Adriana Zamora
A finales de los noventa, cuando era residente
de toxicología, mi familia se encontraba en la represa de Prado lista a recibir
el año nuevo. La represa queda en el departamento de Tolima y a mis padres les
agradaba alquilar ocasionalmente una cabaña en el lugar para poder descansar en
un ambiente de tranquilidad, mientras mis hermanos disfrutaban de los deportes
náuticos. Yo no podía ir porque tenía programado turno y no estaba precisamente
con mi mejor ánimo, ya que me lo habían asignado hacía tan solo cuarenta y ocho
horas.
A las dos de la tarde, habíamos pasado revista
asistencial a los pocos pacientes que se encontraban en observación y ya no
teníamos actividades pendientes, únicamente debíamos esperar a que ingresaran
nuevas urgencias. Así que me dirigí a la
sala de descanso médico ubicada en
urgencias y me puse a ver televisión; fue entonces cuando pasó el coordinador
del postgrado quien me miró con expresión de sorpresa.
—¿Y
usted qué hace acá?
—Profe, el doctor Cubillos me puso turno.
—Pero si ya estaba asignado el turno a Rojas.
¿Para qué dos?
—Que en este día se aumenta el número de
intoxicados después de la media noche.
—No. Pero no estoy de acuerdo —dijo negando también con la cabeza— con uno es más que suficiente. Igual hay tres
médicos de urgencias apoyando. Vete Adriana. Yo le informo a Cubillos después,
que te fuiste con mi aprobación.
—¿En serio profe? ¡Qué bien! ¡Gracias!
Saqué
cuentas sobre cuánto me demoraría en llegar a la casa, empacar mis cosas, ir al
terminal y finalmente a la represa. Si no había inconvenientes, llegaría
aproximadamente a las nueve de la noche. Y comencé el recorrido.
De ahí en adelante nada salió bien. La llegada al terminal fue eterna gracias a
los trancones y la imposibilidad de conseguir taxi rápidamente, eso sin contar
la primita navideña que me sacó el conductor. Cuando llegué a la zona uno,
donde se toman los buses para ir al sur del país, me quedé boquiabierta al ver el caos. Un
concierto de rock al parque le quedaba en pañales. No se podía caminar de lo
lleno que estaba. Al llegar a la
taquilla me dijeron que ya no se conseguía pasajes sino hasta las ocho de la
noche. Había un servicio de colectivo que tenía un cupo, pero salía a las seis
de la tarde.
Al borde del desespero y con ganas de llorar por tener que pasar el año nuevo
sola, llamé a mi amigo Guillermo para contarle todo. Mi idea inicial era que me
recibiera en su casa, pero él me dijo que estaba solo también y quería cambiar de ambiente, así
que propuso llevarme en carro hasta la represa, lo cual me pareció fabuloso. Me
recogió en el terminal a las cinco de la tarde; conducía un Renault doce, azul claro, modelo noventa y dos. A pesar del aspecto algo
deteriorado del carro, me sentí animada pensando
que perfectamente a las once de la noche estaríamos reuniéndonos con mi
familia.
¡Error! Habían pasado dos horas y nada que podíamos salir de Bogotá. Guillermo
debió notar el grado de estrés que tenía y comenzó a contarme anécdotas de la universidad para
tenerme entretenida. Él al igual que yo era médico y estaba haciendo residencia
en ginecología; durante el mes de diciembre continuaba con actividades
asistenciales por lo cual sus padres tuvieron que viajar sin él a pasar
vacaciones en Argentina. Al programar sus turnos el coordinador le dio libre el
puente del fin de año, pero eran solo
tres días, lo cual limitaba sus opciones de viaje y hasta cuando lo llamé no
había planeado ninguna actividad.
A pesar de que durante la carrera uno se prepara para pasar varias
fechas especiales alejado de sus seres queridos, no dejaba de ser frustrante
que habiendo obtenido el permiso no pudiéramos llegar antes de la media noche,
sin embargo el tiempo pasaba y el tráfico no disminuía en volumen a pesar de
que ya íbamos por carretera. Los paisajes, los olores propios de campo, la
sensación de quietud y aislamiento que brindaban las montañas, el viento frío y
el silencio nos ayudaba a entretenernos y no pensar demasiado en eso. Guillermo
debió sentirse cansado o quiso plantear alternativas al plan original, por lo
cual sugirió la posibilidad
de quedarnos en otro pueblo si llegábamos a las diez de la noche y seguíamos en
carretera. No tuve que hablar en lo más mínimo; bastó mi mirada. Luego dijo:
—Bueno
no. Solo decía.
Debí aceptar su sugerencia. Después del
Espinal, el carro comenzó a botar humo y no siguió andando.
No había nada cerca, los carros pasaban pero no nos auxiliaban y no teníamos
celular. Miré el reloj y ya era las once y cuarto. Cuando destapé el capó, el
radiador botaba mucho humo y al observar el contenedor de agua estaba
totalmente vacío.
—¿Revisaste
el agua antes de salir?
—Ehh. No.
Conté
hasta diez y no sirvió para nada, le di una fuerte patada al carro y me fui
caminando por el estrecho borde de la carretera, tratando de alejarme lo que
más podía de Guillermo, cuando él me gritó:
—Adri,
deja el drama que te van a atropellar.
Me volví hacia donde estaba y le contesté con toda mi furia.
—¡Eres un idiota! ¿Cómo se te ocurre sacar un
carro a carretera sin mirar esas vainas?
—Tenía afán por recogerte. Yo no tenía planeado
este viaje y alisté rápidamente todo. Además el carro nunca había molestado.
Respiré
profundamente mientras me refregaba los ojos y el rostro con las manos. Boté el
aire y lo volví a ver. Estaba descompensado. Obviamente él tampoco se la estaba
pasando bien y debía estar pensando en las veces que me sugirió parar en un
hotel y no lo escuché.
—¿Hay
algo de comer?
—Tengo papitas y gaseosa en el baúl.
—Comamos mientras alguien se digna a llevarnos.
No
fueron fáciles los primeros minutos. A nadie le gusta que le griten y menos en
esas circunstancias. Pero la charla fue fluyendo y terminamos riéndonos de
todo. No nos fue mal con la llegada de la media noche. Desde donde estábamos se
alcanzaba a ver los juegos pirotécnicos, que posiblemente eran de Saldaña y
aproximadamente a las doce y treinta un señor se detuvo y ofreció llevarnos.
—¿Y
mi carro? ¿Será que me lo roban o me lo desvalijan?
—¿Te quieres quedar todo el resto de la noche
acá cuidándolo?
—Sí ya entendí.
Finalmente llegamos a Prado a las nueve de la
mañana. El encuentro con mi familia fue simplemente maravilloso; estaban muy sorprendidos
de vernos y Guillermo estuvo muy contento de encontrarse dentro de un grupo tan
amable y bullicioso. Dos de mis tíos se
encargaron de ir con una grúa para recoger y arreglar el carro, mientras
nosotros pudimos disfrutar de la cabaña y sus alrededores. Dos días después
tuvimos que volver a Bogotá para reintegrarnos en nuestros respectivos
hospitales, pero ciertamente el descanso nos sirvió muchísimo para recargar
energías. Mirando hacia atrás creo que ha sido el mejor fin de año que he
tenido.
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