Elena Chumpitazi Castillo
Mi vida ha sido como un viaje a tierras inhóspitas,
lleno de encuentros con personajes que, para bien o para mal, dejaron su
huella. ¿Me falta carácter? Quizá, aunque nunca me importó demasiado. De alguna
manera he logrado adaptarme a lo que me ha tocado vivir y salir adelante. Pero
ahora me pregunto si hice lo correcto en cada paso, y la respuesta es un
rotundo NO que retumba en mi mente.
A veces pienso en ese niño que fui y que añoraba mucho
a su madre; aunque siempre estuvo con él, ella parecía ausente. Cuando quería
un abrazo y se acercaba a ella, inmediatamente se ponía a hacer alguna cosa y
argumentaba que estaba muy ocupada. Así creció, buscándola y ella evitándolo.
Durante mi adolescencia fui un muchacho tímido, venía
de una familia de militares donde los hombres jamás lloran y las emociones
deben silenciarse. A veces, sin embargo, tenía ganas de gritar, de ser
escuchado, me sentía incompleto.
No cumplía las expectativas de mis padres, por lo que
la poesía fue mi manera de poner en papel los desasosiegos de mi alma, así
recuerdo que uno de mis más sentidos poemas era más o menos así:
«Cómo quisiera que me abraces y dejes de hacer tus
tareas de ama de casa,
Cómo quisiera que me mires con el amor que le hablas a
tus plantas
Si solo pudiera atraer tu atención sabrías lo mucho
que te necesito»
En mi mundo interno, marcado por el dolor y la
inadaptación, existía una preocupación aún mayor: la necesidad de agradar a mis
padres. Así que decidí dejar mis poemas y postular a la escuela de la marina.
Ingresé a la escuela de oficiales en el año mil
novecientos noventa, tenía diecisiete años y pasé todas las pruebas y
sacrificios que pasa un futuro cadete, desde humillaciones y abusos hasta el
reconocimiento de mis superiores, porque, aunque callado, era bastante
inteligente, por lo que no dudé en dirigir mis esfuerzos al área de
inteligencia de la marina.
A lo largo de los años fui testigo de que los
gobiernos de turno anteponían sus propios intereses a los valores que habían
jurado respetar, y de qué manera los altos mandos sucumbían ante las órdenes
del ejecutivo. La institución a la que había admirado toda mi vida poco a poco fue
perdiendo mi respeto, lo que hizo que finalmente tomara una decisión radical,
después de veinte años de haber servido a mi patria.
Tras retirarme con honores, decidí unirme a mi familia
en un negocio de compra y venta de autos usados en el que ellos participaban. A
pesar de que siempre había pensado que los autos esclavizan a las personas —una
idea de mi abuelo que adopté como propia—, no me quedó más opción.
Un día, tras entregar un auto a un cliente, opté por
caminar, la primavera cálida me animaba. En una bodega de barrio conocí a una
joven simpática y curiosa que, en cuestión de minutos, me hizo preguntas sobre
toda mi vida. Pronto, mis visitas a la tienda fueron constantes. Así empezó
nuestra relación y hoy estamos por cumplir quince años de matrimonio.
Siempre había un mal recuerdo de mi vida militar que quería
olvidar: Era mil novecientos noventaicuatro y mi unidad había sido destacada a una
operación de inteligencia en el VRAEM (un valle ubicado entre montañas verdes y
tres ríos importantes en el centro del Perú), con el objetivo de recolectar
información sobre células terroristas aún activas en la región, fue cuando enfrenté
una de las experiencias más duras de mi vida: el peso de la traición.
—Sargento Orosco, este camino no nos llevará al
objetivo —le advertí, notando que nos alejábamos del punto marcado en el mapa.
—Tranquilo, teniente Pesciera. Conozco esta zona como
la palma de mi mano, confíe en mí —respondió con una seguridad que comenzaba a
parecer falsa.
Sin embargo, algo no cuadraba. Insistí:
—Estamos saliendo del área de operación. Regresemos al
sendero principal...
No terminé de hablar cuándo, de repente, una voz
estridente me heló la sangre:
—¡Suelta tu arma, concha de tu madre! ¡No te muevas o
te vuelo la cabeza!
Giré instintivamente hacia Orosco.
—¡¿Qué significa esto?! —le grité, esperando alguna
explicación.
Pero no la hubo. Solo vi cómo se desvanecía entre los
arbustos, sin dignarse a mirarme de nuevo. Me había entregado.
El lugareño, armado con una escopeta vieja pero operativa,
me despojó de mi equipo y me obligó a avanzar. Después de varios minutos,
llegamos a un campamento improvisado escondido en la profundidad de la selva.
Allí me amarraron y encerraron en una choza, vigilada por hombres que portaban
armas desgastadas pero letales. Entre las conversaciones que se filtraban por
las paredes de tablones de madera mal ensamblados, descubrí la verdad: no se
trataba de terroristas activos, sino de colaboradores e informantes de Sendero
Luminoso, un grupo con el que planeaban negociar mi intercambio.
Las horas se hicieron eternas hasta que escuché
detonaciones a lo lejos. La selva se llenó de gritos y disparos. Mi unidad
había localizado el campamento. Tras un enfrentamiento breve pero intenso, me
liberaron. En el helicóptero, mientras me trasladaban a un lugar seguro, la
confirmación de mis sospechas llegó: las coordenadas del campamento habían sido
facilitadas por el propio Sargento Orosco.
Al poco tiempo, Orosco se presentó ante mí con la
intención de justificar lo ocurrido:
«Teniente, solo cumplía órdenes del alto mando. Su
captura era parte de una estrategia para desmantelar ese campamento. ¡Confíe en
mí, jamás lo traicionaría!».
Pero no le creí. No hubo órdenes superiores. Una
investigación posterior reveló la verdad: Orosco había negociado mi captura a
cambio de un salvoconducto seguro para él mismo. Había pactado con los
lugareños, y cuando las cosas salieron mal, trató de cubrir sus huellas.
Sobreviví a esa misión, pero algo en mí cambió para
siempre. La traición de Orosco dejó una herida que nunca cerró, recordándome
cuán frágil puede ser la lealtad.
Galia, mi mujer, tenía cinco meses de embarazo de mi
primer hijo, mis actividades como vendedor de autos me significaban ingresos
mínimos, por lo que decidí incursionar en una empresa de seguridad. Estas habían
experimentado un boom desde los años noventa.
Gracias a mis estudios en inteligencia adquiridos
durante mi tiempo en la marina de guerra, me resultó sencillo conseguir empleo
en esta actividad pujante con la que sentía mayor afinidad.
Mis labores consistían en analizar la conducta humana
y estandarizarla dentro de la empresa. Me ocupaba de la selección de personal,
centrándome en la evaluación del talento. El principal atributo que buscaba era
la obediencia, complementada con el desarrollo de la inteligencia emocional, la
gestión del estrés, el trabajo en equipo en situaciones de crisis y otros
aspectos clave.
Me pagaban bien, y pronto tuve un ascenso a la
posición de subgerente de operaciones, pero trabajaba demasiado, mi hijo ya
había nacido, casi cumpliría un año y yo no tenía tiempo ni energía para disfrutar
de él. Galia al principio estaba feliz con el nuevo empleo que tenía, pero poco
a poco la fui relegando a ella y a mi pequeña nueva familia, a tal punto que mi
relación matrimonial empezó a deteriorarse.
Mi trabajo me abstraía tanto, siempre me atrajo la
idea de que una mente podía manipular a otras usando las herramientas precisas,
para bien o para mal, no importaba, el hecho existía.
Comencé a devorar libros sobre programación
neurolingüística y neurociencia, aplicando sus principios a quienes estaban
bajo mi cargo. Pronto me di cuenta de que algunas mentes eran más fáciles de
influir. Decidí incursionar en el hipnotismo, utilizándolo con frecuencia y sin
restricciones. Con el tiempo, fui cada vez más consciente del poder que tenía
en mis manos: las personas hacían cualquier cosa que les indicara, siempre que
supiera cómo decírselo.
La empresa comenzó a ganar reconocimiento por la
notable eficacia de sus empleados. Sin embargo, cualquiera que no cumpliera con
los estándares que había establecido era inmediatamente apartado.
Recursos humanos me había declarado la guerra, pero la
gerencia estaba feliz con mi desempeño y resultados.
Galia nunca se acostumbró a mis horarios extensos, sin
embargo, como no le faltaba nada, sino todo lo contrario, lo aceptó, se hizo
cargo de la familia y así hemos vivido los casi quince años que llevamos
juntos.
He adquirido mayores responsabilidades, ahora soy
gerente de operaciones, lo que ha significado mejoras salariales. Reconozco que
casi no tengo vida fuera del trabajo, pero a la vez me enorgullece que el
personal a mi cargo me obedezca sin titubear.
Debo confesar que detrás de mi fachada profesional y
calculadora, aún habita el resentimiento. Y el nombre que simboliza esa herida es
Orosco. He tratado de olvidar ese episodio, sin embargo, un oscuro sentimiento
me invade cada vez haciendo que el recuerdo se vuelva vívido.
Un día, mientras revisaba los expedientes de los
nuevos ingresos al equipo de seguridad, un nombre atrapó mi atención como un
disparo inesperado: Gregorio Orosco, hijo del traidor que me había entregado
dos décadas atrás. Al leerlo, sentí cómo las viejas cicatrices de la traición
ardían de nuevo. Una idea comenzó a germinar en mi mente, y decidí aprovechar
esta inesperada oportunidad para ajustar cuentas con el pasado.
Desde ese momento, Pesciera comenzó a actuar con una
precisión calculada. No era un hombre impulsivo. Pasó semanas observando a
Gregorio, analizando cada detalle. El joven era ingenuo, entusiasta y, sobre
todo, confiaba plenamente en su jefe.
Empezó a ganarse su confianza con halagos y tareas haciéndolo
destacar ante el resto del equipo.
Gregorio admiraba al gerente, sin sospechar que detrás
de su trato amable había un corazón helado y una mente maquinando su caída.
El día del simulacro, Gregorio fue asignado al manejo
de los explosivos no letales que se usaban para recrear una amenaza de
sabotaje. Pesciera supervisó cada detalle del operativo, ajustando
discretamente los protocolos para garantizar que un error crítico ocurriera.
Mientras todos estaban concentrados en el ejercicio, él manipuló a distancia el
sistema de seguridad que regulaba la carga explosiva.
En el momento clave, un estallido más fuerte de lo
previsto resonó en el área. Los gritos llenaron el aire mientras el humo se
elevaba. Gregorio fue alcanzado por la onda expansiva y cayó al suelo con un
brazo gravemente herido. Los paramédicos lo atendieron de inmediato, mientras
Pesciera coordinaba las operaciones de rescate con una calma imperturbable.
—Es una desgracia lo que ha pasado, pero haremos todo
lo posible por apoyarlo —declaró más tarde a sus superiores.
Nadie cuestionó al gerente, cuya reputación impecable
lo blindaba de cualquier sospecha.
Días después, Pesciera visitó a Gregorio en el
hospital. Al verlo, convaleciente y agradecido por la «preocupación» de su
jefe, Pesciera sintió una satisfacción oscura mientras lo miraba a los ojos con
una frialdad que el joven no entendió.
Antes de salir, dejó caer unas palabras cargadas de
veneno:
—Gregorio, siempre recuerda algo: en esta vida, los
errores de los padres los terminan pagando los hijos. Que te recuperes pronto.
Gregorio quedó confundido, pero Pesciera no esperó su
reacción. Al cerrar la puerta del cuarto del hospital, sintió que la venganza,
aunque incompleta, le había devuelto una pizca de paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario