jueves, 24 de diciembre de 2020

Verónica y la inmunidad

José Camarlinghi


Verónica se levantó temprano como todos los días. Puso la cafetera en la hornilla y se sentó pensativa frente a la ventana de su sala de estar. Eran ya tres meses que vivía sola. En una semana cumpliría treinta. Hace más de un año que había conseguido un buen trabajo y el sueldo que ganaba era superior al de sus padres. Le daba vergüenza contar a sus compañeros y amistades que todavía vivía con ellos. Por otro lado, no se animaba a decirle a su madre que se iría a vivir sola. Sabía que ella no lo entendería. No era que se sintiera incómoda en la casa paterna; es más, era muy conveniente, sin embargo, quería empezar su independencia. Entonces encontró el pretexto perfecto para que su madre no se enojara con ella: Cada día tenía que viajar casi tres horas entre ida y vuelta y eso no solamente le costaba un buen porcentaje de su sueldo, sino que también le afectaba emocionalmente. Con todo, la mamá la despidió con lágrimas al tiempo que le pedía que le telefoneara todos los días y que los visitara los fines de semana. 

El olor del café la sacó de sus pensamientos y terminó de preparar el desayuno. Se sentó y prendió el televisor. Las noticias la impactaron: tres personas, en lugares diferentes de la ciudad, se habían suicidado. Una mujer saltó de un puente, otra tomó veneno para ratas y, un policía se había pegado un tiro en la cabeza. Verónica se estremeció cuando empezaron a mostrar las imágenes y apagó el aparato. 

Terminó el desayuno y continuó con la rutina de todos los días. Se vistió y salió caminando. Llegó al edificio y subió a la oficina. Siempre era la primera y por eso se había ganado la confianza del dueño. Cuando llegaron sus colegas, todos se pusieron a comentar sobre los suicidios. La policía había declarado que el móvil en cada uno de los casos era diferente y que las muertes no tenían ninguna relación, sin embargo, en las redes ya circulaban varias teorías de conspiración. 

Entró de lleno en el trabajo y se perdió en el mundo de los documentos y correos electrónicos. A media mañana escuchó un rumor que poco a poco aumentó de volumen. Levantó la vista y observó que algunos de sus compañeros estaban en la ventana mirando a la calle. Una de sus amigas pegó un grito y se alejó del grupo agarrando su cabeza entre las manos, llorando.

—¿Qué pasa, Marielita? —preguntó sorprendida. Nunca antes había visto a su amiga en ese estado de crisis.

—¡Se están matando! —gritó angustiada y corrió hacia el baño.

Verónica se quedó en su escritorio mientras los que estaban en la ventana gritaban desesperados. Se levantó con la intención de acercarse, uno de sus compañeros que salía del grupo la retuvo.

—No vayas. No es algo que quieras ver.

El administrador, alarmado por los gritos, salió de su oficina y pidió que volvieran a sus puestos de trabajo. Todos retornaron a sus escritorios con expresiones de horror y angustia. El hombre miró por la ventana e inmediatamente dio un salto atrás con expresión aterrada. Con voz temblorosa les dijo.

—Será mejor que nos concentremos en nuestro trabajo. Lo que haya pasado es asunto de la policía.

Todos intentaron concentrarse en sus tareas. Nadie lo consiguió. De rato en rato sus miradas se encontraban y podían observar el estrés en los ceños fruncidos. A poco se escucharon las sirenas que llegaron y nuevamente se acercaron a la ventana. Verónica se quedó en su escritorio. Sentía curiosidad, pero al mismo tiempo recordaba el rostro descompuesto de su amiga y eso la mantenía en su asiento. Partieron las ambulancias y todos retornaron a sus puestos de trabajo. 

Verónica empezó a sentir una ansiedad que no conocía; ni siquiera cuando su papá sufrió de un infarto y tuvieron que llevarlo al hospital. Se mantuvo tan íntegra y segura que pudo tranquilizar a su madre. Ahora, sentía un vacío que se apoderaba de su pecho. Recorrió los alrededores con la  mirada y pudo percatarse de que nadie estaba haciendo su trabajo. Al menos no se trataba solo de ella. Había algo en el ambiente que no era normal. Intentó mirar por las ventanas. El paisaje de las montañas detrás de los edificios no le ofreció la tranquilidad que en ocasiones conseguía al observar la naturaleza. Entonces se dio cuenta. Eran las sirenas. No habían cesado de sonar. Eran muchas. Unas lejanas, casi imperceptibles en el rumor urbano, pero muy presentes en el entorno. Entonces se acercó a la ventana y se arrepintió de haber cedido a la curiosidad. Había grandes manchas de sangre en la acera de enfrente. Se quedó paralizada y unas lágrimas rodaron por su mejilla. Sus colegas le ayudaron a retornar a su escritorio y se quedaron a su alrededor, no tanto para intentar consolarla sino para sentir seguridad en el grupo. Todos estaban afectados por las noticias y por lo que habían presenciado. 

Intentaron hablar de otros temas para distraerse. Era evidente que nadie tenía la cabeza para volver a las labores. Los celulares empezaron a vibrar con la llegada de mensajes y llamadas. Tenían prohibido usarlos en el trabajo para asuntos personales y por lo tanto los silenciaban. Estaban vibrando todos de manera continua e insistente. Uno de ellos no pudo más y sacó el teléfono. Al tiempo que leía, la expresión de alarma en su rostro se hizo patente.

—¡Ya son diez los suicidios!

Todos sacaron sus celulares y empezaron a leer los mensajes.

—¡El presidente va a dar un mensaje a la nación! —dijo otro y conectaron una computadora a un canal de televisión.

El dignatario, con evidente rostro de inquietud pidió a la población que no se dejara llevar por rumores. Que se habían dado algunos hechos sorprendentes y que todo era probablemente una casualidad trágica. Desestimaba lo que decían las redes y el internet respecto a un ataque terrorista. Llamaba a la calma y reafirmaba que todo estaba controlado. 

En eso, Verónica recibió un llamado de su mamá. Estaba totalmente descontrolada y le pedía con llantos que deje el trabajo y retorne a casa.

  —No pasa nada, mami. —Intentó esconder el temblor en sus palabras—. El presidente ha dicho que no hay de qué preocuparse. Yo estoy bien. No te angusties. Ya que insistes, hoy iré a casa a dormir.  

Sin embargo, ella misma no podía tranquilizarse. Miró el reloj; era casi el medio día y normalmente cerraban la oficina por una hora para ir a almorzar. El administrador no respondió cuando le tocaron la puerta. Insistieron y nada. Asustados abrieron muy despacio la oficina. El hombre les daba la espalda y miraba algo entre las manos.

—Disculpe don Carlos… Nos vamos a almorzar.

Sin darse la vuelta les hizo una señal con la mano para que se fueran. Lo observaron unos segundos, cerraron la puerta tan despacio como la habían abierto y salieron todos a tomar el ascensor. El ruido del mecanismo evitó que escucharan el disparo que se dio el administrador. 

Llegaron a la calle que tenía mucho más movimiento que lo acostumbrado. Había un serio embotellamiento, se tocaban bocinas y los conductores gritaban. Verónica agradeció el tumulto porque así no se podían ver las manchas de sangre en la acera de enfrente. Acostumbraban comer juntos en un pequeño restaurante que servía un menú fijo. Cuando llegaron al mismo, lo encontraron cerrado. Estaban discutiendo las posibilidades de donde ir cuando un coche chocó a otro. Nada muy grave; sólo una abolladura. De uno de los vehículos salió un hombre joven que sin fijarse si había algún daño fue hasta la ventana del otro y le dio tal puñetazo a la mujer que lo conducía que la dejó inconsciente. Dos hombres que acompañaban a la mujer salieron y atacaron al agresor. Otra gente intervino y se inició una pelea en la que todos se golpeaban. Pronto se convirtió en una batalla en la que la gente se golpeaba con lo que hallaba a mano. Verónica no podía entender lo que estaba ocurriendo, solo gritaba. Mariel le jaló de la mano y empezaron a escapar juntas. Esquivaron gente enardecida que corría en dirección de la pelea. Corrieron hasta llegar a una calle desierta. Allí se detuvieron e intentaron recuperar el aliento sentándose en el suelo. Verónica tenía la garganta tan adolorida por el esfuerzo de la carrera que le parecía tener llagas abiertas. Después de varios minutos pudo hablar.

—¿Qué está pasando, Marielita? —dijo entre sollozos.

Mariel solamente movía su cabeza negativamente. No podía responder.

—¿Qué hacemos?

—Será mejor volver a nuestras casas —respondió Mariel apenas ganó algo de aire—. Te acompaño primero. Tu departamento está más cerca que el mío.

—¿Y cómo vas a irte tu? Mejor te quedas conmigo y llamas a Julio para que te recoja.

Abrazadas empezaron a caminar por calles que de pronto se vaciaron. Habían coches encendidos y abandonados con las puertas abiertas. Al dar vuelta una esquina encontraron un cuerpo destrozado en medio de un gran charco de sangre. Verónica no pudo contenerse y empezó a vomitar. Mariel la sostuvo y le obligó a seguir caminando. De tanto en tanto se escuchaban disparos y gritos. Caminaron rápidamente con la cabeza gacha y solo levantaban la vista para cruzar las calles y confirmar el rumbo. 

Ya en el departamento sacaron sus teléfonos y empezaron a responder mensajes y hacer llamadas. Verónica tenía más de treinta llamadas y un mensaje, todos de su madre. Devolvió la llamada y no obtuvo respuesta. Volvió a llamar varias veces mientras sus ojos se le llenaban de lágrimas. No respondía. Entonces se dio cuenta del mensaje de voz. Se puso a llorar cuando escuchó que había habido una pelea de vecinos frente a la casa de sus padres. Ellos habían cultivado una enemistad a partir de la sombra que producía una rama de un árbol en el jardín del otro. El afectado hizo un reclamo al dueño del árbol, y éste le dijo que él nada podía hacer, que era asunto de la naturaleza. Entonces el otro consiguió una escalera y cortó la rama que decía invadía su propiedad. Casi llegaron a los golpes si no hubiera sido por la intervención del papá de Verónica. Pequeños problemas sucedieron que aumentaron la enemistad entre los dos vecinos. El papá siempre salía como mediador y evitaba una confrontación peor. Esa mañana algo había disparado la discusión. Su padre había salido, como siempre, para conciliar, pero todo se salió de control. Uno de ellos lo había golpeado con un bate y ahora lo estaban llevando a un hospital. No le decía a cuál. Insistió nuevamente con las llamadas sin éxito.

—Voy a mi casa —dijo a Mariel tomando su cartera.

—No vayas sola —le rogó—. Julio viene en su coche a recogerme. Luego podemos llevarte.

Verónica le contó la urgencia. La amiga insistió en que era muy peligroso que intentara ir tan lejos sola.

—Julio no tarda. Me dijo que salía en este momento.

Entonces se dio cuenta que su ropa estaba toda sucia, manchada con vómito y tierra. Entró en su cuarto y se cambió. Al volver a la salita de estar se dio cuenta que Mariel estaba peor que ella. El pantalón rasgado y todo manchado. Le ofreció prestarle vestimenta.

—No te preocupes. Pronto estaré en casa. 

Prendieron el televisor y se sentaron en el sofá. Interrumpieron un programa musical para dar una conferencia urgente. Era un personero del Ministerio de Salud. Informaba que los últimos acontecimientos se debían, no se sabía con exactitud, a un gas inodoro e incoloro o a un nuevo virus que aparentemente afectaba a la producción de hormonas. Dependiendo de las personas provocaba profunda depresión en algunas y extrema violencia en otras. Las personas afectadas perdían toda capacidad de raciocinio y actuaban inconscientemente; algunas se suicidaban y otras perdían el control y peleaban hasta matarse. Se declaraba emergencia nacional, cuarentena rígida y se pedía a la población de quedarse donde estuvieren. 

Abrazadas y sollozando se preguntaron qué podían hacer. Mariel llamó otra vez a su novio. Julio contestó agitado y le contó que había tenido que dejar el coche a unas veinte cuadras del centro. Era imposible pasar. Que estaba a pie y que le tomaría al menos una hora llegar donde ellas. Verónica telefoneó nuevamente; en  casa no respondía nadie. Entonces se dieron cuenta que tenían hambre. No habían almorzado. Decidieron comer algo liviano y tomar un té. Luego se sentaron frente al televisor esperando más noticias. Estaban tan cansadas que se quedaron dormidas. 

Julio les llamó por el perífono del edificio y les pidió que bajen. Ya era tarde y tendrían que apurarse. Su voz era extrañamente calmada. Las dos salieron del departamento y esperaron el ascensor. Cuando se abrió la puerta las atacaron unas personas ensangrentadas. Verónica despertó del susto y se alarmó cuando cayó en cuenta que estaba ya llegando la noche.

—¡Despierta! ¡El Julio, no ha llegado!

Mariel abrió los ojos y la miró como si no entendiera lo que le decía. Luego se percató de la oscuridad naciente y de un salto agarró el teléfono y llamo a Julio. No consiguió ninguna respuesta. Miró el reloj; habían pasado tres horas desde la última comunicación. Hasta ese momento se había comportado con cierta firmeza y seguridad. Ahora, al no tener ninguna respuesta, empezó a derrumbarse; no paraba de llorar. Quiso salir a buscarlo y a duras penas Verónica la disuadió. Era ya de noche. Si Julio no llegaba hasta mañana, entonces tomarían una decisión. 

En la televisión seguían pasando videos musicales y de tanto en tanto repetían el anuncio del ministerio de salud. Cada diez o quince minutos llamaba a casa de sus padres con el mismo resultado. Mariel entró en un estado de sopor y ya no intentaba comunicarse con Julio. A eso de la diez de la noche Verónica llevó a su amiga hasta la habitación y se echaron en la cama. Pensaba en sus padres mientras escuchaba los sollozos intermitentes de su amiga. Ninguno de los dos habían querido recibir un teléfono celular que ella había comprado para ellos. No lo necesitamos, le habían dicho. Basta el teléfono de casa. Se arrepentía ahora de no haber insistido. Pensó en el plan del día siguiente. Primero iría a su casa. Si no encontraba a nadie allí, preguntaría a los vecinos; si nadie sabía del paradero de sus padres; iría al hospital más cercano. Ahí los encontraría. Se tranquilizó con ese pensamiento y se durmió. 

Abrió los ojos con la primera luz del amanecer. Medio dormida recordó lo sucedido el día anterior. Entonces se percató que su amiga no estaba en la cama. Se sentó, miró hacia fuera de la habitación y la llamó. Nadie le respondió. Se levantó y tocó la puerta del baño. Sin respuesta. Intentó abrirla y no pudo. Estaba cerrada por dentro.

—¿Mariel? ¿Estás bien? ¡Abre por favor!

Silencio.

Jaloneó la perilla y empezó a golpear la madera con los puños. Ninguna respuesta. Observó que había un pequeño orificio en la perilla. Sabía que podía abrirla y buscó un mondadientes en la cocina. Con eso  destrabó la chapa. Abrió la puerta; lo que vio le hizo perder fuerza en las piernas y cayó de rodillas al suelo frio. Mariel estaba pálida y fría en la tina, sumergida en agua  teñida por su propia sangre. Toda la tensión del último día se liberó en ese instante y empezó a llorar a gritos desconsolados. No supo cuánto tiempo estuvo gritando hasta que alguien posó una mano en su hombro. El susto le quitó la amargura y saltó dentro del baño. En la puerta estaba un hombre vestido como astronauta. Su aspecto la asustó aún más.

—¡No te asustes Vero! —dijo la voz detrás de la máscara.— Soy Julio.

Miró a su amiga muerta y luego se lanzó a los brazos del hombre. Julio la abrazó y cuando vio a su novia muerta, la acompañó con sollozos. Cuando se calmaron le contó todo por lo que habían pasado el día anterior.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Primero fui a una tienda de seguridad industrial y adquirí este traje. Fue lo primero que pensé cuando en la tele dijeron que había un virus. Quería comprar al menos uno más, para Mariel, pero no tenían. Luego intenté venir con el coche; no se puede. Todo está colapsado. Empecé a caminar. En muchos lugares hay batallas campales. La gente ha enloquecido. Un tipo me atacó sin provocación alguna con sólo ver el traje. Tenía mucho miedo que lo rompiera. Por suerte era mucho más pequeño que yo; pude contenerlo y escapar. Entonces decidí no arriesgarme y avancé muy despacio, de puerta en puerta. Cuando llegó la noche decidí esconderme debajo de un puente.

—¿Qué hacemos ahora?

—Lo mejor sería quedarnos aquí.

Verónica le dijo que quería ir a su casa. Temía por sus padres. Julio le expuso las razones por la que eso no era buena idea. Le había tomado casi todo un día caminar las veinte cuadras desde donde dejó el coche. Lo que ella tendría que caminar hacían por lo menos veinte kilómetros. Eso era una locura. Discutieron hasta que Verónica amenazó con hacerlo sola.

—Está bien. Yo voy contigo. Sin embargo, esperemos un poco. Veamos que sucede en la calle. Me di cuenta de que en la noche se calman los ánimos. Tal vez nos conviene esperar la oscuridad.

Estuvo de acuerdo. Decidieron sacar a Mariel de la tina, la envolvieron como pudieron en varias bolsas de basura y las aseguraron con cinta adhesiva. Luego la dejaron en la cama. 

Prendieron la televisión y pasaron de un canal  a otro. Los nacionales no transmitían nada. Algunos internacionales daban noticias terribles de la nueva pandemia. Había empezado simultáneamente en varios países, lo que hacía suponer que el periodo de incubación y contagio era bastante largo. Por otro lado, las redes sociales decían que se trataba de un atentado terrorista internacional y que la enfermedad se declaraba en pocas horas. Verónica empezó a llorar.

—¡Ya debo estar contagiada!

Julio no supo qué decir. Solo atinó a sentarse a su lado y abrazarla. 

A mediodía, ella se puso a preparar algo que comer. Nunca había tenido mucho en su refrigerador. Comía siempre afuera o hacía un pedido. Lo único que preparaba era el desayuno. Se acercó a Julio que miraba las noticias, con un par de sándwiches. Puso el plato frente a él. La miró con una extraña sonrisa que en principio no pudo interpretar. Luego se dio cuenta que para comer o beber tendría que salir del traje.

—¡Qué tonta que soy! ¡Disculpa!

—No te preocupes. Estoy bien. No tengo hambre… —Y pensó: pero tengo sed. 

Casi todo el día habían escuchado el ulular de las sirenas. Terminando la tarde, el silencio se hizo en la ciudad. Un silencio tal que en vez de otorgar tranquilidad incrementó la tensión. Las calles estaban vacías. 

Verónica puso en una pequeña mochila una botella de agua, algo de fruta seca y unos chocolates y se prepararon para salir. No quisieron tomar el ascensor porque sonaba demasiado y bajaron por las escaleras intentando hacer el menor ruido posible. Al llegar al primer piso ya había caído la oscuridad. Miraron la calle desierta y empezaron a caminar. Julio adelante caminaba lentamente como si estuviera en un campo minado. Llegaba a las esquinas y antes de cruzar la calle se aseguraba que no hubiera nadie. Algunas calles estaban llenas de coches abandonados. Muchos chocados o con los vidrios rotos. Verónica le seguía de cerca e intentaba ver si había algo o alguien en los rincones oscuros. Estaba concentrada en eso cuando se dio cuenta que caminaba sobre una superficie pegajosa. No supo que era hasta que llegó a una parte iluminada. Apenas pudo controlar el arrebato, era sangre. Quiso llamar a Julio, pero la voz no le salía. Se apresuró para darle alcance y la sensación del suelo pegajoso se hizo más evidente. Sin darse cuenta se estrelló con la espalda de su amigo. Este, a pesar de trastabillar, no miró atrás. Estaba como hipnotizado, mirando algo fijamente. Ella estiró la cabeza con miedo. No era ningún peligro, eran muchos cuerpos, cadáveres, cubriendo el suelo. El olor le dio arcadas. Julio la tomó de la mano y empezó a correr jalándola como si fuera una muñeca. 

Se detuvieron sin aliento en una calle que estaba en penumbras. El alumbrado público funcionaba todavía hasta donde estaban, sin embargo, a partir de esa calle algo había dañado las luminarias. No había nadie ni nada frente a ellos. Se miraron para darse mutuamente algo de confianza y se adentraron en la oscuridad. 

Pasada la media noche llegaron al coche de Julio. Pudieron avanzar varios kilómetros hasta que llegaron a otro embotellamiento de vehículos abandonados. Buscaron otra ruta por calles secundarias que les condujo a un callejón en el que frenaron en seco. Había una gran fogata y gente alrededor de ella. Parecía que no los habían visto. Cuando intentaron retroceder se vieron rodeados de personas armadas de palos y picotas.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó el joven que estaba al lado de la ventanilla.

Julio bajó un poco la ventana.

—Queremos llegar a El Alto.

El joven en tono burlón se dirigió a los otros.

—¡Dice que quieren ir a El Alto!

Varios se rieron y se acercaron al vehículo.

—Mi amiga está preocupada por sus padres… Ellos viven allá y no contestan el teléfono.

El joven se agachó y miró el rostro asustado de Verónica.

—No hay paso por ningún lugar. Todo está bloqueado. Por aquí no dejamos pasar a nadie. Tenemos miedo que traigan la peste. Hay muchos lugares que se han organizado como nosotros. Si realmente quieren continuar, van a tener que ir por la autopista. Allí solo hay autos chocados y no vive nadie. 

Abandonaron el coche en una calle aledaña y empezaron a caminar. Eran ya las dos de la mañana y les quedaban todavía unos diez kilómetros para caminar. Como les había dicho el muchacho, pudieron caminar sin problemas en la autopista que unía ambas ciudades. El recorrido se les complicó un poco cuando tuvieron que entrar nuevamente por las calles. Verónica empezó a tomar la delantera. Julio la seguía, no solo porque él no conocía la ciudad, sino y sobre todo, porque se sentía muy débil; no había comido ni bebido nada en casi dos días. 

Con la primera luz del amanecer llegaron a la casa. La puerta de calle estaba abierta de par en par. Verónica empezó a llorar a tiempo que miraba los muebles en el suelo, la vajilla rota, el teléfono en el piso y las cortinas arrancadas.

—¿Mami? —llamó con voz temblorosa. No hubo respuesta.

Miró a Julio y éste la abrazó.

—Me siento muy mal —le dijo.

Ella lo miró con temor. El sacudió la cabeza.

—No estoy enfermo… tengo mucha hambre y sed.

—Tendrás que arriesgarte y salir del traje —le dijo firmemente y continuó—. Vamos a la cocina.

Mientras él comía, ella subió al segundo piso. Entró en el dormitorio de sus padres y se congeló al ver un cuerpo en la cama. Muy despacio se acercó y tuvo dudas para levantar la frazada. ¿Estaba su madre o su padre ahí? ¿Y si era otra persona? ¿Estaría viva? Se decidió y jaló la frazada con fuerza.

—¡Verito! —La señora se lanzó a los brazos de su hija y lloraron ambas haciéndose preguntas. Preguntó por su papá. La madre bajó la cabeza, la movió negativamente y lloró muy despacio.

En eso entró Julio en la habitación.

—¡Señora! Qué bueno haberla encontrado. Vero no estará sola —dijo en tono desconsolado y continuó—. Tienen que irse de aquí. Lejos de las ciudades. Vayan al lago. Allí la tierra es buena. Hay pesca.

—¿Porqué hablas así? ¡Tu vienes con nosotras!

Julio sacudió la cabeza.

—Creo que estoy infectado. ¡Tengo una tristeza tan inexplicablemente oscura! Nunca he sentido esto. Será mejor que me dejen.

Verónica abrazó a Julio e intentó disuadirlo. Él ya ni contestaba. Solo miraba el piso mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. La madre tomó el brazo de Verónica.

—No tiene salvación. Ya lo he visto en el hospital donde fuimos con tu papá. Vi como algunos se ponían así de tristes y luego se suicidaban; y otros tan violentos que se mataban a golpes. A mí no me pasó nada. Una doctora, que se estaba moribunda me dijo que yo probablemente era inmune. Y siendo mi hija, seguramente lo eres tú también. 

Dejaron a Julio echado en la cama. Tomaron algunas cosas personales, algo de comida, pusieron todo en dos maletas con rueditas y empezaron a caminar hacia el oeste, hacia las orillas del lago Titicaca.

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