Dennis Armas Walter
Ya era la cuarta vez que acompañaba a mi amigo
Enrique a alimentar a los gatos del parque Kennedy en el distrito de Miraflores.
Al principio había uno que otro gatito por ahí, pero
con los años empezaron a proliferar hasta llegar a ser casi trescientos gatos
los que pululaban por el parque. La gran iglesia que se sitúa a un extremo del
Kennedy tampoco se salvó de la invasión gatuna. Los felinos se sentaban en la
puerta lateral del templo y algunos se metían al jardincito enrejado que hay a
un costado y se subían a la gruta de la Virgen sin ningún respeto. Los
sacerdotes los odiaban no sólo porque, a diferencia de los perros, los gatos
son ateos, sino también porque los veían como una plaga, una plaga sucia e
irrespetuosa. Pero a mucha gente les gustaban y solían darles de comer, una de
estas personas era mi amigo Enrique, que cada día iba al parque con una bolsita
de hotdogs picados y comida para gato y se sentaba en una banca para
alimentarlos. Había un gatito que era su favorito y el felino parecía
reconocerlo cuando él llegaba, se trataba de un gato de color blanco con plomo
al que mi amigo le había agarrado un cariño especial.
Por otro lado mi psicólogo me dijo que yo estaba
loco, que me faltaba un tornillo y que mi vida no tenía sentido, por lo que me
recomendó salir más a menudo de mi casa. Yo tomé en serio su consejo y decidí
acompañar a mi amigo Enrique a darle de comer a los gatitos.
Enrique es mayor que yo por más de veinte años y
tiene muchos conocimientos y experiencia, por eso, antes de alimentar a los
felinos, él y yo nos íbamos a una cafetería cercana que se había convertido en
una especie de refugio para él. Ahí nos pedíamos dos tazas de café bien
calientes con dos sándwiches de pechuga de pollo. Nos poníamos a conversar de
muchas cosas mientras tomábamos nuestro café. El lugar era antiguo, pero bien
mantenido, de techo alto y con tres sectores con mesas. A la hora que Enrique y
yo llegábamos la cafetería estaba casi vacía, así es que mi amigo y yo
sentíamos como si el lugar fuera nuestro; las camareras nos conocían y nos
trataban muy bien, lo mismo que la dueña del lugar. Enrique le miraba fijamente
el poto a cada una de ellas y aspiraba aire entre los dientes. Éramos pues
clientes frecuentes.
El sábado pasado fui a la casa de Enrique. Habíamos
quedado en que yo llevase un paquete de hotdogs y un cuento que había escrito
hace un tiempo, pero yo cojudamente me olvidé de ambas cosas.
—Loco y cojudo —me dije a mi mismo— menudo hijo que salió de la concha de
mi madre.
Le avisé por celular que ya había llegado y él me abrió la puerta, subí y
entré a su departamento.
Afortunadamente mi amigo era previsor y ya había anticipado que me
olvidaría de todo, mejor dicho me conoce, y él ya había comprado el hotdog el
cual ya estaba picado y listo para ser echado a la bolsa.
Después de descansar un momento salimos rumbo al paradero, tomamos un
microbús y nos dirigimos a Miraflores, ya eran las seis de la tarde.
El microbús nos llevó por toda la avenida Benavides hasta cruzarse con la
avenida Larco, ahí dobló a la derecha y pudimos bajar. Ya era de noche. El
parqué Kennedy seguía siendo el corazón de Miraflores, cosmopolita y turístico,
con todo tipo de gente caminado por sus anchas veredas, hablaban en varios
idiomas, castellano, inglés, alemán, etc. A un lado del parque, cruzando la
calle, se hallaba en cine Pacífico, el lujoso restaurante Haití y otros más.
Cruzando otra calle se encontraba la enorme tienda Saga Falabella y al otro
extremo del parque, atravesando rotondas donde la gente bailaba, tocaba, comía
y compraba, estaba la imponente iglesia Virgen Milagrosa, construida en el
siglo pasado y tan grande y decorada que parecía más una catedral que una
iglesia.
Enrique y yo no fuimos directamente a alimentar a los gatos, sino que
enrumbamos a nuestra cafetería.
Después de tomar nuestro café con sándwiches y una amena conversación
salimos del lugar esta vez para darle de comer a los felinos.
Volvimos al parque Kennedy, con todo su bullicio y algarabía. Enrique
escudriñó los árboles y calzadas hasta encontrar a su gatito favorito.
Inmediatamente fuimos hacia él. Mi amigo lo llamó y el gato vino corriendo
hacia nosotros, pero no estaba solo, había como cinco gatos más a su alrededor.
Enrique se sentó en una banca y yo permanecí de pie. Algunos gatitos se subían
a la banca y tocaban a Enrique con una pata como diciendo apúrate carajo, saca la comida, mi amigo sacaba la bolsa con los
hotdogs picados y empezó primero alimentando a su gato preferido, luego
compartió la comida con los demás felinos.
Después de unos momentos Enrique se paró de la banca, dejó un poco de
comida en el suelo y me dijo:
—¡Corramos!
Teníamos que aprovechar que los gatitos estaban distraídos con la comida
para poder alejarnos sin que nos sigan.
Pero Enrique no había entregado todo el hotdog, ahora faltaba alimentar a
los gatos que deambulan a un costado de la iglesia. Nos dirigimos al templo,
pero primero tuvimos que pasar por varios restaurantes lujosos llenos de
gringos que comían y de camareros que corrían de un lado a otro con bandejas en
las manos.
Llegamos a un costado de la iglesia, donde se hallaba el jardincito
enrejado con la gruta de la Virgen. Al lado izquierdo de este jardín estaba la
puerta lateral de la iglesia y al otro lado las habitaciones de los sacerdotes
cuyas ventanas enrejadas de doble hoja de madera yacían cerradas.
Había cerca de once gatos deambulando por ahí cerca y entre ellos estaba
uno en particular que era el segundo favorito de mi amigo. Enrique llamó al
gato y con un gesto de la mano lo exhortó para que se subiera a la ventana. El
felino ágilmente dio un salto, pasó entre las rejas y se instaló en la
buhardilla; Enrique colocó unos trocitos de hotdog frente al animal y este empezó
a comer rápidamente. Algunos otros gatos se nos acercaban con la expectativa de
recibir algo, pero mi amigo y yo estábamos concentrados viendo al gato del
borde de la ventana.
De pronto las dos hojas de la ventana se abrieron con violencia y un hombre
de unos setenta años con el torso desnudo y el ceño fruncido apareció frente a
nosotros, era el padre, que ya estaba harto que Enrique alimentase al gato en
la buhardilla de su ventana. El felino se asustó y salió disparado por entre
las rejas dejando varios trocitos de hotdog sobre el marco. Nosotros nos
quedamos de una pieza.
—¡Oiga usted! —dijo el padre a Enrique— ¡¿Le gustaría que hicieran lo mismo
en su casa?!
Enrique, que aun no salía de la sorpresa, infló el
pecho y dijo:
—Sí, sí me gustaría, porque estos animalitos son de Dios.
—¡Que Dios ni que ocho cuartos! —contestó el padre haciendo un aspaviento
con la mano— Como los vuelva a pillar haciendo esto otra vez voy a tomar
medidas drásticas.
Con esta amenaza el padre medio calato cerró la
ventana con furia. Enrique y yo nos miramos. Mi amigo me hizo un gesto como
diciendo no le hagas caso. Dejamos un
poco de agua en un recipiente de plástico y nos fuimos de ahí.
El siguiente sábado continuamos con nuestra rutina.
Fuimos a Miraflores, cruzamos el parque y seguimos por las calles hasta nuestra
cafetería. Después de tomar nuestro café con sándwich volvimos al parque
Kennedy. Alimentamos a los gatitos sobre una banca, dejamos un poco de comida
en el suelo y nos fuimos casi corriendo. Ya era hora de alimentar a los gatos
de la iglesia.
—¿Y si el padre vuelve a aparecer? —le pregunté a mi amigo.
—No te preocupes por ese viejo gruñón, si aparece lo ignoramos y nos vamos.
—Bueno, además ya son un cuarto para las ocho de la noche, el padre debe
estar preparándose para dar la misa.
Una vez más caminamos frente a lujosos restaurantes antes de llegar a la
iglesia. Inmediatamente los gatitos se empezaron a acercar. Estábamos parados
frente a las habitaciones de los curas, y para mi asombro, Enrique volvió a
exhortar a su segundo gato preferido a que se suba a la buhardilla de la
ventana, era como si mi amigo no hubiese aprendido la lección.
—Oye Enrique —le dije un poco asustado— ¿Qué haces?
—Dándole de comer al gatito —respondió mientras colocaba unos trocitos de
hotdog frente a las narices del felino.
—Pero Enrique, el padre…
—Queeeee se vaya a la mierda ese huevón.
Los demás gatos empezaron a maullar esperando su parte. La razón por la que
Enrique le daba de comer a su gato en la buhardilla de la ventana y no en el
suelo era porque los demás gatos lo agredían y le quitaban su comida. Bueno,
¿qué podía hacer yo?
Estábamos observando al gatuno comer mientras una voz casi ronca nos gritó:
—¡¿Ustedes de nuevo?!
Mi amigo y yo volteamos enseguida y vimos que el padre había salido por la
puerta lateral de la iglesia, esta vez totalmente vestido para dar la misa;
traía una escoba en las manos, la cual cogía como si fuera un rifle. Se empezó
a acercar alzando la escoba amenazante.
—¡Les advertí que no ensuciaran mi ventana, marranos del diablo!
Enrique y yo pensamos que sólo quería asustarnos, pero cuando sentí el
primer escobazo caer sobre mi cabeza nos dimos cuenta que la cosa iba en serio.
Enrique trató de protegerse con las manos, pero también recibió un escobazo.
—¡Ay padre! ¿Está usted loco? —gritó Enrique.
—¡Ay nada, fuera de aquí los dos, fuera cochinos!
No nos quedó otra alternativa más que darnos vuelta y empezar a correr. Un
escobazo le cayó a Enrique en la nuca. Pero esos golpes no fueron suficientes
para el padre, que nos empezó a perseguir con la escoba alzada sobre su cabeza.
—¡Se los advertí! —gritaba el cura.
Las personas de los restaurantes aledaños no dejaban de contemplar la
extraña escena: dos tipos corriendo, perseguidos a escobazos por un sacerdote y
con unos siete gatos siguiéndolos.
Por desgracia, un mozo distraído que llevaba una bandeja llena de piscos
sour se cruzó en nuestra huida; chocamos con él botándolo al suelo y las
copitas de pisco sour volaron por los aires. Nosotros seguimos corriendo. El
padre pasó por encima del mozo caído.
Finalmente Enrique y yo cruzamos la pista hacia las puertas de la tienda
Ripley. La socialista Aída García casi nos atropella con su maserati, tuvo que
dar un frenazo para evitarlo.
Mi amigo y yo nos detuvimos al llegar a la vereda. Vimos que el padre no
había cruzado la calle, se quedó del otro lado, pero sacudía la escoba sobre su
cabeza como si se tratara de una lanza de guerra.
—¡Y no vuelvan por aquí! —nos advirtió. Luego se dio media vuelta y se fue
caminando de regreso a la iglesia.
Enrique y yo, aun agitados, nos alejamos cruzando otras calles.
—Oye Enrique —le dije.
—¿Qué?
—¿Vamos a seguir alimentando a los gatos de la iglesia después de esto?
—Más que nunca, gordo loco, más que nunca.
Y nos fuimos a pie de Miraflores a nuestras casas.
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