombre encantador.

Tras darle la cerveza la llevé a bailar. Nos divertimos y le pedí que fuéramos a mi camioneta, me siguió como si nos conociéramos de mucho tiempo. 

—¿Hola, Marcos que deseas?

—Te quería pedir perdón por haber discutido contigo, si apeteces, ¿mañana nos podemos volver a ver?

—Dame espacio, nos es sencillo perdonar lo que me hiciste.

Al finalizar le colgó, y continuamos lo que estábamos haciendo, pero otra vez el aparato electrónico sonó. Empecé a perder la paciencia por culpa de ese muchacho, debía olvidarla y continuar su vida. Le palabreó hasta que consiguió su objetivo. Luego ella guardó su celular en su pantalón.

—Lo que estamos haciendo no es correcto fue un error.

—No, lo estabas disfrutando.

—Sí, pero llamó él y me acordé lo que teníamos, lo siento.

Trató de abrir la puerta, pero la jalé hacia mí, la estrellé contra el volante y de su frente empezó a salir sangre, no iba a permitir que me rompa el corazón. Luego con mis dos manos la ahorqué hasta dejarla sin aire y después me dirigí al bosque para ocultarla. En mi adolescencia, leí el túnel de Ernesto Sábato en ese preciso instante comprendí lo que sentía Juan Pablo Castel hacia María Iribarne. De alguna manera el personaje se había apoderado de mí.

Después de realizar ese acto volví a ser yo, y no me acordaba de lo que sucedió hasta que se prendió el maldito televisor de aquel restaurante. Para ocultar las voces del asesino del túnel, me hice amigo de las bebidas alcohólicas. No conocí a nadie dos años después de haber cometido aquel acto.


22 de agosto de 1982


Esa tarde las nubes estaban de color gris, tenía una fuerte resaca, me bañé y vestí. Cogí mi camioneta y fui directo a la ciudad, por el retrovisor vi dentro del carro a Juan Pablo, frené, me volví para observar y no había nadie.

Seguí andando hasta que decidí estacionarme en un lugar de comida rápida. Parece que de la primera víctima se habían olvidado, así es el ser humano una película que simplemente rueda.

La mesera que me atendió me llamó la atención su cabello de color rojo y sus ojos verdes. Tenía un cuerpo esbelto y atractivo. Me entregó el menú del día. Tocino con huevo frito estaba escrito. Simplemente asentí con la cabeza. El lugar estaba sucio, pero no me importaba. Al terminar de comer le entregué mi número y le di buena propina.

Al llegar a mi apartamento, sonó mi teléfono que estaba en la sala principal.

—¿Hola quién habla?

—Soy la chica del bar, que te atendió esta mañana.

—Me acuerdo de ti, cómo estás.

—Me encuentro bien, no tengo turno esta noche, me preguntaba si deseas salir conmigo esta tarde.

—A las seis está bien, te parece.

—Por supuesto, nos vemos en el centro comercial por el patio de comida.

—A las seis estaré.

El sol se ocultaba poco a poco para darle paso a la noche, fui al lugar del restaurante que ella me indicó, se había maquillado, se puso una blusa celeste con una falda blanca. Estaba hermosa, la invité a comer lo que ella quería.

Sentados en la mesa iniciamos una conversación, sobre la vida, enfermedades, el futuro de cada uno. Más que su belleza me atrajo su intelectualidad. Aunque en medio de la multitud del patio de comidas pude notar a Juan Pablo, pero esta vez tenía una mirada más maligna. Hice mi asiento hacia atrás porque me sorprendió.

—¿Dije algo que te molestara?

—No, solo vi algo que me asustó.

Ella volteó hacia atrás su cabeza para observar, pero no había nadie. Seguimos conversando a pesar del mal rato. Trataba de hacerla reír y que se olvide mi extraño comportamiento. La invité a mi hogar a pasar la noche. Al llegar le gustó lo cómodo que era mi sitio.

Desde mi ventana se podía apreciar la ciudad y sentir el aire fresco. Se sentó en mi cama y yo la acompañé, por un rato se quedó dormida y otra vez apareció él, pero apuntando un cuchillo de cocina. Entendí lo que quería, lo tomé y el filo frío cortó la piel de mi acompañante. 

Nadie la iba a extrañar, tenía metas, pero no eran nada trascendente, vivía una vida aburrida. Quería establecer una relación con ella, sin embargo, sentía que tarde o temprano me iba a traicionar, antes que pasara le arrebaté su alma. Deposité su cadáver en un tacho de basura que estaba atrás de mi apartamento, luego me fui.

Lo difícil no es asesinar, realmente cuesta más limpiar el desastre que dejar a la víctima oculta; es un fastidio. La próxima vez seleccionaré otra ubicación.  Mi ser volvió a la normalidad, casi nunca digo mi nombre puesto que no es interesante, la gente se olvida de ti, pero no de lo que haces. Es en lo segundo que yo me enfoco. Veo necesario recordármelo porque Juan Pablo se a apoderará de mí y no seré más yo.

Mi nombre es Rafael Hurtado y tengo treinta y cinco años. Trabajé toda mi vida como carpintero, profesión parecida al personaje del Túnel. Aunque sentí una fascinación por la literatura porque mi padre me había enseñado a que me guste la lectura desde temprana edad, pero por mi falta de recursos económicos los libros se me hacían imposible adquirirlos. Leí algunos que daban gratis en las ferias y en esa búsqueda me topé con el escritor Ernesto Sábato. A partir de ahí sus personajes me están atormentado.

El alcohol no he podido dejarlo, al contrario, ha hecho que las voces suenen más fuertes en mi cabeza. Han pasado cinco años desde que oculté el cuerpo de la segunda chica. Tomé un descanso para encontrar paz en mi interior, pero se me ha hecho imposible liberarme de las almas que llevo.


10 de junio de 1987


Estaba caminando en un parque frente al lago, podía sentir la brisa que recorría mi ser, tuve que poner mis manos en mi chompa para calmar el frío. Me dirigí a una carreta que daba desayunos, pedí café caliente. Le entregué unas monedas y me fui. Seguí andando sin rumbo, alcé mi mirada y estaba él parado junto a mí. Lo ignoré, seguí caminando, pero sabía que me estaba siguiendo, obligué a mis pasos a ir más rápido y perderlo de vista. Volteé hacia atrás, ya no estaba, di los últimos sorbos de mi café, lo tiré en un tacho de basura.

Fui a un centro comercial a comprar ropa. Me puse en la fila para pagar. Nunca imaginé que la cajera que me atendería se convertiría en mi esposa.

—Siga por favor.

Era mi turno y le entregué la ropa con una sonrisa. Ella también me devolvió la suya. No me resistí más y le pregunté su nombre. Al instante me lo dijo, Alejandra. Sus labios rojos y sus ojos color café me hipnotizaron. Le entregué mi número de teléfono para que pudiéramos comunicarnos más luego y lo tomó rápidamente. 

Me fui contento del lugar, imaginándome como sería nuestro primer encuentro, dónde la llevaría y qué haríamos después. Sobre todo que no aparezca Juan Castel. Era una posibilidad que podía suceder, realmente a ella no quería que le sucediera nada, porque con las otras chicas no había sentía algo especial y esto no me lo perdonaría. A las siete de la noche me llamó, escuchar su voz me puso contento.

—Vamos al restaurante chino del centro.

—¡Sí!

—Encontrémonos a las nueve.

El restaurante tenía las paredes rojas, mesas y sillas de madera. En la entrada principal se podía observar un Buda, tenía cuadros exóticos. Ambos nos sentamos al fondo para estar más alejados del ruido de la cocina.

La ayude a tomar asiento. Me lo agradeció, luego vino el mesero y pedimos lo que él nos sugirió. 

—¿Cuál es tu mayor miedo?

—A lo largo de mi vida he tenido algunos, quedarme sin trabajo, perder a mis a padres, terminar en la calle, creo que esos son los principales.

Había omitido la parte que se me aparece un asesino ficticio y me obliga a tomar almas. En cambio, su respuesta fue armónica menos dramática que la mía.

 —Tengo miedo de la soledad y no casarme.

Le cambié de conversación para que no se sintiera triste.

—¿Tu mayor sueño cuál es?

—Algún día ser madre.

Me imaginé tener una familia con ella y ver a mis hijos crecer, pero había un problema, el fantasma de mi mente. Luego de aquella cita duré un año con ella, en las vísperas de navidad le pedí matrimonio. Al ver el anillo quedó asombrada, su respuesta fue un sí.

Viví dos años sin tormenta, mi primer hijo estaba a punto de nacer. Una tarde sombría apareció él. Decidí enfrentarlo debido que no quería que tocara a mi familia.

—Te obligué a asesinar a los demás, porque yo asesiné a mi esposa.

—Tú esposa te engañó con otros hombres, pero no tenías derecho a hacerlo.

—Sí que tenía, ella me mintió y me traicionó, como yo no puedo tener a nadie, pues tú tampoco.

—¡Aléjate de mi familia!

—Estamos juntos en este lío.

Después de esa discusión la cabeza me daba vueltas, no iba a permitir que toquen a mi hijo. Entonces me confesé con mi esposa. Ella no me creyó, hui de mi hogar para entregarme a la comisaría. Desde esta fría celda escribo para desahogarme, él ha desaparecido, pero a veces se me presentan las otras chicas.

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