martes, 28 de julio de 2020

El largo camino a la libertad


Rosita Herrera

La lluvia arreciaba, el viento silbaba y limpiaba todo lo que había a su paso en la desolada estación de un pueblo cercano a Chillán. Allí se encontraba Martín viendo cómo se alejaba el tren de las cinco de la tarde con destino a Santiago, hasta convertirse en un diminuto punto perdido en la inmensidad.
Era un hombre alto, frisaba los setenta años, vestía un abrigo gris marrón de gabardina, zapatos de buen cuero negro y un sombrero del mismo color que su sobretodo.
Se paró de pronto con ayuda de su bastón y luchando contra la fuerza del viento se enderezó y comenzó la marcha con destino a la panadería y luego a su casa.
Desde que dejó de trabajar como profesor en una escuela vespertina, sus días se componían de pequeñas actividades que conformaban una rutina amable que lo sacaba de pensamientos autodestructivos y agobiantes, pero, aun así, el pasado lo visitaba muy a menudo y le era difícil no acudir a su llamado, pues había miedos no resueltos.
El viento tibio en la cara lo hacía feliz, también el recorrer algunos kilómetros con la ayuda de su bastón, una suerte de sumisa compañía y mudo auditor de sus contradicciones cotidianas que, desde hacía un tiempo, manifestaba en voz alta. El ir a la estación de trenes era, dentro de su rutina, uno de sus momentos favoritos. Los trenes significaban para él algo así como el desapego a la vida, el marcharse de un lugar sin mirar atrás, una sensación de libertad exquisita y temeraria.
Había estado privado de ese dichoso bien en su juventud, diecisiete años tras las rejas por una estupidez, sintiose atrapado en un vertiginoso camino de incertidumbre y argumentaciones existenciales como lo era la efímera seguridad que da el poder, el dinero y el deseo de integridad que él siempre había admirado en algunos seres que vinieron al mundo con ese chip de la consciencia incorporado.
Era un muchacho lleno de sueños que quería surgir a costa de esfuerzo y constancia en sus labores docentes, admirador de los grandes escritores rusos quienes le habían mostrado las desigualdades de la vida y cómo a veces la nobleza no nos sirve para nada, pese a ello, lograba siempre encontrar un resquicio humano de bondad y esperanza que lo alentaba a seguir el camino recto, aquel que sus padres le imponían como un dogma…, pero no, no era eso lo que él buscaba, no era la simpleza del castigo o la recompensa, era la maravilla de la libertad, de la despreocupación, aquella sensación de saber que todo tiene un orden y está atado a leyes universales que debemos respetar, no porque el castigo apremie, sino porque se es un sabio conocedor de la fortuna y los hombres superiores velan por la suya.
Transcurría el invierno de mil novecientos cuarenta, había conseguido trabajo en una escuela pública de una localidad minera llamada Coronel, a treinta y dos kilómetros de la ciudad de Concepción en el sur de Chile. Este pueblo que se caracterizaba por una historia de lucha contra el abuso y la explotación laboral gozaba de los más grandes contrastes: la abundancia, aquella riqueza desbordante y, por otro lado, la carencia, que duele y da rabia de tanta fealdad en sus muros, suelos y olores. Había un tercer mundo, el que desde la neutralidad permitía apreciar las discrepancias y hacerse partícipe de ambos sin comprometerse con ninguno.
Los niños llegaban cada mañana en condiciones paupérrimas a calentarse en el fuego de la pequeña salamandra que entregaba su tibieza a no más de quince por día, los que asistían en forma intermitente a gozar de una habitación templada y de un alimento caliente que cayera a sus estómagos.
Martín procuraba ser parte de esa fracción amable del día y, además, estimular sus sueños tratando de incorporarlos en un viaje imaginario a través de sus escritores favoritos.
El joven era apuesto y muy cálido en el trato, esto despertaba la simpatía de los jefes y la envidia de sus pares.
Ya terminaba la jornada del día viernes y una vez que todos sus pequeños discípulos se habían retirado, se disponía a ordenar el salón de clases, cuando de pronto ve la sombra imponente del director de la escuela:
―¡Martín! ¡Qué bueno que no se ha ido! Necesito hablar con usted y cumplir con un gran amigo. ―Junto con decirlo se sentó en una pequeña silla que desapareció bajo su descomunal figura y grueso abrigo, al que acompañaba su atuendo un sombrero elegante y un maletín de cuero café―. Lamento venir a última hora, pero es que el día ha estado muy ajetreado.
―No se preocupe, don Bernardo, lo entiendo perfectamente, pero… dígame, ¿en qué lo puedo ayudar?
―Mira, hay una persona con mucho poder en el  pueblo de Lota, don Matías, nos ha ayudado en el mantenimiento de esta escuela y podemos seguir contando con él para lo que necesitemos, su empresa carbonífera está progresando mucho y ha traído la modernidad a estas tierras, tiene dos niños en edad escolar, por lo que me ha pedido que le recomiende al mejor maestro que conozca y, sin dudarlo, pensé en ti.
Martín sintió que un frío intenso recorría su espalda, si bien él quería surgir a costa de su esfuerzo, no le interesaba codearse con la aristocracia del país, puesto que sabía que era un germen corrosivo que se insertaba en las capas más bajas de la sociedad carcomiendo sus energías y destruyendo sus vidas sin ninguna clemencia. Pese a ello y viendo la necesidad de su jefe por complacer a su amigo, no tuvo más remedio que aceptar su pedido.
―La verdad, don Bernardo, es que lo haré por usted ya que mi tiempo es escaso. No solo trabajo acá, también ayudo a mi padre con los asuntos de la iglesia, pero hablaré con él.
Martín sintió rabia consigo mismo por no haber tenido la entereza de rechazar la petición, pero es que la oferta laboral era tan escasa en lugares alejados de la capital que temió a las represalias indirectas de don Bernardo que a la larga podrían desencadenar un despido.
Volvió a su hogar cabizbajo, a su paso se veían mocosos corriendo por las calles, sin zapatos y con la ropa raída viendo la oportunidad de darle un «zarpazo» a algún distraído transeúnte que llevara descuidada su billetera. Niños que ya no eran niños, una extraña dicotomía que era consecuencia de una sociedad injusta e irresponsable.
Al llegar a su hogar encontró a su padre leyendo el capítulo del sermón muy ensimismado, apenas se percató de la llegada de Martín. Este pasó raudo a la cocina a hurgar en las ollas de su madre quien preparaba la cena, ya prontos a recibir el sábado, solo faltaba la presencia de su querido hijo.
―¡Martín, hijo! ¡Justo llegas para la comida! ¡Qué alegría! Tendremos que preparar el sermón de mañana. ―Acto seguido, lo abraza muy fuerte y le palmotea la espalda.
―Padre, no podré asistir mañana a la prédica, lo siento, pero tengo un compromiso de trabajo que fue imposible eludir. ―Baja la mirada y se dispone a ayudar a su madre.
Al día siguiente, se levanta muy temprano, a regañadientes con la vida, ordena sus libros y se prepara para salir. En Lota lo estaría esperando don Matías, en su gran casona.
«Seguramente es un magnate dedicado a maltratar gente y a explotarlos hasta el desfallecimiento con la sola idea de crear su propio imperio. Siempre me pasa lo mismo, digo sí cuando quería decir no. Qué mal me siento, solo he venido por cumplir. Martín, Martín… así nunca te podrás convertir en un hombre virtuoso…».
Eran casi las ocho de la mañana cuando bajó del incómodo bus, al poner los pies en la carretera se dio cuenta de que estaba escarchada y de que el viento era despiadadamente helado. Se arrebozó en su abrigo lo que más pudo y se dispuso en dirección a la mansión de don Matías.
Desde el gran portón de entrada hasta la casona había que caminar aproximadamente un kilómetro, que no advirtió debido a que en el trayecto ensayaba su presentación con respecto a su persona y a la cátedra que impartiría a los niños. Al llegar, sintió una profunda admiración por la fineza y belleza de la construcción, el lugar en sí era una gracia divina,  la abundancia se precipitaba en cada rincón, cualquier esfuerzo humano de los que había visto por lograr la armonía en una construcción era un irrisorio e inútil atrevimiento de aquellos que no conocían la exuberancia en la tierra y… él se sentía tan pobre y pequeño, pero… no, eso era la primera tentación de satanás, un espejismo de la banalidad.
Se reincorporó y dejó atrás sus cavilaciones.
Un señor alto y bien parecido salió a su encuentro, se notaba un hombre de mundo, pero también se veía en él aquella experiencia que no es regalada, sino fruto de una vida llena de esfuerzo y sacrificio.
―¡Martín! ¡Qué gusto! Te estaba esperando. Bernardo me avisó ayer que venías y me alegró mucho la noticia ya que un profesor con tu preparación y dedicación es difícil de encontrar por estas tierras. ―Le da la mano muy afablemente y le indica que entre, dirigiéndolo a su oficina.
Martín, hablando con monosílabos, lo sigue en su recorrido.
Nuevamente las contradicciones inundaban su vida, aquel hombre no tenía nada de despiadado ni de déspota, todo lo contrario, era muy amable y la paga que recibiría sería mucho más grande de la que él había estimado.
―¿Te parece bien, Martín? Sé que la vida está difícil así que si lo consideras poco solo dímelo.
¿Qué si le parecía bien?, pensó, lo que recibía en la escuelita era una propina en relación a lo que obtendría por enseñar en esa gran residencia.
Martín se despidió, pero antes de que se fuera, don Matías lo invitó a conocer su casa y a las personas que vivían en ella. En aquel paraíso se divisaba a lo lejos a una niña y un niño de aproximadamente nueve y doce años, corriendo por el jardín. La servidumbre se dedicaba a sus labores con mucha alegría, todo iba perfecto en aquella casa, don Matías no era el hombre cruel que se había imaginado… o lo ocultaba muy bien. Al dirigirse a la puerta principal, pasó por fuera de una sala donde había una enorme biblioteca, un hombre relativamente joven lo miró con sorna, salió a su encuentro y con bastante gracia y dominio de sus gestos inclinó la cabeza y le hizo una reverencia. Martín muy confundido no supo qué hacer y solo atinó a mirarlo atisbando una sonrisa.
En el camino de vuelta a casa reflexionaba sobre lo acontecido y si bien se había llevado una gran sorpresa al darse cuenta de que don Matías era un personaje muy respetable, aquel que apareció de súbito, al final de la visita, le había dejado una desagradable sensación de vulnerabilidad, y es que los débiles pueden ser presa fácil de los poderosos cuando estos combinan ambición con afabilidad, pero… ¿Por qué le atemorizaba esto? ¿Será que la vida pretendía mostrarle el duro contraste entre la integridad y la corrupción?
Transcurrían sus días entre la escuela, la iglesia y la casona en Lota. Todo iba de maravilla, con lo que estaba ganando podría independizarse muy luego, aunque esto a sus padres no les alegraba, sentía que ya era tiempo de poder tener una vida que le permitiera desarrollar una mayor conciencia y así poder tener sus propias ideas con respecto a ella.
Desde niño había estado inmerso en un mundo absurdo y lleno de contrariedades, el amor a Dios debía ser la consigna, pero aquello conllevaba la gran mayoría de las veces el odiarse a uno mismo, a su cuerpo, a sus emociones; la renuncia a sentirse bien, negar sus deseos y ansias de libertad, apegarse a los seres humanos de una forma dañina y castradora, tal como lo hacían sus padres con él. Muchas veces se encontraba con la disyuntiva de querer romper las normas y mostrar el malvado ser que habitaba dentro de él con el bueno, con el santo, con el ejemplar hijo de mamá y de la iglesia, aquella que aborrecía y a la que se había negado a ir por primera vez.
Un día de aquellos en que debía ir a dar clases a la casa de don Matías, divisó nuevamente al hombre resuelto y oscuro, estaba en el despacho de aquel, al verlo se dispusieron en forma rápida y automática al saludo bonachón característico del dueño de casa, pero no sabía por qué extraña razón se respiraba nuevamente la vulnerabilidad que había sentido en aquella ocasión.
―¡Qué tal, Martín! ¡Te estábamos esperando! ―Se paró de su escritorio y se acercó a la puerta de su oficina para darle la mano y hacerlo entrar―. Te quiero presentar a mi hermano, él ha venido a pasar conmigo una temporada, lo verás deambulando por la casa, si te provoca con sus ironías, no le hagas caso, él es así, un desenfadado con la vida, no le rinde cuentas a nadie ―lo dice mirando a su hermano al mismo tiempo que carcajea.
―No se preocupe, don Matías, yo he venido a trabajar y en eso me concentraré. Con su permiso, los niños esperan la clase.
Salió muy apresurado, ya era incómodo para él interactuar «con los de arriba» más difícil se le hacía al estar siendo observado por una persona que escudriñaba en su ser como para encontrar cualquier sesgo de debilidad y convertirlo en objeto de soborno o de burla.
Cada vez que se encontraba en aquella casa no dejaba de admirar sus lujos, le llamaba mucho la atención aquel desprendimiento inconmensurable de recursos, pero no era tan solo eso, no se notaba ningún tipo de esfuerzo, todo se manifestaba mágicamente, ¿quién o quiénes estaban detrás?, ¿cómo era humanamente posible tanto dinero, en un contexto de dolor, escasez y esfuerzo? Ideas que colmaban su mente hasta el instante de quedar embobado admirando «Paisaje de cordillera» de Valenzuela Llanos, una pintura que se encontraba en el corredor que lo llevaba a la biblioteca.
―Un gran pintor, ¿no crees? ―le habla al oído y lo acorrala con su presencia para luego hacerse un lado y dejarlo seguir su camino.
―Sí, es uno de los grandes, un provinciano que supo salir adelante haciendo lo que le apasionaba.
―Interesante cómo valoras la vida, Martín, pero creo que hay que buscar la forma de disfrutar, ese «salir adelante» no es un lema que me estimule tanto como aquel tópico literario que sí me hace sentido: Carpe Diem y no hay más para mí. ―Se escabulle del lugar haciendo nuevamente la reverencia elegante y graciosa que Martín había admirado.
En cada regreso a su hogar no podía evitar ver el contraste de la gente sufriente y la riqueza desbordante; lo bello y lo feo; lo cálido y lo frío; lo execrable y lo seductor, y él no quería ser parte de aquel Chile abominable, pero tampoco quería serlo de aquella fracción que se enriquecía a costa de la explotación del bajo pueblo mestizo.
Martín se culpaba todos los días de su debilidad al sentirse atraído por ese mundo y en más de alguna ocasión haber querido ser parte de ellos, a pesar de que su experiencia de vida lo alejaba de toda candidez de pensamiento, no podía, muchas veces, luchar con la ilusión de honestidad y camaradería que le ofrecían sus patrones.
Admiraba en su interior el desenfado y elegancia de Joaquín, pero no le daba confianza… su oscuridad lo descolocaba, nada bueno podía surgir al lado de él; don Matías le proporcionaba aquella apertura a un mundo desconocido y desafiante que él tanto anhelaba, todo era accesible en aquel lugar comenzando por apreciar una excelente obra de arte y siguiendo con una abismante y actualizada biblioteca.
Al salir aquel día de la casona, su patrón no estaba, había pasado por su oficina para despedirse y le llamó la atención el desorden inhabitual de su despacho, entre aquel desconcierto se atisbaba detrás de su escritorio una pintura de inestimable valor ligeramente ladeada por lo que dejaba a la vista una caja fuerte levemente abierta; se paralizó ante tal oportunidad, se vio tomando el dinero, un dinero que a ellos no les hacía falta y ¡qué bien! les haría a tantos, pero por qué Dios insistía en estas terribles pruebas de honestidad, se alejó despavorido y quiso no haber entrado a ese lugar, una gran aflicción en su pecho le avisaba que nada bueno se auspiciaba, al darse vuelta tropieza con Joaquín y trata de disimular su turbación con un torpe saludo, hasta que por fin se ve libre de aquel territorio que le hacía proyectar como en un espejo toda su debilidad.
¡Qué diablos! ¡Qué ocurrió! ¿Dónde estaba don Matías? ¿Por qué Joaquín salió a su encuentro y no lo detuvo para preguntarle qué había pasado?
Llegó a su casa y sus padres lo esperaban con sus rostros desfigurados y envueltos en lágrimas, junto a ellos un oficial de policía con las esposas en la mano, sin dejar ni un ápice de duda con respecto al acusado, revisaron su maletín y no había nada, revisaron los bolsillos de su abrigo y… sí, metido entre medio de un periódico que siempre llevaba doblado en los bolsillos de su abrigo, estaban los documentos y el dinero  «…,pero… cómo llegó hasta mis bolsillos… la pintura… ¡Claro! En aquel momento, cuando conversábamos, hubo un instante en que me acorraló…».   
―¡Joven!, está usted detenido, tiene derecho a permanecer en silencio…
―¿Me puede explicar qué ocurre? ―Mientras, se dejaba esposar y miraba a sus padres con cara de no entender nada.
―Se le acusa de robo a la propiedad privada por haber extraído de la caja fuerte de don Matías la suma de diez millones de pesos, entre dinero y documentos bancarios.
―No entiendo nada, pero puedo explicarlo todo ―lo dice casi al borde de las lágrimas.
―Será mejor que no me explique nada a mí, oiga. Hágalo al lado de un abogado y frente al juez.
Martín agachó la cabeza y comprendió que no había nada que hacer. Al llegar a la comisaría divisó a lo lejos a Joaquín que acompañaba a su hermano, ambos abandonaban el lugar y al encontrarse con Martín, don Matías lo miró con pena y dolor, al instante, Joaquín lo hace reaccionar y lo conduce hacia el vehículo.
«Pero qué injusticia, ni siquiera un mínimo resquicio de duda, es decir, la vida nos asigna un lugar de privilegio o de desventaja, que tenemos que cargar hasta la muerte. No, no me quedaré tan tranquilo, intentaré hablar con él y explicarle, no hay registro, ni testigos de que yo haya hurtado aquel dinero… a menos que … ¡Por supuesto! Joaquín…».
Al entrar a la comisaría, el personal de guardia lo miró con compasión y se acerca a tomarle la declaración un oficial a cargo.
―En qué lío te metiste, cabro… ―Al terminar la oración levanta la mirada para ver su expresión y corroborar sus sospechas.
―En ninguno, señor, me quieren culpar de un robo que yo no he hecho.
―Mira, lamentablemente, nos llegan muchos casos como este, y resulta que simplemente se trata de desviar la atención pública hacia otros focos de tal manera que algo ilícito ocurrido al interior de las grandes esferas, pase desapercibido. Solo te puedo decir que, si no cuentas con un buen abogado, tendrás que pagar con cárcel tu inexperiencia.
―Pero… a qué se refiere con eso, señor, solo hablaba con ellos del trabajo que se me había encomendado. ―Lo mira directamente a los ojos para demostrar su veracidad.
―En realidad, no es necesario decir ni hacer nada. Ellos se dan cuenta cuando a las personas se les abrillantan los ojos con el dinero, el gustito del poder, el soñar que uno puede llegar a ser como ellos.
Martín se quedó en silencio, y pensó en todas aquellas instancias en que deliraba ante la magnificencia de aquel mundo. Se dio cuenta de que había sido objeto de estudio para imputarle un robo que nadie cuestionaría. Inculpar a Joaquín era una tarea imposible, pronto estaría fuera de Chile disfrutando del dinero que le hizo creer a don Matías que él había robado y este, claro, privilegiaría a su hermano.
Divisó la panadería y recordó que los bizcochos de miel le encantaban y que la noche anterior se había quedado dormido pensando en ellos. Ya era la hora en que abrían y no podía más de la emoción al imaginar el sabroso té al contacto con la delicada masa que inundaría de fragancia su hogar.
Los años en la cárcel le enseñaron la simpleza de la vida, le mostraron que la integridad no repara en circunstancias y no se apiada de los que dudan o sienten la lasitud en su camino. Conoció a muchos como él que fueron entrampados para poder encubrir crímenes mayores como la muerte de mucha gente producto de la explotación laboral y de sus malas condiciones de vida… en fin, ya era libre, había pagado con sus mejores años su brutal candidez y ya no quería seguir enfrentándose a sus constantes enjuiciamientos.
Antes de llegar a la panadería ve a un borracho que está con medio cuerpo sobre la acera, su rostro se encuentra ensangrentado producto de la feroz caída.
«Pobre hombre, lo ayudaré, quizá pueda encaminarlo a algún lugar».
―¿Lo puedo ayudar? Si no tiene dinero le ofrezco pagarle un carro para que lo lleve a su casa. ―Lo toma de la cintura e intenta ponerlo de pie.
―No te preocupes… ―Le incrusta la mirada y luego la baja para ordenar sus vestiduras, apareciendo la sordidez de su sonrisa―. Dormiré en cualquier callejón…, Martín, estaré bien.
Al oír su nombre se da cuenta de que el borracho es Joaquín, viejo y miserable.
―Igual, no puedo dejarlo aquí, al menos permítame llevarlo a alguna parte.
―Hmm… después de lo que te hice sufrir… ―lo dice para sí mismo― Mi hermano nunca creyó que yo no había tenido nada que ver, así que tuve que decirle la verdad: Aquel día, sentí un gran disturbio en su despacho, la puerta de entrada estaba abierta, alguien se había metido en su oficina, fui a ver y tú te encontrabas ahí, te pusiste nervioso, podría haberte dado tiempo de explicarme lo que te pasaba, pero no quise hacerlo, sentía envidia  de la admiración que Matías te tenía, se veía reflejado en ti, pero yo… había visto cómo te atraía el lujo y la riqueza, sabía que en tu interior existía una lucha constante entre el bien y el mal, veía tu resentimiento, pese a que lo manejabas discretamente y presentía que en cualquier momento darías el zarpazo, solo había que prepararte el escenario y, ese día, cuando entraron aquellos delincuentes, te asomaste y yo te espiaba desde un rincón del pasillo, me di cuenta de que ellos no habían alcanzado a robarlo todo, así que supuse que hurtarías el resto. Me diste la oportunidad de reivindicarme y demostrarle a Matías que eras peor que yo, pero fue imposible convencerlo, así y todo, no tenía pruebas para señalar lo contrario y tampoco lo hubiera hecho, yo era su único hermano.
―¡Desgraciado! ¡Me quitaste mis mejores años! ¿Qué diablos tenía que ver yo con todas tus frustraciones? ¿Qué derecho poseías de truncar mi futuro? ¿Qué se creen todos los de «tu especie»? ―Lo agarra fuerte del abrigo y lo deja en el mismo lugar del que lo había recogido―. Solo me queda por decir que la vida me ha dado la oportunidad de escupirte en la cara y hacerte ver que la nobleza es como un roble, robusta, limpia y recta hasta el final, y si bien podemos dudar y sentirnos débiles ante las banalidades de este mundo, la reflexión y una firme convicción en nuestros principios siempre saldrán a nuestro encuentro.
Además, mientes vilmente, no hubo delincuentes, tú robaste el dinero y esa era tu coartada, ya me habías manchado horas antes, cuando me acorralaste frente a la pintura ¡Púdrete en tu maldad! Ya el caso está cerrado y, a Dios gracias, mi camino está lejos del tuyo.
Martín entró a la panadería en busca de los bizcochos y se dirigió a su casa para poder disfrutarlos, el frío se hacía cada vez más intenso, así como la tranquilidad de su alma. Los viejos demonios ya estaban sepultados y los que quedaban eran retazos de un hombre que ya no existía porque había muerto y vuelto a la vida en aquella cárcel…, pero sin miedo.

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