María Marta Ruiz Díaz
Juan Gómez vivía en
un departamento de la planta baja del edificio de Neuquén 817 del barrio
Caballito. Esa madrugada lo despertó un estruendo como de un disparo. Saltó de
la cama y se asomó a la ventana. De pronto vio salir a dos hombres del edificio
de enfrente arrastrando a un tercero. Lo llevaron hasta el borde de la vereda,
lo recostaron prolijamente sobre el piso y comenzaron a taparlo con bolsas de
basura extragrandes, que uno de ellos traía bajo el brazo. Llovía
torrencialmente. Para su sorpresa, una vez que lo cubrieron completamente, sin
decirse palabra alguna, uno de ellos salió corriendo hacia el este y el otro
ingresó nuevamente a su edificio. Juan reconoció a este último. Era el vecino
del segundo piso a la calle, con el que más de una vez desayunaba en el bar de
la esquina, porque ambos coincidían en el mismo horario y se habían hecho muy
amigos.
No supo qué hacer.
Quedó petrificado allí durante unos cuantos minutos. La cuadra estaba desolada,
un haz de luz tenue iluminaba la morbosa silueta que, por efecto del agua de
lluvia sobre las bolsas, iba quedando al descubierto.
Pensó en salir a comprobar
si aquel hombre tirado estaba muerto, pero sintió miedo. Entonces tomó el
teléfono y llamó a la policía. Miró su reloj: 2:36. «Necesito ser exacto con mi
mensaje», se dijo.
―Buenas noches,
usted está hablando con la Policía Científica de la Ciudad de Buenos Aires, si
llama por una emergencia presione “1”, si no presione “2”, repitió tres veces
el contestador hasta que Juan se animó y eligió la primera opción.
En no más de diez
minutos escuchó las sirenas y luego, desde la puerta de calle del edificio vio
llegar a dos patrulleros y una ambulancia. Los primeros en acercarse al lugar
del hecho fueron dos policías y luego Juan pudo ver cómo un paramédico que
revisaba el cuerpo les indicaba con el pulgar hacia abajo que el hombre estaba
muerto. Delimitaron la zona impidiendo el ingreso de autos y personas a esa
cuadra. Luego vallaron el lugar específico donde se encontraba el cadáver. La
tranquilidad que minutos antes inundaba el lugar desapareció al comenzar a
salir los vecinos asustados por el alboroto reinante.
Juan permanecía
semiescondido detrás de una columna del edificio donde vivía, hasta que vio que
se le acercaba una pareja que anteriormente había visto bajar de un patrullero
y que, por su apariencia, estimó eran detectives. Comenzó a transpirar y a
temblar, por lo que optó por mirar hacia otro lado y hacerse el distraído, pero
no pudo evitarlos cuando ya los tenía a menos de un metro e indudablemente iban
en busca de él.
―Disculpe, señor,
andamos buscando a Juan Gómez, la persona que llamó a la policía desde este
domicilio. ¿Es usted? ―le preguntó una bella mujer vestida informal pero
elegante y algo provocativa.
―Sí, soy yo
―respondió Juan tartamudeando―. Soy vecino y me desperté con el ruido. Vi todo.
Entenderán que estoy excesivamente nervioso, pero cooperaré en lo que
necesiten.
Así fue como comprobó
que ellos eran detectives de la Policía Científica, el joven tan bien vestido
se llamaba Marvin y aquella mujer, que emanaba un perfume exquisito era Alexia.
Les contó con el mayor detalle todo lo ocurrido. Sorpresivamente para él, no le
pidieron que fuera a ningún lado, solo que quedara atento a cualquier llamado o
visita de la policía.
Los detectives
comenzaron la inspección del lugar del crimen. Se trataba de un edificio de
ladrillo visto, con fachada al este, en el frente había dos locales
comerciales, de los cuales el de la derecha era un quiosco. Al lado de la puerta
de ingreso al otro local, se encontraba el cadáver cubierto con bolsas de
residuos grandes. A nivel de la cabeza había un gran charco de sangre. Más
detalles sobre el occiso los obtendrían después de los informes de los policías
y el forense.
Tras lo que les manifestó
el testigo ocular, deciden entrar al edificio, observando manchas de sangre por
proyección, que forman un reguero que se puede seguir por la escalera hasta el
palier del segundo piso, donde confluyen las puertas de dos departamentos y el
ascensor. Tocan en el “A”, que estiman es el que da a la calle, en busca del
vecino amigo de Juan, pero nadie responde, por más que el timbre suena
repetidamente y golpean a la puerta solicitando su apertura a la Policía
Científica. De pronto ven salir a una mujer de unos cincuenta años del
departamento de enfrente, que les dice:
―¡Por fin llegaron!
¡Estaba muy asustada!
―Quédese tranquila,
señora, ya está todo en orden. ¿Nos permite pasar para hacer un llamado? ―le
pidió Alexia.
―Sí, por supuesto,
pero no tengo teléfono… ―indicó la mujer, mientras se dejaba caer en un sillón
temblando todavía.
Mientras Alexia
llamaba a la seccional desde su celular para solicitar la orden de un juez y
así poder entrar al otro departamento, Marvin continuó conversando con la señora.
―¿Está usted bien?
―Sí, gracias,
querido, necesito distenderme nomás.
―¿Pudo usted
escuchar o ver algo?
―¡Un horror! Creo
que un disparo, fue un ruido ensordecedor. Después de un buen rato me acerqué a
la puerta y espié por la mirilla. Vi la puerta del departamento abierta y a un
hombre esperando el ascensor. No alcancé a distinguir más nada.
―¿Pudo ver cómo
era esa persona? ―inquirió el detective.
―Sí, justo estaba
parado debajo de la luz del palier. Era un joven, no muy alto, llevaba una
gorra en la cabeza y estaba fumando. Tomó el ascensor y vi que bajaba. Después
me alejé porque volví a sentir ruidos. ¡Ahora me doy cuenta de que fue una
imprudencia acercarme a la puerta! ¿Hay alguien muerto?
―Lamentablemente
sí, un joven, no sabemos aún de quién se trata.
Tiempo después, con
la orden judicial en mano y la ayuda de un sargento experto en estos temas,
lograron ingresar al departamento vecino. El mismo constaba de un comedor,
cocina, dormitorio y baño. En el primero, de doce metros cuadrados
aproximadamente observaron: a la izquierda un sillón tipo futón y el acceso a
la cocina; en la pared de enfrente una heladera, una alacena y una mesa con un
televisor; a la derecha una mesa con cinco sillas, el acceso al baño y al
dormitorio. Sobre la mesa había cartas de póker, un celular, una hoja con
anotaciones del juego, restos de porros y una botella de Coca Cola de medio
litro casi vacía. Pasaron luego a la habitación y allí vieron dos camas de una
plaza, una de ellas sin colchón.
―No hay signos de
violencia o lucha ―comentó Alexia―, ni manchas de sangre. Mira esto, qué
interesante.
―¿Documentación
del dueño? Se ve que salió muy apurado el muy hijo de mil.
―Así parece. Se
dejó la billetera con dos tarjetas de crédito adentro y mil doscientos
cincuenta pesos.
―¿De quién se
trata?
―Esteban Delfino,
veintitrés años. ¡Una criatura!
Alexia y Marvin
salieron del edificio, nuevamente en busca de Juan, que seguía parado
observando detalladamente todos los movimientos que se iban realizando. El
cadáver del hombre ya se lo habían llevado en ambulancia para el análisis
forense.
―Señor Gómez,
disculpe que lo molestemos nuevamente. ¿Es este el vecino del cual nos habló?
―pregunta la detective, mientras le muestra la tarjeta de crédito.
―Sí… para mí es un
pibe extraordinario ―respondió Juan―, humilde, tranquilo, trabajador, sociable.
No entiendo nada. Fue hijo único y perdió a sus padres cuando tenía seis años
en un accidente de moto. Se las rebuscó siempre para salir adelante. Un amigo
que me escucha y me aconseja desde su mirada juvenil.
Los detectives
entregaron la documentación a los policías y se dispusieron a buscar algún otro
testigo del hecho. Mientras tanto ya se había pedido la captura de Delfino.
Hasta ese momento desconocían quién sería el segundo hombre. Juan solo pudo ver
que se trataba de un varón de alrededor de veinte y pico de años y muy alto, le
fue imposible precisar más detalles debido a la oscuridad que reinaba a esa
hora de la madrugada.
Una pareja que
pasaba circunstancialmente por la zona les contó que mientras caminaban por la avenida
Avellaneda hacia el sur, paso corriendo cerca de ellos, muy agitado, un hombre
que coincidía con la descripción de Juan, y que les sorprendió verlo meter algo
dentro de una caja de electricidad correspondiente a una peluquería cita en el
número 580 de dicha calle y después continuar con su carrera hasta desaparecer
de su vista. Alexia y Marvin apresuraron su andar para llegar al lugar indicado
acompañados de ambos testigos oculares. Cuando abrieron la caja, en el interior
vieron tres llaves térmicas y encima de ellas había un revólver. «Es un Colt,
matrícula 89.654, calibre 38», detalló Marvin, analizando el arma con un
guante.
Minutos después, cuando
por fin Alexia pudo acercarse a los policías que examinaron el cadáver, los
mismos le manifestaron que habían encontrado en uno de sus bolsillos un billete
de cien pesos, una llave y un boleto de colectivo urbano línea 65 con fecha del
día anterior a las 22:00:43 horas. Según los primeros informes del forense que
ellos habían podido relevar, se trataba de un cadáver de sexo masculino, de
entre veinte y veinticinco años, que se encontraba en posición decúbito lateral
izquierdo, con los miembros superiores e inferiores extendidos, vestido con una
remera de algodón de mangas cortas color beige,
pantalón de jean azul, cinturón
blanco, ropa interior, medias grises y zapatillas de tela tipo lona negras. No
traía ningún tipo de identificación personal.
Marvin les solicitó
que lo más pronto posible indagaran sobre el celular y el arma encontrados. Así
como el análisis de huellas dactilares de las cartas de póker y la gaseosa.
También deberían estar atentos a cualquier denuncia por «desaparición de
personas» que podría presentarse en los próximos días, lo que los ayudaría a
encontrar a parientes o conocidos del joven fallecido.
―Te invito a
desayunar ―le sugirió Alexia acercándose para conversar del caso― ya pasaron
más de cuatro horas que estamos dando vueltas por acá y mi estómago gruñe de
hambre.
―¡Excelente idea,
amiga! Esto se está poniendo difícil.
Pasada una semana,
la única nueva información que tenían era la que les brindó el forense luego de
examinar detalladamente el cadáver:
«Individuo de sexo
masculino, de talla aproximada de un metro sesenta y cinco centímetros, de unos
setenta kilos, con aseo e higiene, de piel trigueña, cabello corto negro de 5 cms.
de longitud aproximadamente, sin barba, sin bigotes, sin tatuajes, sin
cicatrices. Presenta una herida de bala ubicada en tercio superior del tórax y
abundante salida de sangre por nariz y boca. Los estudios toxicológicos son
normales».
Alexia estaba
recostada en la silla de su escritorio, mirando hacia el vacío con sus hermosos
ojos claros, mientras su pelo ondulado se acomodaba simétricamente sobre el
respaldo. La falta de información sobre este caso, le había quitado la sonrisa.
Esa expresión que había «enamorado» a Marvin cuando lo contrató, había
desaparecido. En el preciso instante en que él, que estaba de pie junto a la
puerta, había decidido acercarse a ella quién sabe con qué intenciones, sonó el
teléfono.
―Detective Alexia,
habla el sargento Menéndez, ¿cómo le va? Le tengo buenas noticias sobre el caso
del crimen del joven NN.
―¡Hola, sargento!
Cuénteme, por favor.
―Recibimos un
llamado de una señora reclamando por la desaparición de su hijo. La fecha
coincide con la del crimen y justamente el chico le había dicho que esa noche
jugaría con sus amigos al póker y que seguramente llegaría tarde, así que no se
preocupara. Le llevamos a la pobre mujer una foto del occiso y confirmó que se
trata de Benjamín Álvarez, de veinticinco años, nacido en La Plata. Ella vive a
unas pocas cuadras de donde lo hallamos muerto.
―¡Pobre mujer!
―Sí, la verdad…
Además, le informo que el análisis de la información del celular dejó claro que
es propiedad de un tal Gabriel Miranda, cuyas características físicas coinciden
con lo expuesto por los testigos sobre el hombre que se dio a la fuga y
escondió el arma. Los últimos mensajes por WhatsApp son relativos a la
organización de un partido de póker, esa misma noche del crimen, en el
departamento de Esteban Delfino, del que participarían él, Gabriel Miranda, Benjamín
Álvarez y una cuarta persona que la mencionan con el apodo de Nacho. A través del
número de celular de este pudimos identificar que se trata de Ignacio Ruiz.
―Reconozco Marvin
que me sorprende cómo está evolucionando la tecnología, a tal punto, que, con
el número de un celular, los genios de Google descubren un montón de datos que
nos ayudan a llegar a los delincuentes ―comentó Alexia luego de cortar el
teléfono.
―Así es, señorita,
debe usted cuidar el suyo, si no va a tener a todos sus pretendientes dándole
vueltas por aquí ―respondió él con una sonrisa burlona y provocativa a la vez.
―¿Mis
pretendientes? Ja, ja, ja, ¿te pondrías celoso?
―¡Obvio que sí!
Ja, ja, ja. Pero volviendo al caso ―dijo, cambiando de tema― ¿pudiste conseguir
la dirección de estos tipos?
―Sí, vamos yendo
hacia la casa del tal Miranda. ¿Dónde se habrán metido él y el dueño de casa
esa noche?
―Ya veremos, ya
veremos.
En el domicilio de
Gabriel Miranda se llevaron una gran sorpresa, los detectives, por un lado, y
dos de los desaparecidos, por el otro, que, indudablemente no pensaron que los
iban a encontrar. Alexia tocó la puerta y se hizo pasar por una vendedora de
productos naturales. El dueño de casa, al ver su belleza le abrió sin pensar en
las consecuencias, tras lo cual ella le mostró su identificación y empujándolo
suavemente se deslizó hacia adentro, donde también se encontraba Esteban
Delfino jugando a la play. Sobre la
mesa ratona había unos cuantos porros. Como la puerta había quedado abierta,
también ingresó Marvin y entre los dos les colocaron las esposas y los trasladaron
a la seccional de policía. Ninguno de los dos hombres opuso resistencia.
El interrogatorio
fue intenso. Resultó en extremo difícil sacarles información. Ambos
entrevistados lloraban amargamente mientras respondían a media voz a alguna de
las preguntas que Alexia o Marvin les formulaban.
―¡Ya dejen de
llorar como mariquitas! ―gritó Marvin exaltado― ¡Queremos saber qué pasó! ¡Hablen
de una vez!
―Tranquilo
compañero. ¿Podrías buscarme un café? Me hace frío.
Marvin sabía que
cuando ella le insinuaba marcharse, era porque lo veía sacado y, como siempre,
tenía razón, estos tipos lo estaban volviendo loco, unos pibes de poco más de
veinte años, matando a un amigo y ahora lamentándose.
―Bien señores
―comenzó Alexia― ya estamos solos. Imagino por lo que venimos charlando, que la
situación se les fue de las manos. Ahora lo están lamentando. Pero si les queda
algo de dignidad y de aprecio hacia su amigo muerto, es hora de que empiecen a
contarme qué sucedió, quién de ustedes le disparó, por qué lo abandonaron en la
vereda.
―¡Lo hizo Ignacio!
¡No entiendo cómo pudo hacerlo! ―gritó Delfino.
―¿Ignacio Ruiz? ¿Él
disparó? ¡Estás seguro?
―¡No! ¡No, no
sabemos quién fue! ―gritó más fuerte Miranda.
―¿Ustedes me están
queriendo sacar de mis cabales? ¡Basta! Se terminó la joda. Ambos son
sospechosos del crimen y del abandono del cadáver, así que ya no saldrán de
prisión por muchos años ―respondió Alexia, llamando con un gesto al policía que
esperaba en la puerta, para que se los llevara.
―¡Espere! ¡Espere!
Yo le voy a contar. Pero, por favor, prométame que no le contará nada a Nacho,
porque si no nos va a matar, así como le digo, él se saca de golpe, se pone
loco, ya lo pudimos ver, se calienta y ¡te mata! ―dijo Esteban Delfino
temblando de miedo y de espanto.
―Está bien chicos,
les aseguro que estarán protegidos. Estamos tratando de localizar a ese Ruiz.
No lo dejaremos que se acerque a ustedes, pero ya es hora de que se
tranquilicen y me cuenten la verdad.
Así logró que
comenzaran a contarle los hechos tal cual como se fueron presentando. Los
cuatro amigos se habían citado para jugar una partida de póker común, como
siempre lo hacían, para pasar el rato y fumar unos cigarros de marihuana, de la
que todos disfrutaban, menos Benjamín, que se conformaba con tomar Coca Cola.
―Todo venía bien
hasta que Ignacio empezó a perder y perder partidas. No apostábamos mucho, pero
él iba quedándose sin los pocos pesos que tenía ―contaba Delfino―, hasta que
nos sorprendió sacando un revólver de debajo de sus ropas. Lo puso sobre la
mesa y nos dijo mientras lo señalaba con su dedo índice: «Me juego el arma, y
ojo, que ¡esto es mucho para mí!».
―Yo ya no tenía
ganas de jugar ―acotaba Gabriel― se veía venir un mal desenlace.
El final de la
partida había sido entre Ruiz y Álvarez, como era de suponer. El pobre Benjamín
presentó un póker de ases y lo puso sobre la mesa. En pocos segundos el tal
Nacho tomó el revólver y le apuntó amenazándolo. Benjamín lleno de pánico, se
dirigió hacia la puerta, con idea de marcharse, pero Ruiz lo siguió y cuando
estaban en el palier le disparó de lleno en el pecho y lo mató…
Volvió a entrar enfurecido
al departamento. Esteban y Gabriel estaban escondidos detrás del sillón. Los
apuntó con el arma y les dijo que bajaran al muerto a la vereda por la
escalera, lo taparan con bolsas de residuos, lo dejaran allí y luego se fueran
a esconder el arma. Ambos amigos lloraban y temblaban al mismo tiempo. No
dudaron en hacer lo que él les pedía, sabían que no tendría problema en
dispararles a ellos también. Una vez que dejaron tirado a su amigo muerto, Gabriel
salió corriendo, escondió el arma en la caja de electricidad de aquella
peluquería y huyó hasta donde le dieron las piernas. Esteban, en cambio, volvió
a su departamento para limpiar las manchas de sangre del palier con Nacho. Pero grande fue su sorpresa
cuando no lo encontró.
De pronto, escuchó
las sirenas. Si salía lo iban a ver. Así que permaneció escondido en el sótano
del edificio durante dos días. Comía de los restos de la basura que tiraban los
vecinos. Hasta que se animó y salió como si nada hubiera pasado. El policía de
la entrada ni lo advirtió. Fue derecho a la casa de Gabriel y allí se quedó
hasta que los encontraron.
―Ahora hay que ver
si lo que dijeron coincide con las pericias que están realizando la policía y los
forenses ―le dijo Alexia a Marvin.
―Así es. Me voy
yendo a casa, estoy muy cansado.
Alexia salió
detrás de él, y cuando estaba llegando a su coche recibió un nuevo llamado
telefónico del sargento encargado del caso.
―¿Detective?
Tenemos el nombre de la persona que disparó el arma.
―Presumo saber de
quién se trata ―respondió con cierto orgullo ella.
―Dudo que así sea.
Le sorprenderá saber que la misma fue disparada por el denunciante Juan Gómez.
―¿Cómo dice?
―Alexia se recostó contra la puerta de su auto.
―Así como lo
escucha. Cuando nos percatamos que las huellas encontradas no se correspondían
con ninguno de los imputados, procedimos a indagar entre los dos testigos vinculados
al hecho. Los buscamos por sus departamentos y los trajimos a la Policía
Científica para realizarles una toma de huellas dactilares y luego, un barrido
electrónico de las palmas y el dorso de sus manos. Gómez tenía residuos de
pólvora en su mano derecha. La señora fue solo un testigo circunstancial.
―¿Tiene
información sobre las otras huellas?
―Efectivamente.
Las huellas de la botella coinciden con las del occiso, las de los porros con
las de Miranda y Delfino y las del celular con las de Juan Gómez, en cuyo
departamento encontramos muerto al tal Ignacio Ruiz, dueño de ese teléfono
móvil.
Alexia llamó
enseguida a Marvin, y le pidió que registrara dicho departamento mientras ella volvía
a la seccional. Al llegar, el detective Montez encontró un policía en la puerta
que impedía el ingreso al lugar. Entró presentando su credencial y se puso a
revisar los ambientes. Se sorprendió al ver colores fuertes y brillantes en las
paredes y fotos de hombres desnudos en el pasillo, entre ellos el del joven que
encontraron en la vereda. Sobre la biblioteca vio varias fotos de Juan con
Benjamín abrazados y sonrientes, posando en diferentes lugares del mundo. Al
entrar al dormitorio, que estaba con la puerta cerrada, encontró al tal Ruiz tirado
en la cama del dormitorio, con un corte de cuchillo en el cuello, desangrado. Estaba
panza arriba con el brazo izquierdo cayendo hacia el costado de la cama. Antes
de que se lo llevaran los paramédicos, que acababan de llegar con el forense,
le sacó fotos y se las mandó a su jefa a través del celular.
―Este caso está
tomando un tinte inesperado ―le dijo ella al teléfono. Acá estoy con el
imputado, parece que ahora, de doble homicidio. Por favor, fíjate si desde
alguna ventana se puede ver el living del departamento de Delfino.
―Efectivamente,
desde el mismo cuarto de él puede verse claramente la ventana.
La detective
Bermúdez comenzó a exponer el caso en voz alta, frente al imputado y al
sargento que la escuchaba atentamente: «Señor Gómez, se pudo constatar que
usted desde su cuarto podía ver lo que pasaba en el living del departamento
donde se originó el altercado. Según las investigaciones que venimos llevando a
cabo, usted estaba en pareja con Benjamín Álvarez hace más de un año, las fotos
en su departamento son prueba de ello. Desde hace un tiempo usted espiaba
celosamente a su pareja y sus tres amigos cuando se encontraban a jugar al
póker en lo de Delfino. Así descubrió que Benjamín tenía una relación demasiado
especial con Ignacio Ruiz. Y él no tenía problema de que usted se enterara,
pues sabía que podía verlos a través de la ventana de su dormitorio».
Juan Gómez se
mantenía callado, pero podían notarse lágrimas en sus ojos. Alexia hizo una
pausa, y dejó pasar a Marvin que acababa de llegar. Tomó un poco de agua y
continuó con su exposición: «Usted, señor Gómez, se sintió traicionado. Poco a
poco fue planeando el asesinato de su pareja. Esa noche, sorpresivamente, le preguntó
a Benjamín si podía acompañarlo a jugar. Él no tuvo problema, así que se armó
la partida con usted incluido. (Esto me aclaró por qué había cinco grupos de
cartas sobre la mesa, además del mazo). Entre las 2:00 y las 2:30 de esa
madrugada, según indicó la autopsia del joven Álvarez como su hora de
fallecimiento, usted aprovechó que los amigos estaban medio fumados y generó
una gresca, amenazándolos con el arma que llevaba bajo la remera. Y como
declararon los dos amigos, Benjamín lleno de pánico se dirigió hacia la puerta,
con idea de marcharse, pero no Ruiz, sino ¡usted!, lo siguió y cuando estaban
en el palier le disparó al pecho. Luego, siguiendo el relato de los testigos,
volvió a entrar enfurecido al departamento. Esteban y Gabriel estaban
escondidos detrás del sillón. Los apuntó con el arma y les dijo que bajaran al
muerto a la vereda por la escalera, lo taparan con bolsas de residuos, lo
dejaran allí y luego se fueran a esconder el arma. Usted bajó por el ascensor y
se fue a su departamento. Quedó petrificado allí durante unos cuantos minutos.
La cuadra estaba desolada, un haz de luz tenue iluminaba la morbosa silueta
que, por efecto del agua de lluvia sobre las bolsas, iba quedando al descubierto.
Pensó en comprobar si Benjamín estaba muerto, pero sintió miedo. Entonces tomó
el teléfono y llamó a la policía a las 2:36 y se hizo pasar por un testigo. Un
testigo que llamó mi atención por el nerviosismo y el miedo que reflejaba».
―Señor Gómez,
ahora es usted el que nos contará cómo logró que los amigos de su amante
inculparan a Ruiz, y luego, que él fuera a su departamento sabiendo el riesgo
que corría.
―Muy fácil,
respondió Juan, les prometí repartir entre ellos tres, los dos millones de pesos
que acabo de heredar de mi abuela que vivía en Venezuela. En el cajón derecho
de mi escritorio, encontrarán el testamento ―confesó rompiendo en llanto―¡Yo lo
amaba!
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