jueves, 26 de diciembre de 2024

La venganza

Elena Chumpitazi Castillo


Mi vida ha sido como un viaje a tierras inhóspitas, lleno de encuentros con personajes que, para bien o para mal, dejaron su huella. ¿Me falta carácter? Quizá, aunque nunca me importó demasiado. De alguna manera he logrado adaptarme a lo que me ha tocado vivir y salir adelante. Pero ahora me pregunto si hice lo correcto en cada paso, y la respuesta es un rotundo NO que retumba en mi mente.

A veces pienso en ese niño que fui y que añoraba mucho a su madre; aunque siempre estuvo con él, ella parecía ausente. Cuando quería un abrazo y se acercaba a ella, inmediatamente se ponía a hacer alguna cosa y argumentaba que estaba muy ocupada. Así creció, buscándola y ella evitándolo.

Durante mi adolescencia fui un muchacho tímido, venía de una familia de militares donde los hombres jamás lloran y las emociones deben silenciarse. A veces, sin embargo, tenía ganas de gritar, de ser escuchado, me sentía incompleto.

No cumplía las expectativas de mis padres, por lo que la poesía fue mi manera de poner en papel los desasosiegos de mi alma, así recuerdo que uno de mis más sentidos poemas era más o menos así:

«Cómo quisiera que me abraces y dejes de hacer tus tareas de ama de casa,

Cómo quisiera que me mires con el amor que le hablas a tus plantas

Si solo pudiera atraer tu atención sabrías lo mucho que te necesito»

En mi mundo interno, marcado por el dolor y la inadaptación, existía una preocupación aún mayor: la necesidad de agradar a mis padres. Así que decidí dejar mis poemas y postular a la escuela de la marina.

Ingresé a la escuela de oficiales en el año mil novecientos noventa, tenía diecisiete años y pasé todas las pruebas y sacrificios que pasa un futuro cadete, desde humillaciones y abusos hasta el reconocimiento de mis superiores, porque, aunque callado, era bastante inteligente, por lo que no dudé en dirigir mis esfuerzos al área de inteligencia de la marina.

A lo largo de los años fui testigo de que los gobiernos de turno anteponían sus propios intereses a los valores que habían jurado respetar, y de qué manera los altos mandos sucumbían ante las órdenes del ejecutivo. La institución a la que había admirado toda mi vida poco a poco fue perdiendo mi respeto, lo que hizo que finalmente tomara una decisión radical, después de veinte años de haber servido a mi patria.

Tras retirarme con honores, decidí unirme a mi familia en un negocio de compra y venta de autos usados en el que ellos participaban. A pesar de que siempre había pensado que los autos esclavizan a las personas —una idea de mi abuelo que adopté como propia—, no me quedó más opción.

Un día, tras entregar un auto a un cliente, opté por caminar, la primavera cálida me animaba. En una bodega de barrio conocí a una joven simpática y curiosa que, en cuestión de minutos, me hizo preguntas sobre toda mi vida. Pronto, mis visitas a la tienda fueron constantes. Así empezó nuestra relación y hoy estamos por cumplir quince años de matrimonio.

Siempre había un mal recuerdo de mi vida militar que quería olvidar: Era mil novecientos noventaicuatro y mi unidad había sido destacada a una operación de inteligencia en el VRAEM (un valle ubicado entre montañas verdes y tres ríos importantes en el centro del Perú), con el objetivo de recolectar información sobre células terroristas aún activas en la región, fue cuando enfrenté una de las experiencias más duras de mi vida: el peso de la traición.

—Sargento Orosco, este camino no nos llevará al objetivo —le advertí, notando que nos alejábamos del punto marcado en el mapa.

—Tranquilo, teniente Pesciera. Conozco esta zona como la palma de mi mano, confíe en mí —respondió con una seguridad que comenzaba a parecer falsa.

Sin embargo, algo no cuadraba. Insistí:

—Estamos saliendo del área de operación. Regresemos al sendero principal...

No terminé de hablar cuándo, de repente, una voz estridente me heló la sangre:

—¡Suelta tu arma, concha de tu madre! ¡No te muevas o te vuelo la cabeza!

Giré instintivamente hacia Orosco.

—¡¿Qué significa esto?! —le grité, esperando alguna explicación.

Pero no la hubo. Solo vi cómo se desvanecía entre los arbustos, sin dignarse a mirarme de nuevo. Me había entregado.

El lugareño, armado con una escopeta vieja pero operativa, me despojó de mi equipo y me obligó a avanzar. Después de varios minutos, llegamos a un campamento improvisado escondido en la profundidad de la selva. Allí me amarraron y encerraron en una choza, vigilada por hombres que portaban armas desgastadas pero letales. Entre las conversaciones que se filtraban por las paredes de tablones de madera mal ensamblados, descubrí la verdad: no se trataba de terroristas activos, sino de colaboradores e informantes de Sendero Luminoso, un grupo con el que planeaban negociar mi intercambio.

Las horas se hicieron eternas hasta que escuché detonaciones a lo lejos. La selva se llenó de gritos y disparos. Mi unidad había localizado el campamento. Tras un enfrentamiento breve pero intenso, me liberaron. En el helicóptero, mientras me trasladaban a un lugar seguro, la confirmación de mis sospechas llegó: las coordenadas del campamento habían sido facilitadas por el propio Sargento Orosco.

Al poco tiempo, Orosco se presentó ante mí con la intención de justificar lo ocurrido:

«Teniente, solo cumplía órdenes del alto mando. Su captura era parte de una estrategia para desmantelar ese campamento. ¡Confíe en mí, jamás lo traicionaría!».

Pero no le creí. No hubo órdenes superiores. Una investigación posterior reveló la verdad: Orosco había negociado mi captura a cambio de un salvoconducto seguro para él mismo. Había pactado con los lugareños, y cuando las cosas salieron mal, trató de cubrir sus huellas.

Sobreviví a esa misión, pero algo en mí cambió para siempre. La traición de Orosco dejó una herida que nunca cerró, recordándome cuán frágil puede ser la lealtad.

Galia, mi mujer, tenía cinco meses de embarazo de mi primer hijo, mis actividades como vendedor de autos me significaban ingresos mínimos, por lo que decidí incursionar en una empresa de seguridad. Estas habían experimentado un boom desde los años noventa.

Gracias a mis estudios en inteligencia adquiridos durante mi tiempo en la marina de guerra, me resultó sencillo conseguir empleo en esta actividad pujante con la que sentía mayor afinidad.

Mis labores consistían en analizar la conducta humana y estandarizarla dentro de la empresa. Me ocupaba de la selección de personal, centrándome en la evaluación del talento. El principal atributo que buscaba era la obediencia, complementada con el desarrollo de la inteligencia emocional, la gestión del estrés, el trabajo en equipo en situaciones de crisis y otros aspectos clave.

Me pagaban bien, y pronto tuve un ascenso a la posición de subgerente de operaciones, pero trabajaba demasiado, mi hijo ya había nacido, casi cumpliría un año y yo no tenía tiempo ni energía para disfrutar de él. Galia al principio estaba feliz con el nuevo empleo que tenía, pero poco a poco la fui relegando a ella y a mi pequeña nueva familia, a tal punto que mi relación matrimonial empezó a deteriorarse.

Mi trabajo me abstraía tanto, siempre me atrajo la idea de que una mente podía manipular a otras usando las herramientas precisas, para bien o para mal, no importaba, el hecho existía.

Comencé a devorar libros sobre programación neurolingüística y neurociencia, aplicando sus principios a quienes estaban bajo mi cargo. Pronto me di cuenta de que algunas mentes eran más fáciles de influir. Decidí incursionar en el hipnotismo, utilizándolo con frecuencia y sin restricciones. Con el tiempo, fui cada vez más consciente del poder que tenía en mis manos: las personas hacían cualquier cosa que les indicara, siempre que supiera cómo decírselo.

La empresa comenzó a ganar reconocimiento por la notable eficacia de sus empleados. Sin embargo, cualquiera que no cumpliera con los estándares que había establecido era inmediatamente apartado.

Recursos humanos me había declarado la guerra, pero la gerencia estaba feliz con mi desempeño y resultados.

Galia nunca se acostumbró a mis horarios extensos, sin embargo, como no le faltaba nada, sino todo lo contrario, lo aceptó, se hizo cargo de la familia y así hemos vivido los casi quince años que llevamos juntos.

He adquirido mayores responsabilidades, ahora soy gerente de operaciones, lo que ha significado mejoras salariales. Reconozco que casi no tengo vida fuera del trabajo, pero a la vez me enorgullece que el personal a mi cargo me obedezca sin titubear.

Debo confesar que detrás de mi fachada profesional y calculadora, aún habita el resentimiento. Y el nombre que simboliza esa herida es Orosco. He tratado de olvidar ese episodio, sin embargo, un oscuro sentimiento me invade cada vez haciendo que el recuerdo se vuelva vívido.

Un día, mientras revisaba los expedientes de los nuevos ingresos al equipo de seguridad, un nombre atrapó mi atención como un disparo inesperado: Gregorio Orosco, hijo del traidor que me había entregado dos décadas atrás. Al leerlo, sentí cómo las viejas cicatrices de la traición ardían de nuevo. Una idea comenzó a germinar en mi mente, y decidí aprovechar esta inesperada oportunidad para ajustar cuentas con el pasado.

Desde ese momento, Pesciera comenzó a actuar con una precisión calculada. No era un hombre impulsivo. Pasó semanas observando a Gregorio, analizando cada detalle. El joven era ingenuo, entusiasta y, sobre todo, confiaba plenamente en su jefe.

Empezó a ganarse su confianza con halagos y tareas haciéndolo destacar ante el resto del equipo.

Gregorio admiraba al gerente, sin sospechar que detrás de su trato amable había un corazón helado y una mente maquinando su caída.

El día del simulacro, Gregorio fue asignado al manejo de los explosivos no letales que se usaban para recrear una amenaza de sabotaje. Pesciera supervisó cada detalle del operativo, ajustando discretamente los protocolos para garantizar que un error crítico ocurriera. Mientras todos estaban concentrados en el ejercicio, él manipuló a distancia el sistema de seguridad que regulaba la carga explosiva.

En el momento clave, un estallido más fuerte de lo previsto resonó en el área. Los gritos llenaron el aire mientras el humo se elevaba. Gregorio fue alcanzado por la onda expansiva y cayó al suelo con un brazo gravemente herido. Los paramédicos lo atendieron de inmediato, mientras Pesciera coordinaba las operaciones de rescate con una calma imperturbable.

—Es una desgracia lo que ha pasado, pero haremos todo lo posible por apoyarlo —declaró más tarde a sus superiores.

Nadie cuestionó al gerente, cuya reputación impecable lo blindaba de cualquier sospecha.

Días después, Pesciera visitó a Gregorio en el hospital. Al verlo, convaleciente y agradecido por la «preocupación» de su jefe, Pesciera sintió una satisfacción oscura mientras lo miraba a los ojos con una frialdad que el joven no entendió.

Antes de salir, dejó caer unas palabras cargadas de veneno:

—Gregorio, siempre recuerda algo: en esta vida, los errores de los padres los terminan pagando los hijos. Que te recuperes pronto.

Gregorio quedó confundido, pero Pesciera no esperó su reacción. Al cerrar la puerta del cuarto del hospital, sintió que la venganza, aunque incompleta, le había devuelto una pizca de paz.

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