miércoles, 17 de octubre de 2018

Érase una vez un sofá

Rosario Allpas


Mónica se encontraba en casa. Había terminado de realizar una limpieza general. Se sentó en el sofá ubicado en la mitad de la habitación, el que separaba su pequeña sala del comedor, y se puso a descansar. Cerró por un momento los ojos, empezó a acariciar la tela suave de su mueble, levantó los pies y empezó a buscar su celular a tientas hasta encontrarlo. Abrió los ojos y realizó una llamada:

—Aló —le contestaron al otro lado de la línea.

—¡Hola, Richard! Soy Mónica.

—¡Qué tal! ¿Cómo estás?

—Bien. No sabes lo que me pasó ayer.

—Pues ni modo que lo sepa. Cuéntame, ¿qué te pasó?

—Ja. Te contaré. Ayer salí con Sara al gimnasio. De vuelta a mi casa, al abrir la puerta, casi se me paraliza el corazón.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas el sofá que me ayudaste a comprar?

—Sí.

—¡Había desaparecido! Ver el espacio vacío al frente de la seudochimenea me desconcertó. Sentí un frío en la espalda como si me hubiesen puesto un arma. Me quedé sin habla. Sara se asustó también y me dijo que llamase a la comisaría.

—¿Y llamaste?

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Estaba muy alterada, primero me puse a revisar toda la casa por si algo más me faltaba, pero no, todo estaba intacto. Me dio tanto temor involucrarme con policías por un sillón que me costó treinta dólares en Goodwill que me pareció una pérdida de tiempo, no obstante, Sara me hizo entrar en razón, podían haber entrado narcotraficantes y quizás tendrían la droga escondida en el sofá, ¿qué sé yo? Por ello, hice la llamada.

—¿Y?

—Había marcado el número cuando vi por la ventana que el sofá estaba en la vereda, al frente de la casa. Colgué de inmediato. Salimos con Sara y ella me ayudó a traerlo de vuelta.

—Ja, ja, ja.

—No te rías. Esto es muy serio. Quiero que me ayudes a desentrañar el misterio.

Ok. Mañana paso por tu casa a las seis de la tarde. ¿Te parece?

—Gracias.

Al otro día Richard llegó puntual a la casa de Mónica. Revisaron el mueble con detenimiento. Era un canapé de dos cuerpos, la parte del espaldar y los asientos estaban acolchados y tapizados en damasco de color rojo vino, un poco maltratado; sin embargo, se podía apreciar cierta elegancia en su diseño. Tenía los reposabrazos de madera y forrados en la parte media con la misma tela.

—Aquí puede estar el misterio. —Indicó Richard señalando el reposabrazos derecho.

—¿Cómo? ¿Qué piensas?

—No sé, me parece que lo hubiesen removido. El pegado parece fresco. Si lo deseas compara con el del otro lado.

Mónica escudriñó el reposabrazos del lado izquierdo, lo olió; tenía cierto olor a guardado. Hizo lo mismo con el del otro lado; había una pequeña línea en la madera, apenas visible, muy próxima a la tela, puso la nariz tan cerca como pudo e inspiró profundo.

—¡Cierto! Huele a pegamento. —Movió varias veces la cabeza como para deshacerse del olor fuerte y penetrante —. ¿Puedes remover ese reposabrazos?

—Claro. —Richard sacó una pequeña sierra y limó. Luego de unos minutos logró aflojar y sacar el reposabrazos. Estaba hueco—. Parece que sacaron algo de aquí, pero con seguridad no fue droga. Si aún quieres ir a la comisaría, te acompaño. —Puso de nuevo, como pudo, el trozo de madera utilizando pegamento instantáneo.

—Voy a esperar. Muchas gracias por tu ayuda. Solo me hago una pregunta: ¿A quién habrá pertenecido este canapé?

—¿Quieres que averigüe?

—Noooo.

—Está bien. Me voy. Bye!

—Gracias, eres un gran amigo.

Pasaron tres meses y en otra parte de la ciudad, Paola de la Quintana se disponía a dar una conferencia. Se encontraba en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, California. Paola era una pintora bastante joven, había terminado sus estudios en el California College of the Arts de San Francisco; sin embargo, se veía una mujer con aplomo. Era delgada, de tez blanca, de cabello negro largo y lacio. Lucía un conjunto de falda y chaqueta que parecían comprados para la ocasión, pues se notaba que le iban mejor los pantalones vaquero y camiseta. Iba a hablar sobre una pintura famosa otorgada en calidad de préstamo para la exhibición de Colecciones de Artistas Plásticos Latinoamericanos. El lienzo pertenecía al pintor peruano Sérvulo Gutiérrez.

Mónica se encontraba echada en el sofá mirando la televisión, escuchaba atenta que Paola contaba la historia de la pintura: «Mi abuelo, cuando vino a Estados Unidos de América, trajo la pintura que el propio autor Sérvulo Gutiérrez le había regalado, ya que ambos tuvieron una estrecha amistad. Este lienzo estuvo escondido por mucho tiempo hasta que mi abuelo, deteriorado en su salud, me lo dejó en herencia. Esta valiosa pintura que hoy…». De pronto Mónica se levantó, apagó el televisor y sintió enormes deseos de escribir. Se acomodó en la mesa de comedor donde estaba su portátil y puso:

«Érase una vez un sofá», y continuó escribiendo…».

«La sala lucía hermosa, de un gusto exquisito por el tipo de mobiliario de estilo fernandino, de gran tamaño, la madera caoba era el principal elemento y estaba asistido por adornos de figuras geométricas de gran simplicidad, sobrio, elegante, solemne. El sofá y los sillones tenían aplicaciones de bronce y tapiz de seda; sin embargo, en un rincón, pegado a la escalera que conducía al segundo piso se encontraba un canapé de dos cuerpos tapizado en damasco de color rojo vino. Este descompaginaba con la sobriedad de los demás muebles; no obstante, era el sofá preferido de don Carlos de la Quintana, le gustaba porque tenía un acolchado suave y poco le importaba que este trasto se ensuciara, pues tenía una cubierta reemplazable de tela muy fina y resistente confeccionada especialmente para esos avatares. Carlos había sido arquitecto, pero en tiempos de juventud, en Lima, había tenido un hobby muy particular que suelen tener casi todos los arquitectos: la pintura. Muy amigo de gente bohemia: músicos, poetas y pintores; entre aquellos estaban Carlos Quízpez Asín, Ricardo Sánchez y Sérvulo Gutiérrez; este último de reconocida fama y quizás, el más importante pintor peruano. Cuando Carlos migró a los Estados Unidos, Gutiérrez le regaló un lienzo de cincuenta y cinco por cuarenta y seis centímetros.

Años más tarde, instalado en Los Ángeles, en una de las paredes de su casa relucía la pintura de su afamado amigo. Cuando sus hermanos se enteraron de que la pintura era valiosísima, lo instaron a que hiciese una subasta del lienzo, la que los haría ganar miles de dólares, decían. Don Carlos no pensó que aquello fuese lo correcto, consideró que sería una traición al amigo querido, además no necesitaba el dinero; no era rico, pero no tenía necesidades apremiantes y tampoco sus hermanos (eso creía), quienes habían migrado con él. Sin embargo, siempre que se realizaba alguna reunión familiar el ambiente se volvía frío y hostil cuando se hablaba de la pintura y terminaban discutiendo. Solo la esposa de don Carlos los calmaba, quien entendía a su marido, pues ella también había conocido a Gutiérrez, difunto ya, hacía varios años.

Las vueltas que da la vida hicieron que don Carlos enviudara a los cincuenta años. Sus tres hijos, Enrique, Pablo y Sofía, se casaron y uno a uno fueron abandonando la mansión. Sin embargo, cada vez que había reuniones familiares volvían al punto álgido que entrañaba la deseosa subasta del cuadro. Ahora no solo eran sus hermanos sino también sus hijos y demás descendencia que insistían en la venta pública del lienzo como si este fuese un patrimonio familiar y no personal. A Carlos no le quedó más remedio que ocultarlo. Así que, cuando lo visitaban la pared se mostraba desnuda. Nadie osó preguntar qué había pasado con el cuadro, el silencio se hizo palpable con las miradas esquivas. Además, Carlos solía pasear por su mansión con un manojo de llaves que cuidaba con mucha prolijidad, dentro de esas pocas llaves había una pequeña que abría el cajón del escritorio de su antiguo estudio, por lo que sus parientes conjeturaron que allí debía de estar guardaba la pintura, como un tesoro. Nadie preguntó, pero lo sabían, aunque no lo supieran.

Poco a poco las reuniones familiares escasearon conforme Carlos iba ascendiendo en edad; los había sobrevivido a sus hermanos. Ahora sus hijos y nietos eran los que solían visitarlo; mas, mientras unos se entretenían con juegos en línea o viendo la televisión, solo Paola, su nieta, iba a su lado para escuchar las peripecias que contaba don Carlos cuando era pintor y cómo había tenido que luchar contra sus padres, quienes no estaban de acuerdo con su hobby ni con sus amistades. Contaba que, por ello, terminó convertido en arquitecto, como lo fueron todos los hombres de la familia. “Pero tú, querida Paola, serás una gran pintora”, le decía con cariño y convicción. “Sí, abuelo”, contestaba su nieta.

Cuando don Carlos enfermó, tenía más de noventa años y vivía prácticamente solo. Había una persona —siempre distinta— que iba a diario para realizar los quehaceres del hogar enviada por una compañía. Su estado empeoró y fue trasladado a una clínica. Sus hijos se hicieron cargo de la casa. Fue entonces cuando la codicia se perfiló en sus pensamientos y una tarde acompañados de un cerrajero entraron al estudio abandonado. El olor rancio por el polvo y la humedad inundó la habitación, abrieron el cajón del escritorio y para sorpresa de todos, solo encontraron trozos minúsculos de papel, polvo y gran cantidad de excremento de ratón y un agujero por detrás de este. Se miraron consternados pues quedaron despedazadas sus esperanzas de echar mano al famoso lienzo. Las ratas habían hecho de este un festín.

—¡Viejo necio! —farfulló Enrique, muy enfadado.

—¡Mira en lo que quedó el afán de guardar el recuerdo del amigo! —dijo Pablo.

—Quizás era su voluntad —murmuró Sofía.

—Pues mira de qué le ha servido guardar tanto el lienzo. ¡Ha sido comido por las ratas!

—Yo creo que podría estar en otro sitio —expuso Sofía.

—Tal vez. ¿Cómo no se nos ocurrió? Gracias, hermanita. —Sonrió Enrique de manera malévola y de inmediato replicó—: Muy bien…, ¡manos a la obra!

—Tienes razón. ¡Busquémoslo!

Aunados por una nueva esperanza revolvieron la casa, no hubo rincón que no fuese escudriñado. La biblioteca, entre los libros, en los reposteros de la cocina, en los dormitorios. Cada cajón fue abierto. Nada. Debajo de las alfombras. Tampoco. No encontraron lo que tanto anhelaban. Vencidos y agotados a partes iguales se fueron cabizbajos cada uno a su casa.

Mientras en la clínica, la salud de don Carlos se deterioraba cada día más. Solo Paola iba a visitarlo y a veces Sofía. Su nieta se hallaba culminando sus estudios de pintura en la universidad e iba a realizar un viaje a Europa después de su graduación con sus compañeros.

Don Carlos llevaba hospitalizado dos semanas, había conocido a Esther, una afable enfermera de la clínica, quien no solo estaba pendiente de sus necesidades físicas, sino que valoraba en él su inteligencia, percibía su buen humor y gastaba un poco de su tiempo en conversar con él, convirtiéndose poco a poco en una persona de confianza. Cuando tuvo el primer infarto en la clínica, él sospechó que sus días estaban contados y que, quizás no podría ver a su nieta para despedirse de ella. Le pidió a Esther papel, lapicero y un sobre. Escribió una carta dirigida a Paola y le hizo prometer entregarla a su nieta en persona, como un último deseo. "Solo a ella", le recalcó, "sin que haya testigos".

En efecto, don Carlos murió. Estuvieron en el entierro sus hijos, sobrinos y nietos. Paola no asistió por encontrarse aún de viaje.

Una semana después, Esther llamó a Paola, quien había retornado de su excursión. Se citaron en un restaurante.

Cuando la nieta de don Carlos entró al lugar de la cita, lo hizo en compañía de su novio. Esther no tuvo más remedio que refugiarse en el baño y no salir hasta que Paola hubiere abandonado el lugar, quien, desconcertada por el incumplimiento, obvió llamar a Esther por teléfono. Dos días después la enfermera volvió a llamarla y le explicó el porqué no había aparecido: "Las indicaciones fueron precisas y no quise desobedecer las órdenes finales de una persona a punto de morir. Perdóneme", le dijo. "Bien. Entiendo, no se preocupe". Volvieron a citarse en el mismo restaurante una semana después ya que al día siguiente se realizaría la lectura del testamento de don Carlos.

Los familiares, posibles legatarios, se reunieron en el bufete del abogado donde el patriarca había dejado dispuesta la repartición de sus bienes. Se enteraron de que el valioso lienzo se lo había adjudicado a su nieta Paola. Todos firmaron su asenso. Después le contaron a la heredera que la famosa pintura no había sido hallada en la casa.

Cuando se encontró con Esther en el restaurante, luego de los saludos, la enfermera alargó el sobre y se lo dio a Paola.

—Esto me dio don Carlos para usted.

—¡Oh! La carta de mi querido abuelo. Si él le confió esta misiva para entregármela creo que puedo leerla delante de usted, me muero de la curiosidad.

—Adelante, es su decisión y la respeto. Con mucho gusto.

Paola rompió el sobre, sacó la carta y empezó a leer en silencio. Las lágrimas brotaron de sus ojos sin poderlas contener. No mencionó nada sobre el contenido. Solo atinó a decir:

—Muchas gracias.

Terminaron sus cafés y empanadas en silencio y se despidieron.

Cuando Paola le dijo a su madre que deseaba ir a la casa del abuelo, Sofía le contó que sus tíos y primos la habían desocupado. Algunos muebles los vendieron y otros de menor calidad los donaron a Goodwill.

—¿El sofá de color rojo vino?

—Lo llevaron a Goodwill.

—Bien, mamá.

—¿Por qué preguntaste por el mueble?

—Porque era el favorito de mi abuelo.

—Claro.

Paola no dijo más. “Voy a tener que recuperarlo”, pensó.

Ella vivía en su propio departamento, no hacía mucho que había discutido con Paul, su novio, y terminado su relación. Este había criticado la decisión del abuelo de haber mantenido en el cajón del escritorio una pintura famosa. “Qué diantre de viejo, tu abuelo, ¿no?”, le había dicho. Paola no había imaginado que él también estuviese de acuerdo en subastar el lienzo. Entonces, prefirió guardar silencio. Con tristeza y determinación sentenció: “Quizás fue mejor así. En situaciones adversas es cuando se conocen a las personas”.

Mil ideas se arremolinaron en su mente, de pronto se sintió sola. No tenía en quien confiar ni nadie que le ayudase en la misión que quería emprender. Un pensamiento dulce acerca de su abuelo la llevó a pensar en Esther y decidió llamarla y contarle su decisión. La enfermera, quien tantas veces le había escuchado a don Carlos hablar con tanto amor de su nieta Paola, no pudo negarle el favor y aceptó involucrarse en la aventura de ayudarla, con ello cerraría también el postrero deseo de su paciente. Esta última puso en autos a su esposo, quien era ebanista y aceptó participar con agrado, aun sabiendo lo arriesgado del plan. 

Paola averiguó el destino del sofá y en compañía de la enfermera idearon cómo entrar y sacar el sofá conjuntamente con el esposo de Esther, el cual, gracias a sus años de experiencia en carpintería, sabía mucho de cerraduras.

Al otro día, esperaron cerca de la casa. Desde la camioneta Paola, Esther y su marido vigilaban la puerta de entrada, vieron a la dueña salir rumbo al gimnasio y entraron con cautela. Sacaron el sofá y se dirigieron a un apartamento alquilado por Paola muy cerca del lugar en donde todo estaba preparado. El ebanista sacó con sumo cuidado el reposabrazos hueco del lado derecho y extrajo de su interior el lienzo. Se lo dio a Paola, quien lo recibió con delicadeza, con cariño, como el más preciado de los objetos y lo acercó a su corazón. Luego, el esposo de Esther devolvió el reposabrazos a su estado natural utilizando pegamento instantáneo. Cargaron el mueble y fueron a devolverlo. Grande sería su sorpresa cuando aproximándose al apartamento escucharon ruido dentro de este, se asustaron y huyeron rápido hacia la camioneta dejando el mueble solitario en la mitad de la vereda».

«¿Sería así o no la historia?», se dijo a sí misma, Mónica, sonriendo.

Se apartó de la mesa donde estaba escribiendo. Fue a medir el reposabrazos. «Cincuenta y cinco centímetros. Sobrepasa en nueve el ancho de la pintura. ¡Cabía enrollada! ¡Buena, don Carlos!».

Caminó hacia el sofá y se sentó, miró el televisor apagado. Cada vez que Mónica se ponía a cavilar miraba fijo el receptor como tratando de hallar respuestas en la pantalla oscura. «Y… ¿por qué no habrán querido confiar en mí? Podían haberme pedido permiso para sacar el lienzo. Yo se lo hubiese dado», pensó. De inmediato, imaginó una respuesta a su pregunta: «Creo que no creían en nadie. La confianza estaba muy mellada. Eso debió haber sucedido. Bien, ahora me voy a dar un sosiego, luego lo termino, lo reviso y lo dejo descansar. Pasado mañana vuelvo a revisarlo y lo envío».

Dos meses después, Esther llamó a Paola por teléfono.

—¿Has leído el relato ganador del concurso «Simplemente letras»?

—No.

—Por favor, veámonos.

Se citaron en un Starbucks. Esther esperaba. Paola no tardó en llegar, estacionó el auto. Luego de los saludos, la enfermera le mostró el relato «Érase una vez un sofá». Paola comenzó a leer, su rostro se iba transformando, abrió los ojos cuán grandes pudo, luego sus labios se estiraron en una franca sonrisa para después sentir una leve calentura de la emoción que empezó a embargarla y exclamó:

—¡Oh! Pero si…

—¿Contaste a alguien acerca del sofá?

—No, en absoluto.

—Te parece conocida la historia.

—Por supuesto. ¡Es la historia de mi abuelo y de... nosotras! Pero ¿cómo?

—¿Sabes quién es la escritora?

—No. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—La dueña del sofá de tu abuelo: Mónica Santisteban.

—¡Mónica! ¿Sabrá la historia o se la habrá inventado?

—Yo creo que la intuyó.

—Algún día lo sabremos. Me dan ganas de conocerla y decirle que su escrito es la verdadera historia del sofá. Gracias, Esther.

—Seguimos en contacto. Adiós, Paola.

Mónica Santisteban, sentada en el sofá, miraba atenta el diploma que le habían otorgado por ser la ganadora del concurso. Sonrió a su vez y musitó:

«Me gustaría conocer la verdadera historia de este canapé». Fue a la cocina y trajo un café, acarició el mueble y dijo: «Gracias».

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