Margarita Moreno
Seis armellas clavadas en crucetas de madera
vinculan con finas cuerdas los brazos, piernas, torso y cabeza de agraciadas
marionetas que manipula el Monarca de Ciudad Eterna, “El Rey Titiritero” como
lo nombra la gente. Con pericia insuperable mueve a su antojo los muñecos que
ordena tallar para su escenario, “El
teatro del Pueblo” lo llama él.
En esta sublime tarea es asistido por Sam
ingenioso escritor-guionista y Libia diseñadora, talentosa y exquisitamente
bella. Juntos revisan y sugieren algunos cambios a las obras teatrales y aunque
el rey les escucha atento, siempre termina afinando él mismo sus historias y
algunas veces, minutos antes del estreno o función, se inspira y presenta la
obra sin ayuda alguna. En más de una ocasión ha improvisado sobre la marcha en
escena, resulta emocionante observarlo dar vida a sus marionetas y modular
tantas voces sin perder el ritmo y armonía del movimiento. Cuando esto sucede,
los espectadores aplauden sin descanso, lo ovacionan y alaban, entonces el rey
corresponde con largas carcajadas que contagian de alegría la noche.
Si el rey ríe, el pueblo debe reír ―piensa el
rey para sí.
Sus ayudantes trabajan arduamente, Sam proyecta
relatos interesantes, maravillosos, fantásticos como el amor que cala su
corazón por Libia, ella, diseña escenografías, decoraciones y vestuario para
presentar al rey. Llevan varios años en esta tarea y hasta ese momento él, aun
cuando aparenta disfrutar y emocionarse hasta las lágrimas o las carcajadas más
desternillantes, termina cambiando las historias sin motivo ni explicación y si
el guionista o la escenógrafa muestran el más leve disgusto o inconformidad, el
rey se pone de pie, levanta la real cabeza, arquea las cejas y cruzando los
brazos sobre el pecho pregunta con honda voz…
―¿Quién crea los títeres?, ¿quién concibe las
historias y representaciones?, ¿quién comparte con ustedes el crédito de las
obras?¿Quién donó el antiguo Salón de Columnas del palacio para construir
escenario, foro, proscenio, foso de la orquesta, bambalinas, parrilla para los
títeres, colocar telones de fondo y principal, candilejas, etcétera, etcétera?
y para concluir… ¿De quién es el teatro queridos súbditos?
Ellos moviendo la cabeza de un lado a otro
responden:
―Vuestro su majestad, todo
es vuestro.
―¡No! ¡Qué necedad! ¡Es del pueblo! De vosotros,
impugna el rey riendo socarronamente, le divierte poner en apuros a sus
vasallos, especialmente a Sam que le incita una envidia caústica al saberlo tan
cerca de Libia.
Transcurrió casi un año y el rey seguía ideando personajes,
encargando temas que se hilaron y deshilaron a su agrado.
―¡Hay que educar al pueblo!, animarlo,
entretenerlo sanamente, darle ejemplos de vida a seguir o a evitar, decreta el
monarca.
Una tarde al despertar de una larga siesta, el
rey se levantó más animado que de costumbre, en sueños se le ocurrió crear un
personaje diferente a algún otro de cualquier historia antes contada, en un
escenario fantástico, único, no deseaba que nadie más participara, quería todo el crédito del
protagonista principal, de historias, estrenos, aplausos, el éxito, la fama,
íntegramente suyos. Para ello ordenó a sus jardineros cortar las
mejores ramas de los árboles que rodeaban el palacio y traerlas ante él para
elegir entre ellas la mejor. La poda de los leños fue colocada sobre la mesa de
acuerdos, el rey en silencio los curioseó largamente, finalmente eligió uno de
ellos y se preparaba para ilustrar a sus ayudantes con los motivos de su
elección cuando Sam dice campechano.
―¡Magnífica elección majestad! Justo la madera
del cerezo es de las más maleables para esculpir, admite buen pulido y es
perfecta para realizar relieves.
―¿Estás insinuando que soy “el burro que tocó la
flauta”? ―preguntó bufando el rey al clavar su afilada navaja en la rama inerte
sobre la mesa.
―¡Dios me libre, mi señor! Nunca me atrevería a
pensarlo siquiera, su majestad es muy sabio, dijo abandonando el salón con la
mirada del rey apuñalando su espalda.
Durante días y noches enteras el soberano
esculpió su juguete, lo talló con esmero y fervor, gozaba lo que estaba
haciendo, poco a poco y sin darse cuenta calcó sus propios rasgos en el muñeco,
el óvalo de su rostro, la sonrisa enigmática, los pómulos abultados, amplia la frente, nariz recta y los mismos
ojos zarcos con el brillo ardiente que prende su deseo lascivo por Libia.
Cuando lo hubo terminado le pareció perfecto,
impecable, entonces decidió que sería el único gran actor, para él se
escribirían todas las historias, se harían escenografías, vestuarios,
artefactos de magia. Su nuevo títere encarnaría todo lo contado y por contar.
A partir de ese momento, verificó personalmente
los escenarios, vestuario, maquillaje, diálogos, agregando y quitando líneas
aquí y allá, la costurera elaboraba docenas de prendas y disfraces, la maquillista no paraba de acicalar rostros con polvos y carmín, mas nada lo dejaba satisfecho, aquello era una
locura, jamás había estado el rey tan entusiasmado, deprimido, eufórico, triste,
furioso y feliz casi al mismo tiempo.
Estos derroches de inspiración real, rindieron
sus frutos, hermosos relatos fantásticos, románticos, estremecedores,
crueles,muertes pavorosas, suertes irreconciliables, tramas intrincadas,
estrujantes sin la más mínima señal de piedad, esperanza o indulgencia. Sus
adjuntos murmuraban en secreta crítica, lo injusto que resultaba a veces servir
a este rey, que blandía la bandera del amor, justicia, bondad y en el fondo
encubría a un ser egoísta y cruel.
Luego de varios meses el rey eligió la noche de
San Juan Bautista para mostrar su incógnita marioneta. Para la presentación
designó el salón dorado, se encendieron los enormes candelabros de hierro y
cristal para iluminarlo con esplendor, los soberbios espejos empotrados en las
altas paredes multiplicaron sus fulgores, la belleza del lugar no tenía
paralelo. Una espléndida mesa de mármol verde vestía exquisita mantelería de
lino bordado con hilos dorados, en cada sitio pequeñas bases bruñidas portaban
laminillas de cristal con el nombre de cada comensal. Los centros de mesa
tejidos con exquisitas rosas color champagne casaban primorosamente con la
vajilla de textura esmerilada en la que se sirvió la cena más exquisita jamás
paladeada en el reino.
La última campanada de las ocho en el templete de
palacio recibió a los invitados, Libia asistió guapísima, su vestido color
esmeralda y las discretas gemas de sus zarcillos matizaban el verde de sus
ojos, las cintas doradas de sus sandalias perfilaban de garbo su andar y su ondulada cabellera de rojos matices
laureaba su aceitunada tez, a su lado, Sam usaba un atuendo gris oscuro de peto
blanquísimo en el que estallaba un blasón escarlata, su sobrio calzado, esa
noche, ejecutó acompasados bailes. Saludaron gentiles a todos los presentes
recorriendo con la mirada el salón; tantos años al servicio del monarca y nunca
habían pisado ese maravilloso lugar, se acercaron a la mesa y hallaron las
laminillas con sus nombres, ella y Sam cenarían a la izquierda del rey y a su
derecha, en la pequeña laminilla brillaba un nombre, “Polichinela”.
La cena fue un derroche de deleites, platones con
delicados canapés, sopas suculentas, asados aromáticos, enérgicos cortes de
carne, penachos de vegetales y legumbres, cestos de frutas, canastillas con
panecillos de manteca, levadura, centeno y flor de harina, vinos, zumos,
tisanas, café especiado, postres horneados, compotas, buñuelos y flanes. Una
comparsa de violines, mandolinas y piano deleitó a los invitados durante la
cena y más tarde colmó el salón de alegría con ritmos bailables.
Luego de aquella inolvidable fiesta en honor del
títere real, el monarca, Sam y Libia pasaban días y noches enteras escrutando y
eligiendo historias, vestuario, maquillaje, escenarios, música, todo lo
necesario para el lanzamiento del nuevo ídolo, qué dicho sea de paso, cada uno
sentía de su tenencia. El rey lo asistía como si fuera su primogénito, Sam lo
hacía actuar y hablar cual si fuera él mismo y Libia diseñaba tan pulcramente
su imagen y vestuario que parecía hacerlo para si misma.
Trabajaban diligentemente y sin descanso, mas no
era fácil que se pusieran de acuerdo, al soberano no le satisfacía ningún
relato o personaje creado por Sam y criticaba duramente los trajes y accesorios
confeccionados por Libia, quien dicho sea de paso, eludía su regia mirada. La
marioneta iba y venía, vestido tras vestido, imagen tras imagen, escena tras
escena, con puntos de vista totalmente opuestos.
Una madrugada las discusiones comenzaron a subir
de tono y talante, en segundos los tres antagonistas olvidando sus condiciones,
se gritaron exaltadamente al “tú por tú”; poco faltó para que Sam estampara su
puño en la quijada real, el oportuno chillido de Libia evitó tal temeridad. Un largo y espeso
silencio siguió a este penoso desatino. Fue entonces que el receloso rey confiscó
su adorada marioneta y se retiró a sus aposentos, no sin antes prohibir ser
importunado por persona alguna, principalmente por sus colaboradores.
Semanas más tarde, puertas y ventanas de la
habitación real se abren, el rey
luce sereno, imperturbable, Sam y Libia acuden a su llamado y lo saludan con
una reverencia, el soberano se eriza de rabia al verlos tomarse de la mano,
haciendo acopio de paciencia “sonríe” una mueca torcida y los invita a saludar
a su pueblo desde el balcón real, ―he tomado una decisión respecto a mi
marioneta, dice altivo mientras agita la mano en alto para el público
congregado bajo su mirador, luego para sorpresa de todos levanta en su diestra
al polémico muñeco, el pueblo lo ovaciona aplaudiendo emocionado, es la primera
vez que ven a la famosa marioneta de la que todo el mundo habla, sin pensarlo
un segundo el rey grita:
―¡Viva Polichinela!
―¡Viva! ―clama la multitud.
―¡Viva el pueblo!
―continúa el rey febrilmente resentido.
―¡Viva! ―estalla el vulgo.
El rey en un chalado aspaviento de petulancia y
encono arroja al aire a la fugaz estrella, los presentes asombrados lanzan un
grito estrepitoso que ahoga el berrido de Libia al derrumbarse. La figurilla se
eleva ligera estrenando cabriolas y piruetas, Sam encrespado por la soberbia
del rey huye a grandes zancadas sintiendo la furia calar sus entrañas. El rey,
mentecato y fantoche, apoyado en la
baranda se sacude plañidero, al ver cómo la chusma se precipita sobre su
estatuilla, cientos de manos codiciosas despedazan a "Polichinela",
ansían poseer un ápice del fetiche, del talismán, de la panacea para su
endémica miseria.
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