Paulina Pérez
Magdalena era una
muchacha altiva y agresiva, de ojos oscuros e intensos que delineaba con lápiz
negro, mientras recargaba las pestañas de rímel. El cabello azabache y los
labios pintados de rojo mate le daban una expresión de dureza al rostro. Una
cuarta parte de su brazo izquierdo estaba cubierto por numerosas pulseras de
tela, hilo y cuero. Le encantaba la goma de mascar y hacía un ruido tan molesto
y desagradable que llamaba la atención de quienes se encontraban cerca. Cargaba
una mochila decorada con una colección de llaveros y sellos que apenas dejaban
ver el color de la misma. Los días de escuela era el uniforme (una falda azul
marino con gris a cuadros, que en vez de estar bajo la rodilla se encontraba a
diez centímetros sobre ella, el saco azul siempre amarrado a la cintura y una
blusa blanca muy ceñida al tórax), su única vestimenta desde la mañana hasta la
noche. Sábado y domingo usaba leggins con
blusas sueltas sin mangas o pantalones deportivos anchos con unas camisetas
cortas y apretadas que dejaban ver su ombligo. Vivía sola en uno de los cuartos
que una comadre de su progenitora rentaba. Se trataba de una casa que a simple
vista no mostraba el laberinto de indignas y peligrosas construcciones que se
encontraban en la parte posterior de la misma y se extendían de manera
irresponsable hasta el filo de una quebrada aledaña gracias a la falta de
escrúpulos de la propietaria. Los inquilinos compartían el baño, las
instalaciones eléctricas eran bastante artesanales y la piedra de lavar se usaba
por turnos.
Blanca era una
vecina más de aquel submundo de bloques y cemento, de agujeros mal hechos que
servían de ventanas, techos de zinc y puertas de hierro con las que siempre
había que luchar para abrirlas o cerrarlas. Magdalena le intrigaba mucho, no
comprendía que siendo tan chica viviera sola. Alguna vez la casera comentó que
la mamá había migrado a España y le enviaba dinero, ropa, zapatos y todo lo que
ella le pedía durante la llamada telefónica mensual que mantenían y de la cual
al parecer aquella amiga de su madre siempre estaba muy pendiente.
Magdalena
estudiaba en horario vespertino, de lunes a jueves llegaba a su cuarto antes de
las ocho de la noche sin excepción. Blanca pasaba por el colegio de la joven siempre
que regresaba a casa y los viernes sin excepción la miraba conversar con tres o
cuatro muchachos. Al principio no le dio importancia, pero al notar que
Magdalena siempre volvía el sábado muy temprano a ese cuarto frío donde nadie
la esperaba, empezó a poner atención y sin que ella se diera cuenta comenzó a
vigilarla. Así fue como se enteró que una vez terminada la jornada, cada
viernes, se reunían algunos chicos y chicas en una esquina cercana a la unidad
educativa, luego partían cruzando un pequeño bosque que unía aquel barrio con otro
de muy mala fama. Era un secreto a voces que en ese lugar existían cabarets,
prostíbulos y bares clandestinos donde los menores de edad podían bailar, conseguir
licor, drogas y pagar por unos cuartuchos inmundos donde jóvenes que no pasaban
de los quince años perdían su virginidad en manos de mujeres expertas, que en
realidad eran desechos humanos producto de la explotación brutal de sus cuerpos
y donde muchas adolescentes se iniciaban en la vida sexual bajo el influjo del
alcohol o las drogas y en muchos casos de manera violenta.
Aquella noche una
extenuada Blanca caminaba casi arrastrando los pies. Arreglar el desorden
dejado por la fiesta ofrecida por sus patronos había sido una tarea titánica.
Extrañaba mucho a sus hijos pero era consciente que estaban mejor con sus
abuelos. Blanca y su familia eran gente del campo. Enviudó muy joven y lo que
la pequeña finca de sus padres producía no era suficiente, por eso decidió
aceptar el trabajo de mucama en la ciudad y así enviaba dinero para ayudar en
la casa. Cada dos fines de semana tenía uno libre y aprovechaba para visitar a
los suyos. A ella no le gustaba la ciudad, no le parecía un lugar para criar
niños. De pronto una chiquilla excesivamente maquillada y vestida de manera muy
llamativa que caminaba con un muchacho que la besaba y manoseaba con descaro
llamó la atención de Blanca y le arrancó de sus pensamientos y nostalgias.
Tenía ganas de intervenir por lo ofensivo del comportamiento de él y la falta
de reacción de ella, pero el miedo a ser agredida la detuvo, a la gente de por
ahí no le gustaba los entrometidos.
La pareja seguía
caminando y Blanca mantenía distancia. En una licorería que quedaba en el
camino se juntaron con un par de parejas más y un joven que corría detrás de
Blanca gritó «¡Magdalena!» Blanca no podía creer que se trataba de la misma Magdalena
que ella conocía, aquella niña solitaria, de duras facciones, que parecía vivir
sin importarle a nadie y sin que nadie o nada le importe a ella tampoco.
Magdalena era la
consentida de la dueña de casa, pagaba la renta puntualmente, respetaba los turnos
de uso del baño y de lavado para que nadie la molestara. No era amiga de ningún
inquilino y quien intentaba hacerle la conversa, era ignorado sin contemplaciones.
Alguna vez alguien se atrevió a usar el baño en su turno y se armó tremenda
trifulca, hasta maceteros con todo y plantas volaron sobre las cabezas. La
dueña de casa se puso de lado de Magdalena pues la otra inquilina estaba
retrasada en el alquiler y los chismes y peleas iniciaban siempre con ella.
Magdalena y sus
amigos desaparecieron entre los árboles. Blanca no entendía por qué una
sensación extraña, como un mal presagio parecía aprisionar su pecho. No logró
dormir bien. Con los primeros rayos de sol y el ruido del chorro fuerte del agua
llenando el tanque de la lavandería dejó la cama y coló café. El primer turno
para lavar la ropa el sábado le tocaba a una vecina amiga, así que sirvió el
café en dos jarros, uno para ella y otro para ofrecérselo y hacerle compañía.
Cada vez que escuchaba la puerta de la entrada se inquietaba y esperaba ver a
Magdalena llegando como de costumbre. Blanca esperó a la muchacha hasta las
diez de la mañana y luego fue hasta la terminal de buses era fin de semana con
sus hijos y no podía posponerlo. Alcanzó con las justas el bus de las once de
la mañana, el próximo salía muy tarde en la noche y no podía perder un día
completo de estar con la familia por una persona a la que ni conocía; pero de
todos modos la preocupación de no haberla visto llegar viajó con ella.
Cuando Blanca
volvía del pueblo iba directo a su trabajo y al terminar la jornada regresaba a
aquel cuarto de alquiler. Eran las ocho de la noche cuando cruzaba el portal y
se encontró con la dueña de casa que sin responder el saludo le preguntó si
sabía algo de Magdalena. El sábado le había ido a buscar para darle un recado y
como no aparecía decidió avisar a la madre.
Era miércoles en
la noche, Blanca salía a buscar algo para cenar y encontró a algunos de los
vecinos en la puerta de la casa murmurando mientras la dueña de casa sollozaba.
En las noticias de crónica roja habían informado sobre el allanamiento de bares
clandestinos frecuentados por menores de edad y en uno de ellos encontraron el
cadáver de una adolescente que al parecer había sido violada por varios
individuos y llevaba muerta algunos días. Uno de los vecinos reconoció la
mochila de Magdalena en las imágenes que pasaba la televisión y dio avisó a las
autoridades. Esa tarde la policía había confirmado que se trataba de aquella
niña solitaria a quien las circunstancias habían obligado a vivir como adulta
sin ningún referente a seguir.
Blanca no se
atrevió jamás a contar que la última vez que vio a Magdalena fue ese viernes.
Sabía que de haber intervenido el resultado habría sido el mismo, más una
retahíla de insultos por meterse en lo que no le importaba, pero de todos
modos, un terrible cargo de conciencia la agobiaba. Se consolaba con saber que
sus pequeños estaban bien, crecían en un lugar alejado del mal y los vicios y
aunque la escuela no era muy buena, la gente que les rodeaba era sana y quizás
el trabajo de la tierra así como la convivencia con los abuelos los haría más
felices que vivir en una ciudad donde el desarrollo traía tantas comodidades
como males.
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