Maira Delgado
Y si el perdón lo cura todo... ¿Por
qué dejamos que sangre tanto una herida antes de usar este mágico ungüento?
Esta tarde, Mariana ha vuelto a ver
sonreír a su madre como una niña, tal cual, aparece en aquella vieja foto que
guarda entre sus libros, con un hermoso vestido de flores y las trenzas que le
hacía la abuela cada domingo para ir a la iglesia. Florecita, siempre fue muy
sumisa, aprendió que el amor a los padres es absoluta obediencia, en silencio
ante cualquier orden por absurda que parezca. Desde temprana edad se inició en
las labores domésticas, la tía Julia, su hermana mayor, compartía
responsabilidades con la abuela frente a sus hermanos menores, así que la madre
de Mariana, por ser la más pequeña, tuvo que asumir tareas como cualquiera de
ellos, añadiendo el deber de sujetarse a los demás.
Cada mañana se levantaba antes de
salir el sol, se daba un buen baño, porque la abuela Simona viuda desde los
treinta años, era la patrona de esos pequeños, al pasar por su cuarto le decía:
—Florecita, hija, que el sol no te encuentre en la cama. De esta manera los
levantaba uno por uno. Este llamado debía atenderse con diligencia, para no
empezar el día con una reprimenda. La pequeña parcela tenía un ambiente
acogedor, una sencilla casa de ladrillo a la vista, fabricados para mantener la
frescura en el día y la calidez durante la noche, con techo de tejas rojas,
visibles desde lejos a los caminantes que a diario subían y bajaban esas
montañas. Su padre la había construido con gran esfuerzo, rodeada de árboles
frutales, sembrados por él mismo en el jardín y encargados a Simona para
mantenerlos bien cuidados, junto a las flores, que no sólo alegraban con sus
colores, sino además expelían agradables aromas, encantando a quien pasaba
junto al camino y reconocía la dedicación de su labranza, las vacas y el
gallinero estaban en la parte trasera de la casa; eran tarea de los pequeños,
cada día se repartían sus oficios, antes de ir a la escuela, los mayores debían
ordeñarlas y dejar el maíz junto al agua para el corral, ella preparaba el
desayuno a sus hijos, luego los bajaba a la escuela cada mañana. Recorrían un
largo camino montañoso antes de llegar al puente donde esperaban el bus que los
llevaba hasta Manzanillo, el pueblo, de casas, con paredes pintadas en su
mayoría de blanco y puertas de madera, de color verde, se levantaba a un lado
de la carretera, con calles empinadas que sacaban el rubor de quienes lo
recorrían cada día para hacer surgir vida entre esas escasas manzanas que lo
conformaban, la pequeña iglesia junto al parque principal era parte del
recorrido de Simona y sus pequeños antes de llegar a la escuela a la que ellos
asistían.
—Vamos niños, dense prisa que ya son
casi las ocho, no podemos perder el recorrido. Los pobres chiquillos corrían
detrás de su madre, agitados, pero felices de poder sentarse un rato para
completar el trayecto matutino. Simona los dejaba en clase, siguiendo hacia la
plaza de mercado, una antigua casona que se extendía sobre la calle principal y
que era uno de los sitios más transitados por la gente de Manzanillo cada
mañana, no sólo para adquirir sus alimentos sino para traer lo producido de sus
fincas y venderlo a los negociantes del lugar. Allí la esperaba don Manuel, el
dueño del local de frutas en el que ella trabajaba, recogiendo desperdicios y
acomodando cada nuevo surtido que llegaba, el viejo la apreciaba como a una
hija, fue quien le tendió la mano cuando su marido falleció. Cada día, él, se
sentaba en un deslucido banco de madera junto a la barandilla que dividía su
tienda de las demás y desde ahí impartía las órdenes a sus trabajadores y
atendía a los proveedores que llegaban en sus pesados camiones a dejar sus
pedidos, no le gustaba encontrar desechos ni residuos a su paso, así que ahí
gastaba las horas bien ocupada Simona, hasta que sus retoños salían de
estudiar, luego, regresaba con ellos a su hogar cerca de las tres de la tarde,
Florecita y Julia los esperaban con los alimentos, la casa limpia, evitando que
su madrecita se fatigara más a su regreso. —Dame un poco de agua de panela bien
fría hija, estoy cansada de correr con estos muchachos, ya no aguanto los pies.
Florecita corría a atenderla, trayendo el vaso con el líquido bien frío junto a
las pantuflas de caucho para que descansara de su agotador recorrido.
—Toma mamá, recuéstate un momento
mientras Julia les sirve la sopa, está deliciosa, cocinó un sancocho de esos
que tú llamas “levanta muertos”.
Así se pasaba los días entre
oficios, cuidando cada animalito con cariño ya que eran su única compañía;
hasta que un día a la parcela contigua llegaron a vivir los dueños, atravesando
una mala situación vendieron su mejor casa, así que se quedaron con el pequeño
terreno, trajeron consigo a sus cuatro hijos, que ya eran adolescentes, Mario,
el mayor, Jacobo, el segundo, junto con Efraín y Esteban, los dos menores,
parecía no agradarles su nueva casa, pero la situación de sus padres se había
vuelto precaria y sus sueños de seguir estudiando quedarían en veremos; hasta
no lograr salir de esta crisis monetaria. Estos muchachos no se resignaban a su
nueva vida, además, se veían enfrentados a tener que prestar el servicio
militar obligatorio, así que su destino estaba a punto de dar un giro total, a
Mario le gustó Julia desde el primer momento en que la vio, sus ojos verdes
grandes contrastaban con su cabello negro que había heredado de su padre, ella
siempre aparentó más edad de la que tenía, con sólo quince años ya parecía
estar en edad meritoria para casarse, así que este le pidió a su padre que
hablara con doña Simona para que se la entregara en matrimonio, de esta manera,
se libraría de ir al ejército, empezando una nueva vida con esta hermosa mujer
que ya sabía todos los oficios de la casa.
—Padre, quiero casarme con Julia, es
hermosa, me gusta mucho, no importa que no sea de nuestra posición, al fin y al
cabo nosotros no tenemos dinero y mi futuro no es muy seguro, háblale a su
madre para que nos permita emparentar con ella.
—Está bien hijo, si eso es lo que
quieres, dentro de poco tú tendrás dieciocho y podrás trabajar para sostenerte,
yo no puedo darte más educación, en vez de que mueras en manos de esta guerra
violenta, te prefiero casado, formando una nueva familia.
Así acordaron esta unión que a doña
Simona le representó no sólo una hija bien casada, sino una pequeña parte de
tierra que le entregaron por ella; haciendo que su parcela creciera y sus
cultivos le generaran nuevos ingresos.
—Podemos hacer lo mismo con
Florecita —le dijo el padre de Mario—. Sólo que apenas tiene doce, así que
esperaremos a que Jacobo vuelva del ejército para mantener esta alianza entre
las dos familias.
Simona no estaba tan convencida pero
su necesidad la hacía ver esto como una buena posibilidad, sin embargo no le
aseguró nada al viejo para no adelantarse a los hechos.
A Florecita, que todo escuchaba con
sigilo, le encantó la idea de ser la prometida de Jacobo, ya que era el más
guapo, un joven rubio, de ojos azules, de sonrisa amplia, tenía un cuerpo
atlético y brazos fuertes, siempre la ayudaba con las vacas, cuando estas se
ponían rebeldes en el ordeño, él las sujetaba, exprimiéndoles la leche para que
ella no se esforzara demasiado, empezaron a pasar mucho tiempo juntos, él
también se levantaba muy temprano para ayudar a su padre con las labores de la
granja, pero siempre aprovechaba el más mínimo descuido para ir a ver a su
hermosa Florecita y robarle un beso en la mejilla mientras ella se sonrojaba al
verlo. Todo parecía haber cambiado para ella, esta nueva ilusión hacía que sus
días fueran diferentes, se sentía feliz con su nuevo amigo, recorrían la
parcela dando de comer a los animales, limpiando los corrales y regando los
sembrados; cada tarde, al llegar su madre, ella la esperaba con comida. De
repente había una sonrisa en su rostro de la que Simona sospechaba el motivo,
pero no le decía nada a su hija para no ilusionarla en falso, ya que este
hermoso joven partiría pronto para el ejército sin saber su futura suerte.
—Hija, te veo muy animada, pero no
olvides, en la vida no todo está comprado y nada dura para siempre.
—¿Por qué lo dices mamá?
—Podría contarte tantas cosas que me
han pasado pero no acabaría esta tarde, mañana me espera el viejo Manuel bien
temprano. Cuando murió tu padre supe que la felicidad dura hasta que a la luna
le da envidia, entonces nos toca ponerle la cara al sol.
—No entiendo, ¿lo dices porque él
murió muy joven?
—Ahora no lo entiendes hija, pero
algún día lo comprenderás.
Nada le quitaba la ilusión a
Florecita, ni percibía mucho las palabras de su mamá, sólo esperaba que
amaneciera de nuevo para hacer todas sus tareas en compañía de Jacobo, a veces,
pensaba en voz alta —se vale disfrutar de la luna mientras sale el sol.
Una mañana de enero, se levantó muy
temprano, despidió a su madre, hizo los oficios, esperando que apareciera su
compañero, pero no sucedió así, entonces ella fue a buscarlo a su casa, quizás
esté enfermo, pensó, no pudo aguantar sus ansias, pasó la verja para entrar a
la granja vecina.
—Buenos días. ¡Jacobo, Jacobo!
¿Dónde estás? —la casa parecía estar sola porque las puertas estaban cerradas,
mucho silencio para una mañana normal, siguió rodeándola tratando de ver por
las ventanas, efectivamente sólo estaba Matías, el viejo peón que le ayudaba a
la familia con el cuidado de los animales, era el único empleado que habían
conservado después de la crisis, tal vez por su edad o por el apego que este
tenía hacia sus patrones.
—¿Qué pasó mijita, qué buscas,
vienes a ver a Jacobo? Qué rápido se extraña a quien se quiere, por eso yo en
la vida preferí querer solamente a mis patrones siguiéndolos hasta que me
muera.
—¿Qué sucede Matías, dónde están
todos? Y ¿Por qué me dices esas cosas? He venido a buscarlo por una razón, hay
una vaca enferma y quiero que Jacobo me ayude, no sé cómo ordeñarla sin
causarle más pesar.
—Entonces yo iré a verla porque
Jacobo no está, no creo que vuelva pronto, así que vamos y te asisto con el
animal, de paso te entrego esta nota que te dejó el joven, me temo que por su
afán no pudo despedirse de ti.
—¿Despedirse, cómo así? ¿A dónde se
fue? —Sus ojitos se fueron nublando.
—Toma hija, lee mientras vamos a ver
qué pasó con la vaquita, ¿estará también enferma de amor?
El viejo revisó al animal, mientras
Florecita leía ese pedazo de papel, algo húmedo, quizás por el sudor del
hombre.
“Mi querida Florecita, debo partir
hoy mismo para el ejército, no sabía que sería tan pronto, apenas anoche me lo dijo mi padre. No pude ir
a buscarte para decírtelo, sólo quiero que sepas que te llevo conmigo, te pido
que me esperes porque cuidaré de volver para cumplir la promesa de casarnos. No
me olvides”.
Jacobo
El viejo, vio a Florecita, arrugar
ese papelito contra su pecho, echándose a llorar, no pudo decir nada, salió
corriendo dejándolo ahí, sin importarle qué había pasado con el animal.
—Mija, tranquila me encargaré de la
vaca mientras regresa tu mamá —gritó el hombre—. ¡Ay! Sólo se extraña lo que se
quiere, así que afortunada ella que tiene a quien extrañar —Continuó como
pensando en voz alta.
Todo se oscureció de pronto en el
alma de esta pequeña e inocente niña, el primer amor ya había hecho de las suyas
en su corazón, ahora, esperar su regreso era una promesa ilusoria, en ese
momento recordó las palabras de su madre, tendría que darle la cara al sol sin
la compañía de su joven y apuesto Jacobo.
Esa tarde al regreso de su
madrecita, el cielo parecía haberse oscurecido más temprano, ella notó la
tristeza en la cara de su hija, pero no quiso aumentar su dolor, así que no
profirió palabra sobre el asunto que tendría que comunicarle. Dos semanas
después, Simona levantó a Florecita más temprano —Hija, hija, levántate, hoy
quiero llevarte conmigo, así que apresúrate.
—¿Por qué mamá, qué sucede?
—Vamos hija, en el camino te lo
explicaré, anda alista tus cosas, ayúdame con las gallinas antes de salir, yo
me encargo de las vacas.
Florecita no entendía nada pero ya
era su costumbre, obedecer sin preguntas, de modo que hizo todo pronto, para
irse al pueblo.
En el camino no hablaron mucho,
Simona sólo le dijo que el viejo Manuel la quería conocer. No deseaba alterarla
antes de tiempo; en el largo recorrido
Florecita apenas divagaba acerca de su querido Jacobo.
Al llegar al pueblo, se dirigieron a
la plaza, su madre la peinaba durante el camino, hablándole: —Hija, arréglate
un poco, vas a conocer al hijo de don Manuel, es un joven apuesto, galante y
quiere ser tu amigo, así que desde hoy vas a acompañarme todos los días y
empezarás a tratarlo. Luego me dirás, si te gustaría casarte con él.
La pobre Florecita quedó
petrificada, ¿no sabía su madre que ella esperaría a Jacobo? —pensó de
inmediato.
—Pero mamá yo...
—Tranquila hija, ya verás que te
agradará tan pronto lo veas.
Al llegar, don Manuel conversaba con
Carlos, su hijo de quince años, que siempre fue
mimado por su madre y elogiado por su hermoso parecer, había crecido
viendo trabajar a su padre, el cual, quería casarlo pronto para no enviarlo al
ejército, sino que se preparara para quedarse con el negocio cuando él
decidiera retirarse.
—Buenos días señor —saludó Simona,
muy cordial como siempre.
—Así que esta es la pequeña
Florecita, pero si es bien agraciada, hermosas trenzas, pero, ¿siempre eres así
de callada?
—Claro que no, espere nada más que
entre en confianza —dijo Simona mientras
halaba a su hija—, saluda hija, don Manuel te está hablando.
—Buenos días señor —la pobre susurró
detrás de su madre.
—No me digas señor, que soy Manuel,
además quiero presentarte a Carlos, ven muchacho, mira qué amiga más guapa te
he conseguido. Este, la miró presumido y haciendo alarde de su encanto, le
extendió la mano a Florecita para saludarla, pero ella lo veía de reojo, pues
conocía las intenciones de su mamá, y no le agradaban mucho. Así que la pobre niña tuvo que
acostumbrarse a venir cada día a la plaza, para ayudar al joven a organizar las
frutas en bolsas, con el único propósito de acercarlos, pues en dos meses
estaría casada con él, sin saberlo, tendría que olvidarse de esperar a Jacobo o
aguardar cualquier promesa de amor.
A los doce años, no se sabe de
amores, desamores, matrimonios acordados. Aún así, Florecita tuvo que enfrentar
todo esto; en pocos meses, la esperaba una vida al lado de ese muchacho que
aunque era agradable, no lo amaba, ni siquiera sabía si le gustaba o no, esto
era por compromiso, se sentía vendida para algún trabajo, con las tareas de
manejar su nueva casa, atender al marido y en las noches acostarse con un
desconocido que le enseñó cómo se hacían los niños, aprender a criarlos uno a
uno a medida que fueron llegando. En el olvido, o quizás en un papel quedó el
nombre de su amado Jacobo durante los siguientes años. Cuando él regresó, ya su
padre lo había casado también con una jovencita de la ciudad y Florecita
esperaba su tercer hijo, porque el joven Carlos parecía querer reproducirse
demasiado pronto, además, su padre ya le había encargado el negocio, pero su
excesiva vanidad y el asedio de las mujeres del pueblo, poco a poco lo
convirtieron en un hombre mujeriego y bebedor entregado, jamás pareció querer a
Florecita, por lo tanto, su maltrato hacia ella no se hizo esperar, cada día se
tornó en un tormento, pues era áspero y engreído, sacándole en cara que ella
era una pobretona a quien su padre había comprado para él, pero que su corazón
era demasiado grande para tenerla como su única mujer. Luego vinieron otros dos
hijos, esta pobre, no hacía más que agradarlo, ayudándole en el negocio ya que
este por su amor al alcohol cada día lo descuidaba más, llegó a ser la
administradora de los bienes, relegando a su alcohólico compañero a un segundo
plano.
Una tarde, mientras cerraba la
venta, organizando las cuentas, alguien llegó y de pie frente a ella sonrió
diciendo: —Toda una dama mi hermosa Florecita, ¿quién creería que sería la
dueña del negocio de don Manuel?
Ella se turbó. Sin duda reconoció a
aquel hombre, era su Jacobo del alma, ya todo un señor pero con el mismo
aspecto hermoso que tanto le había impactado desde niña.
—Todo un señor don Jacobo, ¿quién
llegaría a pensar que volvería a verte después de tantos años?
—Te prometí que volvería. Si me
hubieras esperado, tal vez...
—Sabes que te hubiese esperado, pero
cuando la luna es envidiosa, nos toca ponerle la cara al sol.
—¿Qué dices mujer?
—Sólo estoy recordando a mamá.
—Sí, ya sé que Simona te vendió a
este viejo, que te obligó a casarte apenas dos meses después de mi partida,
pero eso no importa, lo único que quiero saber es si eres feliz, porque yo no
lo he sido, casarme con ella fue la única salida que tuve cuando me enteré de
lo que te habían hecho. Ella es una buena mujer, mas, nunca la amaré como a ti.
—Ya es tarde para nosotros. La vida
nos separó, no podemos enmendar un pasado que quedó en un papel que aún guardo
tan arrugado, como mi corazón con tu partida.
Las palabras de su amado calaron en
el corazón de Florecita, a pesar de la dureza de la vida, seguía conservando la
primera ilusión en su pecho. Sin remedio, a escondidas del pueblo, en lo más
secreto, se amó intensamente con Jacobo, él la deseaba como a nadie y ella
nunca había dejado de esperarlo, de ese idilio nacieron José y Mariana, de quienes,
entre voces el pueblo murmuraba de su procedencia, el viejo Carlos no hacía más
que beber y por andar detrás de todas las mujeres del pueblo ni cuenta se daba
de que la suya era feliz con otro, así que entre chismes e injurias pasaron los
siguientes años los amantes clandestinos, hasta que Florecita no resistió más;
decidió abandonar el pueblo con sus hijos emigrando hacia la ciudad. De Carlos
quedaba sólo un bebedor empedernido, ni siquiera vivían juntos ya, pero Jacobo
no pudo dejar a su esposa que aunque enferma nunca le había hecho el menor
reparo acerca de las habladurías del pueblo, por esto, no le perdonaba a
Florecita su abandono, así que al enviudar prefirió unirse a otra mujer, antes
que volver a buscarla.
Treinta años pasaron para estos
viejos amantes que dejaron de verse, Florecita tampoco le perdonaba su falta de
coraje, sola, se empeñó en sacar adelante a sus hijos, en darles una nueva vida
lejos del infierno que habían padecido. Mariana, creció sin ver a su padre, ni
saber de él, hasta ese día que decidió salir a buscarlo, una consejera de la
iglesia cristiana a la que durante años ella y su madre habían asistido, empezó
a trabajar sobre sus temores y sus mayores ataduras del pasado, descubriendo
que la ausencia de la imagen paterna había hecho estragos en su carácter, que
necesitaba perdonar, sanando su pasado antes de continuar cualquier proceso en
su vida. Una mañana quiso volver a su pueblo para visitar a su papá, Jacobo que
ya era un hombre mayor no la reconoció.
—Buenos días don Jacobo, soy Mariana
Casas, hija de Florecita Casas.
—Buenos días joven, lo siento pero
no sé quién es usted.
Ella atemorizada pero a la vez
experimentando un nuevo rechazo le replicó: —¡Ah! ¿No sabe quién es Florecita
Casas?
Pero él, mudando su semblante y
temeroso de que su nueva mujer supiera de quién se trataba, le respondió: —Justo ahora voy a salir pero
si vuelve en dos horas, podré atenderla.
—No se preocupe, sólo quería
saludarlo y saber cómo estaba, lo menos que deseo es importunarlo. Y
volviéndose se alejó, sin completar su anhelada charla.
Al regresar a su casa le contó a su
madre lo sucedido, quien decidió después de unos días llamar a Jacobo para
pedirle que recibiera a su hija, así que indagó por el número telefónico de su
antiguo amante y después de unos días le habló directamente a su casa. Jacobo,
reconoció inmediatamente su voz y al imaginarse su rostro, cayó sentado sobre
el sofá, miles de recuerdos invadieron su mente, pensó por un instante, que
ella quería regresar a su lado, e hizo un gran esfuerzo por ser amable y
olvidar su dolor, pero las palabras de Florecita, traían una carga de compasión
por su hija y no precisamente un aire romántico.
—Jacobo, hace mucho que no hablamos
y en mi corazón ya no hay dolor por lo vivido, creo que hemos crecido lo
suficiente, como para poder hablar civilizadamente, de nosotros, no hay nada
qué decir, mas no puedo decir lo mismo de nuestros hijos, ellos tienen derecho
a relacionarse contigo y a que subsanemos cualquier daño que les hayamos
causado, Marianita, decidió buscarte sin consultarme, para acercarse a su padre
y entablar una relación sana y amigable contigo, sé, que tal vez te sorprendió
su repentina aparición, sin embargo, piénsalo y si fuimos importantes para ti,
acepta volver a verla y permítele conocerte, en la vida hay cuentas que debemos
pagar antes de partir y de los hijos daremos respuesta a Dios algún día.
Gracias por escucharme y deseo que consideres mis palabras.
Al colgar, él quedó pensativo mucho
rato, jamás imaginó volver a oírla y su alma se estremeció en silencio, esa
llamada, sería tal vez la última vez que sabría de ella.
Mariana, regresó dos meses después y
pasó esa tarde con su papá, después de hablar largamente, logró reconciliarse
con él, sanar así, un pasado que parecía haberle atormentado por mucho tiempo.
Lo que ella nunca sospechó es que ese primer paso que dio, traería un cambio
radical a la vida de su padre ya que él reconocería en su corazón que Dios le
daba una nueva oportunidad de empezar otra vez. Un año después abandonó todo en
su pueblo para buscar a Florecita, resuelto a pedirle perdón, rogando por una
oportunidad de terminar sus días junto a ella. Mariana pudo cerrar este ciclo
doloroso; luego de aconsejar a su madre que lo perdonara, le dijo que si
deseaba recibirlo otra vez no debía detenerse por ella.
Florecita lo perdonó, dándole una
nueva oportunidad a ese amor que aunque a estas alturas de su vida le traería
algo de compañía y podría resarcir todo un pasado de dolor, de este modo, se
permitió terminar al lado de su amado Jacobo, a quien hubiese esperado si la
luna envidiosa no la hubiera hecho ponerle la cara al sol.
Sentados cada tarde comparten juntos
una taza de café con galletas, recordando historias de su niñez, viendo correr
a sus nietos de un lado a otro. Mientras Mariana se acerca, bajando de su auto,
contempla esa hermosa escena.
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