Paulina Pérez
Celeste
viviría dos vidas, una para los demás y una para ella, sin poses ni disfraces.
Celeste,
una joven muy hermosa, de cabellos lacios negros y abundantes, piel blanca,
alta y una figura casi perfecta, era hija de Cecilia quien la tuvo en los
tiempos que ser madre soltera era el peor de los pecados y por tanto muy bien
castigado. Apenas sintió a su pequeña entre sus brazos juró que su vida sería
muy diferente a la de ella. Trabajó y estudió sin descanso. Estaban solas y no
dejaría que su hija creciera en medio de privaciones. Cuidó cada detalle de su
formación y con solo tres años asistía a un colegio con un sistema educativo
estricto. Ni bien obtuvo su título de bachiller, fue admitida en la carrera de Relaciones
Internacionales en una universidad privada muy exigente con media beca por su
excelente récord estudiantil.
Como
Celeste se había pasado siempre estudiando, no tenía muchos amigos. Le hacía
falta relacionarse. Cecilia pensó que debía resolver esos pendientes y la
inscribió en una reconocida academia de modelaje, donde las señoritas de
sociedad concurrían para aprender a bailar, caminar, maquillarse y conocer las
reglas de etiqueta. Las dos quedaron contentas con el lugar. Era una casa
grande, adaptada para su uso actual, con un amplio jardín en la parte posterior
que se ofrecía para recepciones y al frente un cómodo parqueadero. En uno de
los salones se había construido una pasarela para las clases de modelaje. Y en
el otro se había colocado una pared de vidrio y madera para crear dos
ambientes. El decorado era moderno y sin excesos. Una pequeña cafetería y una
boutique que ofrecía productos cosméticos importados completaban todo la
estructura. Lola, la propietaria, les enseñó las instalaciones mientras
mencionaba los ilustres apellidos de las jovencitas a las que ayudó a brillar
en sociedad.
La
primera clase inició con una serie de ejercicios de calentamiento y respiración
y un anuncio. Lola había aceptado dar un curso intensivo a un grupo de nuevos
oficiales del ejército. Y les pidió a sus alumnas compartir con ellos las
clases de baile. Nadie se opuso. Ese día Celeste conoció a Göring.
Se
hicieron amigos y a veces compartían un café o él la acompañaba hasta que
pasaran por ella.
Las
dos horas en la academia sumadas a las clases y
las tareas universitarias la dejaban agotada pero Celeste era muy
responsable y asumía todo sin quejas.
Aunque a veces, sola en su habitación renegaba de vivir entre tantas reglas y
obligaciones.
Göring
era lo único que alteraba su rutina, era muy amable y le gustaba bailar con él.
Se cuidaba mucho que él lo notara. Su madre siempre le advertía:
—Una
mujer decente no se insinúa Celeste, no lo olvides. Es el hombre quien debe dar
el primer paso.
Habían pasado tres meses desde que inició la universidad
y su curso en la academia cuando Göring le preguntó si le gustaría acompañarlo
a una gala muy importante en la escuela de oficiales. Él le pediría permiso a
su madre, pues así se comporta un caballero.
Estaba
emocionadísima, sin demostrarlo claro, una mujer debía ser muy discreta en sus
emociones. Otro consejo materno.
A
su madre le agradó mucho que Göring pidiera permiso para salir con su hija y el
hecho de que era un oficial le gustaba más todavía.
El
día del baile llegó. Vestido largo, delicados accesorios que apenas y se
notaban, como recomendaba la etiqueta y cabello recogido en un moño del que
escapaban a propósito un par de mechones traviesos. A Göring le gustó Celeste
desde la primera vez que la vio, pero la disciplina militar le había enseñado a
ser muy cauteloso en cuanto a iniciar una relación. Un oficial tenía que
escoger una mujer que le ayudara a brillar. Celeste estaba deslumbrante y él no
pudo disimular su impresión.
La
escuela de oficiales tenía una capilla donde previo a la fiesta se ofreció una
misa. Luego pasaron a un gran salón de recepciones decorado hasta el exceso en
base a los colores dorado y rojo. Grandes floreros, cubiertos, platos y
cristales brillaban en tonalidades áureas, en tanto que en tapices, servilletas
y flores campeaba el grana. Como centro de mesa una vela que tenía la
forma de la gorra que complementa el uniforme de los oficiales. Lola se habría
infartado si hubiera visto esta decoración tan alejada de lo que ella llamaba
elegancia y distinción, pensaba Celeste.
Hubo entrega
de diplomas y reconocimientos, enseguida la cena y por último el baile.
Göring
y Celeste conversaron y bailaron toda la
noche. Él la presentó con todos sus amigos, se sentía muy orgulloso de su acompañante.
Callada, discreta, hermosa, dócil. Mientras bailaban una balada romántica la
besó, ella respondió tímidamente y con delicadeza se apartó, pero él insistió
logrando vencer sin esfuerzo aquella pequeña resistencia.
Regresó
a casa y no pudo aguantar la emoción contenida. Saltó sobre su madre para
contarle que desde esa noche era la novia del guapo oficial Göring Rodríguez.
Su madre todavía aturdida por el susto no alcanzaba a reaccionar ante el “¿qué
te parece?” insistente de Celeste. Ella también se acababa de enterar que el
corazón de su hija tenía dueño.
Los
días transcurrieron y una relación prometedora iba surgiendo. Ella perdidamente
enamorada de su caballero de uniforme. Si él no pasaba a recogerla o la
esperaba, volaba a su casa para esperar su llamada.
Una
noche Göring llegó de visita a casa de Celeste y las invitó a cenar fuera.
Quería poner fecha para la reunión en la que presentaría a Celeste a su familia
y la pediría en matrimonio.
Cecilia
estaba emocionada, si bien su hija era muy joven, su novio era un hombre con un
futuro asegurado y al casarse con él, ella también lo estaría. En dos semanas
su gema preciada, se comprometería con un apuesto oficial.
Celeste
estaba muy nerviosa. Era consciente del
gran paso que iba a dar. Y fue en casa de sus futuros suegros donde sufrió la
primera decepción, bien disimulada, desde luego. En el recibidor había una foto
familiar junto a un retrato de Hitler delante de la bandera nazi y su
espeluznante esvástica. La decoración de la sala se parecía a la del salón de
la escuela de oficiales, el rojo y el dorado predominaban, así como los adornos
en exceso.
Permaneció
más callada que de costumbre. La sonrisa siempre en su rostro. Mientras buscaba
minimizar aquel retrato en la casa de su amado, la voz del padre de Göring
pronunciando su nombre la trajo de regreso a la sala en la que en aquel momento
pedían su mano en matrimonio.
Brindaron
por los novios y luego degustaron una deliciosa cena preparada por la madre de Göring
en un comedor adornado al igual que la sala. Será que en la escuela de
oficiales les obligan a olvidar el resto de colores, se preguntaba. La mesa estaba
cubierta con un mantel blanco nacarado y una enorme lámpara de lágrimas de
cristal iluminaba la habitación. Grandes aparadores a ambos lados de la mesa,
contenían unas hermosas vajillas en miniatura. Nuevamente en una de las paredes
un retrato del dictador alemán. Celeste empezó a sentirse incómoda y hacía un
gran esfuerzo por disimularlo.
Regresaron
a casa y antes de bajar del auto, Göring le preguntó:
—¿Te
sientes bien?
—Si
amor, solo algo cansada. Fueron muchas emociones por hoy —contestó.
La
madre de Celeste estaba tan emocionada que ni siquiera notó el malestar de su
hija.
Al
día siguiente Celeste fue a clases de educación física como cada sábado y por
primera vez desde que inicio la universidad, decidió quedarse un rato con sus
compañeros de aula. Empezaba a necesitar aire.
Pablo,
era la pareja de proyectos de Celeste en la facultad. Un muchacho muy alegre,
se destacaba mucho en los frecuentes debates que se proponían en clases sobre
algún tema socio político. Le gustaba mucho reunir a los amigos en su
departamento, hacer comidas, jugar naipes, tardes de cine que siempre acababan
en cantatas. Vivía solo porque era la única manera de estudiar, según decía.
Tenía siete hermanos menores y la casa de la familia era como una guardería.
Sus padres habían accedido a financiarle a más de los estudios, un pequeño
departamento cerca a la universidad con la condición de mantener excelentes
calificaciones. Tres veces por semana daba clases de historia y geografía en un
colegio católico para pagar los gastos que la paternal mesada no cubría. Pablo
estaba loco por Celeste, pero siempre le pareció fuera de su alcance. Conversaban
muy poco y generalmente sobre temas académicos.
Celeste
se sentía cada vez más cómoda con sus compañeros, algunos días llegaba a casa
solo hasta la noche, faltaba con frecuencia a la academia y dejó de importarle
estar a tiempo para esperar la llamada del novio.
La
primera en reaccionar fue su madre. La reprendió por olvidar sus prioridades y el que ahora era una mujer comprometida.
Luego fue Göring, no estaba de acuerdo que pasara más tiempo del necesario en
la universidad. Celeste lo seguía amando, pero algo que no lograba definir
había cambiado en ella. Llegaron las vacaciones de semestre y su madre se
encargó de mantenerla llena de actividades para que no perdiera de vista lo importante,
según ella, claro.
Un
sábado Göring pidió permiso para llevarle de paseo como premio por haber
terminado su primer semestre con excelentes calificaciones. Irían a comer en un
pueblo donde todos los sábados había una
feria de artesanías y regresarían en la noche. Era época de lluvia y frío.
Salieron muy temprano, desayunaron en la carretera en una cafetería que
ostentaba una preciosa vista de montañas nevadas, siempre y cuando estuviera
despejado. Se quedaron en el lugar hasta media mañana y luego continuaron viaje
hasta la feria artesanal.
Las
horas fueron pasando entre ponchos, joyas de plata, gorros, sombreros,
bufandas, pañoletas. Hasta que el hambre pudo más y decidieron ir a comer. Llegaron
a una hostería que Göring conocía y ni bien entraron cayó un torrencial
aguacero, no había manera de salir, así que pasaron la tarde ahí. En vista de
que la lluvia no daba tregua, los dueños del lugar improvisaron un pequeño
grupo musical con ayuda de algunos comensales y la tarde se volvió amena, entre
canciones y una que otra copa de vino hervido al calor de una gran chimenea. El
sitio era muy acogedor. Grandes y mullidos sillones alrededor del fuego y las
paredes llenas de antigüedades que en otros tiempos fueron muy útiles en la
elaboración de todo tipo de artesanías. Planchas de carbón, viejos telares
transformados en lámparas, máquinas de coser, pailas de bronce invitaban a
imaginar la historia de otros tiempos.
Enfrió
tanto que Göring salió a buscar los abrigos. La lluvia no cesaba y viajar en
esas condiciones era muy peligroso, así que llamó a la madre de Celeste para
que apoyara su decisión de pasar la noche allí. A Cecilia le pareció acertado
esperar a la mañana para regresar a casa. Confiaba ciegamente en él. Su hija no
podía estar en mejores manos.
Después
de cenar se quedaron un rato más acompañando a los cantantes. Nadie cometió la
locura de salir con semejante temporal. Cerca de la media noche Göring decidió
que era hora de ir a dormir y de camino a la habitación trató de convencerla de
pasar la noche juntos. Al final estaban comprometidos, pronto iban a casarse.
Pero Celeste no cedía, la voz de su madre resonaba en su cabeza. Él le estaba
pidiendo algo que una mujer decente no debía hacer jamás. Por otro lado su
madre había aceptado que se quedara sola con él toda una noche, ¿dónde quedaba
el discurso de evitar las tentaciones que surgen al estar a solas con un
hombre? Como si él adivinara sus pensamientos, le juró que desde el día en que
se comprometieron, para él ya estaban casados, nada iba a cambiar, ella era la
mujer que había elegido como esposa y Celeste acabó cediendo. Había pensado que
su primera vez sería muy especial, pero no lo fue. No logró liberarse de la
sensación que sentía al recordar las palabras de su progenitora sobre el pecado
de entregarse a un hombre antes del matrimonio y el presentimiento de que su
madre estuvo de acuerdo en que Göring la metiera en su cama de una buena vez
para comprometerla aún más.
Celeste
se levantó muy temprano, una vez lista se sentó en un sofá parte del mobiliario
de la habitación y esperó en silencio hasta que él despertara. Göring se
levantó le mandó un beso volado y fue directo a la ducha. Notó a Celeste
incómoda pero prefirió no preguntar. Inmediatamente luego del desayuno
iniciaron el regreso a casa sin decirse nada durante todo el trayecto.
Antes
de entrar a casa de Celeste, Göring no soportó más el silencio de ella y le
preguntó:
—¿Estás
molesta, te ofendí?
—No
—dijo Celeste.
—No
has dicho nada, —reclamó Göring.
—No
me siento muy bien —dijo Celeste—. Creo que no debimos hacerlo. Tengo miedo.
Göring
la abrazó y le repitió que para él, ella ya era su esposa. Y que lo que había
pasado era esperado en dos personas que se amaban tanto como ellos. Para ella
no había sido nada normal lo sucedido, él había disfrutado de algo en que ella
no había participado y ni siquiera lo notó.
Se
acercaban las matrículas para el nuevo
período lectivo en la universidad y Celeste sufrió una nueva decepción. Göring
le insinuó que ya no era necesario que continuara sus estudios. Pronto se
casarían y ella debía dedicarse a los preparativos de la fiesta. Una vez casados,
él trabajaría por los dos y ella en muy poco tiempo estaría cuidando a los
hijos. Para Celeste fue la gota que derramó el vaso. La niña callada, obediente,
discreta se transformó en una fiera. Amenazó a la madre y al novio con
suspender la boda si se les ocurría insinuar nuevamente que debía dejar la
universidad y sin más salió.
Göring
y Cecilia demoraron en reaccionar ante semejante reacción.
Celeste
llegó a la facultad, se encontró con algunos de sus compañeros, entre ellos Pablo,
pagaron la matrícula y fueron a un bar de universitarios a tomar cerveza y
bailar. Celeste se sentía liberada, era la primera vez que enfrentaba a su
madre. No había nadie que le recordara las reglas ni los modales. Bailó, bebió
y besó a Pablo como si de una travesura se tratara.
Cuando
llegó a casa su madre la esperaba, no podía creer que su hija tan bien educada
llegara a casa oliendo a cerveza y a tabaco. La cacheteó y la metió a la ducha
con todo y ropa, mientras le gritaba que agradeciera que Göring no estuviera
ahí para ver semejante espectáculo.
Celeste
dejó de oír a su madre. Mientras ella la secaba con la toalla como queriendo
arrancarle la piel ella pensaba en Pablo, en el beso que le robó. En como con
ellos, era otra, una mujer sin temores. Podía decir en voz alta lo que pensaba
y sentía.
Cuando
despertó su madre estaba sentada frente a ella con los ojos rojos e inflamados.
Había llorado mucho.
—Estaba
esperando que despertaras, tenemos que hablar muy seriamente tú y yo —acotó.
—¿Qué
quieres mamá?, ¿acaso no fue suficiente ya?
—¿Quieres
arruinar tu felicidad, tu futuro? ¿Por qué?
—No
es mi felicidad mamá… es la tuya. Estoy cansada de actuar, de tanta hipocresía.
Me voy a casar, sí, pero no por eso voy a renunciar a tener una carrera, una
vida. ¡No lo voy a hacer!
Cecilia
salió de la habitación y llamó a Göring. Había que adelantar la boda.
Sin
la participación de Celeste decidieron celebrar las nupcias en un mes. Y
mientras ella estaba en la facultad, su madre preparaba todo con ayuda de su
futura consuegra.
Buscaba
miles de pretextos para quedarse lo más posible en la universidad. Y cada vez se sentía más cercana a Pablo. Él
era un chico muy sencillo, educado, apasionado por la historia. Le gustaba
estar cerca de él, ir a su departamento, tan distinto de su casa o de la de su
novio. Pabló había decorado su
apartamento con muebles que él mismo había diseñado. Hacía el dibujo y en un
mercado de muebles en el centro de la ciudad buscaba quien se los confeccione.
Todo estaba casi al ras del piso, su argumento era que le gustaba estar cerca
de la tierra. En las paredes colgaban acuarelas en marcos de madera natural, la
misma de sus muebles. Y en una pared, una especie de collage de diversos afiches
sobre temáticas sociales que le gustaba coleccionar, lo llamaba el muro de la
memoria. Cocinaban juntos y luego ella pedía que le leyera, se acurrucaba a su
lado hasta quedarse dormida. Se sentía cansada. En su casa, su madre solo
hablaba de la boda que cada día estaba más cerca.
Una
tarde mientras ella dormía sobre su pecho, Pablo no resistió más y empezó a
besarla. Ella le correspondió y se dejó llevar por las caricias, el calor de
los besos y la ternura con la que él la iba desvistiendo. Se entregaron
mutuamente con la inocencia y los temores propios de la primera vez en que dos
cuerpos se encuentran y dos almas se reconocen. Celeste partió sin despertar al
Pablo.
De
camino a casa pensaba en su madre, la obligaría a cumplir su compromiso como
fuera y en el remoto caso que no lo lograra se encargaría de que no viera a
Pablo nunca. Jamás permitiría que ella uniera su vida a la de un muchacho sin
un futuro claro.
Celeste
regresó a casa muy confundida. Las advertencias de su madre estallaban en su cabeza.
Estaba a quince días de casarse con un hombre que ya no amaba. No sabía si
debía romper el compromiso o seguir adelante.
Una
vez más sus temores y su madre le ganaron la partida. Asumió el matrimonio, la
luna de miel como algo inevitable. Una conveniente amnesia volvió borrosos, casi inexistentes los recuerdos de
aquellos eventos donde estuvo sin estar.
Su
nueva casa, era igual a la de su madre, paredes blancas, cuadros de colores
delicados, al igual que los muebles. Por suerte la familia política no había
influido para nada. Pero ella tampoco. Esa casa era de cualquiera menos de
ella.
Mientras
seguía ordenando y buscando lugar para cada uno de los regalos de boda,
encontró un obsequio que permanecía cerrado. Era una caja de madera con los
colores de la bandera nazi y en su interior un folleto sobre la vida de Göring,
uno de los hombres de confianza de Adolfo Hitler. En la dedicatoria decía: «Para
mi nueva hija, siéntete orgullosa de ser parte de nosotros. La familia, la
tradición y el nombre tienen una historia a ser preservada. El nombre de tu
esposo fue escogido como homenaje a un gran hombre, mano derecha de quien debió
gobernar el mundo para el bien de la raza humana».
Celeste
lo entendió todo: Göring la había elegido, nada había sido casualidad y su
madre, sin saberlo, ayudó para que aquel meticuloso plan no fallara. Recordó a
su suegra, una mujer guapa a pesar de los años, callada, dócil y abnegada ama
de casa. La esposa ideal para un oficial.
La
sangre le hervía de indignación, se sentía engañada, utilizada y traicionada.
Era tal su enojo que no lograba articular una idea.
Hizo
los ejercicios de respiración que Lola le había enseñado para controlar las emociones,
al parecer había llegado el momento de usar todo lo aprendido a su favor.
Terminó
de arreglar su departamento hasta dejarlo como si fuera a ser fotografiado para
una revista de casa y muebles y llamó a Pablo. Todos habían sido complacidos.
Ahora le tocaba a ella.
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