jueves, 4 de octubre de 2018

Fidelidad


Miguel Ángel Salabarría Cervera


El lunes veintisiete de abril a las seis de la mañana, el maestro abordó el autobús a toda prisa por comprar su periódico como lo hacía diariamente, tenía la costumbre de irlo leyendo la hora y treinta minutos que distaba de Culiacán al Vergel, lugar donde laboraba. Se acomodó junto la ventana del asiento delantero, para no sentir los brincos del camión y leer a gusto algo que para él era prioritario, las noticias.

Leyó primero los deportes, para saber el resultado del equipo de beisbol local, luego las noticias políticas del país y del mundo, casi terminaba de repasar el periódico cuando sin querer tenía ante sí la sección policiaca; su mirada se detuvo en la nota de ocho columnas y su expresión cambió en una mezcla de asombro y dolor.

Aparentaba mirar el paisaje que se iluminaba por los rayos del sol dando colorido a los sembradíos, pero su vista estaba en un punto distante que solo él percibía mientras sus pensamientos se agolpaban dentro de su cerebro.

«¡Los que bajan en el Vergel!» gritó el chofer que detuvo el autobús. Como autómata descendió en compañía de otros profesores y se encaminó a la escuela, que estaba cruzando la carretera, enfrente del lugar que descendieron.

El domingo anterior muy de mañana cuando aún no despuntaba el alba, don Servando detuvo la «troca»,[1] en ella iban sus dos hijos José Ramón de once años, y Misael, próximo a cumplir los diez; descendieron a la entrada del terreno en el que había sembrado sandías, en compañía de dos perros, les dio la orden de espantar a los «chanates»[2] que llegaban a comérselas aventándoles pedruscos y azuzando a los dos canes para que los corretearan. Les abrió la reja del cerco para que entraran, caminó con ellos unos metros y les dijo:

—Llevan su itacate para que coman cuando tengan hambre y dos galones con agua; si el calor está fuerte, se van al «tejabán»[3] que está en el centro del «verano»[4] para protegerse porque «el sol raja piedras», —les indicaba don Servando— no hagan travesuras, cuídense, regresaré por ustedes cuando empiece a caer la tarde, porque voy a ir con su amá a Navolato a comprarles sus ropas que estrenarán el jueves treinta en la fiesta que la escuela le hace a todos los «plebes»[5].

A cuanto lo que su padre les decía, asentían con la cabeza, luego el señor regresó sobre sus pasos subió a la camioneta y les hizo seña de adiós, ellos alzaron el brazo, agitaron la mano para despedirse de su progenitor, que se alejaba entre una nube de polvo para llegar a la carretera que conducía al Vergel, ejido en que vivían.

Ambos cursaban el 4º. Grado de Educación Primaria, debido a que José Ramón había repetido este nivel y fue alcanzado por su hermano menor; él no era muy proclive al estudio, más bien a las actividades físicas, tenía un carácter difícil por ser broncudo, como decían sus compañeros «picudo», siendo tratado con tacto por sus condiscípulos. Misael era diferente, inclinado a leer y cumplir con sus tareas, le gustaba dibujar y escribirle un texto a sus bosquejos, gozaba de la aceptación de sus amigos tanto en clases como en los espacios de juego.

Faltaban unos días para finalizar el mes de marzo, cuando fue requerido Misael por su maestro para que hiciera un dibujo relacionado al «Día del Niño» que se celebraría el treinta de abril, siendo necesario entregarse antes del treinta y uno del mes de marzo en curso, para ser incluido en el periódico mural de la escuela, que tendría esta temática.

Al siguiente día iniciando las actividades escolares, Misael entregó su compromiso al docente, quien se sorprendió del trabajo porque estaba hecho con gran detalle y colorido, como por el texto que redondeaba la idea de la celebración infantil que tanto esperaban los chiquillos en su día; lo guardó en un sobre, rotuló los datos del autor acudiendo a llevárselo a la maestra responsable del periódico mural, ella lo extrajo, observándolo a detalle e inmediatamente tuvo elogios para el alumno del que eran frecuentes sus participaciones.

—Tu alumno hizo un gran trabajo, supo combinar el dibujo con el texto sin perder la  idea; motívalo a que continúe, «es una piedra, que debes pulir».

El sol aún no despuntaba en todo lo alto, pero sus rayos se sentían con intensidad, haciendo que a los dos hermanos Enríquez Pérez se les perlara el rostro a pesar de los sombreros que llevaban.

«Vámonos para el tejaban, porque el sol quema —dijo José Ramón a Misael— con este calor ni los pájaros van a picar las sandías».

Misael no respondió limitándose a seguir a su hermano rumbo al lugar en que se resguardarían, seguidos por los dos perros que también daban muestras de ser afectados de la agobiante temperatura. 

Llegaron escogiendo el sitio más adecuado para recostarse, después lo limpiaron, se acomodaron para descansar un rato, posteriormente sacaron las quesadillas de su itacate y comieron hasta saciarse, compartiendo su comida con los perros, cada quien a su respectiva mascota Juan Ramón al Canelo y Misael hizo lo mismo con el Pinto, que ambos las devoraron en segundos. Sus comentarios eran sobre el cansancio que sentían, luego sin ponerse de acuerdo se quedaron dormidos, bajo la atenta mirada de los dos «chuchos»[6] que los cuidaban entre sueños.

Serían como las tres de la tarde cuando Misael despertó, los perros hicieron lo mismo estirándose; minutos después Juan Ramón hizo lo propio, se quedaron mirando el sembradío de sandías, sin pronunciar palabra, sintieron que los rayos del sol ya no tatemaban como horas antes, sin embargo, el calor aún sofocaba, porque no soplaba el viento.

―Tengo hambre ―dijo Misael.

—Vamos a ver qué sandía ya está buena para comer —respondió su hermano.

Se encaminaron entre el plantío —seguidos por los «chuchos»— buscando una grande y madura, la encontraron, a jalones la arrancaron y se dirigieron de regreso al «tejabán».

—Mira esas piedras que están amontonadas allá pegadas a la alambrada —señalando decía el mayor de los hermanos.

—No lo había mirado, pero mejor vamos a comer la sandía.

Ta´bien, pero luego iremos ―disgustado respondió Juan Ramón.

Con una china partieron el fruto, lo comieron todo, luego con el poco de agua que les quedaba se lavaron las manos y la boca, rociaron a los perros para que se refrescaran; e inmediatamente su puso de pie Juan Ramón y exclamó:

―Vamos pa´ya a ver que hay en ese montón de piedras.

Apá nos dijo que no hiciéramos travesuras ―Misael le recordó.

―Solo vamos a mirar que hay allí ―le respondió su hermano― seguro hay algo escondido.

—Vamos, pues.

Caminaron hasta donde estaba la pila de piedras junto al cerco que limitaba el terreno, un brillo que provenía del cúmulo les hizo despertar su curiosidad, pensaron en quitar las guijarros, pero eran pesadas para su edad; el mayor de los dos propuso buscar un palo para quitarlas, el menor de los hermanos se resistía a hacerlo recordando la orden de su padre; sin embargo, accedió y encontraron un tronco que les serviría para palanquear las piedras.

Así lo hicieron hasta que poco a poco fueron dejando al descubierto la causa del brillo, era la carabina que se iluminaba por un rayo de luz solar que don Servando tenía oculta; Juan Ramón decidió sacarla con el argumento de matar a las aves que comían las sandías, de nueva cuenta Misael no estuvo de acuerdo con las acciones de su hermano. Este hizo caso omiso de sus palabras, se la puso al hombro encaminándose por el sembradío, siendo seguido por su hermanito y los dos perros.

El treinta de abril en la Escuela Rafael Buelna Tenorio, el Día del Niño no era como se esperaba todos los años. Los alumnos en sus respectivos salones convivían con sus maestros, quienes les organizaban rifas, para entregarles regalos, a los no afortunados, les repartían comida y pastel.

Sin embargo, en el ambiente flotaba la nostalgia por la ausencia de un compañero, que se combinaba con la tristeza de sus condiscípulos y la forzada alegría de los maestros al intentar hacer amena esta fecha a los alumnos, guardando la pena en su interior por la partida inesperada y trágica de uno de los dos hermanos del 4º. Grado; así transcurría el día tan esperado por los educandos.

En el salón del 4º. Grado la situación era más dolorosa,  en este grupo  se sentía más la ausencia de quien ya nunca compartiría la fiesta del treinta de abril, ni asistiría más a la escuela. En un rincón se encontraba sentado uno de los dos hermanos Enríquez Pérez, no participaba de la celebración, miraba solamente, tampoco comía los dulces y el pastel que tenía en la paleta de su silla, ni jugaba con los regalos recibidos; ocasionalmente se le acercaba un compañero y lo invitaba a participar en las actividades lúdicas que se organizaban, a lo que él respondía meneando la cabeza con expresión de dolor y rechazo; por su mente pasaban distintos pensamientos que le hacían recordar la compañía de su consanguíneo en tantas situaciones compartidas, como también el momento en que se separaron… así permaneció todo el tiempo que duró la fiesta.

Ese lunes, el maestro entró a toda prisa a la escuela se dirigió a la dirección, en donde se encontraba el director del plantel, que al ver el rostro descompuesto de quien llegaba con el periódico extendido, le confirmó la noticia que le mostraba; el maestro le pidió permiso para ir a visitar a la familia Enríquez Pérez en compañía de sus alumnos, siéndole inmediatamente concedido.

Llegó hasta las puertas de la casa, en ese instante salieron a recibirlo los esposos muy acongojados por la tragedia ocurrida, él les expresó sus condolencias y los reconfortó  con palabras de aliento; ellos lo invitaron a entrar a la sala en donde estaba el ataúd, que tenía unas barras de hielo con sal debajo del catafalco, para refrescar el féretro, por el intenso calor que se vive en esta región sinaloense.

La madre del menor le pidió que viera el cuerpo que yacía en la caja mortuoria, con gran sentimiento se acercó, levantó los lentes oscuros que llevaba, viéndosele los ojos humedecidos, el maestro observó el cadáver por varios minutos, mientras sus labios se movían en una silenciosa oración. El cuerpo vestía la ropa que le fue comprada el día anterior, para el próximo treinta de abril. Su rostro manifestaba tranquilidad, como si durmiera Misael.

Después de unos minutos, salí de la pieza y fui al solar donde estaba sentado Juan Ramón bajo un tabachín, hice lo mismo que él; no sabía qué decirle, hasta que al fin pude expresarle lo que sentía y mi opinión sobre lo acontecido.

—No te sientas mal, fue un accidente, nadie es culpable, además Misael está en el cielo y desde ahí te cuidará siempre.

Juan Ramón sonrió levemente, quizás reconfortado por mis palabras y la confianza que me tenía.

Después de un silencio por minutos hecho por ambos, mientras caían las hojas del tabachín sobre nosotros, me miró a la cara y con voz firme denotando seguridad y franqueza me dijo:

Profe, le voy a contar como fue lo que pasó.

Guardé un respetuoso silencio a las sinceras palabras de Juan Ramón.

—Después que encontramos la carabina de mi apá, me la puse en el hombro como soldado, Misael venía detrás, caminábamos junto a la alambrada, habían ramas que nos estorbaban una de ellas se metió junto al gatillo, al querer sacarla, el arma se fue pa´ abajo apuntando a mi hermanito y se disparó solita la escopeta.

Tiré la carabina al suelo y volteé pa´ verlo, él estaba parado, se agarraba con sus manos el pecho que tenía lleno de sangre, me dijo con esfuerzo porque no oía su voz:

«Me… duele… mu… cho».

«Voy a buscar ayuda», le dije.

Me fui corriendo cuando ya mi apá venía ya pa´ca en su troca. Al llegar junto a Misael que estaba tirado en el suelo, ya no se movía, estaba muerto y su perro el Pinto, echado junto a él… lo estaba cuidando. 





[1] Camioneta.
[2] Aves negras que pican las frutas.
[3] Cobertizo de láminas.
[4] Nombre que se le da aun sembrado de sandías en Sinaloa.
[5] Término coloquial con el que se refieren a los niños y jóvenes en Sinaloa.
[6] Perros.

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