sábado, 19 de diciembre de 2020

Sobreviviendo

Constanza Aimola


Alexandra es uno de esos testimonios de vida que dan cuenta del significado de resiliencia. Aunque tiene que ver con mi vida pasada a la que poco volteo para recordar, hoy sentí la necesidad de contar su historia.

Me propongo escribir esto aprovechando algo de soledad, acompañada por un té de piña, quiero mantenerme tranquila y últimamente estoy tomando mucho café. Mi esposo me invitó junto con nuestros dos hijos y sus padres este fin de semana, a un lugar que a mí me encanta, una casa espectacular con piscina privada, en un clima templado maravilloso a unas tres horas de casa, salió a cumplir unas citas que hizo aprovechando este viaje, por lo que tengo tiempo mientras los niños están en la piscina, para concentrarme en la escritura.

La conocí mientras yo atravesaba mis trece años, ahora tengo cuarenta y uno, en esa época, ella y su hijo vivían en la casa de mi novio, el esposo y papá de los hijos tenía otro hogar.

Alexandra era la tía de mi novio de esa época y la primera imagen que tengo de ella es embarazada. Desde muy pequeña he tenido debilidad por los bebés, así que estuve presente durante el embarazo y me acerqué a su hija mayor, cuando estaba próximo a nacer le di varios regalos y estaba ansiosa por su nacimiento, sin embargo, me enfermé de varicela, por lo que tuve que esperar unos días para conocerlo después de que nació.

Una tarde de domingo recibí la llamada de mi novio, que me decía que el bebé había muerto, fue por una infección en su barriguita a pesar de los esfuerzos de la familia y los médicos por salvarlo. Yo no podía creerlo, era una historia muy triste, sabía que lo esperaba y amaba, me imaginaba que estaba deshecha y lloré muchísimo, ni siquiera lo alcancé a conocer.

Unos años después hablando de todo un poco en la cocina de la casa de mi mamá, Alexandra se quedó mirando unas ollas que ella organiza aún a la fecha de forma perfecta en la parte superior de los muebles de la cocina, son como diez ollitas azules con flores blancas, traídas de España cuenta ella, por unas primas que eran azafatas en esa época. Llorando nos contó que recordaba que mi mamá le había mandado una sopita de raviolis con albóndigas en una olla de esas cuando estaba en pleno duelo por su bebé.

Aproximadamente un año más tarde quedó nuevamente embarazada, todo era otra vez alegría en ese hogar, aunque una madre nunca se podrá olvidar de sus hijos que se regresaron al cielo antes de tiempo, este era un aliciente para seguir luchando. Este hijo nació, un niño hermoso, blanco y rubio, por supuesto lo cargué y consentí muchísimo, casi no me quería ir de esa casa, lo bañaba, cambiaba y lo poníamos al sol.

Vi pocas veces al papá de los niños, iba de visita y salía sin quedarse a dormir, cuando lo dejé de ver pregunté y me dijeron que se había ido de viaje a trabajar a Boyacá un departamento que queda como a seis horas de Bogotá. El señor manejaba un carro para transportar a unos empresarios que trabajaban en la electrificadora más grande del país. Estaba muy cansado, había trabajado todo el día, era de noche, llovía y se enredó con la ruana que traía puesta en una maniobra en una curva, perdió el control y se fue al precipicio perdiendo la vida.

Estoy tratando de concentrarme, pero los vecinos de la casa están subiendo cada vez más el volumen de la música, me distraigo y no puedo dejar de escuchar sus gritos jugando en la piscina, cantando y hablando, mejor hago una pausa para preparar unos refrigerios.

Retomo por fin cuando se está anocheciendo, más me vale terminar de escribir porque en la semana no tendré tiempo y no quiero incumplir con la entrega de este mi último cuento.

Ya se imaginarán la depresión de Alexandra, no paraba de llorar y quejarse, decía que literalmente el corazón le dolía, se preguntaba por qué Dios y la vida se habían empeñado en hacerla sufrir. Era muy fuerte verla así, no quería hacer nada y se volvió irascible, les gritaba a los niños, no le gustaba la comida, el clima le parecía o muy frío o muy caliente, no quería bañarse ni vestirse y criticaba todo de los demás.

Pasaron algunos años y aunque tuvo que educar y sostener económicamente sola a sus hijos, intentaba manejar el dolor, pudo alquilar un lugar para vivir los tres lejos de su familia extensa y tenía un novio que aunque no tomaba aún la decisión de pasarse del todo al apartamento, la ayudaba y compartían varios gastos.

Una mañana de domingo, cuando yo ya me había casado con su sobrino, recibimos su llamada pidiendo auxilio, me dijo que la niña había convulsionado y que estaba en un hospital que no quedaba muy lejos, así que de inmediato salimos para acompañarla. De nuevo volví a ver en su rostro la forma en que se la comía la tristeza, estaba pálida, despeinada, cambiada tal vez por la angustia. Tenía dolor del alma por ver a su hija enferma, pero sobre todo culpa, porque aseguraba que ella veía como la niña se distraía, tal vez podría tener déficit de atención, ella la agitaba de un brazo y le repetía que aterrizara, no se había percatado que eran unos vacíos que sentía como principio de la enfermedad de la epilepsia.

La niña tenía cinco años y los médicos le dijeron a Alexandra que cuando convulsionaban por primera vez no podían hacer nada y que tendrían que darle medicamentos de por vida. Estaba inconsolable y este doloroso proceso duró hasta que me separé de su sobrino y claro está de toda la familia.

Nunca me tocó verla en uno de esos ataques por las convulsiones, siempre por alguna razón me retiraba de su lado antes de que las sufriera y logré mantenerme alejada de aquello que seguro me hubiera roto el corazón. De todas formas, viví a su lado las demandas al gobierno para que le suministraran los costosos medicamentos que requería, escuché varias veces sus historias acerca de cuándo le daban ataques frente a sus compañeros de clase, que no podía ir al cine o ver televisión a oscuras, no conocía un parque de diversiones porque no se podía enfrentar a la adrenalina de los juegos, en fin era una pesadilla todo lo que siendo tan joven había pasado.

Parece que lo que sucedió anoche cuando los vecinos escucharon música a alto volumen hasta las tres de la madrugada se repetirá hoy y con más fuerza. Entre las cuatro y las siete apagaron la música y pensamos que se iban, sin embargo, ya regresó, esta vez acompañada por luces en destellos, mesas de comida y tragos. Están inflando y colgando bombas, ya se cambiaron y vistieron de fiesta, hasta aquí me llegó la escritura por hoy y lo peor de todo un animador con micrófono incorporado.

Mi esposo nos trajo pizza y gaseosa así que esa será la comida y rápidamente a dormir los niños para que no se queden despiertos hasta que los vecinos terminen la fiesta.

Después de una noche de pesadilla en donde tuvimos que llamar a la policía para que nos ayudara con los vecinos bulliciosos y hasta que por fin me venció el sueño, amanecí boca abajo, con la camisa de dormir trepada hasta la cintura, el pelo sobre la cara y una mano colgando por el borde de la cama, abro con dificultad los ojos que estaban irritados a más no poder y veo en el piso una cucaracha patas arriba. Estaba intentando voltearse luchando con todas sus patas que entre sueños parecían muchas.

En ese momento pensé en la forma en la que naturalmente los seres vivos luchamos para sobrevivir, recordé a Alexandra y la manera en que más que disfrutar la vida vivió una guerra diaria para permanecer aquí. La perdí de vista cuando me separé de su sobrino, no quise tener ninguna atadura que me uniera a esa vieja y dolorosa parte de mi vida, de vez en cuando la recuerdo y la bendigo, me imagino que ya ese bebé que cargue en mis brazos es un hombre, quiero pensar que estudió una carrera y que junto a su hermana son profesionales y ahora ayudarán a que la vida de su madre sea mejor. Espero que haya tenido una vida llena de momentos alegres, que haya conocido el amor y esté llena de salud y vida.

Cerré los ojos de nuevo y me quedé dormida no sé por cuanto tiempo, solo deseaba que los niños no despertaran aún, para descansar un poco más, me giré hacia el lado de la cucaracha y aunque les tengo pánico y asco, yo misma me convencía de que no podía hacerme nada. Cada vez se movía con menos fuerza, tendría que ser indiferente para mí, sin embargo, me estaba afectando que no la podía ayudar a seguir viva o morir de una sola vez pisada por mi sandalia. No lo pude evitar y me levanté, ayudándome con un papel le intenté dar vuelta, no se agarraba, parecía que ya no quería luchar más, así que partí una hoja en dos partes ayudándome para girarla y lo logré, permanecía más levantada de un lado que del otro y como pudo se volteó de nuevo. Movía las paticas y finalmente la dejé morir, quedándome por algunos minutos viéndola desde el borde de la cama.

Aquí estoy sentada en la sala, reincidente con el café servido en una taza enorme, intentando darle fin a este relato, viendo cómo los vecinos se despiertan para volver a la música y los juegos en la piscina, definitivamente me regreso a casa y volveré un fin de semana que no sea festivo para seguir produciendo historias inclusive, las que tiene que ver con cómo nacen o mueren los insectos.

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