viernes, 12 de octubre de 2018

Pecado capital


Constanza Aimola


Con esta escena empieza la vida y la muerte de Gabriel Cabrera, quien aun siendo un niño, acurrucado en una esquina de la oscura y húmeda habitación en la que vivió con su madre hasta los doce años, maldice su soledad y llora por los desplantes de un padre ausente, que prefirió las caricias y la compañía de una mujer diferente a su madre, que estar presente en su vida en los momentos que más lo necesitaba.

Con el tiempo, este niño se hizo duro de corazón, se involucró en su mundo más cercano. No fue de los que le hizo el quite a la guerra de pandillas o a las drogas, él se lo comió todo. El internet para acercarse a la pornografía, la marihuana de escape y la violencia como la única forma que tenía para comunicarse.

Gabriel era débil de carácter, tímido y se involucraba poco con los demás. Con mínimas habilidades sociales, prefería las actividades que pudiera hacer solo. Lo que empezó con una probadita de la colilla del cigarrillo que uno de sus amigos botó al piso, se convirtió en el consumo de grandes cantidades de marihuana, que transformaron su piel, expresión y esos ojos negros enormes que parecían no ser de este mundo.

A una tierna edad en medio de conflictos con su madre porque no podía darle demasiado, empezó la búsqueda de mujeres que por pocos pesos le saciaban las ganas de sexo que viendo pornografía se había ganado. Así fue como empezó el siguiente vicio y primer pecado que se convirtió en el gran fantasma que lo acecharía durante toda su vida.

Gabriel Cabrera continúa en medio de las necesidades y privaciones de un mundo que cada vez más le exigía lujos, tecnología, moda y diversión. No tener dinero lo hacía sentir miserable, por lo que empezó a buscar la forma de adquirirlo. Consiguió trabajos esporádicos incentivado por su madre, sin embargo, la droga, que se había convertido en su amarga compañía, no le permitía tener nada estable o mostrarse adaptado a las normas y reglas de la sociedad en la que se encontraba para su pesar metido de cabeza. Así fue como no podía dejar de satisfacer sus vicios más personales o pertenecer sin frustrarse, a un mundo del que quería ser parte, pero en el que no encajaba.

La vida mejoraba y desmejoraba, pudo salir en compañía de su madre del inquilinato en el que vivió por varios años, pero nada de lo que su progenitora le daba lograba satisfacer sus expectativas, justificándose en esto, se encerraba y aislaba cada vez más. Quería dejar de escuchar las voces en su cabeza, producto de la esquizofrenia paranoide que le dejó el uso de las drogas refugiándose en unas rutinas repetitivas que iban desde llevar un orden al levantarse, poniéndose primero una sandalia que otra, utilizar el sanitario solamente en la mañana y antes de bañarse y otras relacionadas con su higiene personal, hasta cerrar y abrir varias veces la puerta de su habitación y las del gabinete de la alacena y limpiar minuciosamente inclusive con alcohol el teclado del computador antes y después de sentarse a trabajar en este. Estas actividades se habían convertido en la excusa no consciente pero sí perfecta para diseñar un mundo aparte que se convirtiera en el lugar ideal en donde vivir.

Su madre, una mujer humilde, que aparentaba más edad de la que tenía por los golpes que le había dado la vida, no sabía qué más hacer para mejorar las condiciones de su hijo, estaba endeudada con toda la familia y en cambio de poderlo ayudar, sentía que se perdía en lo que ella denominó la cueva, su habitación. Hace mucho que Eduviges no entraba en ese lugar, sin embargo, veía como Gabriel se internaba días enteros bajo llave, tenía hipótesis acerca de cómo se vería, pero no la realidad superaba todo lo que pudiera imaginar.

Este era un lugar oscuro, por unas bolsas negras de la basura que le había pegado a las ventanas, algunos computadores ensamblados con partes robadas que compraba a bajo precio a sus amigos pero nunca hizo funcionar, olía a humedad, libro viejo y cigarrillo, todo esto hacía pesado el ambiente. Una cama muy pequeña y angosta que había tenido toda la vida, sin tender, con cobijas viejas y roídas que se hacían nudo con un par de almohadas con manchas amarillas y café, por la saliva y las lágrimas derramadas por largo tiempo.

Eduviges esperó paciente varios años, hasta que un día su hijo cometió un error. Se distrajo cuando le entró una llamada al celular mientras se cepillaba los dientes, luego salió a comprar naranjas, que era una tarea habitual que le había dado su madre porque las escogía muy bien. Olvidó cerrar el candado y Eduviges no pudo evitar la tentación de entrar a su habitación. Sabía que se demoraría porque Gabito como le decía, siempre tocaba una por una las naranjas con el fin de encontrar la que más jugo tuviera, analizando su peso, color y textura. También pasaba un tiempo largo coqueteando con una de las cajeras del supermercado, que se había convertido en el sueño de la mujer perfecta, la que podría quitarle el vicio de las putas. Esta tarea podría tomar diez minutos para cualquier persona, pero Gabriel demoraba una hora y diez minutos.

Después de haber visto la habitación de su hijo y quedarse absorta con tal escena, se limpió las lágrimas, se recogió el cabello largo y canoso con un caucho que tenía en su muñeca y empezó la búsqueda de lo que sería la respuesta a su comportamiento extraño y la explicación de qué tenía su alma que cada vez sentía más perdida.

Encontró ropa sucia, frutas a medio comer, alimentos descompuestos, marihuana, colillas de cigarrillo, revistas pornográficas y cuando por error movió la mesa en la que estaba uno de los computadores una mujer desnuda con las piernas abiertas como fondo de pantalla. No lo podía creer, en qué se había convertido su hijo.

No tenía prisa, por lo que apartó el enjambre de cobijas y se sentó sobre la cama. Miró al piso y se encontró una libreta con pensamientos y dibujos que expresaban su angustia y su tristeza. Eduviges no podía dejar de llorar, mientras pasaba las hojas con sus huesudas y venosas manos blancas.

Finalmente llegó Gabriel, abrió la puerta y como de costumbre tiró las llaves encima de la mesa, gritó llamando a su madre quien lo esperó tranquila, sentada, aún con la libreta en la mano. Descargó las naranjas y arrancó un banano del racimo, lo peló mientras le contaba a Eduviges que se había encontrado con César, su amigo de la infancia. Seguía llamándola con la boca llena de banano y como no le contestaba se fue caminado hacia la habitación. Un suspiro de muerte, un grito y después varios más en todos los tonos anunciaba la tragedia. Su madre permanecía sentada tranquila y sin la más mínima intención de levantarse. Escupió el banano y el que tenía en la mano lo estrelló contra la pared. Gritaba groserías de alto calibre, incluso directamente en la cara de su madre que esta vez no se amedrentó. Lloraba, bramaba  y le pegaba puños a las paredes. Parecía una fiera indomable. Para terminar y justo antes de caer desmayado al piso, le pegó bofetadas a su madre en la cara y la tiró en la cama.

Cuando se despertó estaba en la habitación de un sanatorio mental, amarrado de pies y manos, con una bata blanca y al lograr enfocar, detallando todo a su alrededor, pudo ver a unos metros, sentada tomando café a su tía Aurora, la que les había salvado el pellejo tantas veces. Esta era la tía que tenía plata pero no hijos y fue quien ahora lo había metido a un sanatorio mental, a la espera de que lo pudieran salvar y su hermana encontrara así un consuelo.

Se dieron cuenta de que estaba pasando el efecto de los calmantes, su tía y la mamá se acercaron a la cama. Con expresión seria y poco amable le preguntaron si ya se sentía mejor, pero Eduviges no soportó las ganas de reprochar su comportamiento. Comenzó con voz baja y pronto empezó a gritarle que era el demonio y se había convertido en su mayor tristeza. Gabriel no podía dejar de llorar y pedirle perdón, se generó tanto estrés y angustia que sus sistemas empezaron a fallar. Algunos camilleros tomaron por el brazo a las dos mujeres y las apartaron de la cama hasta sacarlas de la habitación, a Gabriel lo inyectaron con calmantes y pronto volvió a quedar profundamente dormido.

Al otro día lo despertó el rayo de sol que entraba por la ventana directamente a su cara y los cantos de algo parecido a unos monjes que haciendo sonar campanas lograron captar su atención. La música era monótona y las estrofas que repetían pegajosas. No le disgustaba a Gabriel, más bien le parecían tranquilizantes.

Pasaron algunos días y aunque sufrió el síndrome de abstinencia, logró estar más tranquilo y feliz. Dejaron de visitarlo y empezó a hacer amigos. Al mediodía de un viernes se acercaba al comedor porque era la hora del almuerzo y escuchó de nuevo los cantos de los monjes, que eran tan pegajosos que cuando los tuvo en frente no pudo soportar las ganas de mover su pie al ritmo de la música. Lo miraban con una gran sonrisa y lo invitaron a tocar un instrumento. Así fue como Gabriel Cabrera se convirtió unos meses después a la religión Hare Krishna.

Empezó la aventura de averiguar acerca de las escrituras y los ritos, a preguntar, involucrarse y abrir puertas a ese mundo desconocido para él hasta ahora. Pasó poco tiempo y ya tenía amplio conocimiento, asistía a un templo y frecuentaba amigos. Vendía almuerzos, repartía publicidad, invertía sus ahorros y pocos ingresos mensuales en sacar fotocopias de los libros sagrados para predicar.

La mamá y la tía estaban felices, al parecer Gabriel había encontrado la cura a todos sus males. Al poco tiempo de pertenecer a la religión, estaba dispuesto a ayudar y sonreía más seguido. Había desarrollado habilidades sociales y ya casi no permanecía en su habitación. Disminuyó el consumo de marihuana y cigarrillo y hasta sus ojos desorbitados parecían estar recobrando la luz. Sin embargo el vicio carnal, el de las mujeres de la vida alegre, en el que podía ser él, desahogarse y sacar sus más perversos deseos, había sido más difícil de dejar y justo lo que le prohibía esta religión, promulgando una vida célibe, las relaciones sexuales solo para procrear y la dignificación del cuerpo.

Gabriel Cabrera era un hombre rebelde por naturaleza al que le costaba obedecer las normas pues  nunca tuvo una figura de autoridad que le enseñase a seguirlas, por lo que había sido muy difícil el proceso que involucraba un real cambio de su parte. Pudo con casi todo, pero este pecado no había podido ni querido dominarlo.

Los viernes, en el templo al que asistía, hacían ayuno y meditaban todo el día. No lo dedicaban al trabajo, únicamente a la reflexión. Cuando hacía los mantras, Gabriel tuvo una revelación, estaba sentado lacerándose la espalda con una cuerda que tenía en la punta una malla con piedras. Lo entendió como un mandato, así es que camino a su casa compró una botella de ron, llegó a su habitación, se encerró y empezó a cantar mantras, se golpeaba con las piedras en el pecho y la espalda, y para terminar tomaba sorbos de ron y lo escupía en las heridas. Aunque el dolor era intenso no pronunciaba palabra, ni salía de su boca alguna expresión de dolor. Intentaba mantener la mente en blanco y castigarse por los sentimientos que no lo dejaban ser puro para la religión que profesaba, sin embargo cada vez se hacían más fuertes las imágenes de mujeres desnudas con las que tenía sexo de todas las formas posibles, todas las imágenes enmarcadas en el humo de la marihuana y el incienso y algunos sorbos de licor que empezaban a hacer efecto.

No lo soportó más, como en otras ocasiones sucumbió a sus deseos, visiblemente afectado por los golpes, el licor y la droga. Con dificultad prendió el computador y buscó un lugar de citas que frecuentaba con mujeres universitarias que ofrecían sus servicios en un apartamento en el que se reunían varias parejas. Contactó una mujer nueva, hizo la cita para esa misma noche y salió a buscarla. En el camino compró más trago y fumó más marihuana, estaba dispuesto a todo, era tan fuerte este vicio que sentía que no podía ni quería hacer algo diferente.

Llegó al apartamento sudando profusamente, lo hicieron esperar unos minutos y cuando la vio venir tan voluptuosa no soportó más y la alcanzó en el camino del pasillo. La besó y la agarró fuerte por la cintura, jadeaba y emitía sonidos de placer. En la intimidad de la habitación la tomó fuerte por su larga cabellera negro azabache, mientras la penetraba desde atrás. Le daba nalgadas y tocaba con fuerza sus grandes y duros senos. Esto les provocó a los dos un placer que no podían esconder.

Esa noche terminó mal. Despertó al otro día en la calle. No recordaba mucho y tenía dolor de cabeza, cuerpo y sobre todo de conciencia. Sin un zapato, con vergüenza y un aliento putrefacto regresó a su casa. Lo recibieron la mamá y la tía, lo dejaron asearse y luego le hablaron por dos horas sin parar. Ellas intuían los vicios de Gabriel, sobre todo su madre que ya había visto suficiente, sin embargo querían minimizar el nivel tan avanzado en el que sabían que estaba, lo intentaban hacer entrar en razón. La conclusión a la que llegaron es que debía ir a terapia.

Una amiga de la tía le había dado el dato de una psicóloga que ayudó en un proceso de separación a su hija, así que la contactó, pagó un tratamiento completo de veintidós sesiones y ese día se lo dijo a Gabriel para que empezara un proceso terapéutico.

El siguiente sábado a las diez de la mañana fue la primera cita. La distancia al consultorio era larga, así que tuvo mucho tiempo para pensar acerca de una semana en la que no se sacaba de la cabeza a esa mujer con la que la había pasado tan bien y al mismo tiempo se daba golpes de pecho por ser un pecador sin remedio que no podía controlar sus instintos y además maltrataba y ultrajaba mujeres por placer.

Con cabeza baja, algo avergonzado, sudando un río y con algo de síndrome de abstinencia entró en el edificio y se anunció con el vigilante, lo autorizaron y subió por un viejo y ruidoso ascensor en el que solo cabía él. Ya en el consultorio se presentó con la psicóloga que estaba tomando un café mientras miraba por la ventana con una mano en el bolsillo de la bata.

Ella le pidió que se sentara y lo llamó por su nombre. Cuando al fin se dio la vuelta y se dirigió a Gabriel, se quedó muda y sin aliento. Cerraba los ojos y los volvía a abrir esperando que fuera una visión o una pesadilla. Gabriel sonreía tímidamente. Era Lorna la psicóloga y mujer con la que había estado hace algunas noches, esa que encontró en una página de internet y se quedó metida en su pensamiento, la que le hacía sentir culpa y al mismo tiempo esa sensación de que nadie podía quitarle lo que había pasado.

Lorna movió de lado a lado la cabeza como para despertarse, cerró la doble puerta que separaba la recepción del consultorio y se sentó a su lado apresuradamente, lo besó con ganas y le empezó a quitar la ropa mientras le susurraba al oído que no había podido sacarlo de su cabeza. Aunque Gabriel se sentía en las nubes y no podía dejar de corresponder a sus besos la rechazó recordándole que su propósito era buscar ayuda y que justamente su pecado era la lujuria que ella y otras mujeres le provocaban.

Finalmente se alejaron y Lorna le prometió que le asignaría otra terapeuta para que llevara su proceso. Esa sesión no sería cobrada y no volverían a verse. Gabriel empezó a cumplir las sesiones con la otra psicóloga todos los sábados a las diez. Le contó desde lo más básico hasta lo más perverso de su personalidad con detalle. Aunque no tuvo más encuentros con Lorna no dejaba de pensarla, no podía evitar recordar los intensos momentos a su lado y desearla intensamente, incluso un sábado de esos de terapia le preguntó a la recepcionista cuándo estaba, le contó que estaba en un retiro, bueno, le confesó que estaba en una finca fuera de la ciudad haciéndose un tratamiento para la cura de adicciones.

La mamá y la tía de Gabriel estaban muy tranquilas porque veían su avance, en su cuarto su cama solía estar tendida y la ropa doblada, había subido de peso, su carácter era más dócil y estaba buscando trabajo.

Durante tres meses estuvo averiguando varios datos sobre Lorna, en dónde y con quién vivía, qué lugares frecuentaba, en dónde había estudiado, quiénes eran sus padres. Inclusive fue a la fundación en la que estaba internada con la disculpa de querer ingresar pero no pudo verla.

Uno de tantos sábados cambió su cita porque tenía una entrevista de trabajo que hacía parte del proceso terapéutico. Asistió a las dos de la tarde y al salir se encontró con Lorna, que intentaba pasar desapercibida con gafas de sol y un corte nuevo de pelo a nivel del hombro, mucho maquillaje y ropa nueva. La tomó por el brazo y la metió en la escalera de emergencia, estaba aterrada e intentó fingir que no era ella. Le apretó la mandíbula y le lamía los labios mientras su cara se transformaba. Ella le dijo que no quería nada y él la empezó a subir por la escalera hasta llegar al segundo piso. Le respiraba en la cara y la mojaba con su sudor. La empujó dentro de la sala de juntas del edificio repitiéndole que sabía que ella quería lo mismo que él, que juntos superarían sus adicciones y que se tendrían el uno al otro siempre.

Lorna le pidió que la dejara en paz, pero Gabriel seguía asediándola, la empujó hacia la pared y entonces Lorna empezó a gritar para pedir ayuda. Como no lograba que la soltara le pegó un cabezazo, Gabriel reaccionó y algo inestable le estrelló la cabeza contra la mesa. Él quería impedir que siguiera gritando y que por fin cediera, pero se dio cuenta que era demasiado tarde cuando vio el charco de sangre en el piso colándose por las hendiduras de la vieja madera.

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