viernes, 17 de julio de 2020

Café amargo

Diego Velásquez González


Desde el colegio, David fue una persona llevada de su parecer. Gustaba cazar peleas así supiera que las iba a perder. Cualquiera que le diera un motivo podía considerarse su oponente. Compañeros, maestros, familia y sobre todo sus parceros[1], «los amigos, leales en la buena, hipócritas y falsos en la mala» según sus palabras. No le importaba si era hombre o mujer. Aquello que dicen que a las mujeres no se tocan ni con el pétalo de una rosa era una bobada. De ser necesario lo hacía, así tuviera que subsanar la falta. Una vez llegó a pegarme. No sé por qué dejé que lo hiciera y menos las razones por las que seguí siendo su amiga.

«Diga pues como es… que se venga el que quiera, que acá lo recibo… usted no es mi mamá para que me mandé». Esas eran sus respuestas acostumbradas ante los reclamos que se le hacían. Pero todo ese impulso, la más de las veces, terminaba en ser pura y física carreta[2]. Cuando se le confrontaba en privado pasaba de ser tremendo gallo fino a ser una tímida y escurridiza gallina. Había que apreciar sus cambios de actitud, sobre todo cuando a la mamá la llamaban al colegio a responder por sus desmanes. Entonces asumía el papel de un niño juicioso e incomprendido. Se asemejaba a un tonto que no era capaz de nada. Entonces, madre e hijo terminaban afirmando que era que se la tenían montada.

No puedo decir que hayamos sido realmente amigos. Nuestra relación estuvo marcada, como la de la mayoría de los millennials[3] por los espacios y momentos compartidos. Ahora que lo pienso, tal vez me gustaba. Un muchacho alto, delgado de un cuerpo definido, que usaba uno aritos de oro y que junto a el tatuaje de una mujer en el brazo derecho era para mí algo… mmmm. Quizás, nuestra amistad estaba construida bajo la misma premisa de lo efímero, de prepararnos para deslindar el vínculo al cambiar las circunstancias.

Terminó el bachillerato conmigo hace cerca de siete años, aunque con grandes dificultades. Todos en el grupo le ayudamos de una u otra manera. Al finalizar se fue a prestar el servicio militar a una zona al sur del país, en los límites con el Perú. O más bien se lo llevaron, porque su mamá hizo hasta lo imposible para que eso no ocurriera. Habló con cuanta persona pudo en compañía de su político de marras. Quizás eso sirvió para que el comandante del distrito decidiera enviarlo. Tal vez declaró entre los suyos que: «al hijo de papi y mami hay que volverlo un hombrecito». Yo estaba convencida que allá se iba a morir. Se hizo adicto a la marihuana. Decía que allá, aunque no la recomendaban, tampoco se la prohibían y que una vez fumados unos porros se le despertaban unas ganas de matar unos cuantos guerrilleros, bandidos o cualquier cosa que se le pareciera. Yo sinceramente creo que a esa costumbre de meterse sus plones[4] antes de salir a patrullar le agregaba el consumo de drogas más fuertes.

Cuando venía de licencia me buscaba. Lo recibía, escuchaba y acompañaba en sus trabas[5]. Incluso me llegué a involucrar de manera directa en una que otra. He de reconocer que eso de sentirse una idiota por un tiempo tiene su encanto. Yo sabía que David no me convenía. En mi casa lo odiaban. De cierta manera, su presencia era la manera de imponerme a la voluntad de mis padres y su deseo de seguir marcando la ruta de mi vida. Tenerlo de amigo los mantenía en tensión y eso me encantaba. Me volví un poco alterna a su lado, frecuentábamos bares y grupos de rock. Tres años atrás, había llegado a la ciudad de Pereira con mis padres y el estúpido de mi hermanito. Una de las razones del traslado de la familia radicaba en que querían ofrecernos un espacio diferente, quizás menos estresante al ambiente que se sentía en la capital y que con el paso del tiempo se hacía cada vez más difícil. Entre tanto, mi madre no dejaba de infundir en mí un espíritu individualista, de querer reclamarlo todo y crecer creyendo que el mundo me lo debía todo.

Piolo, como le decíamos por cariño ya que siempre andaba con el corte de cabello rapado vivió en la época del colegio dificultades económicas. Era común que muchos de los compañeros se turnarán para comprarle algo de comer en los descansos creando una especie de solidaridad de grupo hacía él. En ocasiones se enfermaba por lo mal alimentado que estaba. Se veía demacrado, falto de energía y todos sabíamos las razones, pero no le gustaba hacerlo evidente. Era muy dado a eso de no pelar el cobre[6]. Sé que siempre esperaba que pasáramos de ser simples amigos a ser amigos con derechos. Le decía que esperáramos, que nos tiraríamos las cosas. Era la manera de mantenerlo cerca, siempre a la expectativa. Sabía que, si le daba lo que quería, pronto se alejaría y necesitaba quien me cuidará. Además, he de reconocer que cuando andaba de buenas pulgas, era un amigo excelente.

Uno de sus mejores sucedáneos frente a sus ataques de ansiedad ante la falta de su consumo adictivo era tomar café negro. Cuando se lo servían con las acostumbradas dos bolsitas de azúcar, las rechazaba diciendo que no las necesitaba. Y a continuación remataba con su frase, «Me gusta tomar el café amargo para recordar lo amarga que es la vida». Y entonces, disfrutaba escuchar a propios y extraños señalar que la vida no es amarga sino hermosa y toda la verborrea que sigue, a lo que él respondía que por ningún lado encontraba lo hermoso que le atribuían.

Realmente consideraba que la vida era ese valle de lágrimas que los católicos anhelan abandonar para poder encontrar el rostro del Padre olvidándose de vivir por añorar un paraíso del cual fuimos desterrados y al que ojalá nunca volviéramos. A veces nos poníamos a filosofar, yo le decía que el cielo o el infierno comienzan en la tierra, que aquí empezamos a vislumbrar ese sueño. Piolo respondía que eso era una tontería, que la vida solo son miserias, que bastaba ver que nuestros padres habían hecho tanto esfuerzo para terminar en nada. Y, por lo tanto, que después de tanto esfuerzo, poco o nada cambiaría. Que todo no deja de ser una trágica comedia.

Cuando menos pensé, volvió a desaparecer de mi vida, del barrio, de la ciudad y de los lugares donde a veces lo encontraba dejando pasar una borrachera o uno de sus viajes con alucinógenos, bien sea solo o en compañía de sus parceros del momento. Siempre pensé que cualquier día leería de su muerte en el periódico local, o alguien de su disfuncional familia me llamaría a informarme. Algunos decían que se había ido para la guerrilla, otros que para los paramilitares o que se convirtió en una mula del narcotráfico. Y no es que fuera excesivamente ambicioso. Su modo de vestir desordenado, con ropa de segunda regalada y siempre dispuesto a recibir lo que le quisieran dar era su marca, su característica. «Claro que me sirve, yo tengo talla de limosnero» era su frase preferida.

Su nacimiento había sido producto de un accidente. La madre terminó sufriendo demasiado. Murió algunos años después de que termináramos el colegio. Su padre, quien quedo viviendo con Piolo, era un hombre maltratador e injusto, que terminó por imponerse a las resistencias de ella a un nuevo embarazo y como consecuencia nació Piolo. Doña Cecilia, la mamá de David, me contó que por algún tiempo pensó en abortar. Lo sopesó durante largas noches de insomnio durante unas tres o cuatro semanas, pero al final no fue capaz. Quizás el peso de la idea del pecado era superior a su voluntad. Tal vez por ello terminó quejándose de ese embarazo todo el tiempo. Y entonces bien se dice que quien no fue tenido con ganas, no vivirá con ganas.

La última vez que lo vi fue una noche que apareció en mi casa. Era tarde, más de las once. Me puso un mensaje al teléfono. Decía que bajará, que necesitaba hablar conmigo. Salí del cuarto tratando de no hacer ruido y mis padres se dieron cuenta. Estaban rojos de la ira. Don Gustavo, como siempre me referí a mi padre, afirmó que esa no era hora de ir a una casa decente y que si a ese muchacho no le habían enseñado modales. A pesar de esa advertencia, fui hasta la portería de la unidad residencial donde vivía. Allí, bajo la supervisión del portero, un tipo de unos treinta años y que sé que sentía una fuerte atracción sexual hacía mí, nos sentamos en una de las escalas de ingreso. Siempre supe que a aquel tipo le gustaba por la manera como me miraba y he de reconocer que en no pocas ocasiones me encantaba provocarlo. No lo niego, pero el tema aquí es David. Conversamos un rato. La verdad fui bastante cortante. Piolo lloraba y apenas podía escucharlo por sus balbuceos. Hablaba de un tipo con el cual se había metido y que había salido con nada. Nunca había pensado que tenía esos gustos. Ahora eso poco importaba. Ya me sentía cansada de esta relación tan extraña. También decía que, en casa, su padre le dijo que, si era que ya se había vuelto marica, y que eso era la peor desgracia que pudiera haber tenido la familia. Y después de darle unos palazos con una escoba, le dijo que se fuera de la casa y se olvidará de él.  

Años después, una fría tarde bogotana me encontré de frente, sin esperarlo, con Catalina una excompañera del colegio. Recuerdo que apenas nos tolerábamos. Era una de esas viejas con las que uno no quisiera volver a encontrarse por su fama de chismosa y atravesada y ser reconocida por casi todos los estudiantes de los grados superiores y entonces andar mucho a su lado suponía cosas de uno. Al menos eso creía, quizás por aquello que el que entre la miel anda algo se le pega. Era la típica mujer que aquello que no sabe se lo inventa. Y es cierto, en aquella época, yo era bastante ingenua en cosas de sexo. Le tenía físicamente miedo y esa es la verdad. Más de una vez me invitó a salir con sus amigos y a pasar bueno según su entender a lo cual me negaba.

Aquel día esperaba un vuelo para New York a un congreso de sociología. Estaba cansada y no logre visualizarla a tiempo para habérmele escondido. Se acerca rapidamente, me toma de los brazos y con un tono de voz bastante entusiasta me dice:

—Hola Andrea. No lo puedo creer. —Mientras me da el típico beso de Judas.

Después de preguntarme por mis padres y todo lo que más pudiera de mi vida, que, si estaba casada, si tenía hijos, que había estudiado entre otras cosas. A todo respondí de manera escueta. Bien se dice que no hay que dar demasiada información al enemigo. Todo fueron evasivas y medias verdades. Después de un rato nos quedamos en silencio y sin esperar, exclama, como si un recuerdo llegará de improviso:

—¿Adivina quién está en Miami?

Con desinterés simplemente le dije:

—¿Quién?  

—Pues tú amigo del colegio, aquel muchacho trigueño, delgado, alto que me encantaba y me moría de ganas que tuviéramos sexo, lamentablemente nunca me dio la hora. Ese aire de malandro era quizás lo que más me atraía de él. Era tú novio, ¿cierto? —pregunta arqueando la ceja derecha.

Supe entonces de quien me hablaba. La imagen de David volvió a mi mente. Ya casi se había borrado de mis recuerdos como toda la vida del colegio que fue un tránsito supremamente difícil, con muchas situaciones incomodas que hubiera querido jamás haber vivido.

— ¿Te refieres a David? —y agregue—, él no era mi novio.

—Pero entonces tenía que ser gay —dando por sentada la incongruencia de la amistad entre un hombre y una mujer en una edad donde los deseos y los impulsos más inconfesables emergen con toda su fuerza. Y agrega:

—Siempre andaba contigo. ¿De verdad? Era muy extraño.

Después otro largo silencio mientras mirábamos la información de los vuelos en los tableros nos arropamos un poco más por el frio. Yo simulaba ver mi celular y ella escuchar música. Finalmente, afirma con toda la tranquilidad del caso:

—Parecían las mejores amigas o unas hermanitas gemelas. ¿Recuerdas que les decían las siamesas? —lo dice con cierto tono de burla— Nunca se separaban. ¿Verdad que aguantaba hambre?

El comentario se me hizo atrevido y sin poner mucha atención, pregunté:

— ¿Y cómo está?

—Pues te cuento un día estaba en la playa de Miami Beach. De pronto observo a un salvavidas que me miraba. Se veía buenísimo, alto, un pecho, unas piernas gruesas, fuertes, con un bronceado espectacular.

Empieza a caminar hacia donde estaba y me dice:

—¿Eres Catalina?

—Sí claro.

Me preguntó que si me acordaba de él. Le dije que no. Entonces se presentó diciéndome que estudiamos en el Colegio San Judas Tadeo.  

—Soy David Ramírez, era amigo de Andrea.

Grité de la emoción, me levanté y lo abracé. Finalmente pude darle una apretadita bien rica —agrega como para hacerme dar celos— Fue mi sueño cumplido.

Contó que David esta como los vinos. Con el tiempo se había puesto mejor y cuando término su turno, fuimos a una heladería al final de la playa. Sonríen y conversan. Se acercan a hacer el pedido y él pregunta:

—¿Qué quieres tomar?

—Una limonada estaría bien.  ¿Y tú? —respondí.

Él sonríe con suspicacia.

—Un café negro.

Continúa su relato diciendo que cuando la chica de la heladería se aprestaba a procesar el pedido pregunta a David, ¿cuántas de azúcar? Y entonces dice que, sin azúcar, que le gusta el café amargo para que le recuerde lo amarga que es la vida. Aquella empleada lo contempla con desconcierto y continúa procesando el pedido. Luisa me dice que trató de explicarle que la vida con todo el desencanto que podía tener, resultaba un viaje fantástico. A lo que responde que sí, que es cierto, que solo estaba jugando. En ese momento sonreí al imaginar a David expresar aquella frase tan suya.  

Relató que se instalaron en las mesas del frente hacía la playa para recibir la brisa del mar. Luisa pregunta por la vida de él después del colegio. David le dice que hace cinco años se encontraba en crisis y que es un adicto en recuperación. Llegó un momento en que quería morirse. Una noche que estaba drogado fue a buscar a Andrea. No sabía la hora. Apareció al rato en la portería. Me hizo sentar en las escaleras, en las afueras del conjunto. Se notaba molesta porque me dijo que dejara la película y que organizará de una buena vez mi vida. Y entonces le conté que eso trataba. Le dije que compartía un apartamento con un hombre y que a él se le perdieron unas cosas y me acuso de ladrón. ¿Te imaginas lo que eso significa?  Ella me mira con aire incrédulo a lo cual yo respondí diciéndole que sí, que yo sabía que no era ninguna perita en dulce, que me respetara, me fui y no volví a saber de ella.

David dice que camino mucho por el país desde ese día, aunque no tenía idea para donde iba y mucho menos que quería. Estuvo en Bogotá. Llego a vivir en el Cartucho o más bien a esconderse allí. Después viajo a Cartagena donde encontró una organización de esas que fundan los políticos para conseguir votos y dinero con los adictos.  Recordó siempre las palabras de Andrea… «Haga algo con su vida. Claro que sí, la vida no es fácil, que podía ser amarga, que no me quedará quejándome y una cantidad de otras cosas…».

David una noche despertó en una calle en Cartagena por una patada en el estómago de un negro grande y mal encarado. Dijo que por momentos me pareció que se asemejaba a inmenso gorila y no tenía claridad si andaba en una traba o qué. Todo se le hacía irreal. El tipo decía que me moviera, que ese no era lugar para vagos. Sintió que me iba a morir cuando sacó una pistola y se la puso en la boca. Suplique por mi vida me dijo, pero en sus ojos encontraba solo odio. «Vea triple hijo de puta si lo vuelvo a ver por estos lados lo mato. ¿Entendió?» Y apenas pudo mover la cabeza en sentido de afirmación.

Al final David le dijo que: «creo que fue el café más amargo que me tomé en mi vida porque fue un despertar. Y entonces empecé a tomar el tratamiento del centro en serio. Decidí que debía cambiar. De pronto pude ver las cosas de manera más clara. Andrea tenía razón, era responsable de mi vida. Demostré un auténtico interés en mejorar y las cosas se fueron dando. No sé si hay un Dios. Comprendí que no estaba solo y que debía crear una conexión con todo lo que me rodeaba. Cuando ya estaba bien, busqué un primo en Medellín. Me apoyó con escepticismo y como solo había logrado aprender inglés en el colegio, lo perfeccioné y estudié turismo. Pude conectarme con una empresa del sector acá en Miami y, en fin, puede ver el resto. He procurado cuidarme, aprender a amarme y vivir los momentos. Por eso, un café amargo, que aún me encanta, es un recuerdo de estar atento, despierto, vivo».

En ese momento, el vuelo de Luisa María empezó a ser llamado. «Pasajeros con destino a Miami, vuelo número 1548 de la aerolínea…» Toma su celular y rápidamente me muestra una foto de ellos juntos. Se veía diferente, pero conservaba algunos de sus rasgos y claro se veía mucho mejor de cómo lo recordaba. Y no lo puedo negar, estaba como los vinos. El tiempo lo había hecho más atractivo. Era un hombre bello, que refleja luz. Siento una punzada en el estómago. Quiero que se vaya. Sigue hablando y hablando, ya no la escucho, mientras toma sus cosas. Finalmente agrega que han seguido viéndose y que vendrían a Colombia para ir al Parque Tayrona. «¿Te gustaría ir con nosotros y algunos amigos?» pregunta. No pude evitar sentir un dejo de frustración y envidia, porque entre tanto, yo seguía sola. Tenía un excelente trabajo, podía viajar a donde quisiera en el mundo, pero estaba sola. «Ya te ubiqué en Twitter, te contactaré» escuchó decir mientras los sonidos de sus pasos firmes al caminar se hacen sentir.

Mientras la observo alejarse supe que seguía siendo una mujer popular, sensual y seductora, alegre y por momentos empalagosa, a la vez que más madura y dueña de sí misma. Tiene un hermoso cuerpo, pero no deja de ser lo que era, una puta. Parecen felices. ¿Será que están enamorados? pienso. Vuelvo a mirar los tableros del aeropuerto y el vuelo a New York sigue con retraso. Voy a un café, buscando una aromática [7]y algo de comer. Y mientras veo la gente pasar a las carreras de un lado para otro, dormitar en las sillas, indisponerse con cada nuevo anunció en los parlantes y el frío aumentar hasta helar los huesos, me acerco a la caja a hacer el pedido. Al lado una mujer toma un café oscuro caliente. Bebe lentamente. Se ve tan dueña de sí misma que siento envidia. Y entonces pedí un tinto. Y ese día me tome el primer café amargo de mi vida.




[1] Amigos o compañeros de vida cotidiana.
[2] Expresión propia del lenguaje en el occidente de Colombia que tiene la connotación de referirse a una habladuría sin sentido o propósito.
[3] Expresión que refiere a la generación del milenio es decir a los nacidos entre 1981 y 1999, que actualmente tienen una edad comprendida entre 16 y 36 años aproximadamente.
[4] Aspirada del humo. En un sentido general es fumar.
[5] Traba es una expresión propia que se usa en Colombia referida a una persona drogada o enmarihuanada. “El muchacho está trabado” “Eso es una traba ni la brava”.
[6] Expresión del lenguaje en Colombia que refiere al hecho de no mostrar los verdaderos problemas que se tienen tales como el hambre o una necesidad determinada.
[7] Infusión o bebida de agua caliente que se prepara en Colombia con diferentes tipos de hierbas o frutas tales como papayuela, maracuyá, mora, limonaria, albahaca, entre otras.

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