viernes, 20 de diciembre de 2019

Los caminos de Dios


Diego Velásquez González

El viento frío de la mañana penetra por la ventana del cuarto, mueve las cortinas haciendo un suave ruido que saca a Gloria del estado intenso de recogimiento que genera en ella la oración diaria. Ella abre los ojos y fija su mirada a través de la ventana contemplando el cielo que presagia un día caluroso de enero. El sol empieza a asomarse entre las montañas y el viento empuja hacia el occidente de la ciudad las últimas nubes de la noche dejando expuesto el intenso azul en la bóveda celeste. «Es un hermoso día, alabado sea el Señor» expresa en voz alta mientras se levanta de la silla, toma las cortinas y las amarra con los cordones que se encuentran en el nochero junto a su cama. Afuera escucha ladrar la perra del vecino, una, dos, tres veces y a su dueño gritar al dichoso animalito, «Venga para acá». Y al instante, en un tono de voz más insistente, la llama de nuevo: «Duna, que venga. Obedezca» y remata con un fuerte silbido.
Se sienta de nuevo y toma la Biblia en sus manos. Localiza la lectura del día y la sigue atentamente, reflexionando en cada palabra e idea que el señor hoy expresa para ella de manera especial según su concepción de lo religioso. Termina con una nueva exaltación pidiendo al señor su compañía y protección, así como por la salud de Ana, la madre con quien vive desde hace cinco años, luego que regresara al hogar materno después de un complicado divorcio y los diez años de desencantos de vida matrimonial con un hombre que no la amó. Gloria ha visto cada vez más desmejorada y enferma a la madre. Cuando camina parece ahogarse y eso la inquieta. Sabe que debe poner todas sus angustias en las manos del Dios, pero a pesar de ello, no logra la distancia adecuada para hacerlo. Reconoce que se siente apegada a ella y no sabe qué haría si muriera, así tenga la certeza que el Padre la recibirá en su gloria eterna.
Se da la bendición y se mira el espejo. El olor de las rosas que hay en el balcón penetra en el cuarto y se siente reconfortada. Ha aprendido a ver en cada hecho cotidiano una manifestación del Dios objeto de todas sus búsquedas. Viste una blusa blanca de manga corta, una falda color negro que llega debajo de su rodilla y un hermoso chal color habano que resalta sus ojos verdes. Es una mujer poseedora de un hermoso cuerpo y ella lo sabe. Por eso su ropa tiene el ajuste adecuado a su talla resaltando sus atributos físicos. Su maquillaje es suave, apenas el necesario para resaltar algunas facciones o disimular otras imperfecciones en su rostro. A sus cuarenta y nueve años, considera tener claro su proyecto de vida: buscar a Dios y difundir con celo apostólico su palabra.
Va nuevamente a su baño personal. Se mira el maquillaje en el espejo. No quiere parecer una cualquiera y dar motivos para que sus superiores le llamen la atención.  Puede ver que el cable del calentador de agua de la ducha está empezando a derretirse y se da cuenta que en cualquier momento se va a quemar. Toma su bolso de la silla que hay cerca de su cama, en el que carga las revistas de la iglesia que distribuirá puerta a puerta. Siente su peso y por un momento hace el esfuerzo por equilibrarlo con el movimiento de su cuerpo. Abre la puerta de su cuarto y sale. Es domingo, el día del señor. Insiste en su oración personal, casi como un suave balbuceo: «Dame una señal. Sé que es atrevido de mi parte, pero la necesito. Siento desfallecer y la vida en soledad me da miedo».
Al llegar junto a la puerta del apartamento, vuelve su mirada tras de sí al escuchar abrir la puerta del cuarto de la anciana madre. Allí esta Ana apoyada en su bastón. Lleva una vieja camisa de dormir que en numerosas ocasiones le ha insistido que arroje a la basura. Ella dice que es muy cómoda, no como las otras que le compro y que son muy calurosas. Gloria la observa. Ya no dice nada respecto aquello. Sabe que hay cosas que en uno se van volviendo inamovibles y frente a las cuales solo queda cierta tolerancia. Gloria se da cuenta que luce tranquila y eso la reconforta. Ana habla. Empieza a relatar su sueño en una de las fincas donde vivió su infancia en Viterbo, Caldas. Gloria parece no prestar atención a sus palabras. Ana se acerca, la toma de su mano y le da la bendición. Mientras baja al primer piso, Ana se dirige al balcón. Quita algunas hojas de los geranios que ya se han secado y observa a Luisa María, la compañera de evangelización llegar y abrazarse con la hija. Sonríe para sí misma en actitud de satisfacción y da gracias por un nuevo día y poder contar con la compañía de aquella mujer fruto de sus entrañas. Desde allí las ve caminar rítmicamente calle abajo hacía el parque mientras sostienen una animada conversación.
John es un hombre que se acerca a la mediana edad de la vida. A sus treinta años se siente cansado de relaciones estériles con mujeres que no hacen el esfuerzo por tomarlo en serio, donde solo lo busquen para ir de rumba en rumba, actitud tan propia de sus amigas que son menores que él. En una actitud pasiva, simplemente se ha ido alejando de todo ese ambiente en el que una noche cualquiera, en una de las discotecas de la ciudad, mientras departía con sus amistades, empezó a sentirse fastidiado de todas las tonterías y ridiculeces en las cuales vivía inmerso. Hoy, prefiere la soledad de su casa y en especial de su cuarto, donde después de un día de trabajo simplemente se pone a escuchar música y dejar que el día termine. Con todo, siente que quiere encontrar una mujer, quizás mayor, que lo acepte, con quien tenga empatía y pueda crear una bella amistad. Ha ido encontrando cierto encanto en las mujeres mayores. Se les hacen más seguras, más estables, más experimentadas. Pero sabe que no lo tomarán en serio, que siempre lo verán como un plan de fin de semana, que de vez en cuando le darán algún regalo con cariño, tendrán sexo. John es un hombre delgado, de ojos negros, profundos y una mirada intensa. Vive con su madre desde que regreso de una breve estancia en Madrid buscando encontrar perspectivas a su vida. John es electricista de formación. Trabaja en una ferretería en el centro de la ciudad. Lo apodan Mac Giver haciendo relación al personaje de la serie de televisión, que se caracteriza por sus habilidades y recursividad para resolver cualquier problema.
Hace cinco años, John empezó a practicar calistenia, a una edad en la que para muchos ya era muy difícil vincularse a ese tipo de deporte porque al cuerpo se va haciendo pesado, en el parque del barrio haciendo uso de los juegos de los niños que por falta de mantenimiento se iban deteriorando de manera irremediable y por tanto, los padres de los niños no los dejan acercar por miedo a un accidente. Hoy la municipalidad ha puesto allí mismo todo un gimnasio para los fanáticos de dicho deporte. Poco a poco se ha vuelto diestro en aquello y lo disfruta. Incluso se hizo un tatuaje en su pecho, al lado del corazón. Es un tatuaje que luce con orgullo y junto al cuerpo que ha ido adquiriendo, ha hecho que se vuelva una persona que exhibe sin tapujos sus atributos físicos. Es una inusitada confianza que ha ido volviendo a tener en sí mismo. Y aunque sabe que no es feliz viviendo de esta manera, trabajo, casa y parque, siente que es lo mejor que puede hacer. A veces, en las noches, antes de dormir, como en la noche del sábado, luego de tomarse unas cervezas con algunos amigos, al regresar a casa, luego de desnudarse y acostarse a dormir, piensa en ese anhelo. «Qué bueno sería tener una mujer que me quiera y con quien pueda ser plenamente feliz». Y con ese pensamiento durmió sintiendo una leve excitación.
Ana sabe que su hija es una buena mujer. Su mayor alegría radica en que ha presenciado un cambio importante en la vida de ella desde que empezó a asistir a esa religión como solía llamarla de manera despectiva. Y aunque no comparte que se haya marchado de la iglesia católica, reconoce que, aquel lugar le ha hecho bien. Hoy es una mujer fuerte, tranquila y serena frente a las dificultades. Cada vez es más lejana la época en que a Gloria angustiada por no tener pareja, andaba buscando todos los días con quien salir, sufriendo por esos amores de un día a los que parecía acostumbrarse. Ana siente que sus oraciones han sido escuchadas. Sabe que está enferma. Y se esfuerza por no quejarse. Eso la turbaría y sería un motivo para ponerla triste. De una u otra manera, siente que ha cumplido y cree que esta lista para morir. Siempre en sus oraciones pide a Dios que se acuerde de ella a tiempo y no la deje quedarse reducida a una cama, sintiéndose limitada e incapaz de valerse por sí misma. Pero, sobre todo, que no se convierta en un peso para su propia hija
Gloria y Luisa María caminan alegremente hacia el parque El Triunfo donde se verían con otras personas. La ciudad va despertando. Algunas personas pasan a su lado hacia la tienda en chanclas y pijama.  Se siente el olor a las arepas asadas del puesto ubicado en la esquina del parque. Otros riegan las plantas de los antejardines o balcones. Algunos padres toman el bus con sus hijos para llevarlos a los entrenamientos de futbol o natación a las afueras de la ciudad y otros más salen a la ciclovía a pasar la mañana. Por las calles, los buses pasan lentos con pocos pasajeros. En el camino hablan de sus familias. Luisa María pregunta por Ana y ella a su vez por su esposo y sus hijos. Ambas se conocen hace cerca de tres años cuando Luisa María llego a la iglesia y pronto sintió en Gloria un referente. Siempre la ha visto tan segura de lo que cree. «Habla tan lindo de Dios y sus obras» son las palabras afirmativas con las que se refiere a su compañera Gloria en cualquier lugar. Dice que es una mujer hermosa, carismática, llena de Dios. Siente una profunda admiración por aquella mujer. Al llegar al parque, un grupo de señores, señoras, adolescentes y niños de ambos sexos se encuentran dispuestos a la jornada del día. Escuchan las orientaciones y toman la ruta asignada.
Tocan una puerta. Vuelven y tocan. Luisa María parece ver las cortinas del segundo piso moverse e insisten. Nadie abre. Una situación similar acontece en otras cinco puertas. Finalmente, su insistencia da frutos. Se acercan a una nueva casa. Allí abre las puertas un hombre joven de unos treinta años en pantaloneta y sin camisa. Es delgado con un cuerpo definido por el ejercicio. En su pecho luce un tatuaje que llama la atención y contrasta con el color de su piel trigueña y el cabello rapado. Su mirada es profunda y suspicaz. Por un momento Gloria no sabe qué decir, se siente fuera de lugar.
—Hola, buenos días —dice el joven.
—Hola… venimos a traerle la palabra de Dios —responde Gloria mientras baja la mirada buscando una de las revistas y observa de reojo el hilo de vellos que desde su ombligo descienden hasta perderse en el interior de la pantaloneta. Al levantar nuevamente la mirada no logra dejar de ver el tatuaje, así como sentirse observada por aquella mirada intensa y penetrante de aquel hombre que parece escrutar su propio interior y la perturba. Hace un esfuerzo por concentrarse y abre una de las revistas. Se dispone a empezar a hablar, pero es interrumpida.
—Les voy a ser sincero —señala el joven— cuando tocaron no pensaba abrirles, pero vi que son unas hermosas damas y me perdonan si se incomodan, quise conversar un rato.
Luisa María ve como los colores del rostro de Gloria resaltan. Sabe que esta abochornada y trata de ayudarla.
—No hay problema —expresa Luisa María—, ¿puedo seguir?, ¿podemos hablar mientras la compañera va a la casa de enseguida?
Un poco desconcertado, no sabe que decir mientras mira alejarse a Gloria.
—Espera me pongo una camiseta. Pero está bien, siga —responde y entra con Luisa María a la sala dejando la puerta abierta— Siéntese por favor.
Va en busca de una camiseta a los cuartos del fondo de la sala. Luisa María puede escuchar voces.  El joven habla con alguien más. Escucha fragmentos de sus diálogos ... ¿Quién es?... Unas evangélicas, creo… No sé… Tranquila que no demoro.
―Mucho gusto, me llamo John ―expresa al regresar a la sala con una camiseta gris de mangas cortas y de aspecto viejo. Extiende su mano hacía Luisa María con mirada de resignación. 
Gloria camina hasta la esquina.  Se apoya en la pared y allí espera. Piensa en el extraño tatuaje. Es un escarabajo, símbolo de protección en la cultura egipcia. Lo sabe por la lectura de libros sobre historia de las religiones que acostumbra a leer. Reconoce que ese tatuaje hace ver a aquel hombre excesivamente sexy. Por un momento cree sentirse tentada. «Es una prueba», se dice para sí. «Si, es una prueba». Considera que no puede sentir ese deseo, que no es legítimo para una mujer de su edad y de los propósitos que ha definido para su vida. Un día que prometía ser un buen día difundiendo la palabra, donde el amanecer fue despejado y claro, termina cruzado por nubarrones. —«¿Qué hacer? ¿Qué me quiere decir el señor con esta situación?» —se pregunta y ora a su Dios. Pero no responde. Se siente profundamente desencantada. Hoy está más silencioso que siempre. Ante esto se va para su casa dejando a Luisa María en aquel lugar. Al llegar al apartamento, se encierra en su cuarto. A Ana se le hace extraño que regresara tan pronto. No es ni siquiera medio día y aún no ha puesto la comida a calentar que la hija había dejado preparada la noche anterior. Llama a la puerta del cuarto de Gloria, pero ella no quiere abrir. Ana ya está inquieta. Gloría se da cuenta por su insistencia casi lastimera de la madre y abre por consideración, expresándole que es solo es un dolor de cabeza y que se le pasaría.
Dos días después, Luisa María llama por teléfono a Gloria. Ella está disgustada. Le dice que se llamaba John. — ¿Quién? —pregunta Gloría con cierta indiferencia. Le dijo que el muchacho que la puso a balbucear, que no se hiciera la pendeja, que ella se había dado cuenta de todo. Y qué él también, y que no estaba interesado en la palabra, sino en usted. Expresa todo esto en un tono cada vez más alto. Me preguntó su nombre, que dónde vivía y en qué trabajaba y si estaba casada. Lo peor fue que apenas pudo me sacó de allí cuando una señora en paños menores se asomó desde un cuarto y pregunto si demorábamos. Debería darle vergüenza. Puede ser su hijo. Por un momento hay silencio. Pero cuando creía que Luisa María se había cansado de hablar, su diatriba continúo con más vehemencia. Le recordó sus propósitos y unas cuantas citas bíblicas que llaman la atención sobre la tentación del diablo. Le insistió que no se dejará tentar, pues ella era una mujer de Dios y otras tantas cosas que Gloria dejo de oír de un momento a otro al recordar la imagen de John. Y no poder sacarlo de su mente. Gloria responde que todo aquello es mentira, que su plan de vida es claro, servir a Dios y colgó el teléfono. No vuelven a hablar.
Pasado un tiempo, la vida de Gloria empieza recuperar tranquilidad. Entre el almacén de ropa del que es propietaria y los fines de semana llevando la palabra de Dios, se siente nuevamente segura. Pidió cambio de compañera y una nueva ruta de atención evangélica. Un día de tantos, en casa finalmente se quemó la conexión del calentador. Gloria llama a una ferretería donde le prometen enviar el electricista hacía medio día de acuerdo a la misma solicitud de ella. No quiere que haya un hombre en casa con dos ancianas como son su madre y la señora del servicio. Se da cuenta que era John, el chico que la había trastornado hace cerca de dos meses. De un momento a otro se siente expuesta y no sabe qué hacer. Disimula sus recuerdos y lo envía al baño a revisar el calentador de manera inmediata.
John piensa en las paradojas de la vida y cuando ve a la anciana madre atenta a su labor, logra ganarse su confianza. Mientras hace el trabajo de reparación, pueden hablar de todo un poco. Ana está encantada por lo buen conversador y porque es capaz de explicar el problema con paciencia, así ella no entienda nada y termina invitándolo a almorzar. El hecho es recibido como una novedad en una casa habitada por tres mujeres. A medida que hacía el arreglo, John y Gloría que estaba en las afueras del baño cruzan miradas y luego hablan con tanta naturalidad y confianza que termina por derrumbar las prevenciones de aquella mujer. —«Puede ser un buen amigo»— piensa cuando John se marchó de la casa luego de almorzar, justificarse con la mamá y regresar desde allí al trabajo.
Desde ese momento, Gloria se empieza a dar una idea más clara de John y de sus intereses. Del mismo modo, él empezó a interesarse en ella. Ambos se comunican casi todas las noches, se cuentan sus cosas, sueños y esperanzas. Se ven una o dos veces por semana. Entre tanto, Ana observa una nueva faceta en su hija y no le molesta. Gloria procura no ser excesivamente amplia en detalles por miedo a sentirse enamorada y nuevamente engañada.  A su vez, John cree encontrar en Gloria, no tanto una mujer para tener sexo, sino una mujer que lo escucha, lo motiva y lo inspira a seguir adelante. Un día a la semana se dan una cita especial, donde John toca sus canciones en la guitarra y Gloría comparte algunas de sus recetas de los cursos de cocina. Desde entonces han seguido conversando, saliendo, conociéndose y se hacen buenos amigos. No son novios. No son simples amigos. Es un escenario que ninguno de los dos esperaba. Y eso parece que le hace sentir a gusto a ambos.
 Y aunque Gloria considera que John es muy joven para ella, Ana piensa que la amistad con ese muchacho ha traído alegría a su hija. En ese proceso de conocimiento, John adquiere ánimo suficiente para independizarse de nuevo y consigue un apartamento donde vive a gusto y se siente más confiado. Entre tanto, Gloria abandona aquel grupo religioso y asiste puntualmente en compañía de su madre a la misa dominical de las diez de la mañana. Y claro sigue siendo buena cristiana, no temerosa de Dios, sino que acepta las circunstancias que le ha correspondido vivir y la ha llevado a ser más flexible con sus expectativas. Ha aceptado lo que la vida le ha dado. Y sigue orando todos los días al amanecer, en la intimidad de su cuarto, pero su oración no es angustiante, de queja, de súplica como otras veces la podíamos escuchar, sino de gratitud y pidiendo a su Dios que le aclare sus enigmáticos caminos mientras el aire limpio de la mañana penetra en el cuarto y mueve las cortinas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario