Rocío Ávila
Nunca el
suicidio fue tan tentador. Morir cuando más consciente está de lo que ha hecho.
Flaco, con una tez amarillenta que delata sus pocas horas de sueño y un cabello
inusualmente despeinado, Antonio camina por la calle. En la primera mañana
dominical de octubre, con el viento fresco y los rayos del sol tocándole el
rostro se dedica a andar sin rumbo. Cerca de donde vive se encuentran las vías
del tren y de forma automática se dirige hacia ellas. Si tuviera el valor
esperaría, entre los rieles, para dejar el sufrimiento bajo las ruedas del
ferrocarril. Es inútil, el servicio ha sido
suspendido en esa parte de la ciudad desde hace dos lustros. Junto a los
durmientes sobre los que avanza, a lo largo de un no corto tramo, se acomodan
vendedores ambulantes que ofrecen mercancía usada. Los carriles se han
convertido en la columna vertebral de un sinfín de telas coloridas que hacen
las veces de escaparates, ahí sobre el suelo.
Va pisando los maderos
con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. No se
percata del olor a cigarro mezclado con la fragancia de perfumes baratos que
alguien ofrece por ahí, ni de los gritos de los comerciantes atrayendo a
posibles compradores o los ladridos de algún perro callejero y el llanto de un
bebé. Avanza sin que nada llame en especial su atención hasta que de pronto
algo resalta a la vista. A su derecha, una especie de mantel perfectamente
lavado y planchado, un blanco inmaculado, se presta para lucir ciertos objetos:
portarretratos, candeleros, algunas cucharas de plata sucia, un reloj de
bolsillo, juegos de té incompletos, cajitas de música, espejos de mano, todos
ellos antiguos y maltratados. A simple vista es un puesto como cualquiera, así
que decide proseguir su camino.
—Joven, revise
usted bien. Seguro hay algo de su interés —dice un señor anciano.
—Gracias, solo
estaba...
Antonio no
alcanzó a completar la frase porque de pronto el reloj de bolsillo se volvió un
objeto interesante.
Sin decir nada,
el muchacho se puso en cuclillas frente al puesto para tomar el objeto de su
atracción. Lo gira entre sus dedos como si hubiera jugado con él toda la vida. Lo
siente ligeramente rugoso por unos sutiles labrados en ambas caras del
cronógrafo por lo que agacha la cabeza para observarlos con detenimiento. Halla
algo que lo hace parpadear rápidamente, parte de los grabados son unas
iniciales: “A. B. C. D.”. Antonio
Benjamín Castillo Dávila se siente asombrado ante la coincidencia de esas
letras con las suyas. Se incorpora rápidamente y voltea a ver, por primera vez
con calma, al anciano que ofrece la mercancía. El señor tiene la vista fija en
otro punto que no es él, en tanto le extiende una bolsa negra de plástico.
—Tenga, llévese
el reloj —dice el hombre con voz amable y un tono de comprensión que hace
sentir incómodo a Antonio.
—Dígame cuánto
es —dice el joven al tiempo que toma la bolsa y observa sorprendido al
invidente anciano— pero también quiero saber, ¿cómo supo que tomé el reloj?
—Eso no importa.
El reloj es tuyo, no se diga más.
Sin saber por
qué Antonio decide no discutir.
—Gracias, de
nuevo. Que Dios lo ayude.
—No, hijo, no. Dios
te ayude a ti, tú lo necesitas más.
Ante estas
palabras el muchacho siente ganas de salir corriendo pero se controla, guarda
el reloj en la bolsa de su pantalón para andar, entre discrepantes murmullos,
olores indefinibles y ligeros empujones de personas distraídas al caminar, de
regreso a su morada.
Desde lejos
puede ver al contador Fausto Rivera. Se nota que no pertenece al barrio. Sus
movimientos elegantes contrastan con las viviendas modestas, las calles apenas
arboladas y el mundanal ruido de costumbre. Invariablemente de traje, aun en
los días de descanso, se ve bastante contrariado. Conforme se acerca a su
domicilio, Antonio puede observarlo caminando de un lado a otro con movimientos
nerviosos.
—Contador Rivera
—lo saluda con un tono tembloroso de voz que el visitante no alcanza a
distinguir.
—¡Toño!¡Toñito!¡Qué
bueno que te encuentro! Eres el único que puede ayudarme.
Antonio respira
profundamente intentando no gritar. Su jefe lo trató con afecto, desde el día
que lo conoció. Apenas logra decir algunas palabras antes de que Fausto retome el
monólogo. Alguien ha robado la chequera del despacho donde trabajan. El dueño
del negocio lo ha descubierto por accidente y ha enfurecido tanto que amenazó a
Rivera con meterlo a la cárcel si no le entrega el talonario completo antes de
que abran los bancos al día siguiente.
—Solo yo tengo
la clave de la caja fuerte, todos lo saben —le grita a Toño en la cara mientras
se lleva ambas manos a la cabeza en un gesto angustioso.
Tras esta triste
declaración los dos hombres se quedan mirando el piso con los hombros caídos y
una clara expresión de derrota.
—Tú eres mi
hombre de confianza, mi mano derecha. Por favor, piensa. ¿Qué pudo suceder?
¿Quién me haría algo así?
El chico apenas
logra tranquilizarlo. Le promete buscar una solución y comunicarse con él apenas
se le ocurra algo. Lo convence de volver a su casa para que pueda concentrarse
mejor y él pueda hacer lo mismo.
En un edificio
de cuatro niveles, habita el departamento más barato. Un espacio mínimo para
una mesa redonda, cuatro sillas, un pequeño mueble y el paso a tres puertas. La
diminuta cocina, el incómodo baño con una ventilación mínima y la recámara en
la que apenas caben su cama, un pequeño ropero y un esquinero. Uno de los muros
monocromáticos lo ocupa, en parte una ventana y en otra un espejo de cuerpo
entero. Tirado sobre su cama, boca abajo no puede creer lo que ha hecho. Fausto
Rivera lo contrató cuando nadie creía en él. Hace cinco años, sin padres que lo
apoyaran, sin dinero, sin recomendaciones, con un título recién obtenido, el
contador fue el único que tuvo esperanzas en él. Apenas charlaron cinco minutos
durante la entrevista laboral cuando su único jefe se levantó sorpresivamente
de la silla y con los brazos abiertos se dirigió hasta donde estaba él para
dejar caer sus manos sobre sus hombros.
—¡Muchacho! No
se diga más. Estás contratado. —Le decía estrepitosamente mientras lo sacudía
un poco— Hasta aquí puedo oler que eres una persona decente. Todo es cosa de
que te pongas a trabajar y verás el gran futuro que espera por ti.
Antonio no sabe
qué hacer. Quisiera morirse, no saber nada ni enterarse del fatal desenlace que
parece correr en dirección a su tutor. Con movimientos inquietos busca acomodo
en la cama hasta que algo le lastima una pierna. En un movimiento indiferente
mete la mano a su bolsillo para encontrar el reloj olvidado. Lo cubre con su
mano y no hace por sacarlo de ahí. En esa incómoda posición se queda pensando
en el detalle de las letras. Por un momento desea con todas sus fuerzas dar
marcha atrás en el tiempo pero lo único que logra es quedarse profundamente
dormido.
Cuando consiguió
el puesto de auxiliar de contabilidad empezó a decorar su vivienda poco a poco.
Para ello visitaba, invariablemente, una gran mueblería de venta en abonos
donde lo atiende la misma chica. Una rubia sonriente, bajita pero con buena
figura que lo dejaba mudo nada más verla y respondía al nombre de Margarita.
Cuando ya no pudo comprar más visitaba la tienda únicamente para verla. Al principio
intercambiaban saludos. Poco a poco fueron conversando hasta que se hicieron
amigos. A petición de Antonio comenzaron a salir juntos en pequeñas citas. Las
meriendas se volvieron cenas, el cine, teatro y entre salida y salida el amor
se fue haciendo presente. Tres meses antes se había atrevido a declararle su
amor aunque había un detalle que incomodaba a Antonio. Siempre que él quería acompañar
a su enamorada hasta su casa ella ponía un pretexto y acababa dejándolo parado,
solo, a media calle sin que viera la dirección que llevaba el camión en el que
ella se subía tras una rápida despedida.
Cuando Antonio
cumplió tres años en la empresa, Fausto le llevó un regalo. Se sintió feliz,
como en mucho tiempo no se había sentido. Al salir del trabajo llegó corriendo
a ver a Margarita, quería mostrarle las mancuernillas que su benefactor le
había regalado. La encontró llorando en la esquina de la calle donde se
encontraba la tienda. Apenas la vio no hizo más que abrazarla. No le importó
que las mujeres que pasaban lo vieran con desdén al creer que él era el motivo del
llanto de la guapa joven o que los empleados de otros comercios los
distinguieran entre los transeúntes. Entre sollozos le contó que su única
hermana estaba internada en un hospital y que estando gravemente enferma los
doctores se negaban a operarla mientras no se contara con un depósito en la
caja del nosocomio. La cifra mencionada por su novia alarmó a Antonio.
—Anda, mi amor,
pídele dinero a ese jefe tuyo que te quiere tanto —sugirió ella entre sollozos
cuando Antonio se ofreció a darle sus pocos ahorros.
—No. Eso no. Él
me ha ayudado bastante. Tiene suficientes gastos con sus hijos y su esposa
—dice separándose un poco del cuerpo de la muchacha.— Además, ¿cuándo vamos a
pagarle? Lo que tú me pides es mucho dinero y yo no puedo hacerlo.
La chica no cesó
de llorar esa tarde. Antonio la llevó a un café discreto donde la luz era tan
mala que nadie distinguiría que eran ellos. Sentados en incómodas sillas de
madera, una y otra vez, Margarita le repetía que él era su única salvación. A
la hora de irse Antonio insistió, como usualmente lo hacía, en acompañarla a su
casa pero la chica al ver al novio distraído, detuvo un taxi, rápidamente abrió
la puerta y con medio cuerpo adentro se volvió para decirle a Antonio:
—Si no me das el
dinero, es que no me quieres. No te veré más pero te doy una última
oportunidad. Consíguelo para el viernes en la tarde. Nos vemos a las seis en la
esquina de la calle donde está tu oficina.
Antonio se quedó
pasmado. Podía reconocer que la situación había tomado un giro inesperado pero
se sentía tan mal que tuvo que contener el llanto hasta llegar a su habitación.
Amaba a Margarita como a nadie. Ella y Fausto eran su familia y ahora todo se
estaba derrumbando. Tenía dos días para que se le ocurriera algo, tenía que
pensarlo bien.
La ausencia de
su amada lo torturaba, lo envolvía una mezcla de angustia y abandono tremenda.
Definitivamente tenía que recuperarla. Sentía que la idea sembrada por Ruth,
en sus pensamientos, empezaba a
germinar. Él sabía la combinación de la caja fuerte y dónde estaba la chequera
del despacho para el que trabajaba. Nadie se la había enseñado pero tras años
de trabajo y amistad, Rivera ya no se cuidaba de él. Quizá podría sacar un par
de cheques y firmarlos él mismo. Estaba seguro de poder falsificar la rúbrica.
Después vería como reponer el dinero sin que nadie lo notara.
El primer
viernes de octubre, poco antes de salir de sus ocupaciones hizo lo planeado.
Estaba nerviosísimo pero el contador se iría temprano a su casa, el dueño de la
empresa saldría de viaje y los demás empleados no verían extraño que él entrara
y saliera de la oficina patronal como si nada. Se sentía muy mal de estar
rompiendo la confianza de gente de bien pero no veía otra salida. Entró a la
pulcra oficina donde todavía se percibía el olor a colonia que usaba el
contador. Podía observar sus diplomas colgados y un montón de fotografías
familiares adornando algunos estantes del librero. Cuando sacó la chequera
intentó separar un par de talones pero le temblaba tanto la mano que no podía
separar los papeles. En un arranque de nervios se echó la chequera completa a
la bolsa del traje y salió rápidamente de la oficina.
A la hora de salida
fue el primero en irse. Estuvo en la esquina antes que ella. Cuando Margarita
llegó lo primero que le preguntó fue si traía el dinero. Con voz temblorosa y
en un intento inútil de abrazarla, sin pensarlo, le entregó la chequera con los
dos cheques firmados. Ella sonrió feliz y tras echar los documentos a su bolsa
se separó de Antonio bruscamente.
—¿Sabes Antonio?
Eres un buen hombre pero eres un tonto. Un ingenuo al que no soporto —le dijo
con una mirada de desdén que dejó a Antonio con la boca abierta.
Antes de que
pudiera reaccionar, la muchacha desapareció según su costumbre y ante la
impactada mirada del muchacho. En ese momento se dio cuenta de la magnitud de
sus acciones. Con el abandono llegó la trascendencia real de sus problemas.
Los primeros
rayos de luz entran por la ventana de su recámara. Su muñeca, engarrotada por
haber estado apretando fuertemente el reloj toda la noche, comenzó a dolerle.
El cuerpo torcido por la mala postura lo obliga a incorporarse. Todavía sentado
en el borde de la cama abre la mano y observa el reloj. No había reconocido lo
bonito que era. En una actitud de derrota aprieta el botón que abre el reloj
para ver la hora. Marca las seis mientras el segundero camina haciendo un ruido
suave y agradable.
—Será mejor que
me apure —dice en voz alta.
Esperaba llegar
al bufete antes que el contador Rivera para poder explicarle que él era el
culpable de todo. Tendría que responsabilizarse de lo que había pasado. Se baña
y arregla lo más pronto posible. No desayuna, no tiene ánimo para eso. Solo
piensa en llegar a la oficina antes de los demás.
En el autobús,
camino a su destino se dedica a observar el entorno. ¿Dónde está la señora que
vende dulces afuera de la escuela? Ella imperecederamente está ahí los lunes,
miércoles y viernes. Los escolapios visten sus uniformes deportivos propios de
los martes, tradicionalmente día de gimnasia. Sacude la cabeza, probablemente
habrá un evento especial o quizá todo sea producto de sus nervios.
Cuando baja en
la esquina habitual siente que el corazón le va a estallar. Toma aire y camina
con paso firme rumbo al inmueble donde labora. Hace una temperatura agradable,
el cielo está despejado y puede oler el perfume de las flores de la jardinera
en la construcción vecina.
—¡Eh, muchacho!
Espérame, ¿qué prisa tienes? —dice el contador que va caminando detrás de él.
—Don Fausto,
tengo que hablar con usted —dice Antonio con la voz quebrada.
—Vamos, chico.
No tenemos tiempo de charlar. Es el último martes de septiembre y me quiero
tomar la tarde del viernes. Tenemos que dejar todo listo para que yo me pueda
marchar sin preocupaciones.
Antonio inseguro
echa a correr hasta su escritorio para revisar el calendario. ¡Martes! Es
martes. El día en que encontró llorando a Margarita. Tiene que cerciorarse. Rápidamente
entra a la oficina del contador para avisarle que va a salir. Es una emergencia
pero promete no tardar. Está tan asustado que no puede esperar el autobús.
Corre sin parar hasta el trabajo de la novia. Tiene que pararse a tomar aire más
de una vez porque no está acostumbrado a correr así. Sigue hasta que por fin
llega a su destino. Se detiene en la puerta a recuperarse un poco. Se recarga
en la pared al tiempo que dobla las rodillas e inclina el cuerpo descansando
los brazos sobre sus muslos. Inhala y exhala, intenta tranquilizarse. Va a dar
un paso cuando un hombre transita delante de él y entra a la tienda. Antonio
espera un momento más e ingresa con andar lento. Alcanza a ver a la persona que
caminó frente a él, lo escucha llamar a Margarita por su nombre y mira como
ella corre hacia él para besarlo en los labios. Antonio no puede creer lo que
esta viendo así que prefiere esconderse tras una columna y espiar un poco.
—Mi vida, ya
todo está listo —alcanza a escuchar que dice la voz de Margarita. Hoy echaré a
andar el plan. Te aseguro que para el viernes tendremos el dinero que quieres.
Antonio no cabe
en sí de asombro. Todo este tiempo ha sido engañado por la mujer para robarle.
Debe salir de ahí inmediatamente. Es una tienda grande así que puede hacerlo
sin ser descubierto. Se mueve lo más velozmente posible procurando no llamar la
atención. Cuando llega a la puerta está listo para salir huyendo sin percatarse
del anciano invidente que va pasando frente a la puerta del almacén.
—Disculpe,
señor. No era mi intención —le dice al señor mayor.
El hombre contra
el que ha chocado es el anciano que le regaló el reloj. ¡Seguro esto debe ser
un sueño!
—No te preocupes
muchacho. Por tu voz entiendo que estás en problemas. Lo bueno es que el reloj
te dará la oportunidad de corregir lo malo. Es una sola oportunidad. No la
desperdicies —dicho eso el anciano sigue adelante como si nunca se hubieran
encontrado.
Antonio regresa
a la agencia más confundido que nunca. Su escritorio está lleno de papeles y
recibos pero no puede concentrarse así que decide confesarse con la víctima de
sus errores. Entra en la oficina abruptamente y empieza a hablar sin dar tiempo
a Fausto de decir nada. El contador lo escucha con escepticismo y cuando nota
que Antonio ha llegado al final del relato se dirige a él con un tono de voz
tan duro como nunca había empleado.
—Mira, Toño. No
sé si lo que me compartes es verdad o solo me quieres tomar el pelo. Si es lo
primero tengo que decirte que si eso llega a pasar no dudaré en hacerte
responsable de tus actos. Quizá se me rompa el corazón porque te quiero como a
un hijo, pero haré lo que tenga que hacer. Si es una broma solo puedo decirte que
es de muy mal gusto. Sal de aquí y ponte a trabajar.
Antonio suspira
aliviado. Quizá su jefe piense que está loco pero él se ha quitado un peso de
encima. De pronto recuerda que al salir de casa en la mañana guardó el reloj en
la bolsa de su saco. Lo observa por un momento, toma conciencia que falta poco
para el encuentro que cambió su vida con Margarita. Decide ir y darle una
última oportunidad.
A las siete,
puntualmente, observa a Margarita parada en la esquina de la calle donde está
la tienda. Ahora que la ve a distancia distingue lo buena actriz que es. La
observa extraer de su bolsa un frasco, sacar con sus dedos algo de ahí y untárselo
en los párpados inferiores. Recuerda el olor a mentol que notó cuando la abrazó
para consolarla por la hermana enferma. Un buen truco para irritar los ojos y
que salgan lágrimas de ellos. Todo se veía claro al fin.
—Hola, Margarita
—le dice a la llorosa mujer pero sin acercarse.
—Amor, ¡qué bueno
que llegas! —dice al tiempo que intenta abrazarse a él.
Antonio mantiene
la distancia y cruza los brazos a la altura del pecho.
—Margarita vengo
a decirte que lo sé todo, lo de las mentiras y tu idea de estafarme. Te has
burlado de mí, me has llevado hasta a desear la muerte; no vales la pena y no
quiero tenerte cerca nunca más. ¿Me has escuchado? —inició hablando con calma y
terminó casi gritando.
—Pero, Toño,
escúchame —le dice en un inútil intento de convencerlo.
Antonio da un
paso atrás y tras mirarla con desprecio empieza a andar rumbo a su departamento
con paso firme.
Camina un par de
calles donde el semáforo detiene su paso. Aprovecha el momento para volver a
ver el reloj, de pronto no puede dejar de hacerlo. Sonríe para sí mismo
mientras piensa en lo inusual que ha sido todo.
—¡Qué bonito
reloj! Mi hermano ama los relojes antiguos. Disculpe la intromisión, ¿me podría
decir dónde lo compró? —le pregunta una chica joven, parada junto a él, esperando
atravesar la calle.
—No hace falta
—le dice Antonio— si te gusta para tu pariente, te lo regalo. Es tuyo.
Le extiende el
brazo con la palma de la mano hacia arriba y sobre ella el reloj. Listo para
que la chica lo tome.
—¡Muchas
gracias! Qué generoso de su parte.
Tras observar un
poco el reloj, la chica suelta una franca risa al tiempo que mira a Antonio.
—¡Qué
casualidad! Usted tiene las mismas iniciales que mi hermano: E. G. M. ¡Qué
buena suerte!
Antonio observa
a la chica antes de percatarse que otra vez han perdido el momento de cruzar la
calle y tendrán que volver a esperar. Cuando el semáforo da el paso nuevamente a
los peatones Antonio retoma el camino pero antes aconseja a la chica.
—Dile a tu
hermano que es una oportunidad única. Que la aproveche bien.
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