lunes, 6 de enero de 2025

Quimeras

Rosario Sánchez Infantas


Me sentí desnudo y doblemente vulnerable.

Fluían ondulantes y envolventes las notas del bolero caribeño en la fría noche andina. Sentí que su voz grave, tersa y desgarrada se dirigía a mí, a pesar de la centena de personas que ocupaba el pequeño auditorio en la ceremonia del hospital donde trabajo.

Por qué no han de saber

que te amo vida mía

Por qué no he de decirlo

Si fundes tu alma con el alma mía.

Y también estaba su gracia, que no era solo belleza. Alto, atlético y de piel canela. En su rostro armonioso destacaban unos grandes ojos negros y cabellos ligeramente ensortijados. Cualquiera que lo viera diría que era hermoso.

De seguro, muchos de los presentes, imaginaban complacidos que dedicaba la canción a su novia, sentada en primera fila. Otra criatura hermosa, esbelta y delicada, de mirada profunda, piel morena y sedosos cabellos rizados. Electricista Daniel y asistente de contabilidad Nuria, provenían ambos de la costa norte peruana. Sus características físicas llamaban la atención del personal asistencial y de los pacientes, en su mayoría de procedencia andina.

Se vive solamente una vez,
Hay que aprender a querer y a vivir
Hay que saber que la vida,
Se aleja y nos deja llorando quimeras.

El flamante hospital de la seguridad social estaba ubicado en un centro metalúrgico, en la sierra peruana, a cuatro mil metros de altura. Albergaba técnicos especializados y profesionales de diversas partes del país. Uno de ellos era yo, el doctor Vera Amorín, médico cirujano, hijo único del dueño de una hacienda en el vecino valle del Mantaro. Realicé mis estudios escolares como alumno interno en un colegio de élite en Lima, la capital peruana; lugar en el cual, posteriormente, estudié medicina. En los años cincuenta, mi piel blanca, cabello castaño, apellidos europeos y la acomodada posición económica de mi familia, ocultaban mi origen andino. Era una época en que lo nativo y del interior del país eran vistos como algo vergonzoso.

Mi piel blanca, cabellos castaños, apellidos europeos y buena posición económica encubrían mi origen andino en los años cincuenta en los cuales lo nativo y lo del interior del país eran vistos como algo vergonzoso.

Lo único que recuerdo de mi padre es su trato hosco y autoritario con mi dócil madre y conmigo. Murió al caerse del caballo cuando yo terminaba la primaria; pero ya había decidido que su hijo fuera médico. Me dejó también inseguridad, inercia y el respeto absoluto de las normas como medio de protección. Cumplí el designio paterno sin atreverme a escuchar mi propio sentir. A los treinta años, me había acostumbrado a ser un buen médico, a justificar mi escasa vida social en mis abundantes alergias, espasmos bronquiales y cefaleas. Acallé mi palabra leyendo mucho, escuchando música clásica e interpretando el violín en mi pieza del hospital.  

No quiero arrepentirme después,
De lo que pudo haber sido y no fue
Quiero gozar esta vida,
Teniéndote cerca de mí hasta que muera.

«Lo que pudo haber sido y no fue». Este verso del bolero me confronta con mi más grande y frustrado anhelo: lo que pudo ser y no fue. No habría nada más que pedirle a la vida si pudiera decir: «Quiero gozar esta vida, teniéndote cerca de mí hasta que muera».

El recuerdo de la burla paterna y de mis malos desempeños sociales arraigó profundamente en mí. Esto se entrelazó con el imperativo de ser perfecto y competente en todo lo que emprendiera para así lograr el cariño y aprobación de familiares y amigos. Al enfrentar las situaciones sociales anticipaba desempeños torpes que terminaban cumpliéndose y reforzando la pobre imagen que tenía de mí mismo. Estudiar mucho y obtener buenos calificativos me brindaba la única opinión aceptable acerca de quién era yo.

Desde la escuela de medicina hubo varias mujeres hermosas a las que parecía interesar. Sin embargo, establecer vínculos con ellas me parecía algo que escapaba a mi control y me generaba mucha ansiedad, evitándolo de plano. Agradecí cuando me dieron la reputación de arrogante y me dejaron en paz. Muy pronto también me catalogaron así en el hospital en el cual empecé a trabajar. Soy de naturaleza solitaria; sin embargo, en aquellas frías noches, en las que el hospital parecía navegar en la densa oscuridad de un mar polar, mientras veía caer la nieve, me inundaba la tristeza, sentía que todos los ángeles habían muerto. Es entonces que sufría la necesidad de un «nosotros».

Cuando llevaba trabajando medio año en este hospital llegó, desde la capital, Verónica Mendoza. Una nutricionista que bordeaba los treinta años, guapa, desinhibida y muy independiente. Causó entusiasmo entre el personal masculino y críticas entre el femenino. No sé qué me vio que dedicó cinco meses a conquistarme. 

Es una muy buena compañera, tiene un agradable sentido del humor, mantiene muy lindo el departamento y en los eventos a los que asistimos se lleva toda la atención que no quiero sobre mí. Foráneos, profesionales, solteros y con padres fallecidos, terminamos casándonos en una sencilla ceremonia, sorprendiendo así a nuestros compañeros de trabajo por la rapidez de nuestra decisión.

Hoy coincidimos en la consulta pediátrica: nosotros y nuestra pequeña Verito; Daniel y Nuria con su Danielito. Luego de la sorpresa inicial y las frases de cortesía, mientras esperábamos el turno de atención de nuestra bebé, recordé haber realizado, un tiempo atrás, el examen físico del antebrazo fracturado de Daniel. No pude evitar estremecerme al tocar su piel, nos miramos, nos encontramos y sin decir palabra nos despedimos. Desde entonces cada cual propuso a su imaginación la quimera de ser feliz en su matrimonio. Entonces también cobró sentido el bolero aquel que comienza y termina así:     

Qué importa si después,
Me ven llorando un día
Si acaso me preguntan,
Diré que te quiero mucho todavía.

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