Bernardo Alonso
–¡Adelaida!, muchacha sucia, no se debe mezclar la basura ¡Coño! Sabéis
que el cabello va en un cesto y la basura común en otro, ¡sois una cerda! –doña
Balbina solía insultar y maltratar a la joven Adelaida por ser despistada y no
atender sus obsesivos requerimientos de limpieza en la peluquería.
–Sí doña Balbina, no volverá a suceder –Adelaida, sin mirarla a la cara
y viendo sus propios zapatos, se disculpó restregando las manchadas manos en el
delantal beige que contrastaba con sus oscuros rizos.
–Pensé que de dónde habéis venido os han enseñado un poco de las labores
de limpieza ¿qué, en esas épocas vuestros padres no os enseñaron a separar la
basura? ¿O a ser más responsables? –el tono era amenazador y contenía mucho
desdén.
–Sí señora, disculpe –Adelaida no tenía más remedio que humillarse y
rebajarse a pedir perdón siempre ante las arbitrariedades y caprichos de su
obesa patrona sí es que pretendía tener acceso a su porción de la dotación
comunal de esta.
Súbitamente fueron interrumpidas por la
campanilla que al abrirse la puerta de la impecable peluquería anunciaba un
nuevo cliente. Ambas se volvieron para ver quien entraba. Resultó ser Duncan
Hay quien como todos los domingos venía a delinear su canosa barba y a afeitar
la calva para dejarla brillante.
–Buen día Duncan ¿Cómo está el día de hoy? ¿Qué tal la cosecha de este
año? –saludó con gentileza artificial doña Balbina llamando inmediatamente a
Karun para atender al cliente.
–Gracias doña Balbina, todo muy bien, como siempre quemar el campo antes
de sembrar rinde frutos al cosechar, eso lo aprendí de mis siervos allá en
Escocia, usted siempre al tanto de la cosecha doña Balbina, no se preocupe,
como cada mes recibirá su dotación comunal –con voz ronca y el rancio e inconfundible
acento escocés contestó Duncan cuando un joven moreno y delgado con ropas
holgadas y sandalias entró directamente a reverenciarse frente al cliente. Sin
mediar palabra colocó un delantal en el pecho del escocés quien se encontraba
sentado en la única silla del establecimiento, reclinando posteriormente la
silla a la altura de su cintura para comenzar a aplicarle sobre la pelona
espuma de jabón que previamente batió en una taza vieja.
–Doña Balbina –comenzó la plática Duncan– ¿se ha enterado de la nueva
llegada a la Isla?
–He oído rumores de un marino con ropas extrañas –respondió doña
Balbina.
–Así es, un marino de lo que usted conoce como Alemania –aclaraba Duncan
mientras un curioso peinado con la espuma estaba delineado y Karun a media
afeitada limpiaba la navaja.
–Pues me son extrañas las personas que recién llegan, ¿qué hostias
sucederá? antes nos entendíamos mejor, la ventaja es que podéis aprender los
idiomas de los que llegan a lo largo de nuestra estancia en la Isla, pero los
nuevos habitantes son bastante singulares, muy acelerados y con ideas poco
usuales, ¿no os parece? –con extrañeza decía doña Balbina dándole la espalda a
Duncan mientras acomodaba toallas en el armario de madera al fondo de la
peluquería.
Al escuchar Adelaida la conversación sintió curiosidad por conocer al
nuevo habitante.
– ¡You fucking bastard! –Gritó Duncan cuando Karun, distraído por la
charla lo cortó en la nuca con la navaja haciendo una incisión del grueso de un
ojal– ¡I am bleeding you idiot! –soltó el encabritado escocés mientras se
tocaba la nuca levantándose rápidamente de la silla observando su mano
ensangrentada ante la mirada de asombro y enojo de doña Balbina.
–Es de curarse rápido Duncan, con una compresa de alcohol, ahora veréis
–se disculpaba doña Balbina tratando de aplacar la ira del leal cliente y amigo
mientras alejaba con un brazo al joven indio que nervioso y espantado soltaba
la navaja viendo su error.
Adelaida aprovechó el incidente para
salir de la peluquería con los cestos de basura ordenados como su jefa le
exigió, dejándolos en la esquina de la calle al momento que decidió recorrer la
avenida principal empedrada y flanqueada por idénticos edificios de no más de
tres plantas de adobe marrón. Una desvencijada carreta a dos caballos pasó a su
lado con tres jóvenes negros ataviados con taparrabos de tela de manta hablando
un extraño lenguaje y un par de niños orientales togados corrían y jugueteaban
en la acera de enfrente. Se encaminó hacia la playa a donde pensaba que podría
estar el nuevo habitante. Al cabo de diez minutos de recorrer la tranquila
avenida bajo un cielo nublado, un aire cálido y húmedo mientras aumentaba el
sonoro oleaje y conforme caminaba disfrutando del cada vez más perceptible olor
a mar dio en la cuenta de haber llegado a la playa cuando sus pies toparon con
la arena que podía confundirse con talco entorpeciendo sus pasos.
Caminó hacia el viejo e inservible faro
y pudo ver a lo lejos la figura de una persona forcejeando con una balsa, al
acercarse divisó un fornido joven con uniforme militar color azul marino y una
insignia dorada de águila bordada en el pecho de la casaca castrense. Sin ser musculoso
era atlético y de un color pálido, cabello rubio con pecas en la cara. El
marino arrastraba una pequeña barca de madera de forma desesperada con poco
éxito cuando Adelaida lo interrumpió en su labor saludándolo amablemente como
era su carácter. A lo que el alemán respondió sorprendido al ver a la pequeña y
muy morena puberta descalza con una cándida mirada y amable gesto percibiendo
su frágil e inofensiva figura. No le resultó extraño el lenguaje de la joven ya
que Jürgen Hoppenhaus oficial de tercera de la Kriegsmarine entendía el
castellano al haberse criado en Berlín con una institutriz madrileña, quien lo
ayudó a comprender el saludo y plática superficial de Adelaida.
–Soy Jürgen –dijo con timidez– estoy muy asustado y quiero irme de aquí
–con temor y temblorosa voz en un castellano con acento.
–No se puede, nunca nadie ha podido, dicen todos. Han llegado desde hace
mucho tiempo y seguimos aquí todos sin que nadie haya querido escapar. A ti
¿qué te pasó? –era contundente y no tenía duda alguna Adelaida del dicho de los
demás como si de un dogma se tratara.
–Estábamos persiguiendo un carguero inglés en el Canal de la Mancha
cuando mi comandante hizo sonar la alarma del submarino U-40 que tripulábamos,
oí un par de explosiones y a la tercera solo sentí una bocanada de agua salada
en mi garganta, luego arena en mi rostro despertando ahí donde están esas
rocas, todo fue en un solo instante –el muchacho estaba absolutamente conmovido
y a la vez confundido, se tapaba la cara mientras se sentaba por debilidad en
las piernas en la orilla de la barca soltando un llanto, sabía lo que había sucedido,
era negación, deseaba que sólo fuera una pesadilla, sin embargo al sentir con
sus cinco sentidos toda la escena desde que llegó a la playa era imposible un
sueño tan real –luego llegaron personas extrañas con vestimentas antiguas, un
hombre con armadura medieval y cota de malla me arrastró hasta la calle de
allá, me cuestionó una señora obesa en toga, trataban de explicarme todo y aun
no comprendo nada. Llevo dos noches aquí, mismas que no he podido dormir por no
saber dónde estoy ni qué pasó, nadie me ha ordenado hacer nada, todos me ayudan
pero tengo que volver a casa.
–Mira Jürgen, yo llevo más de cien años viviendo en la Isla, doña
Balbina mi patrona otros cien más, Duncan el escocés otros cien más y así
todos, aquí venimos después de haber muerto en el mar, eso es lo único en común
entre todos. Está Uk, el que vive en la cueva de aquel peñasco, se viste con
piel de animal y no se sabe nada más de él porque no habla, solo repite el
sonido uk uk y no entiende razón. También está Rorman el númida que al ser
remero esclavo de un trirreme romano se hundió en una batalla cerca de Nápoles.
Yo soy de Costa Rica y una marejada en la playa de Jacó me trajo hasta aquí,
mis padres eran simples pescadores de la costa, mi vida valía poco si lo
quieres ver así, no como la de doña Balbina quien fue noble y rica, si la
conocieras aún mantiene esa soberbia y superioridad aunque sea la dueña de la
peluquería de la Isla, ella se ahogó cuando su basto peso rompió el tablón de
un muelle en el que se celebraba la boda de su hijo en algún puerto gallego
–Adelaida trataba de explicar la trascendencia de los habitantes de la Isla.
Podría ser un sueño o fantasía pero ahí estaban todos sin saber dónde se
encontraban y que sucedería, en una aparente vida eterna en la que se habían
organizado en un pueblo con personas de distinta era y procedencia.
El novato alemán
trataba de comprender primero que estaba muerto y luego que una inmortalidad lo
esperaba en un lugar extraño con personas desconocidas y raras salidas de un
cuento de los que su abuela le contaba de niño, pero con una historia en la que
el mar había causado la muerte como naufragios, ahogamientos, inundaciones,
marejadas, etcétera. A Jürgen se le revolvía el estómago al ritmo de su cabeza
cuando escuchaba la explicación.
Pasaron unos minutos en silencio y
Jürgen sentía mayor tranquilidad teniendo a Adelaida junto a él cuando ella le
dijo:
–Mira ahí viene Karun, mi compañero de trabajo, es buena persona pero
muy callado y tímido –le informaba Adelaida mientras ambos, sentados en la
orilla de la barca veían al delgado y moreno mozo acercarse a lo lejos.
–Y a él, ¿qué le pasó? –preguntó con morbo Jürgen aprovechando que la
distancia de Karun era suficiente para saber más de él sin que se enterara
este. A Jürgen le nació la curiosidad de conocer las historias tan remotas y
lejanas de los moradores de la Isla.
–Es distinto con Karun, él mismo me lo contó hace ya varios años. Lo
reclutaron a la marina imperial cerca de Calcuta pero no soportó la férrea
disciplina británica, se amarró una piedra al cuello y se dejó caer al mar
desde la popa de un barco militar. Pero no comentes que te conté eso, tan solo
el recordarlo lo deprime mucho –la mirada de Adelaida estaba en los pasos de
Karun quien caminaba cabizbajo.
–¡Oh, por Dios! –sorprendido y consternado expresó Jürgen.
Adelaida presentó a
Jürgen y Karun contándole a este último de la llegada del alemán, estos se
saludaron con la mirada viendo sus diferencias físicas y de vestimenta. Sin
mediar palabra alguna Jürgen se levantó y se quedó viendo al mar, las dos
hileras de olas reventaban en la playa esparciendo la espuma que era absorbida
por la arena, era la tarde y el sol estaba entre el cenit y la puesta. Jürgen
dejó de sentir el miedo que lo había inundado los últimos días. Inspirado por
el paisaje del azul del cielo fundido con el del mar en el vacío horizonte volteó
a ver a los otros dos para decirles con la razón evitando los sentimentalismos:
–No es posible que lleven décadas y décadas sin cuestionarse su
existencia aquí ¿Qué hay más allá del mar? ¡Ya están muertos! No les puede
pasar nada más. Conviven con muertos como si estuvieran en su propia vida
–decía con valentía mirando a Adelaida principalmente con ademanes firmes y
claros –desde niña te habrán dicho que después de morir irías al cielo como lo
describe el apocalipsis con piedras preciosas y oro o vivirías eternamente en
un estado de gloria con plena felicidad entre tus familiares muertos, bueno,
eso también nos decía el pastor de la iglesia –refiriéndose a Adelaida que se
veía convencida –y seguro a ti te prometían reencarnar en otro ser –le decía a
Karun –pero nada de eso sucedió, están en una isla con cavernícolas, caballeros
medievales y gente de toda época sobreviviendo a la muerte en un destino
incierto por cientos de años, yo llevo un par de días y veo lo absurdo de las amenazas
y promesas de los clérigos, eran simples mentiras. Dime Karun, ¿por tu suicidio
reencarnaste en un gusano? –reaccionó incómodo Karun viendo a Adelaida ante la
indiscreción pero permaneciendo callado –o tú niña ¿vives en el cielo sin
sufrimiento viviendo gozo y paz eterna? todo eso eran simples cuentos, nadie
sabía qué pasaría, ninguna persona ha regresado de la muerte porque quizás
todos se quedan tan conformes como ustedes en su Isla alabando ciegamente la fe
impuesta.
Mientras Jürgen hablaba
y entonaba cada vez más fuerte, Adelaida y Karun se destaparon de sus creencias
convencidos o por lo menos consideraban las dudas que el marino les hacía y
Adelaida preguntó:
–¿Y qué hacemos?
–No lo sé, pero no pienso estar en esta isla por siglos, vamos, ayúdenme
a llevar esta barca al mar –ordenó Jürgen y los otros dos obedecieron exaltados
por sus palabras.
Se metieron a la pequeña embarcación,
Karun tomó el primer turno de remar logrando sortear las olas saliendo al mar
abierto. El sol avanzaba en el firmamento y las aguas se calmaban conforme se
alejaban de la Isla. Al cabo de unos minutos de estar en silencio, contemplar
el enorme mar y viendo como el confín devoraba la pequeña isla se encontraron
en otro ambiente completamente solos y verdaderamente aislados sin rumbo fijo.
Pasaron varios turnos de remo cuando cayó el sol y los últimos rayos de luz
asomaban.
–Y ¿adónde llegaremos? –preguntó Adelaida.
–No lo sé, dónde sea es mejor que de dónde venimos, y si no nos gusta,
pues a otro lado –respondió sinceramente Jürgen viendo el horizonte remando con
armonía y sin descanso.
No había nada más que agua y cielo. Ni
una nube asomaba. La noche fue calmada, y así a la deriva lograron conciliar el
sueño en paz con el vaivén de la barca y el rítmico crujir de los viejos
tablones de madera blanca despintada.
Despertó Adelaida descansada y con la
mente clara, seguía sin ver nada más que agua, sin embargo notó que el cielo
estaba más oscuro. Eran enormes nubes que cerraban la bóveda celeste. De reojo
vio un destello de luz y en unos momentos escuchó el trueno rugir a lo lejos
seguido de la clásica brisa que anuncia una tormenta. Espantada despertó a los
demás advirtiéndoles de la tempestad.
–¡Despierten! ¡Es una tormenta! –Adelaida alertó a los dos tripulantes.
Se despertaron desorientados pero al
ver la lóbrega atmósfera sintieron terror. Karun tomó los remos y en un absurdo
intento remó despavoridamente tratando de huir. Los otros no se percataron de
la inútil tentativa del indio.
–Es enorme –decía Jürgen con su rubia cabellera ondulando por los
fuertes vientos– nunca he visto algo igual.
A cada momento aumentaba el oleaje y
empezaron a sentir las primeras gotas caer humedeciendo y enfriando su piel. De
un instante a otro se encontraron con un aguacero seguido de vientos poderosos
que hacían virar la endeble balsa, se torcía con cada subir y bajar de la marea
golpeando. Todos se encontraban en estado de desesperación ante el monstruo que
los iba a devorar bramando despavoridamente.
Al cabo de un lapso aumentaba sin
tregua el temporal brutalmente y ya no se escuchaban los gritos de los
aterrorizados náufragos, todo eran truenos y olas azotando la embarcación y sus
cuerpos. Jürgen desde el frente del barco tirado en el piso de este levantó la
cabeza y vio a Adelaida envuelta en espanto con las manos en posición de rezo, tratando
de hincarse implorando sordamente mientras el agua a chorros la sacudía y
tumbaba. Karun simplemente se hizo bola en el piso con la cara hacia abajo
aferrándose fuertemente de un extremo de la lancha. El propio marino podría
creerse que estaría en calma después de haber sobrevivido batallas en altamar,
sin embargo el miedo lo estremeció y no dejaba de pedir perdón y llorar.
Era una escena de verdadero terror en
la que los jóvenes se asían no sólo de las endebles vigas de madera sino de sus
creencias. Coincidía el sentimiento entre los tres de castigo y penitencia por
el desafío a su destino cuando la más enorme ola se precipitó sobre ellos
reventando huesos, madera y todo lo que abordo se encontraba. Ahora sí, todo
era silencio.
Adelaida sintió el salobre trago de agua
y sus oídos se taparon en la oscura profundidad. Escuchó el suave oleaje
esparcirse por una tersa playa, el cálido sol en su mejilla derecha y una
tierna brisa en su cuerpo. Tomó fuerzas y se levantó a la vez que abrió los
ojos al resplandor de un bello amanecer. Todo era muy extraño, no era la Isla,
sí era una playa, pero una distinta en la que había estado por un siglo. Pudo
enfocar con mayor precisión, unas sencillas construcciones de palma estimularon
su memoria, algo le era familiar de todo esto, no soñaba, sus ropas eran las
mismas que vestía en la barca, era muy real. Avanzó caminando con cierto
sentimiento de asombro y perplejidad sin saber su exacta ubicación. De pronto
apareció una mujer adulta a unos pocos metros, se quedaron viendo mutuamente y
esta le abrió los brazos mostrando una entrañable sonrisa a la vez que le oyó
decir: Adelaida, hija mía.
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