Rosario Allpas
Mónica
se encontraba en casa. Había terminado de realizar una limpieza general. Se
sentó en el sofá ubicado en la mitad de la habitación, el que separaba su
pequeña sala del comedor, y se puso a descansar. Cerró por un momento los ojos,
empezó a acariciar la tela suave de su mueble, levantó los pies y empezó a
buscar su celular a tientas hasta encontrarlo. Abrió los ojos y realizó una
llamada:
—Aló
—le contestaron al otro lado de la línea.
—¡Hola,
Richard! Soy Mónica.
—¡Qué
tal! ¿Cómo estás?
—Bien.
No sabes lo que me pasó ayer.
—Pues
ni modo que lo sepa. Cuéntame, ¿qué te pasó?
—Ja.
Te contaré. Ayer salí con Sara al gimnasio. De vuelta a mi casa, al abrir la
puerta, casi se me paraliza el corazón.
—¿Por
qué?
—¿Recuerdas
el sofá que me ayudaste a comprar?
—Sí.
—¡Había
desaparecido! Ver el espacio vacío al frente de la seudochimenea me
desconcertó. Sentí un frío en la espalda como si me hubiesen puesto un arma. Me
quedé sin habla. Sara se asustó también y me dijo que llamase a la comisaría.
—¿Y
llamaste?
—Sí
y no.
—¿Cómo?
—Estaba
muy alterada, primero me puse a revisar toda la casa por si algo más me
faltaba, pero no, todo estaba intacto. Me dio tanto temor involucrarme con
policías por un sillón que me costó treinta dólares en Goodwill que me pareció
una pérdida de tiempo, no obstante, Sara me hizo entrar en razón, podían haber
entrado narcotraficantes y quizás tendrían la droga escondida en el sofá, ¿qué
sé yo? Por ello, hice la llamada.
—¿Y?
—Había
marcado el número cuando vi por la ventana que el sofá estaba en la vereda, al
frente de la casa. Colgué de inmediato. Salimos con Sara y ella me ayudó a
traerlo de vuelta.
—Ja,
ja, ja.
—No
te rías. Esto es muy serio. Quiero que me ayudes a desentrañar el misterio.
—Ok. Mañana paso por tu casa a las seis
de la tarde. ¿Te parece?
—Gracias.
Al
otro día Richard llegó puntual a la casa de Mónica. Revisaron el mueble con
detenimiento. Era un canapé de dos cuerpos, la parte del espaldar y los asientos
estaban acolchados y tapizados en damasco de color rojo vino, un poco
maltratado; sin embargo, se podía apreciar cierta elegancia en su diseño. Tenía
los reposabrazos de madera y forrados en la parte media con la misma tela.
—Aquí
puede estar el misterio. —Indicó Richard señalando el reposabrazos derecho.
—¿Cómo?
¿Qué piensas?
—No
sé, me parece que lo hubiesen removido. El pegado parece fresco. Si lo deseas
compara con el del otro lado.
Mónica
escudriñó el reposabrazos del lado izquierdo, lo olió; tenía cierto olor a
guardado. Hizo lo mismo con el del otro lado; había una pequeña línea en la
madera, apenas visible, muy próxima a la tela, puso la nariz tan cerca como
pudo e inspiró profundo.
—¡Cierto!
Huele a pegamento. —Movió varias veces la cabeza como para deshacerse del olor
fuerte y penetrante —. ¿Puedes remover ese reposabrazos?
—Claro.
—Richard sacó una pequeña sierra y limó. Luego de unos minutos logró aflojar y
sacar el reposabrazos. Estaba hueco—. Parece que sacaron algo de aquí, pero con
seguridad no fue droga. Si aún quieres ir a la comisaría, te acompaño. —Puso de
nuevo, como pudo, el trozo de madera utilizando pegamento instantáneo.
—Voy
a esperar. Muchas gracias por tu ayuda. Solo me hago una pregunta: ¿A quién
habrá pertenecido este canapé?
—¿Quieres
que averigüe?
—Noooo.
—Está
bien. Me voy. Bye!
—Gracias,
eres un gran amigo.
Pasaron
tres meses y en otra parte de la ciudad, Paola de la Quintana se disponía a dar
una conferencia. Se encontraba en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles,
California. Paola era una pintora bastante joven, había terminado sus estudios
en el California College of the Arts de
San Francisco; sin embargo, se veía una mujer con aplomo. Era delgada, de tez
blanca, de cabello negro largo y lacio. Lucía un conjunto de falda y chaqueta
que parecían comprados para la ocasión, pues se notaba que le iban mejor los
pantalones vaquero y camiseta. Iba a hablar sobre una pintura famosa otorgada
en calidad de préstamo para la exhibición de Colecciones de Artistas Plásticos Latinoamericanos.
El lienzo pertenecía al pintor peruano Sérvulo Gutiérrez.
Mónica
se encontraba echada en el sofá mirando la televisión, escuchaba atenta que
Paola contaba la historia de la pintura: «Mi abuelo, cuando vino a Estados
Unidos de América, trajo la pintura que el propio autor Sérvulo Gutiérrez le
había regalado, ya que ambos tuvieron una estrecha amistad. Este lienzo estuvo
escondido por mucho tiempo hasta que mi abuelo, deteriorado en su salud, me lo
dejó en herencia. Esta valiosa pintura que hoy…».
De pronto Mónica se levantó, apagó el televisor y sintió enormes deseos de
escribir. Se acomodó en la mesa de comedor donde estaba su portátil y puso:
«Érase
una vez un sofá», y continuó escribiendo…».
«La
sala lucía hermosa, de un gusto exquisito por el tipo de mobiliario de estilo
fernandino, de gran tamaño, la madera caoba era el principal elemento y estaba
asistido por adornos de figuras geométricas de gran simplicidad, sobrio,
elegante, solemne. El sofá y los sillones tenían aplicaciones de bronce y tapiz
de seda; sin embargo, en un rincón, pegado a la escalera que conducía al
segundo piso se encontraba un canapé de dos cuerpos tapizado en damasco de
color rojo vino. Este descompaginaba con la sobriedad de los demás muebles; no
obstante, era el sofá preferido de don Carlos de la Quintana, le gustaba porque
tenía un acolchado suave y poco le importaba que este trasto se ensuciara, pues
tenía una cubierta reemplazable de tela muy fina y resistente confeccionada
especialmente para esos avatares. Carlos había sido arquitecto, pero en tiempos
de juventud, en Lima, había tenido un hobby
muy particular que suelen tener casi todos los arquitectos: la pintura. Muy
amigo de gente bohemia: músicos, poetas y pintores; entre aquellos estaban
Carlos Quízpez Asín, Ricardo Sánchez y Sérvulo Gutiérrez; este último de
reconocida fama y quizás, el más importante pintor peruano. Cuando Carlos migró
a los Estados Unidos, Gutiérrez le regaló un lienzo de cincuenta y cinco por
cuarenta y seis centímetros.
Años
más tarde, instalado en Los Ángeles, en una de las paredes de su casa relucía
la pintura de su afamado amigo. Cuando sus hermanos se enteraron de que la
pintura era valiosísima, lo instaron a que hiciese una subasta del lienzo, la
que los haría ganar miles de dólares, decían. Don Carlos no pensó que aquello
fuese lo correcto, consideró que sería una traición al amigo querido, además no
necesitaba el dinero; no era rico, pero no tenía necesidades apremiantes y
tampoco sus hermanos (eso creía), quienes habían migrado con él. Sin embargo,
siempre que se realizaba alguna reunión familiar el ambiente se volvía frío y
hostil cuando se hablaba de la pintura y terminaban discutiendo. Solo la esposa
de don Carlos los calmaba, quien entendía a su marido, pues ella también había conocido
a Gutiérrez, difunto ya, hacía varios años.
Las
vueltas que da la vida hicieron que don Carlos enviudara a los cincuenta años.
Sus tres hijos, Enrique, Pablo y Sofía, se casaron y uno a uno fueron
abandonando la mansión. Sin embargo, cada vez que había reuniones familiares
volvían al punto álgido que entrañaba la deseosa subasta del cuadro. Ahora no
solo eran sus hermanos sino también sus hijos y demás descendencia que
insistían en la venta pública del lienzo como si este fuese un patrimonio familiar
y no personal. A Carlos no le quedó más remedio que ocultarlo. Así que, cuando
lo visitaban la pared se mostraba desnuda. Nadie osó preguntar qué había pasado
con el cuadro, el silencio se hizo palpable con las miradas esquivas. Además,
Carlos solía pasear por su mansión con un manojo de llaves que cuidaba con
mucha prolijidad, dentro de esas pocas llaves había una pequeña que abría el
cajón del escritorio de su antiguo estudio, por lo que sus parientes
conjeturaron que allí debía de estar guardaba la pintura, como un tesoro. Nadie
preguntó, pero lo sabían, aunque no lo supieran.
Poco
a poco las reuniones familiares escasearon conforme Carlos iba ascendiendo en
edad; los había sobrevivido a sus hermanos. Ahora sus hijos y nietos eran los
que solían visitarlo; mas, mientras unos se entretenían con juegos en línea o
viendo la televisión, solo Paola, su nieta, iba a su lado para escuchar las
peripecias que contaba don Carlos cuando era pintor y cómo había tenido que
luchar contra sus padres, quienes no estaban de acuerdo con su hobby ni con sus amistades. Contaba que,
por ello, terminó convertido en arquitecto, como lo fueron todos los hombres de
la familia. “Pero tú, querida Paola, serás una gran pintora”, le decía con
cariño y convicción. “Sí, abuelo”, contestaba su nieta.
Cuando
don Carlos enfermó, tenía más de noventa años y vivía prácticamente solo. Había
una persona —siempre distinta— que iba a diario para realizar los quehaceres
del hogar enviada por una compañía. Su estado empeoró y fue trasladado a una
clínica. Sus hijos se hicieron cargo de la casa. Fue entonces cuando la codicia
se perfiló en sus pensamientos y una tarde acompañados de un cerrajero entraron
al estudio abandonado. El olor rancio por el polvo y la humedad inundó la
habitación, abrieron el cajón del escritorio y para sorpresa de todos, solo
encontraron trozos minúsculos de papel, polvo y gran cantidad de excremento de
ratón y un agujero por detrás de este. Se miraron consternados pues quedaron
despedazadas sus esperanzas de echar mano al famoso lienzo. Las ratas habían
hecho de este un festín.
—¡Viejo
necio! —farfulló Enrique, muy enfadado.
—¡Mira
en lo que quedó el afán de guardar el recuerdo del amigo! —dijo Pablo.
—Quizás
era su voluntad —murmuró Sofía.
—Pues
mira de qué le ha servido guardar tanto el lienzo. ¡Ha sido comido por las
ratas!
—Yo
creo que podría estar en otro sitio —expuso Sofía.
—Tal
vez. ¿Cómo no se nos ocurrió? Gracias, hermanita. —Sonrió Enrique de manera
malévola y de inmediato replicó—: Muy bien…, ¡manos a la obra!
—Tienes
razón. ¡Busquémoslo!
Aunados
por una nueva esperanza revolvieron la casa, no hubo rincón que no fuese
escudriñado. La biblioteca, entre los libros, en los reposteros de la cocina,
en los dormitorios. Cada cajón fue abierto. Nada. Debajo de las alfombras.
Tampoco. No encontraron lo que tanto anhelaban. Vencidos y agotados a partes
iguales se fueron cabizbajos cada uno a su casa.
Mientras
en la clínica, la salud de don Carlos se deterioraba cada día más. Solo Paola
iba a visitarlo y a veces Sofía. Su nieta se hallaba culminando sus estudios de
pintura en la universidad e iba a realizar un viaje a Europa después de su
graduación con sus compañeros.
Don
Carlos llevaba hospitalizado dos semanas, había conocido a Esther, una afable
enfermera de la clínica, quien no solo estaba pendiente de sus necesidades
físicas, sino que valoraba en él su inteligencia, percibía su buen humor y
gastaba un poco de su tiempo en conversar con él, convirtiéndose poco a poco en
una persona de confianza. Cuando tuvo el primer infarto en la clínica, él
sospechó que sus días estaban contados y que, quizás no podría ver a su nieta
para despedirse de ella. Le pidió a Esther papel, lapicero y un sobre. Escribió
una carta dirigida a Paola y le hizo prometer entregarla a su nieta en persona,
como un último deseo. "Solo a ella", le recalcó, "sin que haya
testigos".
En
efecto, don Carlos murió. Estuvieron en el entierro sus hijos, sobrinos y
nietos. Paola no asistió por encontrarse aún de viaje.
Una
semana después, Esther llamó a Paola, quien había retornado de su excursión. Se
citaron en un restaurante.
Cuando
la nieta de don Carlos entró al lugar de la cita, lo hizo en compañía de su
novio. Esther no tuvo más remedio que refugiarse en el baño y no salir hasta
que Paola hubiere abandonado el lugar, quien, desconcertada por el
incumplimiento, obvió llamar a Esther por teléfono. Dos días después la
enfermera volvió a llamarla y le explicó el porqué no había aparecido:
"Las indicaciones fueron precisas y no quise desobedecer las órdenes finales
de una persona a punto de morir. Perdóneme", le dijo. "Bien.
Entiendo, no se preocupe". Volvieron a citarse en el mismo restaurante una
semana después ya que al día siguiente se realizaría la lectura del testamento
de don Carlos.
Los
familiares, posibles legatarios, se reunieron en el bufete del abogado donde el
patriarca había dejado dispuesta la repartición de sus bienes. Se enteraron de
que el valioso lienzo se lo había adjudicado a su nieta Paola. Todos firmaron
su asenso. Después le contaron a la heredera que la famosa pintura no había
sido hallada en la casa.
Cuando
se encontró con Esther en el restaurante, luego de los saludos, la enfermera
alargó el sobre y se lo dio a Paola.
—Esto
me dio don Carlos para usted.
—¡Oh!
La carta de mi querido abuelo. Si él le confió esta misiva para entregármela
creo que puedo leerla delante de usted, me muero de la curiosidad.
—Adelante,
es su decisión y la respeto. Con mucho gusto.
Paola
rompió el sobre, sacó la carta y empezó a leer en silencio. Las lágrimas
brotaron de sus ojos sin poderlas contener. No mencionó nada sobre el
contenido. Solo atinó a decir:
—Muchas
gracias.
Terminaron
sus cafés y empanadas en silencio y se despidieron.
Cuando
Paola le dijo a su madre que deseaba ir a la casa del abuelo, Sofía le contó
que sus tíos y primos la habían desocupado. Algunos muebles los vendieron y
otros de menor calidad los donaron a Goodwill.
—¿El
sofá de color rojo vino?
—Lo
llevaron a Goodwill.
—Bien,
mamá.
—¿Por
qué preguntaste por el mueble?
—Porque
era el favorito de mi abuelo.
—Claro.
Paola
no dijo más. “Voy a tener que recuperarlo”, pensó.
Ella
vivía en su propio departamento, no hacía mucho que había discutido con Paul,
su novio, y terminado su relación. Este había criticado la decisión del abuelo
de haber mantenido en el cajón del escritorio una pintura famosa. “Qué diantre
de viejo, tu abuelo, ¿no?”, le había dicho. Paola no había imaginado que él
también estuviese de acuerdo en subastar el lienzo. Entonces, prefirió guardar
silencio. Con tristeza y determinación sentenció: “Quizás fue mejor así. En
situaciones adversas es cuando se conocen a las personas”.
Mil ideas se arremolinaron en su mente, de pronto se sintió sola. No tenía en quien confiar ni nadie que le ayudase en la misión que quería emprender. Un pensamiento dulce acerca de su abuelo la llevó a pensar en Esther y decidió llamarla y contarle su decisión. La enfermera, quien tantas veces le había escuchado a don Carlos hablar con tanto amor de su nieta Paola, no pudo negarle el favor y aceptó involucrarse en la aventura de ayudarla, con ello cerraría también el postrero deseo de su paciente. Esta última puso en autos a su esposo, quien era ebanista y aceptó participar con agrado, aun sabiendo lo arriesgado del plan.
Paola averiguó el destino del sofá y en compañía de la enfermera idearon cómo entrar y sacar el sofá conjuntamente con el esposo de Esther, el cual, gracias a sus años de experiencia en carpintería, sabía mucho de cerraduras.
Al otro día, esperaron cerca de la casa. Desde la camioneta Paola, Esther y su marido vigilaban la puerta de entrada, vieron a la dueña salir rumbo al gimnasio y entraron con cautela. Sacaron el sofá y se dirigieron a un apartamento alquilado por Paola muy cerca del lugar en donde todo estaba preparado. El ebanista sacó con sumo cuidado el reposabrazos hueco del lado derecho y extrajo de su interior el lienzo. Se lo dio a Paola, quien lo recibió con delicadeza, con cariño, como el más preciado de los objetos y lo acercó a su corazón. Luego, el esposo de Esther devolvió el reposabrazos a su estado natural utilizando pegamento instantáneo. Cargaron el mueble y fueron a devolverlo. Grande sería su sorpresa cuando aproximándose al apartamento escucharon ruido dentro de este, se asustaron y huyeron rápido hacia la camioneta dejando el mueble solitario en la mitad de la vereda».
«¿Sería
así o no la historia?», se dijo a sí misma, Mónica, sonriendo.
Se
apartó de la mesa donde estaba escribiendo. Fue a medir el reposabrazos.
«Cincuenta y cinco centímetros. Sobrepasa en nueve el ancho de la pintura.
¡Cabía enrollada! ¡Buena, don Carlos!».
Caminó
hacia el sofá y se sentó, miró el televisor apagado. Cada vez que Mónica se
ponía a cavilar miraba fijo el receptor como tratando de hallar respuestas en
la pantalla oscura. «Y… ¿por qué no habrán querido confiar en mí? Podían
haberme pedido permiso para sacar el lienzo. Yo se lo hubiese dado», pensó. De
inmediato, imaginó una respuesta a su pregunta: «Creo que no creían en nadie.
La confianza estaba muy mellada. Eso debió haber sucedido. Bien, ahora me voy a
dar un sosiego, luego lo termino, lo reviso y lo dejo descansar. Pasado mañana
vuelvo a revisarlo y lo envío».
Dos
meses después, Esther llamó a Paola por teléfono.
—¿Has
leído el relato ganador del concurso «Simplemente letras»?
—No.
—Por
favor, veámonos.
Se
citaron en un Starbucks. Esther esperaba. Paola no tardó en llegar, estacionó
el auto. Luego de los saludos, la enfermera le mostró el relato «Érase una vez
un sofá». Paola comenzó a leer, su rostro se iba transformando, abrió los ojos
cuán grandes pudo, luego sus labios se estiraron en una franca sonrisa para
después sentir una leve calentura de la emoción que empezó a embargarla y
exclamó:
—¡Oh!
Pero si…
—¿Contaste
a alguien acerca del sofá?
—No,
en absoluto.
—Te
parece conocida la historia.
—Por
supuesto. ¡Es la historia de mi abuelo y de... nosotras! Pero ¿cómo?
—¿Sabes
quién es la escritora?
—No.
¿Cómo quieres que lo sepa?
—La
dueña del sofá de tu abuelo: Mónica Santisteban.
—¡Mónica!
¿Sabrá la historia o se la habrá inventado?
—Yo
creo que la intuyó.
—Algún
día lo sabremos. Me dan ganas de conocerla y decirle que su escrito es la
verdadera historia del sofá. Gracias, Esther.
—Seguimos
en contacto. Adiós, Paola.
Mónica
Santisteban, sentada en el sofá, miraba atenta el diploma que le habían
otorgado por ser la ganadora del concurso. Sonrió a su vez y musitó:
«Me
gustaría conocer la verdadera historia de este canapé». Fue a la cocina y trajo
un café, acarició el mueble y dijo: «Gracias».
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