viernes, 6 de diciembre de 2019

Galdós, el precoz


Víctor Purizaca

Era un día frío, frío y húmedo. La garúa nos había acompañado toda la mañana. El Loco Giraldo estaba más tedioso que de costumbre.
Tú, chanchito, continúa con el tema.
Colichón se había parado de improviso y atenazó la tiza rosada que reposaba sobre el pupitre. Se debía continuar con el tema asignado: Pizarro en la isla de Puná. Frotó la tiza sobre la pizarra y un chirrido nos trató de despertar. Sobre la pared, Giraldo apoyaba la cabeza. En Historia siempre nos hacía continuar el tema específico correspondiente luego que él diera la pauta magistral. El Guapo de disciplina percute la puerta de madera del segundo C del prestigioso colegio Champagnat de Miraflores con el puño izquierdo entrecerrado, pórtico vibrante encofrado en vidrios corrugados de distintos colores. El Guapo Ben del departamento de Normas Educativas espera acariciando su silbato que la puerta se entreabra. Me sentía seguro antes de la disertación: había ojeado el libro de Antonio Guevara Espinoza.
Los bostezos cesan por un instante, el pequeño Ortega raudo mueve su melena negra y sus ojos saltones acompañan la gestualidad del rostro agrietado del Guapo Ben en tanto abre la puerta. Se escuchan pasos presurosos sobre las losetas rojiamarillas. Entrecierra los pequeños ojos marrones don Artemio Hinojosa detrás de las lunas verdes cuando Ortega mueve la manija. Giraldo entreabre los ojos, la boca y se rasca la nariz. El Guapo Ben se acomoda.
—Buenos días don Artemio.
Buenos días, profesor Giraldo. A ver, a ver, esa gente del fondo.
Colichón se aproxima a la esquina del pizarrón y su espalda da a la puerta. Ortega se acomoda en su asiento y mira la hora por un momento.
Recordemos que deberán venir correctamente uniformados para el día de mañana. Aquel que incumpla será sancionado con papeleta.
Giraldo recalcó el valor y la importancia de las Fiestas Patrias. Con gallardía y firmeza debería ser el desfile. Ningún haragán estropearía estas festividades. Con la voz ronca y gruesa desafió al salón entero. El Guapo Ben se despidió con el pulgar levantado, mientras abandonaba el aula acelera el paso y se acomoda los lentes verdosos con marcos de carey negro y el vozarrón listo para el segundo B.
—Galdós, continúe con la clase —Conmina Giraldo. 
Abandono mi pupitre y detenido frente al salón, diserto.
Es cuando Pizarro trazó una línea y mirando fijamente a Sebastián de Benal…
Giraldo ya sentado nuevamente tose y se saca un moco, lo deposita bajo su silla y escruta mi exposición.
Galdós, Carlos Galdós, estás hasta las huevas. No has leído nada, como debe de ser. ¡Siéntate, carajo! ¡Pacheco! Lo que sigue.
Pacheco prosiguió con el relato, el salón olía delicioso, era la lonchera de Wong, su mamá era experta en jamón con queso cajamarquino y tostadas, qué rico. Me senté a esperar el cambio de hora, al fondo la murmuración de Pacheco. Las imágenes del verano volvían a mí. Era Omar, un piurano que volvía a mi mente. Era alto y grueso, blanco como la leche Enci, nariz regordeta, ojos avispados, dedos largos y rechonchos; solía acariciarse con la mano derecha el denario que rodeaba su dedo anular izquierdo. Era el calor, febrero, la casa de mi tía Lulú a dos cuadras del Parque de los Bomberos, lucía tranquila e inmutable. Omar vino a traer luz, alegría, jugábamos carnavales con los muchachos de la cuadra cinco de la avenida Canevaro.
Omar había venido a visitar a su tía Mary, sus padres eran estrictos y solo le permitían distraerse los veranos en Lima. Mary y Lulú eran vecinas. Estudiaba en el colegio San Ignacio de Loyola de Piura. Pedrito Slee había contado una vez en clase que jugando pelota había conocido dos zurdos del colegio La Inmaculada. Marcaban como el Panadero Díaz y salían jugando como Muñante. Un recogebolas los había visto haciendo sexo oral al entrenador de fútbol, luego de una práctica matutina. Fueron expulsados del torneo de interbarrios que transcurrió en Surquillo. Muy a pesar del director continuaron en el jesuítico colegio. No pasó de un rumor. En medio de la clase de religión Slee sentenció: Esos jesuitas son unos auténticos chupapingas. Todos reímos.
Bordeábamos el mes de marzo y mi mamá había tenido una reunión en la casa de una enfermera, jefa de servicio de enfermería del hospital Rebagliati. Omar aún no regresaba a su Piura natal.
Carlitos, ahí te dejo tacu tacu, me voy a la reunión de Meche.
Ya mamá.
Diez minutos y ya estaba en la morada de la tía Lulú. Abrí la reja blanca y golpeé la puerta. Omar Castro, imponente, rechoncho y con su bendito denario asomó por la ventana. Risueño y chino.
Charly, qué bien, mi tía ha salido a visitar a mi abuelita al Rímac, ¡juguemos cartas!
Casino, un, dos, un, dos. Repartía con vehemencia.
Ya me estoy aburriendo, Omarcito.
Charly, la mano nerviosa es la mejor.
A ver, dale.
Soltaba bromas y se acomodaba las gafas mientras golpeaba la mesa estruendosamente, vigorosamente, al coincidir las cartas con los números vociferados.
Fui a traer un vaso con Pasteurina que el jesuítico amigo me ofreciera minutos después que ingresara a la sala. Me aproximé al mesón y Omarcito se me abalanzó cogiéndome de la cintura con firmeza y delicadeza, sosteniendo con su mano izquierda mi cabellera castaña y deslizándola sobre mis rizos. Sentí su pachuli, inundaba el olor toda la habitación. Sin poder reaccionar me besó, me sentí desfallecer.
Me gustas mucho, mi colorada.
Posó su lengua sobre mi cuello y me estremecí, desabotonó tres botones de mi camisa, me condujo a su habitación. Mordisqueó mis hombros y me bajó mi pantaloncillo Wrangler. Embutió mi pene en su boca, sentí perderme por un momento. Entraba y salía con frenesí. Apoyé mi espalda en la pared donde sentí que mis venas iban a estallar. Acabé en su boca. Me lleno de besos tiernos que devolví. Briosos y apasionados a escondidas; el quince de marzo empezaban clases los del San Ignacio. Una llamada a la casa y un suspiro, fue la despedida.
Mi madre moriría de un paro, mi padre de un cólico. Siempre había sido un cagón. Médico antiguo en el hospital Rebagliati. Enano y pingaloca. Escribía una sección de recomendaciones médicas en El Comercio. Lo felicitaban, lo elogiaban, para mí era un pezuñento más. Carlitos maricón. Nunca. Ver a mi progenitora perdida, acabada, desilusionada, nones. Un machito respondón, eso era para ella. Mi madre había sido secretaria del Servicio de Medicina Interna del hospital Rebagliati, donde conoció a mi padre, el enano erótico.
Galdós, Galdós, ¿en qué carajo piensas, huevón?
Sí, profe, ¿cómo?
Andas más volado. Recoge las monografías que dejé la semana pasada.
Todos se observaron en silencio y Giraldo lanzó carajos.
¿Pensaban que me había olvidado? Me entregan la monografía ahorita, ya casi acaba la clase. Cojudos.
Sobre la fila levanté la mano, la mayoría no dejaban de hablar y de algún modo había que llamar la atención; Calderón y Zapata fueron los primeros en entregarme sus monografías. En menos de un minuto la ruma de monografías ya descansaban sobre el escritorio de Giraldo.
Restalla la campana y los mozalbetes salen al descanso. Varios niños ansiaban el pan con palta y los huevos sancochados que sus mamacitas les habían enviado. Algunos hacían círculos en el patio conversando y otros apresuraban el paso tras conseguir el balón para la pichanga fugaz.
Caminamos con Estrada cerca de los camerinos y nos detuvimos. Caleta, nomás una revista Playboy de su viejo. Súbitamente, alto, robusto, hombros anchos, tez blanca, ojos firmes. Me acomodé mis cabellos castaños y lo vi levitar sobre la cancha. Agitó la mano y saludó. Estrada movió sus ojos verdosos sobresalientes y gritó:
¡Cabredo, por acá!
Huevón, ¿cómo se llama tu pata?
Idiáquez… Cabredo, pues huevón, ¿cómo lo estoy llamando?, es de Piura, juega básquet como la putamadre, es del Colegio San Ignacio.
Mi cuerpo se estremeció de recordar los momentos que pasé con Omar, y volví en éxtasis al visualizar su cara llena de mi leche y como nos besábamos a escondidas.
¿Qué te parece?
Me parece bien, un poco llenito.
Me mira fijamente rascándose la nariz sin dejar de acomodarse el mechón colorado.
Oye, ¿qué hablas huevón?
Pero…
Él tiene una pornoteca huevón, hembras ricas, Dana Plato sin calzón, calatita.
Ah, claro pues, puta, qué creías. La de la serie Blanco y Negro, tiene cara de monse. Sale peladita, y su rajita, ¿qué tal?
Gabriel ya estaba a nuestro lado, agitó sus manos, en ademán de saludo. Estrada hablaba mucho, Carlitos disimula. Estoy salivando.
Ok, ok, entonces así quedamos.
Tosió Estrada y Gabriel se fue, restaba poco para regresar al aula.
Bien tartamudo el panzón este, tiene cara del Gordo Cassaretto, puta, casi, casi, necesitaba traductor.
Gordo de mierda.
Miré mi reloj.
El sábado a las diez para jugar básquet y ha prometido tres pornos, huevón.
Puta, ¿franco?
Calla, pajero de mierda. Franco.
Desfilamos al salón, Estrada siempre hablaba huevadas. Omar vino a mi mente, sus besos su respiración. Carne trémula mordisqueada.
La mañana devino en clases, fórmulas, Soria, el de Matemática y Carrasco, el de Lenguaje, ya los cuadernos bostezaban y nosotros con la panza como un tambor. Descanso y Botánica, tarea para el fin de semana. En el micro la gente atiborrada, sudorosa y maloliente. Eran tres y cuarto y ya se anunciaba el Parque de los Bomberos.
Baja chato, baja.
Pie derecho, pie derecho.
Me encuentro en la vereda carcomida. Marcho a mi aposento, calentaba la comida de lunes a viernes pues mi vieja trabajaba de ocho a cinco en el hospital. Sobre el felpudo de bienvenida de mi casa reposaba una carta con bordes rojos. Dejé mi mochila de jean sobre el piso y recogí la misiva. Sobre la esquina izquierda rotulado el nombre de Omar Castro. Qué hermoso. En la sala lancé la mochila sobre el sofá más ancho y me desplomé en la silla mecedora contigua al comedor. Leí todo, todito, me decía que me extrañaba, y que aún sentía mi leche en su boca. Me excité y de solo imaginarlo me pajeé en su nombre dos veces sobre la taza del baño de mi mamá, decorada con listones rosados. Harto lejía para limpiar. Guardé la carta debajo de mi muñeco de Mazinger Z que decoraba mi mesita de noche en mi habitación. Omar me anunciaba que estaba loco por viajar, pero solo lo podría hacer el próximo verano, ñami, ñami.
Estrada, Colichón llegaron a las nueve y treinta. Muñoz y yo estábamos en Pastoral desde más temprano. Era sábado. El Hermano Rafael nos registró por la pelota de básquet. Gabriel Cabredo deambulaba entre el quiosco y los juegos metálicos de la arena; miraba su reloj y acomodaba su cabello. Otros de la promoción ya lo habían saludado y acudían a la cancha de fútbol.
Cabredo, ven, ven.
Colichón, levantaba la mano desde las escalinatas que comunicaban al patio principal, donde jugaríamos básquet.
Gabriel se acomodó la panza en su polo y apuró el paso.
Hola, hola, qué tal.
Muñoz le hizo un ademán y con cinco muchachos más del segundo D completamos el cuadro.
Marcábamos fuertemente, la avanzada era Cabredo y Colichón, Muñoz y yo impedíamos sus anticipos. Sudábamos, cada vez que cogía el balón, sentía su panza en mi espalda, por momentos, mi corazón latía y mi culito también.
Ufff, qué cansancio. Tiempo y a tomar un poco de líquido. Cabredo se tomó una Inka Kola. Al otro lado, las prácticas de la selección del colegio en la cancha de fútbol ya habían comenzado. Estuvimos por los camerinos, Muñoz, Gabriel y yo. Arreciaba el sol, nos cubríamos con las gorras. Estrada ya no estaba, se había ido con Abusada a hablar huevadas a otra parte. Cinco minutos después el Gordo Muñoz se fue a comer pan con pollo al quiosco. Ese gil ya no regresa.
Lato Berenguel, encargado del curso de Educación Física, comenzaba la práctica, mientras con el índice señalaba el balón y once chiquillos apuraban el paso, zigzagueaban en diez conos desplegados por toda la cancha.
Nos quedamos solos, las pornos en los camerinos.
Qué tales hembras.
Qué rico.
Antes de que terminará la siguiente frase, le toqué su paquete. Por un momento sentí la mirada de los que realizaban ejercicios futbolísticos sobre el pasto. Lato Berenguel, no soltaba el silbato y daba órdenes sin cesar. Vi el rostro redondeado de Gabri e hizo un ademán de beso y ante mi sorpresa no tuvo más que lanzar un gemido y a empellones me lanzó dentro del camerino. Cerró los ojos y me besó profundamente, sabía a menta, probó mis labios y mi lengua. Lo atenacé lo que pude, acomodando mi pequeño cuerpo en su pecho y sus carnosos brazos. Siento un golpe detrás de mí. Un manotazo en mi nuca, es lo que continúa.
—¡Cabro de mierda!
Slee espetó. Arroja un escupitajo en la mayólica celeste del camerino, levanta el puño. Luigi Vergani y medio equipo de la selección de fútbol se desplegaban fuera de camerino.
Kiko Mongrut había estado con su hermanita de diez años sobre el pasto del lateral izquierdo viendo la práctica, tenía las retinas impregnadas de los besos de aquellos chiquillos.
Fueron dos puños que cruzaron la cara rosada y delicada de Carlos Galdós.
—¡Maricón de mierda!
Señalaba Mongrut, la furia era atroz, la hermanita impávida. Vergani los separó.
Calma, calma, muchachos, déjenlos respirar.
Lato calmó el tumulto y el griterío. Cabredo se acomodaba el pantalón y Galdós estaba rojo, fuego, trataba de acomodarse el cabello mientras la respiración se acortaba.
A ver, a ver, ¿qué ha pasado aquí?
Slee repitió todo lo visto. Pedrito no soportaba la imagen y en una cancha donde los bravos se miden. Si quieren ser locas que lo sean pero lejos de aquí.
Bueno, este tipo de cosas, bueno… no sé, sería bueno hablar con los hermanos. Arréglense que vamos para allá.
Cabros de mierda, que vayan a joder a su casa…
Mongrut estaba furioso y cuando Slee quiso continuar la frase, Berenguel interrumpió con dos aplausos.
Esto lo ven los Hermanos.
Ah, carajo, el Hermano Germán Garcés, era director del colegio Champagnat de Miraflores, había sido director del colegio Cristo Rey de Cajamarca tras una eficiente administración fue promovido a Lima. Risueño, colorado un metro sesenta y cinco centímetros de chispa castellana.
Pero, Lato, esto puede quedar entre nosotros.
No, no, Germán está en la Casa de los Hermanos, aquí nomás.
Carlos Galdós, colorado, avergonzado.
Cabredo lucía más tranquilo y pausado encargó sus revistas a Sarria.
El tumulto se había calmado, Vergani apaciguaba a los potros salvajes, Mongrut abrazaba su hermana mientras Lato marchaba con Charly y Gabriel directo a la Casa de los Hermanos, residencia y reposo de los maristas.
Mi vieja se muere, se muere. Cabredo, antes de ingresar, me guiñó el ojo derecho. Lato nos hizo ingresar. Una morena, embutida en un mandil blanco, nos condujo a una sala amplia donde Garcés leía un libro grueso de Calderón de la Barca. Vestía una camisa celeste y un pantalón blanco, unas sandalias franciscanas adornaban sus pies. Tomamos asiento y Lato con lujo de detalles relato los hechos y el conato de pleito que no pasó a mayores.
Vamos, vamos, vamos. A mí me parece que debéis tener asesoría especial y ante estos hechos les invitaría a que hablaran con sus padres para evaluar el asuntillo enrevesado, con un psicólogo… para calmar estos impulsos, que emanan férreamente en vuestra edad.
No a mi madre, no, hermano, Lato…
Bueno hijo, respira un poco, hay que llevar las cosas paso a paso, sin condenar.
Entré en llanto, yo que tenía facilidad de palabra, siempre tan risueño, sin una sílaba siquiera.
Lágrimas gruesas, moco largo y tendido. Lato me palmoteó la nuca y rogué a Dios que mi madre no se enterara. Cabredo inmutable. Me despedí y salí por la puerta de primaria, no quería ver a nadie, ni a Vergani, ni a Slee, ni a Mongrut. El comunicado y la letra de Garcés en mi bolsillo. Caminé hasta la avenida Pardo y tomé la línea diez, como sonámbulo me bajé en la avenida Salaverry y deambulé desde el hospital Rebagliatti. Rastrero y agusanado marché hasta mi casa por la avenida Canevaro. Y mi mamá me ofreció ají de gallina, no comí ni un bocado, ni la aceituna y subí al dormitorio.

Todo el día en silencio. Las ocho arreciaba y solía ver Crímenes sin Resolver por canal nueve.
Carlitos, voy a jugar canasta a la casa de la tía Monique.
Chau mamá.
El programa insípido, los ojos se me pegaron.
Suena mi alarma, programada entre sollozos para la medianoche, me acomodo la camisa y me rasco los ojos. Ojos rojos y casi nublados empiezan a despejar. Olía a pachuli y un gemido se escucha en el fondo. Camino sin zapatos y vislumbro a una mujer sentada junto a la mesa del comedor. En la mesa descansa una botella de pisco acholado y una copa a medio terminar. Mi madre lloraba desconsoladamente. En su mano derecha arrugada la carta de Omar y en la izquierda mi Mazinger Zeta, colgaba un brazo roto. El lamento inundó la habitación y solo atiné a quedarme parado y rascarme mi escroto sin disimulo.
El siguiente lunes, mi mamá y mi tío Paco me matriculaban en el José Olaya de Miraflores. La verdad, aunque muchos no me crean, es que siempre odié el himno marista.

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