Víctor Purizaca
Era un día frío, frío y húmedo. La
garúa nos había acompañado toda la mañana. El Loco Giraldo estaba más tedioso
que de costumbre.
—Tú, chanchito,
continúa con el tema.
Colichón se había parado de
improviso y atenazó la tiza rosada que reposaba sobre el pupitre. Se debía
continuar con el tema asignado: Pizarro en la isla de Puná. Frotó la tiza sobre
la pizarra y un chirrido nos trató de despertar. Sobre la pared, Giraldo apoyaba
la cabeza. En Historia siempre nos hacía continuar el tema específico
correspondiente luego que él diera la pauta magistral. El Guapo de disciplina percute
la puerta de madera del segundo C del prestigioso colegio Champagnat de
Miraflores con el puño izquierdo entrecerrado, pórtico vibrante encofrado en
vidrios corrugados de distintos colores. El Guapo Ben del departamento de
Normas Educativas espera acariciando su silbato que la puerta se entreabra. Me
sentía seguro antes de la disertación: había ojeado el libro de Antonio Guevara
Espinoza.
Los bostezos cesan por un instante, el pequeño Ortega
raudo mueve su melena negra y sus ojos saltones acompañan la gestualidad del
rostro agrietado del Guapo Ben en tanto abre la puerta. Se
escuchan pasos presurosos sobre las losetas rojiamarillas. Entrecierra los pequeños ojos marrones don Artemio
Hinojosa detrás de las lunas verdes cuando Ortega mueve la manija. Giraldo
entreabre los ojos, la boca y se rasca la nariz. El Guapo Ben se acomoda.
—Buenos
días don Artemio.
—Buenos días,
profesor Giraldo. A ver, a ver, esa gente del fondo.
Colichón se aproxima a la esquina
del pizarrón y su espalda da a la puerta. Ortega se acomoda en su asiento y
mira la hora por un momento.
—Recordemos que
deberán venir correctamente uniformados para el día de mañana. Aquel que
incumpla será sancionado con papeleta.
Giraldo recalcó el valor y la
importancia de las Fiestas Patrias. Con gallardía y firmeza debería ser el
desfile. Ningún haragán estropearía estas festividades. Con la voz ronca y
gruesa desafió al salón entero. El Guapo Ben se despidió con el pulgar
levantado, mientras abandonaba el aula acelera el paso y se acomoda los lentes
verdosos con marcos de carey negro y el vozarrón listo para el segundo B.
—Galdós,
continúe con la clase —Conmina Giraldo.
Abandono
mi pupitre y detenido frente al salón, diserto.
—Es cuando Pizarro
trazó una línea y mirando fijamente a Sebastián de Benal…
Giraldo ya sentado nuevamente tose y
se saca un moco, lo deposita bajo su silla y escruta mi exposición.
—Galdós, Carlos
Galdós, estás hasta las huevas. No has leído nada, como debe de ser. ¡Siéntate,
carajo! ¡Pacheco! Lo que sigue.
Pacheco prosiguió con el relato, el
salón olía delicioso, era la lonchera de Wong, su mamá era experta en jamón con
queso cajamarquino y tostadas, qué rico. Me senté a esperar el cambio de hora, al
fondo la murmuración de Pacheco. Las imágenes del verano volvían a mí. Era
Omar, un piurano que volvía a mi mente. Era alto y grueso, blanco como la leche
Enci, nariz regordeta, ojos avispados, dedos largos y rechonchos; solía
acariciarse con la mano derecha el denario que rodeaba su dedo anular
izquierdo. Era el calor, febrero, la casa de mi tía Lulú a dos cuadras del
Parque de los Bomberos, lucía tranquila e inmutable. Omar vino a traer luz, alegría,
jugábamos carnavales con los muchachos de la cuadra cinco de la avenida
Canevaro.
Omar había venido a visitar a su tía Mary, sus padres
eran estrictos y solo le permitían distraerse los veranos en Lima. Mary y Lulú
eran vecinas. Estudiaba en el colegio San Ignacio de Loyola de Piura. Pedrito
Slee había contado una vez en clase que jugando pelota había conocido dos zurdos
del colegio La Inmaculada. Marcaban como el Panadero Díaz y salían jugando como
Muñante. Un recogebolas los había visto haciendo sexo oral al entrenador de fútbol,
luego de una práctica matutina. Fueron expulsados del torneo de interbarrios
que transcurrió en Surquillo. Muy a pesar del director continuaron en el
jesuítico colegio. No pasó de un rumor. En medio de la clase de religión Slee
sentenció: Esos jesuitas son unos auténticos
chupapingas. Todos reímos.
Bordeábamos el mes de marzo y mi
mamá había tenido una reunión en la casa de una enfermera, jefa de servicio de
enfermería del hospital Rebagliati. Omar aún no regresaba a su Piura natal.
—Carlitos, ahí te
dejo tacu tacu, me voy a la reunión de Meche.
—Ya mamá.
Diez minutos y ya estaba en la morada
de la tía Lulú. Abrí la reja blanca y golpeé la puerta. Omar Castro, imponente,
rechoncho y con su bendito denario asomó por la ventana. Risueño y chino.
—Charly, qué bien,
mi tía ha salido a visitar a mi abuelita al Rímac, ¡juguemos cartas!
Casino, un, dos, un, dos. Repartía
con vehemencia.
—Ya me estoy
aburriendo, Omarcito.
—Charly, la mano
nerviosa es la mejor.
—A ver, dale.
Soltaba bromas y se acomodaba las
gafas mientras golpeaba la mesa estruendosamente, vigorosamente, al coincidir
las cartas con los números vociferados.
Fui a traer un vaso con Pasteurina
que el jesuítico amigo me ofreciera minutos después que ingresara a la sala. Me
aproximé al mesón y Omarcito se me abalanzó cogiéndome de la cintura con
firmeza y delicadeza, sosteniendo con su mano izquierda mi cabellera castaña y
deslizándola sobre mis rizos. Sentí su pachuli, inundaba el olor toda la
habitación. Sin poder reaccionar me besó, me sentí desfallecer.
—Me gustas mucho,
mi colorada.
Posó su lengua sobre mi cuello y me
estremecí, desabotonó tres botones de mi camisa, me condujo a su habitación. Mordisqueó
mis hombros y me bajó mi pantaloncillo Wrangler. Embutió mi pene en su boca,
sentí perderme por un momento. Entraba y salía con frenesí. Apoyé mi espalda en
la pared donde sentí que mis venas iban a estallar. Acabé en su boca. Me lleno
de besos tiernos que devolví. Briosos y apasionados a escondidas; el quince de
marzo empezaban clases los del San Ignacio. Una llamada a la casa y un suspiro,
fue la despedida.
Mi madre moriría de un paro, mi
padre de un cólico. Siempre había sido un cagón. Médico antiguo en el hospital
Rebagliati. Enano y pingaloca. Escribía una sección de recomendaciones médicas
en El Comercio. Lo felicitaban, lo elogiaban, para mí era un pezuñento más. Carlitos
maricón. Nunca. Ver a mi progenitora perdida, acabada, desilusionada, nones. Un
machito respondón, eso era para ella. Mi madre había sido secretaria del
Servicio de Medicina Interna del hospital Rebagliati, donde conoció a mi padre,
el enano erótico.
—Galdós, Galdós,
¿en qué carajo piensas, huevón?
—Sí, profe, ¿cómo?
—Andas más volado.
Recoge las monografías que dejé la semana pasada.
Todos se observaron en silencio y
Giraldo lanzó carajos.
—¿Pensaban que me
había olvidado? Me entregan la monografía ahorita, ya casi acaba la clase.
Cojudos.
Sobre la fila levanté la mano, la
mayoría no dejaban de hablar y de algún modo había que llamar la atención; Calderón
y Zapata fueron los primeros en entregarme sus monografías. En menos de un
minuto la ruma de monografías ya descansaban sobre el escritorio de Giraldo.
Restalla la campana y los
mozalbetes salen al descanso. Varios niños ansiaban el pan con palta y los
huevos sancochados que sus mamacitas les habían enviado. Algunos hacían
círculos en el patio conversando y otros apresuraban el paso tras conseguir el
balón para la pichanga fugaz.
Caminamos con Estrada cerca de los
camerinos y nos detuvimos. Caleta, nomás una revista Playboy de su viejo.
Súbitamente, alto, robusto, hombros anchos, tez blanca, ojos firmes. Me acomodé
mis cabellos castaños y lo vi levitar sobre la cancha. Agitó la mano y saludó.
Estrada movió sus ojos verdosos sobresalientes y gritó:
—¡Cabredo, por acá!
—Huevón, ¿cómo se
llama tu pata?
—Idiáquez… Cabredo,
pues huevón, ¿cómo lo estoy llamando?, es de Piura, juega básquet como la
putamadre, es del Colegio San Ignacio.
Mi cuerpo se estremeció de recordar
los momentos que pasé con Omar, y volví en éxtasis al visualizar su cara llena
de mi leche y como nos besábamos a escondidas.
—¿Qué te parece?
—Me parece bien, un
poco llenito.
Me mira fijamente rascándose la
nariz sin dejar de acomodarse el mechón colorado.
—Oye, ¿qué hablas
huevón?
—Pero…
—Él tiene una
pornoteca huevón, hembras ricas, Dana Plato sin calzón, calatita.
—Ah, claro pues,
puta, qué creías. La de la serie Blanco y Negro, tiene cara de monse. Sale
peladita, y su rajita, ¿qué tal?
Gabriel ya estaba a nuestro lado, agitó
sus manos, en ademán de saludo. Estrada hablaba mucho, Carlitos disimula. Estoy
salivando.
—Ok, ok, entonces
así quedamos.
Tosió Estrada y Gabriel se fue, restaba
poco para regresar al aula.
—Bien tartamudo el
panzón este, tiene cara del Gordo Cassaretto, puta, casi, casi, necesitaba
traductor.
—Gordo de mierda.
Miré mi reloj.
—El sábado a las
diez para jugar básquet y ha prometido tres pornos, huevón.
—Puta, ¿franco?
—Calla, pajero de
mierda. Franco.
Desfilamos al salón, Estrada siempre
hablaba huevadas. Omar vino a mi mente, sus besos su respiración. Carne trémula
mordisqueada.
La mañana devino en clases,
fórmulas, Soria, el de Matemática y Carrasco, el de Lenguaje, ya los cuadernos
bostezaban y nosotros con la panza como un tambor. Descanso y Botánica, tarea
para el fin de semana. En el micro la gente atiborrada, sudorosa y maloliente.
Eran tres y cuarto y ya se anunciaba el Parque de los Bomberos.
—Baja chato, baja.
—Pie derecho, pie
derecho.
Me encuentro en la vereda
carcomida. Marcho a mi aposento, calentaba la comida de lunes a viernes pues mi
vieja trabajaba de ocho a cinco en el hospital. Sobre el felpudo de bienvenida
de mi casa reposaba una carta con bordes rojos. Dejé mi mochila de jean sobre
el piso y recogí la misiva. Sobre la esquina izquierda rotulado el nombre de
Omar Castro. Qué hermoso. En la sala lancé la mochila sobre el sofá más ancho y
me desplomé en la silla mecedora contigua al comedor. Leí todo, todito, me
decía que me extrañaba, y que aún sentía mi leche en su boca. Me excité y de
solo imaginarlo me pajeé en su nombre dos veces sobre la taza del baño de mi mamá,
decorada con listones rosados. Harto lejía para limpiar. Guardé la carta debajo
de mi muñeco de Mazinger Z que decoraba mi mesita de noche en mi habitación.
Omar me anunciaba que estaba loco por viajar, pero solo lo podría hacer el
próximo verano, ñami, ñami.
Estrada, Colichón llegaron a las
nueve y treinta. Muñoz y yo estábamos en Pastoral desde más temprano. Era
sábado. El Hermano Rafael nos registró por la pelota de básquet. Gabriel
Cabredo deambulaba entre el quiosco y los juegos metálicos de la arena; miraba
su reloj y acomodaba su cabello. Otros de la promoción ya lo habían saludado y
acudían a la cancha de fútbol.
—Cabredo, ven, ven.
Colichón, levantaba la mano desde
las escalinatas que comunicaban al patio principal, donde jugaríamos básquet.
Gabriel se acomodó la panza en su
polo y apuró el paso.
—Hola, hola, qué
tal.
Muñoz le hizo un ademán y con cinco
muchachos más del segundo D completamos el cuadro.
Marcábamos fuertemente, la avanzada
era Cabredo y Colichón, Muñoz y yo impedíamos sus anticipos. Sudábamos, cada
vez que cogía el balón, sentía su panza en mi espalda, por momentos, mi corazón
latía y mi culito también.
Ufff, qué cansancio. Tiempo y a
tomar un poco de líquido. Cabredo se tomó una Inka Kola. Al otro lado, las
prácticas de la selección del colegio en la cancha de fútbol ya habían
comenzado. Estuvimos por los camerinos, Muñoz, Gabriel y yo. Arreciaba el sol,
nos cubríamos con las gorras. Estrada ya no estaba, se había ido con Abusada a
hablar huevadas a otra parte. Cinco minutos después el Gordo Muñoz se fue a
comer pan con pollo al quiosco. Ese gil ya no regresa.
Lato Berenguel, encargado del curso
de Educación Física, comenzaba la práctica, mientras con el índice señalaba el
balón y once chiquillos apuraban el paso, zigzagueaban en diez conos
desplegados por toda la cancha.
Nos quedamos solos, las pornos en
los camerinos.
—Qué tales hembras.
—Qué rico.
Antes de que terminará la siguiente
frase, le toqué su paquete. Por un momento sentí la mirada de los que realizaban
ejercicios futbolísticos sobre el pasto. Lato Berenguel, no soltaba el silbato
y daba órdenes sin cesar. Vi el rostro redondeado de Gabri e hizo un ademán de
beso y ante mi sorpresa no tuvo más que lanzar un gemido y a empellones me
lanzó dentro del camerino. Cerró los ojos y me besó profundamente, sabía a
menta, probó mis labios y mi lengua. Lo atenacé lo que pude, acomodando mi
pequeño cuerpo en su pecho y sus carnosos brazos. Siento un golpe detrás de mí.
Un manotazo en mi nuca, es lo que continúa.
—¡Cabro de mierda!
Slee espetó. Arroja un escupitajo
en la mayólica celeste del camerino, levanta el puño. Luigi Vergani y medio
equipo de la selección de fútbol se desplegaban fuera de camerino.
Kiko
Mongrut había estado con su hermanita de diez años sobre el pasto del lateral
izquierdo viendo la práctica, tenía las retinas impregnadas de los besos de aquellos
chiquillos.
Fueron dos puños que cruzaron la
cara rosada y delicada de Carlos Galdós.
—¡Maricón de mierda!
Señalaba Mongrut, la furia era atroz,
la hermanita impávida. Vergani los separó.
—Calma, calma,
muchachos, déjenlos respirar.
Lato calmó el tumulto y el
griterío. Cabredo se acomodaba el pantalón y Galdós estaba rojo, fuego, trataba
de acomodarse el cabello mientras la respiración se acortaba.
—A ver, a ver, ¿qué
ha pasado aquí?
Slee repitió todo lo visto. Pedrito
no soportaba la imagen y en una cancha donde los bravos se miden. Si quieren
ser locas que lo sean pero lejos de aquí.
—Bueno, este tipo
de cosas, bueno… no sé, sería bueno hablar con los hermanos. Arréglense que
vamos para allá.
—Cabros de mierda,
que vayan a joder a su casa…
Mongrut estaba furioso y cuando
Slee quiso continuar la frase, Berenguel interrumpió con dos aplausos.
—Esto lo ven los
Hermanos.
Ah, carajo, el Hermano Germán
Garcés, era director del colegio Champagnat de Miraflores, había sido director
del colegio Cristo Rey de Cajamarca tras una eficiente administración fue promovido
a Lima. Risueño, colorado un metro sesenta y cinco centímetros de chispa
castellana.
—Pero, Lato, esto
puede quedar entre nosotros.
—No, no, Germán está
en la Casa de los Hermanos, aquí nomás.
Carlos Galdós, colorado,
avergonzado.
Cabredo lucía más tranquilo y
pausado encargó sus revistas a Sarria.
El tumulto se había calmado,
Vergani apaciguaba a los potros salvajes, Mongrut abrazaba su hermana mientras
Lato marchaba con Charly y Gabriel directo a la Casa de los Hermanos,
residencia y reposo de los maristas.
Mi vieja se muere, se muere.
Cabredo, antes de ingresar, me guiñó el ojo derecho. Lato nos hizo ingresar.
Una morena, embutida en un mandil blanco, nos condujo a una sala amplia donde
Garcés leía un libro grueso de Calderón de la Barca. Vestía una camisa celeste
y un pantalón blanco, unas sandalias franciscanas adornaban sus pies. Tomamos
asiento y Lato con lujo de detalles relato los hechos y el conato de pleito que
no pasó a mayores.
—Vamos, vamos,
vamos. A mí me parece que debéis tener asesoría especial y ante estos hechos
les invitaría a que hablaran con sus padres para evaluar el asuntillo
enrevesado, con un psicólogo… para calmar estos impulsos, que emanan
férreamente en vuestra edad.
—No a mi madre, no,
hermano, Lato…
—Bueno hijo,
respira un poco, hay que llevar las cosas paso a paso, sin condenar.
Entré en llanto, yo que tenía
facilidad de palabra, siempre tan risueño, sin una sílaba siquiera.
Lágrimas gruesas, moco largo y tendido. Lato me palmoteó la
nuca y rogué a Dios que mi madre no se
enterara. Cabredo inmutable. Me despedí y salí por la puerta de primaria, no
quería ver a nadie, ni a Vergani, ni a Slee, ni a Mongrut. El comunicado y la
letra de Garcés en mi bolsillo. Caminé hasta la avenida Pardo y tomé la línea
diez, como sonámbulo me bajé en la avenida Salaverry y deambulé desde el
hospital Rebagliatti. Rastrero y agusanado marché hasta mi casa por la avenida
Canevaro. Y mi mamá me ofreció ají de gallina, no comí ni un bocado, ni la aceituna y subí al dormitorio.
Todo el día en silencio. Las ocho
arreciaba y solía ver Crímenes sin Resolver por canal nueve.
—Carlitos, voy a
jugar canasta a la casa de la tía Monique.
—Chau mamá.
El programa insípido, los ojos se
me pegaron.
Suena mi alarma, programada entre
sollozos para la medianoche, me acomodo la camisa y me rasco los ojos. Ojos
rojos y casi nublados empiezan a despejar. Olía a pachuli y un gemido se escucha
en el fondo. Camino sin zapatos y vislumbro a una mujer sentada junto a la mesa
del comedor. En la mesa descansa una botella de pisco acholado y una copa a
medio terminar. Mi madre lloraba desconsoladamente. En su mano derecha arrugada
la carta de Omar y en la izquierda mi Mazinger Zeta, colgaba un brazo roto. El
lamento inundó la habitación y solo atiné a quedarme parado y rascarme mi
escroto sin disimulo.
El siguiente lunes, mi mamá y mi
tío Paco me matriculaban en el José Olaya de Miraflores. La verdad, aunque
muchos no me crean, es que siempre odié el himno marista.
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