jueves, 25 de octubre de 2018

Adolescencia en abandono

Paulina Pérez


Magdalena era una muchacha altiva y agresiva, de ojos oscuros e intensos que delineaba con lápiz negro, mientras recargaba las pestañas de rímel. El cabello azabache y los labios pintados de rojo mate le daban una expresión de dureza al rostro. Una cuarta parte de su brazo izquierdo estaba cubierto por numerosas pulseras de tela, hilo y cuero. Le encantaba la goma de mascar y hacía un ruido tan molesto y desagradable que llamaba la atención de quienes se encontraban cerca. Cargaba una mochila decorada con una colección de llaveros y sellos que apenas dejaban ver el color de la misma. Los días de escuela era el uniforme (una falda azul marino con gris a cuadros, que en vez de estar bajo la rodilla se encontraba a diez centímetros sobre ella, el saco azul siempre amarrado a la cintura y una blusa blanca muy ceñida al tórax), su única vestimenta desde la mañana hasta la noche. Sábado y domingo usaba leggins con blusas sueltas sin mangas o pantalones deportivos anchos con unas camisetas cortas y apretadas que dejaban ver su ombligo. Vivía sola en uno de los cuartos que una comadre de su progenitora rentaba. Se trataba de una casa que a simple vista no mostraba el laberinto de indignas y peligrosas construcciones que se encontraban en la parte posterior de la misma y se extendían de manera irresponsable hasta el filo de una quebrada aledaña gracias a la falta de escrúpulos de la propietaria. Los inquilinos compartían el baño, las instalaciones eléctricas eran bastante artesanales y la piedra de lavar se usaba por turnos.

Blanca era una vecina más de aquel submundo de bloques y cemento, de agujeros mal hechos que servían de ventanas, techos de zinc y puertas de hierro con las que siempre había que luchar para abrirlas o cerrarlas. Magdalena le intrigaba mucho, no comprendía que siendo tan chica viviera sola. Alguna vez la casera comentó que la mamá había migrado a España y le enviaba dinero, ropa, zapatos y todo lo que ella le pedía durante la llamada telefónica mensual que mantenían y de la cual al parecer aquella amiga de su madre siempre estaba muy pendiente.

Magdalena estudiaba en horario vespertino, de lunes a jueves llegaba a su cuarto antes de las ocho de la noche sin excepción. Blanca pasaba por el colegio de la joven siempre que regresaba a casa y los viernes sin excepción la miraba conversar con tres o cuatro muchachos. Al principio no le dio importancia, pero al notar que Magdalena siempre volvía el sábado muy temprano a ese cuarto frío donde nadie la esperaba, empezó a poner atención y sin que ella se diera cuenta comenzó a vigilarla. Así fue como se enteró que una vez terminada la jornada, cada viernes, se reunían algunos chicos y chicas en una esquina cercana a la unidad educativa, luego partían cruzando un pequeño bosque que unía aquel barrio con otro de muy mala fama. Era un secreto a voces que en ese lugar existían cabarets, prostíbulos y bares clandestinos donde los menores de edad podían bailar, conseguir licor, drogas y pagar por unos cuartuchos inmundos donde jóvenes que no pasaban de los quince años perdían su virginidad en manos de mujeres expertas, que en realidad eran desechos humanos producto de la explotación brutal de sus cuerpos y donde muchas adolescentes se iniciaban en la vida sexual bajo el influjo del alcohol o las drogas y en muchos casos de manera violenta.

Aquella noche una extenuada Blanca caminaba casi arrastrando los pies. Arreglar el desorden dejado por la fiesta ofrecida por sus patronos había sido una tarea titánica. Extrañaba mucho a sus hijos pero era consciente que estaban mejor con sus abuelos. Blanca y su familia eran gente del campo. Enviudó muy joven y lo que la pequeña finca de sus padres producía no era suficiente, por eso decidió aceptar el trabajo de mucama en la ciudad y así enviaba dinero para ayudar en la casa. Cada dos fines de semana tenía uno libre y aprovechaba para visitar a los suyos. A ella no le gustaba la ciudad, no le parecía un lugar para criar niños. De pronto una chiquilla excesivamente maquillada y vestida de manera muy llamativa que caminaba con un muchacho que la besaba y manoseaba con descaro llamó la atención de Blanca y le arrancó de sus pensamientos y nostalgias. Tenía ganas de intervenir por lo ofensivo del comportamiento de él y la falta de reacción de ella, pero el miedo a ser agredida la detuvo, a la gente de por ahí no le gustaba los entrometidos.

La pareja seguía caminando y Blanca mantenía distancia. En una licorería que quedaba en el camino se juntaron con un par de parejas más y un joven que corría detrás de Blanca gritó «¡Magdalena!» Blanca no podía creer que se trataba de la misma Magdalena que ella conocía, aquella niña solitaria, de duras facciones, que parecía vivir sin importarle a nadie y sin que nadie o nada le importe a ella tampoco.

Magdalena era la consentida de la dueña de casa, pagaba la renta puntualmente, respetaba los turnos de uso del baño y de lavado para que nadie la molestara. No era amiga de ningún inquilino y quien intentaba hacerle la conversa, era ignorado sin contemplaciones. Alguna vez alguien se atrevió a usar el baño en su turno y se armó tremenda trifulca, hasta maceteros con todo y plantas volaron sobre las cabezas. La dueña de casa se puso de lado de Magdalena pues la otra inquilina estaba retrasada en el alquiler y los chismes y peleas iniciaban siempre con ella.

Magdalena y sus amigos desaparecieron entre los árboles. Blanca no entendía por qué una sensación extraña, como un mal presagio parecía aprisionar su pecho. No logró dormir bien. Con los primeros rayos de sol y el ruido del chorro fuerte del agua llenando el tanque de la lavandería dejó la cama y coló café. El primer turno para lavar la ropa el sábado le tocaba a una vecina amiga, así que sirvió el café en dos jarros, uno para ella y otro para ofrecérselo y hacerle compañía. Cada vez que escuchaba la puerta de la entrada se inquietaba y esperaba ver a Magdalena llegando como de costumbre. Blanca esperó a la muchacha hasta las diez de la mañana y luego fue hasta la terminal de buses era fin de semana con sus hijos y no podía posponerlo. Alcanzó con las justas el bus de las once de la mañana, el próximo salía muy tarde en la noche y no podía perder un día completo de estar con la familia por una persona a la que ni conocía; pero de todos modos la preocupación de no haberla visto llegar viajó con ella.

Cuando Blanca volvía del pueblo iba directo a su trabajo y al terminar la jornada regresaba a aquel cuarto de alquiler. Eran las ocho de la noche cuando cruzaba el portal y se encontró con la dueña de casa que sin responder el saludo le preguntó si sabía algo de Magdalena. El sábado le había ido a buscar para darle un recado y como no aparecía decidió avisar a la madre.

Era miércoles en la noche, Blanca salía a buscar algo para cenar y encontró a algunos de los vecinos en la puerta de la casa murmurando mientras la dueña de casa sollozaba. En las noticias de crónica roja habían informado sobre el allanamiento de bares clandestinos frecuentados por menores de edad y en uno de ellos encontraron el cadáver de una adolescente que al parecer había sido violada por varios individuos y llevaba muerta algunos días. Uno de los vecinos reconoció la mochila de Magdalena en las imágenes que pasaba la televisión y dio avisó a las autoridades. Esa tarde la policía había confirmado que se trataba de aquella niña solitaria a quien las circunstancias habían obligado a vivir como adulta sin ningún referente a seguir.

Blanca no se atrevió jamás a contar que la última vez que vio a Magdalena fue ese viernes. Sabía que de haber intervenido el resultado habría sido el mismo, más una retahíla de insultos por meterse en lo que no le importaba, pero de todos modos, un terrible cargo de conciencia la agobiaba. Se consolaba con saber que sus pequeños estaban bien, crecían en un lugar alejado del mal y los vicios y aunque la escuela no era muy buena, la gente que les rodeaba era sana y quizás el trabajo de la tierra así como la convivencia con los abuelos los haría más felices que vivir en una ciudad donde el desarrollo traía tantas comodidades como males.

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