miércoles, 10 de octubre de 2018

Micaela

Yadira Sandoval Rodríguez


De niña siempre me llamaba la atención una carta de mi bisabuela enmarcada en un cuadro de madera que estaba en la pared de la sala entre dos retratos, la foto de boda de mis abuelos y la otra, yo con mi madre; en ese momento mi curiosidad era mínima para preguntar sobre él. Pasaron los años y estando en el último grado de la primaria me solicitaron investigar sobre mis antepasados en la clase de español. Lo anterior, me permitió indagar sobre mi familia. Mi mamá empezó a narrarme de dónde venía cada miembro. Tal narración permitió imaginarme a la bisabuela bajando el cuadro para después leerme lo que decía en él, es la carta de petición de mano de ella, fechada en 1903; es una hoja de una cuartilla, color amarillo, carcomida por el tiempo, pero realmente fue mi madre quien leyó esas letras. En ese entonces, yo tenía doce años, y la carta ochenta y ocho años. A pesar de que no la conocí a la bisabuela, su espíritu siempre me ha acompañado.  

En una edad adulta mi familia me entregó el cuadro con la carta, al dármela me dijeron que a mí me correspondía tenerla. Me emocioné en ese momento porque fui consciente del significado de ella. Es una carta simbólica para ellos. Lo que llamó mi atención es cómo se mantuvo entre la familia, después del incendio ocurrido en la casa en 1985, donde se perdieron varias cosas. Tal extrañez hizo reír a mi bisabuela y me dijo:

—Camila, yo salvé esa carta.

—No sabía, bisabuela.

Al responder en voz alta, mi madre me pregunta con quién estoy hablando, yo le contesto que con mi bisabuela. Se me queda mirando y me dice: «Camila, no empieces con esas cosas, ya hablamos de eso, ese espíritu no existe en esta casa, el sacerdote echó agua bendita, por lo tanto, mi abuela está descansado en paz. Por favor, te pido que no vuelvas a hacer esas bromas». No supe qué responder, me quedé seria mirando a Micaela. Esa complicidad entre nosotras me hace sentir segura, mejor optaré por tener cuidado.

Por lo que cuenta la bisabuela, la carta tiene ciento quince años, se encuentra arriba de mi escritorio, me inspira a escribir, me gusta observarla cuidadosamente, está escrita con letra cursiva, la letra es bellísima, la comprensión del mensaje se pierde por lo arrugada que se encuentra, hay que leerla despacio, para entender lo que se dice en ella. Son pocos los que escriben así, es la perfección del lenguaje escrito. Mi bisabuela me explicó que no fue el bisabuelo quien la escribió, sino otra persona que trabajaba en el pueblo haciendo cartas de amor. No todos podían escribir, debido al rezago educativo de aquel entonces. También, el escrito va dirigido a los padres de la bisabuela. El intermediario experto en la escritura, utilizó el arte poético para inspirarse en una petición de mano, ya que era parte del protocolo para casarse en aquellos años.

Mi bisabuela fue una persona muy querida y respetada en el pueblo minero Pilares de Nacozari; en la actualidad es un lugar abandonado, dentro del estado de Sonora, México, donde se jugó por primera vez el baloncesto en el país. Considerado en 1910 como un pequeño pueblo del primer mundo, gracias a las vetas de cobre descubiertas a mediados del siglo XIX. Tal descubrimiento atrajo la atención del ingeniero en metalurgia el doctor Louis Dovidson Ricketts, y con ello, a la empresa minera Phelps Dodge de Estados Unidos quienes explotaron el mineral, cuya producción mereció el reconocimiento mundial, porque albergaban los segundos depósitos de cobre más grandes del mundo.

—Esas vetas las descubrió tu bisabuelo, pero el alcohol no lo dejó superarse.

—Casi nunca hablas de él, bisabuela.

—No hay mucho que decir.

—Mi mamá cuenta que murió tratando de pasar el río Sonora.

—Así es, Camila. Había llovido mucho, el río estaba bravo, yo le grité que no debíamos pasar, no me hizo caso y murió.  

—Triste. ¿Y cómo te enamoraste del bisabuelo?

—Me fascinó su vida de nómada y aventuras. Yo lo conocí cuando tenía catorce años, era inquieta como tú, Camila. Y tu bisabuelo era guapo, alto y fuerte. Él tenía diecisiete años y andaba buscando oro, cobre y plata de un lugar a otro. Nos conocimos en el baile de blanco y negro en Ures. Las familias de abolengo se concentraban allí. Mis papás me llevaron para presentarme con todas esas personas, era la única hija de cinco hermanos. Estaban orgullosos de mí. Recuerdo aquel vestido de color azul marino largo, y encima llevaba un chal, tipo túnica de corte similar a un sari, de seda estampado; diseño de un tal Mariano Fortuny, modisto muy importante de la época, las mujeres me envidiaron. Mientras acomodaba mi chal para la presentación de las muchachas en sociedad, tu bisabuelo me sorprendió con una flor, me dijo que era la chica más hermosa de la noche y, que solo me faltaba sonreír. Me le quedé mirando a sus ojos de lucero azabache, me enamoré de ellos. Su cuerpo representaba la fuerza salvaje de un aventurero. En ese momento deseé salir del baile y perderme con él para siempre.

—Amor a primera vista.  

—Mis padres nunca lo aceptaron. Por ser indígena. Manuel era originario del pueblo indígena Yaqui, una raza muy importante en la historia del Estado de Sonora. Este pueblo se encuentra asentado en la región sudoeste del Estado de Sonora entre los Municipios de Cajeme, Guaymas, Bácum y Empalme, en la rivera del Río Yaqui. Ellos son reconocidos por su fuerza física y de resistencia en la defensa de su territorio. Este pueblo indígena en tiempos de la revolución mexicana luchó a favor del gobierno de México con la condición de que este último les regresaría las tierras. El gobierno mexicano aceptó, pero al terminar la guerra, los Yaquis vieron que este hizo omiso de su petición, es así como estos se levantaron en armas para conseguir que les devolvieran su territorio, el cual fue quitado por el gobierno de Porfirio Díaz. Este episodio enojaba mucho a Manuel. Después de morir él, me fui con tus tíos a Pilares, allí empecé a trabajar para las familias ricas, me querían mucho las señoras, posiblemente porque entretenía a sus hijos contándoles historias de libros que leí, como Las mil y una noches. Nunca hablé de mi vida pasada. Después llegó tu abuelo y se casó con Plácida.

Terminó de hablar y se refugió en su asiento que da a la venta y se puso a contemplar el atardecer. Siempre me ha gustado observarla, tiene muy bonito rostro, su nariz respingada, le da un aire de elegancia; es de estatura media y delgada. En algún momento mi madre me comentó que los padres de ella hicieron lo posible para separarla del bisabuelo, al grado de que mandaron llamar a un maestro de la Ciudad de México para asesorarla, pero, Micaela se aferró a la idea de casarse con Manuel Tanori. A partir de esa decisión sus padres la desheredaron. Pasó el tiempo y la historia de amor se convirtió en un tormento, ya que el bisabuelo era alcohólico. Narra mi madre, que cuando él se emborrachaba hacía tocar a la bisabuela la guitarra mientras él se empinaba la botella con alcohol. La tristeza invadió el corazón de Micaela, hasta el punto que cuando mi madre decidió aprender a tocar la guitarra su abuela le quitó la intención, diciéndole que dejara eso, ya que si aprendía a tocar ese instrumento su futuro esposo le haría lo mismo. En eso mi bisabuela empezó a hablar como si estuviera enojada, la cual es una característica de las mujeres del norte de México utilizar el tono alto para transmitir sus ideas al otro; la dejé que se desahogara, no me gusta verla inquieta caminando de un lugar a otro, tratando de decir cosas que a veces no entiendo, el resto de la familia no la comprende porque dejaron de ver su espíritu que vaga por la casa. Por medio de mi madre aprendí a escucharla de niña, pero ella decidió dejarla descansar, es por eso que le pidió al padre bendecir la casa; a partir de ese día no volvió a verla y mi bisabuela se enojó con ella.

Se hizo de noche, me dirigí al cuarto, antes de dormir le pedí a la bisabuela que narrara mi viaje a Pilares de Nacozari y a Mixtlán, Jalisco. Ella había unido esa experiencia en una narración que me gustaba escuchar todas las noches. En un primer momento no comprendía su insistencia por narrarme esa historia, pero un día descubrí, que ella trataba de hacerme comprender la importancia de la tradición oral, la cual le ayudó a sobrevivir en Pilares de Nacozari; su educación permitió establecer buenas relaciones con la gente de dinero y así sacó adelante a su familia, consiguiéndole una beca a su hija Plácida para que estudiara en Douglas, Estados Unidos.

La narración siempre iniciaba con el robo de unas vacas, como una forma de reafirmar el carácter particular de la mujer sonorense, el cual era su orgullo: «Fue una noche en donde no teníamos que comer, y ellos se robaron el animal para después cocinarla, tu bisabuelo me apuntó con su rifle, yo estaba seria y firme, pura nada que me hicieron comer. Así, somos las mujeres del norte. Siempre recuérdalo. Es por eso que yo te motivé para que fueras en busca de tu historia a Mixtlán, Jalisco. Esa línea genealógica necesitabas conocer, es decir, de dónde viene tu abuelo. Estabas enfocada en nosotros, lo sé, el amor maternal. Observé cuando agarraste camino rumbo a Pilares de Nacozari, seguí tus pasos hasta que llegaras a tu destino. En tu rostro miré la alegría por conocer el lugar donde nació tu mamá. Subiste el cerro hasta la mina en donde trabajó, Alfredo Rodríguez, pero te detuvieron por precaución, aun así, no hiciste caso y caminaste hasta el otro extremo y el atardecer te encontró. En tu rostro estaba el asombro que nunca había visto en ti, me llenó de esperanza, porque sabía que te habías encontrado contigo misma; andabas perdida, bisnieta, cómo no, tu tiempo ya no es de arraigo, sino de instantes efímeros. Recuerdo que querías dormir en la plaza del pueblo, busqué un lugar más cómodo para ti. Acerqué a una familia hacia el lugar, caminaste con ellos por la noche, sin miedo, esa valentía me hizo sentir que eras parte de mí, llegaste a una casa de alojamiento. El señor mencionó de una comida al día siguiente, no pusiste atención, andabas cansada, lo único que querías en ese momento, era tender tu cuerpo sobre una cama. La noche pasó rápida, el canto de un gallo fue tu despertador, abriste los ojos y el amanecer estaba enfrente de ti. Te levantaste con esa rapidez de niña inquieta, corriste hacia el patio trasero, te sentaste en una silla para terminar de despertar. El olor a fresco erizó tu piel, te abracé para darte calor, y te quedaste muy pensativa abrazada a mí. Regresaste a Hermosillo y ya no eras la misma, cambiaste, bisnieta. Aunque sabía el porqué. Unos meses después, decidiste trabajar desde la mañana hasta la noche sin descanso para reunir el dinero que te llevaría a Mixtlán. Yo sé que contribuí a ello, me sentía apenada por no ayudarte económicamente, pero valió la pena; formaste carácter en ese tiempo, te responsabilizaste de tus propios sueños. Después llegaste al pueblo de tu abuelo, llevabas en tus manos una carta con la dirección del lugar. Andabas en busca de tu tía Esperanza, la hija del primer amor de Alfredo, era tanto tu deseo de conocerla, pero ya no vivía allí. En una tienda compraste un refresco para pensar que hacer, y decidiste preguntar si conocían a tu tía. ¡Oh, sorpresa! Las tres personas que se encontraban en el lugar, respondieron en coro: “Todos nos apellidamos Rodríguez en este pueblo. Eres nuestra sobrina, bienvenida”. Tú no lo podías creer, tu rostro se había llenado de alegría. Platicaron toda la mañana sobre el pueblo, las familias y el abuelo. En una pared estaba la foto de un familiar, era un antepasado que luchó en la revolución mexicana, estaba arriba de un caballo con traje de charro, bigote largo, llevaba puesto un sombrero de ala ancha, de copa alta, como el de Emiliano Zapata, de hecho, el parecido se te hizo curioso. Tus parientes te hablaron de otra tía, Carmelita, ellos dijeron que vivía enseguida de la parroquia, era quien se encargaba del registro civil. Ella al verte se emocionó, no podía hablar, a ti te dio ternura, en ella estaban los rasgos de tu mamá; era una señora muy educada, y con un léxico increíble. Conversaron sobre la genealogía de la familia, dijo que venían de españoles de abolengo, quienes se asentaron en el lugar, todos con ojos de color, como los hermanos de Alfredo, a él lo recordó muy bien: “Era alto, blanco, guapo, con rostro noble”. Habló del pleito que tenían los dos pueblos a los que pertenecían, tu abuelo y su primer amor. Mencionó la dirección donde vive actualmente tu tía, a los minutos, te despediste y fuiste en busca de ella. El trayecto fue de cuarenta minutos fueron los más largos de tu vida. Antes de ir a buscarla, diste una vuelta por la plaza del pueblo, se te hizo muy pintoresco, las casas pintadas de color: rosa, amarillo canario, verde, azul, anarajandas en distintas tonalidades, sus techos de tejas; por las calles principales de un hogar a otro se veían banderitas colgadas de diferentes colores en filadas hasta llegar a la Iglesia. El pueblo estaba rodeado de esplendorosos cerros forrados de pasto verde. Al preguntar por tu tía, un señor apuntó con su mano derecha la calle que te haría llegar al lugar, al tocar, abrió una señora de unos setenta y cinco años, piel trigueña, cabello canoso, largo hasta su cintura. Ella lloró de la emoción, te hizo pasar a su casa, tomaron café con galletas y mermelada de higo untada en pan tostado; llamó tu atención el patio trasero era un jardín rectangular quince por siete metros en él había plantas de todo tipo, alrededor del jardín estaban los cuartos de la casa: la cocina, el recibidor que daba a la calle, los dormitorios, y el baño; en el ambiente se respiraba a fresco, nada que ver con las casas de tu ciudad natal, por un momento quisiste que así fuera el clima de tu lugar de origen el cual es de cuarenta grados centígrados, deseaste los veinte de ahí, observé tu cara de resignación. Ella habló de tu abuelo, comentó que fue el amor de la vida de su mamá, siempre le dijo cosas maravillosas de él, esa revelación desarmó tus prejuicios alimentados por nuestra cultura. Por lo que explicó, tu abuelo nunca las desamparó, todos los años envió dinero con el permiso de tu abuela. Las horas pasaron y tenías que emprender tu regreso, se despidieron con un fuerte abrazo susurrándote al oído: “Gracias por visitarme”, en sus palabras había paz y en sus ojos brillosos la ternura que nunca has podido olvidar, porque en ellos estaba tu abuelo».  

Alfredo Rodríguez llegó a Pilares en la década de los veinte a trabajar en la mina de Cananea. Él migró del estado de Guadalajara ubicado en el sur de México; salió huyendo debido a que enamoró a una joven, y los familiares no aceptaron la relación, le dispararon a él en una pierna, y no regresó porque su amada le suplicó que no lo hiciera, hasta que cumplió ochenta años, y lo hizo para despedirse de su tierra natal acompañado de su hijo mayor y su hermosa nuera. El trayecto hacia allí fue gracias a un familiar, quien desertó del ejército mexicano en busca de bienestar y tranquilidad, arribando al heroico pueblo minero de Cananea, en el estado de Sonora, en donde surgió la revolución mexicana, famoso conflicto armado que derrocó la dictadura del expresidente Porfirio Díaz. Este pariente, al igual, ayudó a que otros migraran, estableciéndose todos en ese pueblo, menos el abuelo, ya que no pasó los exámenes para trabajar en la mina. Por lo tanto, tuvo que seguir su travesía de movilidad hasta el pueblo Pilares de Nacozari.

Mi madre comentó que, a través del amor de mi abuela, el abuelo sanó su primer amor, ya que la bisabuela no permitía fácilmente que pretendieran a su hija. Todos los del pueblo alertaron al abuelo: «No es fácil cortejar a Placidita, la señora Micaela es difícil, si se entera de que andas rondando su territorio va a intervenir para alejarte de ella»; pero mi abuelo fue más astuto que los otros pretendientes, ya que, en vez de ganarse la confianza de mi abuela, empezó a ganarse la confianza de Micaela. Es así como la bisabuela permitió que su hija Plácida Tánori se casara con Don Alfredo Rodríguez, para después vivir juntos una larga vida de matrimonio. La bisabuela con paso lento se dirige a su rincón favorito de la casa y la escucho decir: «Tu abuelo fue un hombre noble y responsable, en él no había rasgo de machismo; cómo le encantaba escuchar la polka, La Pilareña, una canción representativa de Pilares de Nacozari, nos hacía reír con sus brincos de un lado a otro tratando de sincronizar sus pies al ritmo de la canción. Lo quise como a un hijo. Siempre oré para que tus tíos heredaran su carácter y no el de Manuel. Dios escuchó mis ruegos».

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