Ricardo Sebastián Jurado Faggioni
15 de enero de
1980
El cielo estaba
despejado, me encontraba en las profundidades de un bosque cavando en la tierra
para ocultar mi primer cadáver. Mientras huía de la soledad y tapar mi
consciencia, cantaba una canción.
—¡Mete la pala y
saca la tierra, mete la pala y saca la tierra!
Esta era una
manera de transportarme hacia otro mundo, había envuelto el cuerpo en una
funda, para que nadie sospechara. Sin
embargo, tomar el cadáver se me hizo pesado. Tuve que arrastrarla hasta el hoyo
que había cavado.
Las personas a las
primeras horas de la mañana se encuentran desayunando, algunas se preparan para
irse al trabajo y otras dejan a los menores de la familia a la escuela. En
cambio, yo estaba rompiendo la rutina de lo que es un día normal tapando mi
primer crimen.
Al finalizar me
sentí exhausto, la tierra se había pegado en mi ropa. Fui a mi camioneta y me puse
ropa limpia, después me marché. Me detuve en un bar restaurante para comer
algo. Se sentía el aroma a café, las conversaciones entre las personas también
las podía oír. Me senté en el centro, luego una joven camarera se me acercó.
Depositó la carta del menú en la mesa, se dio media vuelta y fue hacia la cocina.
Pasaron cinco
minutos y decidí que quería desayunar. Llamé a la mesera y vino con la mejor
actitud para atenderme.
—¿Qué desea
consumir señor?
—Podrías traerme
revoltillos y café por favor.
Lo anotó en su
librito y volvió a desaparecer, no puedo quejarme de la atención al cliente. El
cocinero principal prendió la televisión. Una reportera comentó que una joven
había desaparecido, los familiares sufrían por su hija, en el programa pudo
identificar a la víctima, mostraron una imagen de ella, rubia, ojos azules, con
una sonrisa perfecta.
Lo que no saben es
que yo la secuestré, esa muchacha tenía engañados a sus padres.
La conocí una noche al ir a una discoteca, la vi bailando con sus amigas. En un momento se quedó sola, le pedí al barman dos cervezas. Caminé hacia ella y la saludé.
—¿Cómo te llamas?
—Susana.
—Un nombre
encantador.
Tras darle la cerveza la llevé a bailar. Nos divertimos y le
pedí que fuéramos a mi camioneta, me siguió como si nos conociéramos de mucho
tiempo.
—¿Hola, Marcos que
deseas?
—Te quería pedir
perdón por haber discutido contigo, si apeteces, ¿mañana nos podemos volver a
ver?
—Dame espacio, nos
es sencillo perdonar lo que me hiciste.
Al finalizar le
colgó, y continuamos lo que estábamos haciendo, pero otra vez el aparato
electrónico sonó. Empecé a perder la paciencia por culpa de ese muchacho, debía
olvidarla y continuar su vida. Le palabreó hasta que consiguió su objetivo.
Luego ella guardó su celular en su pantalón.
—Lo que estamos
haciendo no es correcto fue un error.
—No, lo estabas
disfrutando.
—Sí, pero llamó él
y me acordé lo que teníamos, lo siento.
Trató de abrir la
puerta, pero la jalé hacia mí, la estrellé contra el volante y de su frente
empezó a salir sangre, no iba a permitir que me rompa el corazón. Luego con mis
dos manos la ahorqué hasta dejarla sin aire y después me dirigí al bosque para
ocultarla. En mi adolescencia, leí el túnel de Ernesto Sábato en ese preciso
instante comprendí lo que sentía Juan Pablo Castel hacia María Iribarne. De
alguna manera el personaje se había apoderado de mí.
Después de
realizar ese acto volví a ser yo, y no me acordaba de lo que sucedió hasta que
se prendió el maldito televisor de aquel restaurante. Para ocultar las voces
del asesino del túnel, me hice amigo de las bebidas alcohólicas. No conocí a
nadie dos años después de haber cometido aquel acto.
22 de agosto de
1982
Esa tarde las nubes estaban de color gris,
tenía una fuerte resaca, me bañé y vestí. Cogí mi camioneta y fui directo a la ciudad,
por el retrovisor vi dentro del carro a Juan Pablo, frené, me volví para
observar y no había nadie.
Seguí andando
hasta que decidí estacionarme en un lugar de comida rápida. Parece que de la
primera víctima se habían olvidado, así es el ser humano una película que
simplemente rueda.
La mesera que me atendió
me llamó la atención su cabello de color rojo y sus ojos verdes. Tenía un
cuerpo esbelto y atractivo. Me entregó el menú del día. Tocino con huevo frito
estaba escrito. Simplemente asentí con la cabeza. El lugar estaba sucio, pero
no me importaba. Al terminar de comer le entregué mi número y le di buena
propina.
Al llegar a mi
apartamento, sonó mi teléfono que estaba en la sala principal.
—¿Hola quién
habla?
—Soy la chica del
bar, que te atendió esta mañana.
—Me acuerdo de ti,
cómo estás.
—Me encuentro
bien, no tengo turno esta noche, me preguntaba si deseas salir conmigo esta
tarde.
—A las seis está
bien, te parece.
—Por supuesto, nos
vemos en el centro comercial por el patio de comida.
—A las seis
estaré.
El sol se ocultaba
poco a poco para darle paso a la noche, fui al lugar del restaurante que ella
me indicó, se había maquillado, se puso una blusa celeste con una falda blanca.
Estaba hermosa, la invité a comer lo que ella quería.
Sentados en la
mesa iniciamos una conversación, sobre la vida, enfermedades, el futuro de cada
uno. Más que su belleza me atrajo su intelectualidad. Aunque en medio de la
multitud del patio de comidas pude notar a Juan Pablo, pero esta vez tenía una
mirada más maligna. Hice mi asiento hacia atrás porque me sorprendió.
—¿Dije algo que te molestara?
—No, solo vi algo
que me asustó.
Ella volteó hacia
atrás su cabeza para observar, pero no había nadie. Seguimos conversando a
pesar del mal rato. Trataba de hacerla reír y que se olvide mi extraño
comportamiento. La invité a mi hogar a pasar la noche. Al llegar le gustó lo
cómodo que era mi sitio.
Desde mi ventana
se podía apreciar la ciudad y sentir el aire fresco. Se sentó en mi cama y yo
la acompañé, por un rato se quedó dormida y otra vez apareció él, pero
apuntando un cuchillo de cocina. Entendí lo que quería, lo tomé y el filo frío
cortó la piel de mi acompañante.
Nadie la iba a
extrañar, tenía metas, pero no eran nada trascendente, vivía una vida aburrida.
Quería establecer una relación con ella, sin embargo, sentía que tarde o
temprano me iba a traicionar, antes que pasara le arrebaté su alma. Deposité su cadáver en un tacho de basura que estaba
atrás de mi apartamento, luego me fui.
Lo difícil no es asesinar, realmente
cuesta más limpiar el desastre que dejar a la víctima oculta; es un fastidio.
La próxima vez seleccionaré otra ubicación.
Mi ser volvió a la normalidad, casi nunca digo mi nombre puesto que no
es interesante, la gente se olvida de ti, pero no de lo que haces. Es en lo segundo que yo me enfoco. Veo
necesario recordármelo porque Juan Pablo se a apoderará de mí y no seré más yo.
Mi nombre es Rafael
Hurtado y tengo treinta y cinco años. Trabajé toda mi vida como carpintero,
profesión parecida al personaje del Túnel. Aunque sentí una fascinación por la
literatura porque mi padre me había enseñado a que me guste la lectura desde
temprana edad, pero por mi falta de recursos económicos los libros se me hacían
imposible adquirirlos. Leí algunos que daban gratis en las ferias y en esa
búsqueda me topé con el escritor Ernesto Sábato. A partir de ahí sus personajes
me están atormentado.
El alcohol no he
podido dejarlo, al contrario, ha hecho que las voces suenen más fuertes en mi
cabeza. Han pasado cinco años desde que oculté el cuerpo de la segunda chica.
Tomé un descanso para encontrar paz en mi interior, pero se me ha hecho
imposible liberarme de las almas que llevo.
10 de junio de
1987
Estaba caminando
en un parque frente al lago, podía sentir la brisa que recorría mi ser, tuve
que poner mis manos en mi chompa para calmar el frío. Me dirigí a una carreta
que daba desayunos, pedí café caliente. Le entregué unas monedas y me fui.
Seguí andando sin rumbo, alcé mi mirada y estaba él parado junto a mí. Lo
ignoré, seguí caminando, pero sabía que me estaba siguiendo, obligué a mis
pasos a ir más rápido y perderlo de vista. Volteé hacia atrás, ya no estaba, di
los últimos sorbos de mi café, lo tiré en un tacho de basura.
Fui a un centro comercial a comprar ropa. Me puse en la fila
para pagar. Nunca imaginé que la cajera que me atendería se convertiría en mi
esposa.
—Siga por favor.
Era mi turno y le entregué la ropa con una sonrisa. Ella también me devolvió la suya. No me resistí más y le pregunté su nombre. Al instante me lo dijo, Alejandra. Sus labios rojos y sus ojos color café me hipnotizaron. Le entregué mi número de teléfono para que pudiéramos comunicarnos más luego y lo tomó rápidamente.
Me fui contento
del lugar, imaginándome como sería nuestro primer encuentro, dónde la llevaría
y qué haríamos después. Sobre todo que no aparezca Juan Castel. Era una
posibilidad que podía suceder, realmente a ella no quería que le sucediera
nada, porque con las otras chicas no había sentía algo especial y esto no me lo
perdonaría. A las siete de la noche me llamó, escuchar su voz me puso contento.
—Vamos al
restaurante chino del centro.
—¡Sí!
—Encontrémonos a
las nueve.
El restaurante
tenía las paredes rojas, mesas y sillas de madera. En la entrada principal se
podía observar un Buda, tenía cuadros exóticos. Ambos nos sentamos al fondo
para estar más alejados del ruido de la cocina.
La ayude a tomar asiento. Me lo
agradeció, luego vino el mesero y pedimos lo que él nos sugirió.
—¿Cuál es tu mayor
miedo?
—A lo largo de mi
vida he tenido algunos, quedarme sin trabajo, perder a mis a padres, terminar
en la calle, creo que esos son los principales.
Había omitido la
parte que se me aparece un asesino ficticio y me obliga a tomar almas. En
cambio, su respuesta fue armónica menos dramática que la mía.
—Tengo miedo de la soledad y no casarme.
Le cambié de
conversación para que no se sintiera triste.
—¿Tu mayor sueño
cuál es?
—Algún día ser
madre.
Me imaginé tener
una familia con ella y ver a mis hijos crecer, pero había un problema, el
fantasma de mi mente. Luego de aquella cita duré un año con ella, en las
vísperas de navidad le pedí matrimonio. Al ver el anillo quedó asombrada, su
respuesta fue un sí.
Viví dos años sin
tormenta, mi primer hijo estaba a punto de nacer. Una tarde sombría apareció
él. Decidí enfrentarlo debido que no quería que tocara a mi familia.
—Te obligué a
asesinar a los demás, porque yo asesiné a mi esposa.
—Tú esposa te
engañó con otros hombres, pero no tenías derecho a hacerlo.
—Sí que tenía,
ella me mintió y me traicionó, como yo no puedo tener a nadie, pues tú tampoco.
—¡Aléjate de mi
familia!
—Estamos juntos en
este lío.
Después de esa discusión la cabeza me daba vueltas, no iba a permitir que toquen a mi hijo. Entonces me confesé con mi esposa. Ella no me creyó, hui de mi hogar para entregarme a la comisaría. Desde esta fría celda escribo para desahogarme, él ha desaparecido, pero a veces se me presentan las otras chicas.
Excelente cuento de terror !
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