Diego Velásquez González
El viento frío de
la mañana penetra por la ventana del cuarto, mueve las cortinas haciendo un
suave ruido que saca a Gloria del estado intenso de recogimiento que genera en
ella la oración diaria. Ella abre los ojos y fija su mirada a través de la
ventana contemplando el cielo que presagia un día caluroso de enero. El sol
empieza a asomarse entre las montañas y el viento empuja hacia el occidente de
la ciudad las últimas nubes de la noche dejando expuesto el intenso azul en la
bóveda celeste. «Es un hermoso día, alabado sea el Señor» expresa en voz alta
mientras se levanta de la silla, toma las cortinas y las amarra con los
cordones que se encuentran en el nochero junto a su cama. Afuera escucha ladrar
la perra del vecino, una, dos, tres veces y a su dueño gritar al dichoso animalito,
«Venga para acá». Y al instante, en un tono de voz más insistente, la llama de
nuevo: «Duna, que venga. Obedezca» y remata con un fuerte silbido.
Se
sienta de nuevo y toma la Biblia en sus manos. Localiza la lectura del día y la
sigue atentamente, reflexionando en cada palabra e idea que el señor hoy
expresa para ella de manera especial según su concepción de lo religioso.
Termina con una nueva exaltación pidiendo al señor su compañía y protección,
así como por la salud de Ana, la madre con quien vive desde hace cinco años,
luego que regresara al hogar materno después de un complicado divorcio y los
diez años de desencantos de vida matrimonial con un hombre que no la amó. Gloria
ha visto cada vez más desmejorada y enferma a la madre. Cuando camina parece
ahogarse y eso la inquieta. Sabe que debe poner todas sus angustias en las
manos del Dios, pero a pesar de ello, no logra la distancia adecuada para
hacerlo. Reconoce que se siente apegada a ella y no sabe qué haría si muriera,
así tenga la certeza que el Padre la recibirá en su gloria eterna.
Se da
la bendición y se mira el espejo. El olor de las rosas que hay en el balcón
penetra en el cuarto y se siente reconfortada. Ha aprendido a ver en cada hecho
cotidiano una manifestación del Dios objeto de todas sus búsquedas. Viste una
blusa blanca de manga corta, una falda color negro que llega debajo de su
rodilla y un hermoso chal color habano que resalta sus ojos verdes. Es una
mujer poseedora de un hermoso cuerpo y ella lo sabe. Por eso su ropa tiene el
ajuste adecuado a su talla resaltando sus atributos físicos. Su maquillaje es
suave, apenas el necesario para resaltar algunas facciones o disimular otras
imperfecciones en su rostro. A sus cuarenta y nueve años, considera tener claro
su proyecto de vida: buscar a Dios y difundir con celo apostólico su palabra.
Va
nuevamente a su baño personal. Se mira el maquillaje en el espejo. No quiere
parecer una cualquiera y dar motivos para que sus superiores le llamen la
atención. Puede ver que el cable del
calentador de agua de la ducha está empezando a derretirse y se da cuenta que
en cualquier momento se va a quemar. Toma su bolso de la silla que hay cerca de
su cama, en el que carga las revistas de la iglesia que distribuirá puerta a
puerta. Siente su peso y por un momento hace el esfuerzo por equilibrarlo con
el movimiento de su cuerpo. Abre la puerta de su cuarto y sale. Es domingo, el
día del señor. Insiste en su oración personal, casi como un suave balbuceo: «Dame
una señal. Sé que es atrevido de mi parte, pero la necesito. Siento desfallecer
y la vida en soledad me da miedo».
Al
llegar junto a la puerta del apartamento, vuelve su mirada tras de sí al
escuchar abrir la puerta del cuarto de la anciana madre. Allí esta Ana apoyada
en su bastón. Lleva una vieja camisa de dormir que en numerosas ocasiones le ha
insistido que arroje a la basura. Ella dice que es muy cómoda, no como las
otras que le compro y que son muy calurosas. Gloria la observa. Ya no dice nada
respecto aquello. Sabe que hay cosas que en uno se van volviendo inamovibles y
frente a las cuales solo queda cierta tolerancia. Gloria se da cuenta que luce
tranquila y eso la reconforta. Ana habla. Empieza a relatar su sueño en una de
las fincas donde vivió su infancia en Viterbo, Caldas. Gloria parece no prestar
atención a sus palabras. Ana se acerca, la toma de su mano y le da la
bendición. Mientras baja al primer piso, Ana se dirige al balcón. Quita algunas
hojas de los geranios que ya se han secado y observa a Luisa María, la
compañera de evangelización llegar y abrazarse con la hija. Sonríe para sí
misma en actitud de satisfacción y da gracias por un nuevo día y poder contar
con la compañía de aquella mujer fruto de sus entrañas. Desde allí las ve caminar rítmicamente calle abajo hacía el parque mientras sostienen una animada conversación.
John es
un hombre que se acerca a la mediana edad de la vida. A sus treinta años se
siente cansado de relaciones estériles con mujeres que no hacen el esfuerzo por
tomarlo en serio, donde solo lo busquen para ir de rumba en rumba, actitud tan
propia de sus amigas que son menores que él. En una actitud pasiva, simplemente
se ha ido alejando de todo ese ambiente en el que una noche cualquiera, en una
de las discotecas de la ciudad, mientras departía con sus amistades, empezó a
sentirse fastidiado de todas las tonterías y ridiculeces en las cuales vivía
inmerso. Hoy, prefiere la soledad de su casa y en especial de su cuarto, donde
después de un día de trabajo simplemente se pone a escuchar música y dejar que
el día termine. Con todo, siente que quiere encontrar una mujer, quizás mayor,
que lo acepte, con quien tenga empatía y pueda crear una bella amistad. Ha ido
encontrando cierto encanto en las mujeres mayores. Se les hacen más seguras,
más estables, más experimentadas. Pero sabe que no lo tomarán en serio, que
siempre lo verán como un plan de fin de semana, que de vez en cuando le darán
algún regalo con cariño, tendrán sexo. John es un hombre delgado, de ojos
negros, profundos y una mirada intensa. Vive con su madre desde que regreso de
una breve estancia en Madrid buscando encontrar perspectivas a su vida. John es
electricista de formación. Trabaja en una ferretería en el centro de la ciudad.
Lo apodan Mac Giver haciendo relación al personaje de la serie de televisión,
que se caracteriza por sus habilidades y recursividad para resolver cualquier
problema.
Hace
cinco años, John empezó a practicar calistenia, a una edad en la que para
muchos ya era muy difícil vincularse a ese tipo de deporte porque al cuerpo se
va haciendo pesado, en el parque del barrio haciendo uso de los juegos de los niños
que por falta de mantenimiento se iban deteriorando de manera irremediable y
por tanto, los padres de los niños no los dejan acercar por miedo a un
accidente. Hoy la municipalidad ha puesto allí mismo todo un gimnasio para los
fanáticos de dicho deporte. Poco a poco se ha vuelto diestro en aquello y lo
disfruta. Incluso se hizo un tatuaje en su pecho, al lado del corazón. Es un
tatuaje que luce con orgullo y junto al cuerpo que ha ido adquiriendo, ha hecho
que se vuelva una persona que exhibe sin tapujos sus atributos físicos. Es una
inusitada confianza que ha ido volviendo a tener en sí mismo. Y aunque sabe que
no es feliz viviendo de esta manera, trabajo, casa y parque, siente que es lo
mejor que puede hacer. A veces, en las noches, antes de dormir, como en la
noche del sábado, luego de tomarse unas cervezas con algunos amigos, al
regresar a casa, luego de desnudarse y acostarse a dormir, piensa en ese
anhelo. «Qué bueno sería tener una mujer que me quiera y con quien pueda ser
plenamente feliz». Y con ese pensamiento durmió sintiendo una leve excitación.
Ana
sabe que su hija es una buena mujer. Su mayor alegría radica en que ha
presenciado un cambio importante en la vida de ella desde que empezó a asistir
a esa religión como solía llamarla de manera despectiva. Y aunque no comparte
que se haya marchado de la iglesia católica, reconoce que, aquel lugar le ha
hecho bien. Hoy es una mujer fuerte, tranquila y serena frente a las
dificultades. Cada vez es más lejana la época en que a Gloria angustiada por no
tener pareja, andaba buscando todos los días con quien salir, sufriendo por esos
amores de un día a los que parecía acostumbrarse. Ana siente que sus oraciones
han sido escuchadas. Sabe que está enferma. Y se esfuerza por no quejarse. Eso
la turbaría y sería un motivo para ponerla triste. De una u otra manera, siente
que ha cumplido y cree que esta lista para morir. Siempre en sus oraciones pide
a Dios que se acuerde de ella a tiempo y no la deje quedarse reducida a una
cama, sintiéndose limitada e incapaz de valerse por sí misma. Pero, sobre todo,
que no se convierta en un peso para su propia hija
Gloria
y Luisa María caminan alegremente hacia el parque El Triunfo donde se verían
con otras personas. La ciudad va despertando. Algunas personas pasan a su lado
hacia la tienda en chanclas y pijama. Se
siente el olor a las arepas asadas del puesto ubicado en la esquina del parque.
Otros riegan las plantas de los antejardines o balcones. Algunos padres toman
el bus con sus hijos para llevarlos a los entrenamientos de futbol o natación a
las afueras de la ciudad y otros más salen a la ciclovía a pasar la mañana. Por
las calles, los buses pasan lentos con pocos pasajeros. En el camino hablan de
sus familias. Luisa María pregunta por Ana y ella a su vez por su esposo y sus
hijos. Ambas se conocen hace cerca de tres años cuando Luisa María llego a la
iglesia y pronto sintió en Gloria un referente. Siempre la ha visto tan segura
de lo que cree. «Habla tan lindo de Dios y sus obras» son las palabras
afirmativas con las que se refiere a su compañera Gloria en cualquier lugar.
Dice que es una mujer hermosa, carismática, llena de Dios. Siente una profunda
admiración por aquella mujer. Al llegar al parque, un grupo de señores,
señoras, adolescentes y niños de ambos sexos se encuentran dispuestos a la jornada
del día. Escuchan las orientaciones y toman la ruta asignada.
Tocan una
puerta. Vuelven y tocan. Luisa María parece ver las cortinas del segundo piso
moverse e insisten. Nadie abre. Una situación similar acontece en otras cinco
puertas. Finalmente, su insistencia da frutos. Se acercan a una nueva casa. Allí
abre las puertas un hombre joven de unos treinta años en pantaloneta y sin
camisa. Es delgado con un cuerpo definido por el ejercicio. En su pecho luce un
tatuaje que llama la atención y contrasta con el color de su piel trigueña y el
cabello rapado. Su mirada es profunda y suspicaz. Por un momento Gloria no sabe
qué decir, se siente fuera de lugar.
—Hola, buenos días
—dice el joven.
—Hola… venimos a
traerle la palabra de Dios —responde Gloria mientras baja la mirada buscando
una de las revistas y observa de reojo el hilo de vellos que desde su ombligo descienden
hasta perderse en el interior de la pantaloneta. Al levantar nuevamente la
mirada no logra dejar de ver el tatuaje, así como sentirse observada por
aquella mirada intensa y penetrante de aquel hombre que parece escrutar su
propio interior y la perturba. Hace un esfuerzo por concentrarse y abre una de
las revistas. Se dispone a empezar a hablar, pero es interrumpida.
—Les voy a ser
sincero —señala el joven— cuando tocaron no pensaba abrirles, pero vi que son unas
hermosas damas y me perdonan si se incomodan, quise conversar un rato.
Luisa María ve
como los colores del rostro de Gloria resaltan. Sabe que esta abochornada y
trata de ayudarla.
—No hay problema —expresa Luisa María—, ¿puedo seguir?, ¿podemos hablar mientras la compañera va a la casa de enseguida?
Un poco
desconcertado, no sabe que decir mientras mira alejarse a Gloria.
—Espera me pongo
una camiseta. Pero está bien, siga —responde y entra con Luisa María a la sala
dejando la puerta abierta— Siéntese por favor.
Va en busca de una
camiseta a los cuartos del fondo de la sala. Luisa María puede escuchar voces. El joven habla con alguien más. Escucha fragmentos
de sus diálogos ... ¿Quién es?... Unas evangélicas, creo… No sé… Tranquila que
no demoro.
―Mucho gusto, me
llamo John ―expresa al regresar a la sala con una camiseta gris de mangas
cortas y de aspecto viejo. Extiende su mano hacía Luisa María con mirada de
resignación.
Gloria camina
hasta la esquina. Se apoya en la pared y
allí espera. Piensa en el extraño tatuaje. Es un escarabajo, símbolo de
protección en la cultura egipcia. Lo sabe por la lectura de libros sobre
historia de las religiones que acostumbra a leer. Reconoce que ese tatuaje hace
ver a aquel hombre excesivamente sexy. Por un momento cree sentirse tentada.
«Es una prueba», se dice para sí. «Si, es una prueba». Considera que no puede
sentir ese deseo, que no es legítimo para una mujer de su edad y de los
propósitos que ha definido para su vida. Un día que prometía ser un buen día
difundiendo la palabra, donde el amanecer fue despejado y claro, termina
cruzado por nubarrones. —«¿Qué hacer? ¿Qué me quiere decir el señor con esta
situación?» —se pregunta y ora a su Dios. Pero no responde. Se siente
profundamente desencantada. Hoy está más silencioso que siempre. Ante esto se
va para su casa dejando a Luisa María en aquel lugar. Al llegar al apartamento,
se encierra en su cuarto. A Ana se le hace extraño que regresara tan pronto. No
es ni siquiera medio día y aún no ha puesto la comida a calentar que la hija
había dejado preparada la noche anterior. Llama a la puerta del cuarto de
Gloria, pero ella no quiere abrir. Ana ya está inquieta. Gloría se da cuenta
por su insistencia casi lastimera de la madre y abre por consideración,
expresándole que es solo es un dolor de cabeza y que se le pasaría.
Dos
días después, Luisa María llama por teléfono a Gloria. Ella está disgustada. Le
dice que se llamaba John. — ¿Quién? —pregunta Gloría con cierta indiferencia.
Le dijo que el muchacho que la puso a balbucear, que no se hiciera la pendeja,
que ella se había dado cuenta de todo. Y qué él también, y que no estaba
interesado en la palabra, sino en usted. Expresa todo esto en un tono cada vez
más alto. Me preguntó su nombre, que dónde vivía y en qué trabajaba y si estaba
casada. Lo peor fue que apenas pudo me sacó de allí cuando una señora en paños
menores se asomó desde un cuarto y pregunto si demorábamos. Debería darle
vergüenza. Puede ser su hijo. Por un momento hay silencio. Pero cuando creía que
Luisa María se había cansado de hablar, su diatriba continúo con más
vehemencia. Le recordó sus propósitos y unas cuantas citas bíblicas que llaman
la atención sobre la tentación del diablo. Le insistió que no se dejará tentar,
pues ella era una mujer de Dios y otras tantas cosas que Gloria dejo de oír de
un momento a otro al recordar la imagen de John. Y no poder sacarlo de su
mente. Gloria responde que todo aquello es mentira, que su plan de vida es
claro, servir a Dios y colgó el teléfono. No vuelven a hablar.
Pasado
un tiempo, la vida de Gloria empieza recuperar tranquilidad. Entre el almacén
de ropa del que es propietaria y los fines de semana llevando la palabra de
Dios, se siente nuevamente segura. Pidió cambio de compañera y una nueva ruta
de atención evangélica. Un día de tantos, en casa finalmente se quemó la conexión
del calentador. Gloria llama a una ferretería donde le prometen enviar el
electricista hacía medio día de acuerdo a la misma solicitud de ella. No quiere
que haya un hombre en casa con dos ancianas como son su madre y la señora del
servicio. Se da cuenta que era John, el chico que la había trastornado hace
cerca de dos meses. De un momento a otro se siente expuesta y no sabe qué
hacer. Disimula sus recuerdos y lo envía al baño a revisar el calentador de
manera inmediata.
John
piensa en las paradojas de la vida y cuando ve a la anciana madre atenta a su labor,
logra ganarse su confianza. Mientras hace el trabajo de reparación, pueden
hablar de todo un poco. Ana está encantada por lo buen conversador y porque es
capaz de explicar el problema con paciencia, así ella no entienda nada y termina
invitándolo a almorzar. El hecho es recibido como una novedad en una casa
habitada por tres mujeres. A medida que hacía el arreglo, John y Gloría que
estaba en las afueras del baño cruzan miradas y luego hablan con tanta
naturalidad y confianza que termina por derrumbar las prevenciones de aquella
mujer. —«Puede ser un buen amigo»— piensa cuando John se marchó de la casa
luego de almorzar, justificarse con la mamá y regresar desde allí al trabajo.
Desde
ese momento, Gloria se empieza a dar una idea más clara de John y de sus
intereses. Del mismo modo, él empezó a interesarse en ella. Ambos se comunican
casi todas las noches, se cuentan sus cosas, sueños y esperanzas. Se ven una o
dos veces por semana. Entre tanto, Ana observa una nueva faceta en su hija y no
le molesta. Gloria procura no ser excesivamente amplia en detalles por miedo a
sentirse enamorada y nuevamente engañada. A su vez, John cree encontrar en Gloria, no
tanto una mujer para tener sexo, sino una mujer que lo escucha, lo motiva y lo
inspira a seguir adelante. Un día a la semana se dan una cita especial, donde
John toca sus canciones en la guitarra y Gloría comparte algunas de sus recetas
de los cursos de cocina. Desde entonces han seguido conversando, saliendo,
conociéndose y se hacen buenos amigos. No son novios. No son simples amigos. Es
un escenario que ninguno de los dos esperaba. Y eso parece que le hace sentir a
gusto a ambos.
Y aunque Gloria considera que John es muy
joven para ella, Ana piensa que la amistad con ese muchacho ha traído alegría a
su hija. En ese proceso de conocimiento, John adquiere ánimo suficiente para
independizarse de nuevo y consigue un apartamento donde vive a gusto y se
siente más confiado. Entre tanto, Gloria abandona aquel grupo religioso y asiste
puntualmente en compañía de su madre a la misa dominical de las diez de la
mañana. Y claro sigue siendo buena cristiana, no temerosa de Dios, sino que
acepta las circunstancias que le ha correspondido vivir y la ha llevado a ser
más flexible con sus expectativas. Ha aceptado lo que la vida le ha dado. Y
sigue orando todos los días al amanecer, en la intimidad de su cuarto, pero su
oración no es angustiante, de queja, de súplica como otras veces la podíamos
escuchar, sino de gratitud y pidiendo a su Dios que le aclare sus enigmáticos
caminos mientras el aire limpio de la mañana penetra en el cuarto y mueve las
cortinas.
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