jueves, 10 de diciembre de 2015

Solo una oportunidad

Rocío Ávila


Nunca el suicidio fue tan tentador. Morir cuando más consciente está de lo que ha hecho. Flaco, con una tez amarillenta que delata sus pocas horas de sueño y un cabello inusualmente despeinado, Antonio camina por la calle. En la primera mañana dominical de octubre, con el viento fresco y los rayos del sol tocándole el rostro se dedica a andar sin rumbo. Cerca de donde vive se encuentran las vías del tren y de forma automática se dirige hacia ellas. Si tuviera el valor esperaría, entre los rieles, para dejar el sufrimiento bajo las ruedas del ferrocarril. Es inútil, el servicio  ha sido suspendido en esa parte de la ciudad desde hace dos lustros. Junto a los durmientes sobre los que avanza, a lo largo de un no corto tramo, se acomodan vendedores ambulantes que ofrecen mercancía usada. Los carriles se han convertido en la columna vertebral de un sinfín de telas coloridas que hacen las veces de escaparates, ahí sobre el suelo.

Va pisando los maderos con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. No se percata del olor a cigarro mezclado con la fragancia de perfumes baratos que alguien ofrece por ahí, ni de los gritos de los comerciantes atrayendo a posibles compradores o los ladridos de algún perro callejero y el llanto de un bebé. Avanza sin que nada llame en especial su atención hasta que de pronto algo resalta a la vista. A su derecha, una especie de mantel perfectamente lavado y planchado, un blanco inmaculado, se presta para lucir ciertos objetos: portarretratos, candeleros, algunas cucharas de plata sucia, un reloj de bolsillo, juegos de té incompletos, cajitas de música, espejos de mano, todos ellos antiguos y maltratados. A simple vista es un puesto como cualquiera, así que decide proseguir su camino.

—Joven, revise usted bien. Seguro hay algo de su interés —dice un señor anciano.

—Gracias, solo estaba...

Antonio no alcanzó a completar la frase porque de pronto el reloj de bolsillo se volvió un objeto interesante.

Sin decir nada, el muchacho se puso en cuclillas frente al puesto para tomar el objeto de su atracción. Lo gira entre sus dedos como si hubiera jugado con él toda la vida. Lo siente ligeramente rugoso por unos sutiles labrados en ambas caras del cronógrafo por lo que agacha la cabeza para observarlos con detenimiento. Halla algo que lo hace parpadear rápidamente, parte de los grabados son unas iniciales: “A. B. C. D.”. Antonio Benjamín Castillo Dávila se siente asombrado ante la coincidencia de esas letras con las suyas. Se incorpora rápidamente y voltea a ver, por primera vez con calma, al anciano que ofrece la mercancía. El señor tiene la vista fija en otro punto que no es él, en tanto le extiende una bolsa negra de plástico.

—Tenga, llévese el reloj —dice el hombre con voz amable y un tono de comprensión que hace sentir incómodo a Antonio.

—Dígame cuánto es —dice el joven al tiempo que toma la bolsa y observa sorprendido al invidente anciano— pero también quiero saber, ¿cómo supo que tomé el reloj?

—Eso no importa. El reloj es tuyo, no se diga más.

Sin saber por qué Antonio decide no discutir.

—Gracias, de nuevo. Que Dios lo ayude.

—No, hijo, no. Dios te ayude a ti, tú lo necesitas más.

Ante estas palabras el muchacho siente ganas de salir corriendo pero se controla, guarda el reloj en la bolsa de su pantalón para andar, entre discrepantes murmullos, olores indefinibles y ligeros empujones de personas distraídas al caminar, de regreso a su morada.

Desde lejos puede ver al contador Fausto Rivera. Se nota que no pertenece al barrio. Sus movimientos elegantes contrastan con las viviendas modestas, las calles apenas arboladas y el mundanal ruido de costumbre. Invariablemente de traje, aun en los días de descanso, se ve bastante contrariado. Conforme se acerca a su domicilio, Antonio puede observarlo caminando de un lado a otro con movimientos nerviosos.

—Contador Rivera —lo saluda con un tono tembloroso de voz que el visitante no alcanza a distinguir.

—¡Toño!¡Toñito!¡Qué bueno que te encuentro! Eres el único que puede ayudarme.

Antonio respira profundamente intentando no gritar. Su jefe lo trató con afecto, desde el día que lo conoció. Apenas logra decir algunas palabras antes de que Fausto retome el monólogo. Alguien ha robado la chequera del despacho donde trabajan. El dueño del negocio lo ha descubierto por accidente y ha enfurecido tanto que amenazó a Rivera con meterlo a la cárcel si no le entrega el talonario completo antes de que abran los bancos al día siguiente.

—Solo yo tengo la clave de la caja fuerte, todos lo saben —le grita a Toño en la cara mientras se lleva ambas manos a la cabeza en un gesto angustioso.

Tras esta triste declaración los dos hombres se quedan mirando el piso con los hombros caídos y una clara expresión de derrota.

—Tú eres mi hombre de confianza, mi mano derecha. Por favor, piensa. ¿Qué pudo suceder? ¿Quién me haría algo así?

El chico apenas logra tranquilizarlo. Le promete buscar una solución y comunicarse con él apenas se le ocurra algo. Lo convence de volver a su casa para que pueda concentrarse mejor y él pueda hacer lo mismo.

En un edificio de cuatro niveles, habita el departamento más barato. Un espacio mínimo para una mesa redonda, cuatro sillas, un pequeño mueble y el paso a tres puertas. La diminuta cocina, el incómodo baño con una ventilación mínima y la recámara en la que apenas caben su cama, un pequeño ropero y un esquinero. Uno de los muros monocromáticos lo ocupa, en parte una ventana y en otra un espejo de cuerpo entero. Tirado sobre su cama, boca abajo no puede creer lo que ha hecho. Fausto Rivera lo contrató cuando nadie creía en él. Hace cinco años, sin padres que lo apoyaran, sin dinero, sin recomendaciones, con un título recién obtenido, el contador fue el único que tuvo esperanzas en él. Apenas charlaron cinco minutos durante la entrevista laboral cuando su único jefe se levantó sorpresivamente de la silla y con los brazos abiertos se dirigió hasta donde estaba él para dejar caer sus manos sobre sus hombros.

—¡Muchacho! No se diga más. Estás contratado. —Le decía estrepitosamente mientras lo sacudía un poco— Hasta aquí puedo oler que eres una persona decente. Todo es cosa de que te pongas a trabajar y verás el gran futuro que espera por ti.

Antonio no sabe qué hacer. Quisiera morirse, no saber nada ni enterarse del fatal desenlace que parece correr en dirección a su tutor. Con movimientos inquietos busca acomodo en la cama hasta que algo le lastima una pierna. En un movimiento indiferente mete la mano a su bolsillo para encontrar el reloj olvidado. Lo cubre con su mano y no hace por sacarlo de ahí. En esa incómoda posición se queda pensando en el detalle de las letras. Por un momento desea con todas sus fuerzas dar marcha atrás en el tiempo pero lo único que logra es quedarse profundamente dormido.

Cuando consiguió el puesto de auxiliar de contabilidad empezó a decorar su vivienda poco a poco. Para ello visitaba, invariablemente, una gran mueblería de venta en abonos donde lo atiende la misma chica. Una rubia sonriente, bajita pero con buena figura que lo dejaba mudo nada más verla y respondía al nombre de Margarita. Cuando ya no pudo comprar más visitaba la tienda únicamente para verla. Al principio intercambiaban saludos. Poco a poco fueron conversando hasta que se hicieron amigos. A petición de Antonio comenzaron a salir juntos en pequeñas citas. Las meriendas se volvieron cenas, el cine, teatro y entre salida y salida el amor se fue haciendo presente. Tres meses antes se había atrevido a declararle su amor aunque había un detalle que incomodaba a Antonio. Siempre que él quería acompañar a su enamorada hasta su casa ella ponía un pretexto y acababa dejándolo parado, solo, a media calle sin que viera la dirección que llevaba el camión en el que ella se subía tras una rápida despedida.

Cuando Antonio cumplió tres años en la empresa, Fausto le llevó un regalo. Se sintió feliz, como en mucho tiempo no se había sentido. Al salir del trabajo llegó corriendo a ver a Margarita, quería mostrarle las mancuernillas que su benefactor le había regalado. La encontró llorando en la esquina de la calle donde se encontraba la tienda. Apenas la vio no hizo más que abrazarla. No le importó que las mujeres que pasaban lo vieran con desdén al creer que él era el motivo del llanto de la guapa joven o que los empleados de otros comercios los distinguieran entre los transeúntes. Entre sollozos le contó que su única hermana estaba internada en un hospital y que estando gravemente enferma los doctores se negaban a operarla mientras no se contara con un depósito en la caja del nosocomio. La cifra mencionada por su novia alarmó a Antonio.

—Anda, mi amor, pídele dinero a ese jefe tuyo que te quiere tanto —sugirió ella entre sollozos cuando Antonio se ofreció a darle sus pocos ahorros.

—No. Eso no. Él me ha ayudado bastante. Tiene suficientes gastos con sus hijos y su esposa —dice separándose un poco del cuerpo de la muchacha.— Además, ¿cuándo vamos a pagarle? Lo que tú me pides es mucho dinero y yo no puedo hacerlo.

La chica no cesó de llorar esa tarde. Antonio la llevó a un café discreto donde la luz era tan mala que nadie distinguiría que eran ellos. Sentados en incómodas sillas de madera, una y otra vez, Margarita le repetía que él era su única salvación. A la hora de irse Antonio insistió, como usualmente lo hacía, en acompañarla a su casa pero la chica al ver al novio distraído, detuvo un taxi, rápidamente abrió la puerta y con medio cuerpo adentro se volvió para decirle a Antonio:

—Si no me das el dinero, es que no me quieres. No te veré más pero te doy una última oportunidad. Consíguelo para el viernes en la tarde. Nos vemos a las seis en la esquina de la calle donde está tu oficina.

Antonio se quedó pasmado. Podía reconocer que la situación había tomado un giro inesperado pero se sentía tan mal que tuvo que contener el llanto hasta llegar a su habitación. Amaba a Margarita como a nadie. Ella y Fausto eran su familia y ahora todo se estaba derrumbando. Tenía dos días para que se le ocurriera algo, tenía que pensarlo bien.

La ausencia de su amada lo torturaba, lo envolvía una mezcla de angustia y abandono tremenda. Definitivamente tenía que recuperarla. Sentía que la idea sembrada por Ruth, en  sus pensamientos, empezaba a germinar. Él sabía la combinación de la caja fuerte y dónde estaba la chequera del despacho para el que trabajaba. Nadie se la había enseñado pero tras años de trabajo y amistad, Rivera ya no se cuidaba de él. Quizá podría sacar un par de cheques y firmarlos él mismo. Estaba seguro de poder falsificar la rúbrica. Después vería como reponer el dinero sin que nadie lo notara.

El primer viernes de octubre, poco antes de salir de sus ocupaciones hizo lo planeado. Estaba nerviosísimo pero el contador se iría temprano a su casa, el dueño de la empresa saldría de viaje y los demás empleados no verían extraño que él entrara y saliera de la oficina patronal como si nada. Se sentía muy mal de estar rompiendo la confianza de gente de bien pero no veía otra salida. Entró a la pulcra oficina donde todavía se percibía el olor a colonia que usaba el contador. Podía observar sus diplomas colgados y un montón de fotografías familiares adornando algunos estantes del librero. Cuando sacó la chequera intentó separar un par de talones pero le temblaba tanto la mano que no podía separar los papeles. En un arranque de nervios se echó la chequera completa a la bolsa del traje y salió rápidamente de la oficina.

A la hora de salida fue el primero en irse. Estuvo en la esquina antes que ella. Cuando Margarita llegó lo primero que le preguntó fue si traía el dinero. Con voz temblorosa y en un intento inútil de abrazarla, sin pensarlo, le entregó la chequera con los dos cheques firmados. Ella sonrió feliz y tras echar los documentos a su bolsa se separó de Antonio bruscamente.

—¿Sabes Antonio? Eres un buen hombre pero eres un tonto. Un ingenuo al que no soporto —le dijo con una mirada de desdén que dejó a Antonio con la boca abierta.

Antes de que pudiera reaccionar, la muchacha desapareció según su costumbre y ante la impactada mirada del muchacho. En ese momento se dio cuenta de la magnitud de sus acciones. Con el abandono llegó la trascendencia real de sus problemas.

Los primeros rayos de luz entran por la ventana de su recámara. Su muñeca, engarrotada por haber estado apretando fuertemente el reloj toda la noche, comenzó a dolerle. El cuerpo torcido por la mala postura lo obliga a incorporarse. Todavía sentado en el borde de la cama abre la mano y observa el reloj. No había reconocido lo bonito que era. En una actitud de derrota aprieta el botón que abre el reloj para ver la hora. Marca las seis mientras el segundero camina haciendo un ruido suave y agradable.

—Será mejor que me apure —dice en voz alta.

Esperaba llegar al bufete antes que el contador Rivera para poder explicarle que él era el culpable de todo. Tendría que responsabilizarse de lo que había pasado. Se baña y arregla lo más pronto posible. No desayuna, no tiene ánimo para eso. Solo piensa en llegar a la oficina antes de los demás.

En el autobús, camino a su destino se dedica a observar el entorno. ¿Dónde está la señora que vende dulces afuera de la escuela? Ella imperecederamente está ahí los lunes, miércoles y viernes. Los escolapios visten sus uniformes deportivos propios de los martes, tradicionalmente día de gimnasia. Sacude la cabeza, probablemente habrá un evento especial o quizá todo sea producto de sus nervios.

Cuando baja en la esquina habitual siente que el corazón le va a estallar. Toma aire y camina con paso firme rumbo al inmueble donde labora. Hace una temperatura agradable, el cielo está despejado y puede oler el perfume de las flores de la jardinera en la construcción vecina.

—¡Eh, muchacho! Espérame, ¿qué prisa tienes? —dice el contador que va caminando detrás de él.

—Don Fausto, tengo que hablar con usted —dice Antonio con la voz quebrada.

—Vamos, chico. No tenemos tiempo de charlar. Es el último martes de septiembre y me quiero tomar la tarde del viernes. Tenemos que dejar todo listo para que yo me pueda marchar sin preocupaciones.

Antonio inseguro echa a correr hasta su escritorio para revisar el calendario. ¡Martes! Es martes. El día en que encontró llorando a Margarita. Tiene que cerciorarse. Rápidamente entra a la oficina del contador para avisarle que va a salir. Es una emergencia pero promete no tardar. Está tan asustado que no puede esperar el autobús. Corre sin parar hasta el trabajo de la novia. Tiene que pararse a tomar aire más de una vez porque no está acostumbrado a correr así. Sigue hasta que por fin llega a su destino. Se detiene en la puerta a recuperarse un poco. Se recarga en la pared al tiempo que dobla las rodillas e inclina el cuerpo descansando los brazos sobre sus muslos. Inhala y exhala, intenta tranquilizarse. Va a dar un paso cuando un hombre transita delante de él y entra a la tienda. Antonio espera un momento más e ingresa con andar lento. Alcanza a ver a la persona que caminó frente a él, lo escucha llamar a Margarita por su nombre y mira como ella corre hacia él para besarlo en los labios. Antonio no puede creer lo que esta viendo así que prefiere esconderse tras una columna y espiar un poco.

—Mi vida, ya todo está listo —alcanza a escuchar que dice la voz de Margarita. Hoy echaré a andar el plan. Te aseguro que para el viernes tendremos el dinero que quieres.

Antonio no cabe en sí de asombro. Todo este tiempo ha sido engañado por la mujer para robarle. Debe salir de ahí inmediatamente. Es una tienda grande así que puede hacerlo sin ser descubierto. Se mueve lo más velozmente posible procurando no llamar la atención. Cuando llega a la puerta está listo para salir huyendo sin percatarse del anciano invidente que va pasando frente a la puerta del almacén.

—Disculpe, señor. No era mi intención —le dice al señor mayor.

El hombre contra el que ha chocado es el anciano que le regaló el reloj. ¡Seguro esto debe ser un sueño!

—No te preocupes muchacho. Por tu voz entiendo que estás en problemas. Lo bueno es que el reloj te dará la oportunidad de corregir lo malo. Es una sola oportunidad. No la desperdicies —dicho eso el anciano sigue adelante como si nunca se hubieran encontrado.

Antonio regresa a la agencia más confundido que nunca. Su escritorio está lleno de papeles y recibos pero no puede concentrarse así que decide confesarse con la víctima de sus errores. Entra en la oficina abruptamente y empieza a hablar sin dar tiempo a Fausto de decir nada. El contador lo escucha con escepticismo y cuando nota que Antonio ha llegado al final del relato se dirige a él con un tono de voz tan duro como nunca había empleado.

—Mira, Toño. No sé si lo que me compartes es verdad o solo me quieres tomar el pelo. Si es lo primero tengo que decirte que si eso llega a pasar no dudaré en hacerte responsable de tus actos. Quizá se me rompa el corazón porque te quiero como a un hijo, pero haré lo que tenga que hacer. Si es una broma solo puedo decirte que es de muy mal gusto. Sal de aquí y ponte a trabajar.

Antonio suspira aliviado. Quizá su jefe piense que está loco pero él se ha quitado un peso de encima. De pronto recuerda que al salir de casa en la mañana guardó el reloj en la bolsa de su saco. Lo observa por un momento, toma conciencia que falta poco para el encuentro que cambió su vida con Margarita. Decide ir y darle una última oportunidad.

A las siete, puntualmente, observa a Margarita parada en la esquina de la calle donde está la tienda. Ahora que la ve a distancia distingue lo buena actriz que es. La observa extraer de su bolsa un frasco, sacar con sus dedos algo de ahí y untárselo en los párpados inferiores. Recuerda el olor a mentol que notó cuando la abrazó para consolarla por la hermana enferma. Un buen truco para irritar los ojos y que salgan lágrimas de ellos. Todo se veía claro al fin.

—Hola, Margarita —le dice a la llorosa mujer pero sin acercarse.

—Amor, ¡qué bueno que llegas! —dice al tiempo que intenta abrazarse a él.

Antonio mantiene la distancia y cruza los brazos a la altura del pecho.

—Margarita vengo a decirte que lo sé todo, lo de las mentiras y tu idea de estafarme. Te has burlado de mí, me has llevado hasta a desear la muerte; no vales la pena y no quiero tenerte cerca nunca más. ¿Me has escuchado? —inició hablando con calma y terminó casi gritando.

—Pero, Toño, escúchame —le dice en un inútil intento de convencerlo.

Antonio da un paso atrás y tras mirarla con desprecio empieza a andar rumbo a su departamento con paso firme.

Camina un par de calles donde el semáforo detiene su paso. Aprovecha el momento para volver a ver el reloj, de pronto no puede dejar de hacerlo. Sonríe para sí mismo mientras piensa en lo inusual que ha sido todo.

—¡Qué bonito reloj! Mi hermano ama los relojes antiguos. Disculpe la intromisión, ¿me podría decir dónde lo compró? —le pregunta una chica joven, parada junto a él, esperando atravesar la calle.

—No hace falta —le dice Antonio— si te gusta para tu pariente, te lo regalo. Es tuyo.

Le extiende el brazo con la palma de la mano hacia arriba y sobre ella el reloj. Listo para que la chica lo tome.

—¡Muchas gracias! Qué generoso de su parte.

Tras observar un poco el reloj, la chica suelta una franca risa al tiempo que mira a Antonio.

—¡Qué casualidad! Usted tiene las mismas iniciales que mi hermano: E. G. M. ¡Qué buena suerte!

Antonio observa a la chica antes de percatarse que otra vez han perdido el momento de cruzar la calle y tendrán que volver a esperar. Cuando el semáforo da el paso nuevamente a los peatones Antonio retoma el camino pero antes aconseja a la chica.


—Dile a tu hermano que es una oportunidad única. Que la aproveche bien.

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