Teresa Kohrs
Ambar despertó desorientada.
Un minúsculo rayo de sol le acariciaba la punta del pie iluminando tenuemente
el pequeño espacio cavernoso en el que había pasado la noche. El peligro a ser
descubierta por los suyos iba disminuyendo conforme la luminosidad se expandía.
Había poca humedad cerca de la superficie y su lengua se sentía seca. Si su
abuela la viera ahora, escondida dentro de la zona prohibida, seguramente le
gritaría hasta quedar ronca. Pero eso ya nunca sucedería pues ella había
quedado en el pasado. Su futuro estaría muy lejos de la comunidad en la que
había nacido.
Una media sonrisa
apareció lentamente en su rostro. Sentía miedo a lo desconocido pero la
naciente euforia al saberse libre se hacía presente brillando con determinación
en esos grandes ojos color ámbar, los cuales le habían dado su nombre. Apenas
podía creerlo. Cuando decidió huir nunca pensó que la seguirían.
Los seres de la noche vivían
encerrados dentro de la montaña. No soportaban la luz. Ellos nacían, crecían y
morían inmersos en una fría oscuridad absoluta. La más mínima iluminación podía
quemarles la piel o dejarles ciegos.
Un doloroso recuerdo ahogó
la creciente sensación de libertad. Volvió a sentir esa presión en el pecho con
la que se había acostumbrado a vivir. Al cumplir los dieciséis años ella y Pedro,
su mejor amigo, quien ya tenía dieciocho, pudieron por fin formalizar los
planes de integrar una unidad familiar. La tradición indica que cuando el
hombre llega a la mayoría de edad elegirá a su primera mujer. Durante la
ceremonia, él deberá marcarla a través de una dolorosa mordida sobre la vena
del cuello, succionando con fuerza el líquido escarlata, para luego sellar las
perforaciones con el agente coagulante contenida en la saliva, formando así la
marca de la posesión, dejándola a la vista de todos. Con el paso del tiempo, la
pareja obtendría permiso de elegir más mujeres con las cuales también procrear fortaleciendo
así el poderío de la nueva familia. El hombre tendría varias mujeres, pero ella
sólo podía servir a un solo hombre. Con él se reproducía, le ofrecía sangre
para su placer y atendía todas sus necesidades. Ambar siempre pensó que Pedro en
verdad la quería. Se hicieron muy buenos amigos desde temprana edad y se habían
ayudado mutuamente en varias ocasiones. El dolor de su rechazo fue brutal.
La bóveda principal en
donde se encontraban ahora para la ceremonia era un gran espacio de altos techos.
Sorprendentes estalactitas adornaban el salón, contrastando con las pequeñas cuevas
en la que tenían que dormir pegados unos a otros. Al centro, sobre un monolito,
se erguía una figura femenina burdamente esculpida, la cual representaba a la
deidad de la noche, traída por los primeros habitantes, únicos sobrevivientes
del gran cataclismo. Dos enormes gemas de un amarillo obscuro en lugar de ojos
resaltaban en su rostro y una tercera finamente tallada predominaba al centro
de su frente. Alrededor de la base distintos nichos le ofrecían alimentos,
objetos personales, oraciones especiales y penitencias a cambio de sus favores.
Debajo de cada nicho se colocaba una vasija de piedra porosa con carbón el cual
se encendía durante las ocasiones especiales. Era labor de las mujeres ancianas
agregar a los sahumadores distintos elementos que enrarecían y calentaban el ambiente
con un aroma penetrante.
En este lugar, ante la
presencia de todos los jefes y sus primeras mujeres, Ambar y Pedro se colocaron
uno frente al otro para completar el rito de inicio de unidad. Su querido amigo
la tomó de la mano y se acercó a ella observándola con anticipación, erizando
su piel. Desde que eran chicos él la veía siempre con esa intensidad. Cuando
niños, la primera vez que se le acercó, la miró directamente estudiando
minuciosamente sus ojos.
—Son del color de la diosa de la noche —dijo asombrado,
para después sonreírle e invitarla a jugar junto con sus hermanos.
Su amistad fue creciendo y ella comenzó a admirar
su fortaleza. A diferencia de los otros, a él no le importaba el aspecto de su
piel o de su cabello. El tono de sus “ojos de diosa” lo atraía inexplicablemente.
Antes de morderla,
recorrió con la lengua el pulso en la zona que seguramente latía visiblemente a
causa de los nervios. Conectó con su mirada y sin despegarla hincó fuertemente los
afilados colmillos. Ella se cimbró por el agudo dolor cerrando con fuerza los
ojos, apretando sus nudillos. Sin embargo, al primer contacto del líquido vital
en la lengua del joven, un gesto de indigestión le hizo torcer su cara
enrojecida. Frunciendo el entrecejo del asco selló la herida para después
escupir una y otra vez en el suelo rocoso. Las expresiones de asombro no se
dejaron esperar. Al terminar de expulsar hasta la última gota, con enojo, recriminación
y sospecha en su mirada la rechazó delante de todos.
—¡Su sangre está podrida! —gritó
Pedro a todos los presentes.
Ambar desconcertada, sintiéndose
traicionada, no pudo evitar las lágrimas. Su amigo la había marcado, pero
también la repudió públicamente. De un segundo a otro se había convertido de
primera mujer a intocable. Ya no dormiría junto a su abuela en la cueva de la
familia, ni tampoco tendría un espacio nuevo junto a Pedro. Ahora viviría en
las zonas más húmedas y frías, sumergida en la inmundicia junto con los demás
intocables, con poco acceso al pozo de agua, raciones reducidas de alimento,
realizando las labores más detestables: limpiar los desechos, despellejar los murciélagos,
serpientes y otros animales rastreros, preparar cadáveres para ser enterrados y
atender a los enfermos incurables.
Desde niña ella se sabía
diferente. No veía bien por lo que constantemente tropezaba pareciendo ser
torpe. Su piel era más delgada y suave que la de los demás. Con cada caída
estrenaba un raspón. La abuela le decía que era débil, tonta y enfermiza. Su
madre murió cuando ella tenía siete años. Era la única persona que la tocaba y
acariciaba con frecuencia, la única que la hacía sentir verdaderamente valiosa.
Entre ellas tenían un secreto. Cuando nadie se daba cuenta, la llevaba hacia la
superficie entre pequeños pasadizos hasta la zona prohibida, aquella donde la
roca era más porosa, había aire dulce, grietas y en ciertos momentos del día,
luz. Su madre la esperaba en la oscuridad mientras Ambar se regocijaba con
aquellos rayos de sol, absorbiendo el calor necesario que le permitiría vivir
en lo profundo de la montaña hasta la siguiente ocasión en la que pudieran
escapar. Esos viajes constituían los mejores recuerdos de la infancia. Después
de su muerte, ella continuó haciéndolos pues era la única manera de evitar la
enfermedad que la atacaba cuando estaba demasiado tiempo en penumbra. Sabía el
riesgo que corría si alguien la descubría, pero también era consciente que
nadie podía seguirla una vez que la claridad aparecía. En esos instantes se
alegraba de ser distinta.
Más de tres años después
de la humillante escena a la que fue sometida, emprendió uno de esos viajes clandestinos
atreviéndose a ir por caminos nuevos. En sus recorridos aprovechaba para
recolectar diversas raíces que le servirían para alimentarse en secreto. Se
sorprendió al encontrar dentro de un socavón un conjunto de metales lisos y circulares
colocados sobre un nicho incrustado en una pared con abundancia de cuarzo. Parecía
un altar. Su madre conservaba uno de esos metales, decía que había pertenecido
a su padre. Se agachó para tocarlos con las puntas de los dedos cuando un ruido
la sobresaltó lo que hizo que se golpeara la cabeza. Sobándose se acercó
sigilosamente hacia el sonido que parecía provenir del otro lado de la cueva. Su
corazón comenzó a palpitar fuertemente. Eran voces de personas desconocidas.
Haciéndose chiquita se escurrió entre dos rocas planas para acercarse y
escuchar mejor. Casi todas las palabras eran conocidas aunque la pronunciación sonaba
tan diferente que tardó en reconocerlas.
—¡No veo, tengo miedo! —exclamó un pequeño.
—¡Ven! —dijo el padre— aquí está tu lámpara.
—No te preocupes hijo —comentó la mamá cariñosamente— es normal que un niño le tema a la oscuridad.
—El problema es cuando un adulto le teme a la luz —dijo
el padre murmurando para sí mismo.
—¿Ya estamos todos? —gritó otra persona con
autoridad.
Otras voces se
escucharon confirmando la presencia de todo el grupo.
—¿Ven esa apertura entre aquellas rocas? —dijo esa misma voz masculina— hace años un minero quedó atrapado cien metros
abajo.
Murmullos de
asombro y exclamaciones se oyeron a su alrededor.
—¿Lo salvaron? —preguntó una voz
suave.
—Es usted muy joven y a lo mejor no lo recuerda —dijo el hombre queriendo halagar a la mujer— pero salió en las noticias. El minero fue liberado
con vida después de haber permanecido en aquel derrumbe por más de veinte días.
El equipo de rescate había perdido las esperanzas y temían encontrarse un
cuerpo sin vida.
—¡Veinte días! —exclamó alguien
más— ¿cómo pudo ser
posible?
—Nadie se lo explica —contestó la
persona que parecía ser el guía— se dice que
salió de ahí sucio, mal oliente pero por otro lado se encontraba bien
alimentado e hidratado, aunque aparentemente con problemas mentales.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió otra
voz— después de tantos
años la historia verdadera se pudo haber perdido.
—Es cierto —contestó el guía— sin embargo, lo que se dice es que el hombre salió
tapándose los ojos debido al exceso de iluminación en el exterior y que al
sentir la caricia de su esposa en la mejilla, en vez de recibirla con gusto, la
empujó. Las lágrimas que de emoción había derramado se convirtieron en unas de
tristeza, pero el hombre ni cuenta se dio.
—¡Mi sombra!, ¡mi sombra! —gritaba a todo pulmón entre toses y flemas— no me dejes mi ángel… no me dejes.
—No lo entiendo —dijo otra persona— ¿estaba loco?
—Bueno… —dijo el guía— en los días siguientes el minero explicó que al quedar
atrapado pensó que moriría. Grandes piedras habían caído en sus piernas
rompiendo uno de sus tobillos. Decía que el dolor era insoportable y estaba tan
oscuro que no podía ver ni su propio dedo al colocarlo frente a la cara. Dice
haberse sentido cada vez más débil. La sed y el hambre lo hacían pensar que
deliraba pues por momentos escuchaba el canto de una mujer. Más adelante se dio
cuenta que la mujer era real ya que apareció en la forma de una sombra quien
poco a poco comenzó a comunicarse con él. Sonreía al relatar que a diferencia
de la dulzura en su voz, el tacto de esta mujer era rasposo y brusco. Lo curó
del tobillo, le llevaba agua, algo de comer, platicaba con él y se le
iluminaban los ojos al decir cómo ella lo mordía.
—¿Lo mordía? —preguntó alguien
más.
—Sí. Eso decía. Al parecer —dijo pícaramente el guía —también le ayudaba con otras necesidades pues se
supo que su esposa terminó por abandonarlo acusándolo de infidelidad. Parece
que el minero se enamoró de su imaginario ángel de la oscuridad a la que
llamaba “mi sombra”.
Ambar escuchó la
historia con fascinación. Su madre, una mujer de bajo nivel dentro de la unidad
familiar, no era notable. Cuando dio a luz a una niña aparentemente defectuosa,
nadie le dio importancia pues todos pensaban que moriría pronto. Más adelante,
la niña de ojos extraños fue renuentemente aceptada por la comunidad. Esto les
salvó la vida a ambas y con el tiempo hasta consiguieron cierto grado de
libertad. Se imaginó la bella voz de su madre cantándole al minero, con esa
curiosidad que la caracterizaba, probando su sangre, acariciando la textura tan
diferente de la piel. Curándolo y hablando con él, atendiendo sus necesidades
físicas. Un escalofrío la recorrió. Ahora entendía mejor quién era ella y el
por qué había tantas diferencias con el resto de la comunidad. Su padre no era
de la montaña, no era un ser de la noche sino un hombre de la luz.
—¿El minero vive todavía? —preguntó
una mujer.
Por unos segundos Ambar
dejó de respirar. Exhaló despacio esperando ávidamente la respuesta, mientras
limpiaba sus lágrimas con el dorso de la mano dejando surcos en su polvosa cara.
—Sí —dijo triunfante el
guía— Don
Claudio es su nombre. Desde que su mujer lo dejó se volvió un ermitaño. No
habla con nadie y dicen que solamente se dedica a pintar una y otra vez la
silueta de una mujer de largos cabellos negros. Tal vez hayan visto sus cuadros
pues son muy famosos.
¡Pintar! ¿Cómo
será eso? Se preguntó Ambar.
—¡Claro! —exclamó otra voz— los cuadros del ángel negro, si están por toda la
ciudad. ¡Son maravillosos! ¿Dónde cree usted que podamos conocer más de esta
historia?
Ambar también quería
saber lo mismo. Las personas comenzaron a caminar y entre el ruido de la ropa,
otras conversaciones y el eco de las pisadas solo alcanzó a oír dos palabras:
libro y periodista.
Apretó los labios y
cerró los ojos para evitar gruñir de la frustración. No quería ser descubierta.
Su padre vivía. Con esta revelación en mente se forzó a sí misma a recorrer el
largo camino de regreso a la comunidad. Llegó tan tarde que su abuela la
recibió con un golpe en el oído para evitar que otros la castigaran más fuertemente
intentando a su manera protegerla. La mandó luego a limpiar cadáveres y
prepararlos para el entierro. Ambar aceptó su penitencia de forma sumisa pues
tenía la cabeza llena de ideas. Mecánicamente realizó las tareas, echando agua
a las rocas calientes cuyo vapor purificaría los cuerpos para después cubrirlos
con polvo negro del carbón, mientras un plan se formaba en su mente. Ya nada la
detenía. Pedro la había despreciado, no formaría jamás una unidad familiar y su
abuela, quien le tenía cierto cariño, estaría mejor sin el estigma de una nieta
intocable.
El miedo la paralizó
por un instante. Vivir en la oscuridad le era conocido a pesar de ser repudiada.
¿Se atrevería a salir al exterior? ¿Cómo sería afuera? ¿Se vería también
rechazada por ser diferente? Su padre vivía y esa sola idea le daba valor. No
debió haber regresado, después del retraso de hoy la tendrían más vigilada. El
supervisor, un hombre mayor de larga nariz y joroba pronunciada, se dio cuenta
de su parálisis y con sus ásperas manos la golpeó fuertemente en la cabeza.
—¡A trabajar! —le escupió con rabia— no
solo tu sangre está contaminada sino que además no sirves para nada.
La mano del mismo
hombre le acarició bruscamente bajo el tejido de retazos que la cubría entre
las piernas.
—¡Bah! —dijo echando baba en sus
pies— hasta
tu piel es asquerosa. Suave como la de uno de esos animales rastreros.
Aguantándose las ganas
de vomitar y sintiéndose ultrajada, cerró la quijada con fuerza conteniendo el
enojo. Apretó los puños para no reaccionar. Decidida más que nunca a escapar de
ese lugar agachó la mirada y soportó los golpes del supervisor para evitar llamar
la atención.
Días después puso en
acción el plan. Su habitual ruta de salida estaba temporalmente tapada pues recientemente
la habían utilizado para almacenar pesadas piezas de roca caliza. El único otro
camino resultaba más complicado. Ya no había tiempo, el supervisor sospechaba
algo. Necesitaba hallar la manera de entrar al angosto túnel que llevaba al
pozo de agua. Por generaciones, una cierta familia y todos sus descendientes,
tenían la responsabilidad de encontrar, cuidar y distribuir el preciado
líquido. El manejo del vital recurso les daba rango y autoridad. Pedro provenía
de esa poderosa familia.
Recordando las enseñanzas
de su madre, se agachó para tomar una pequeña piedra la cual tiraría a lo lejos
con el fin de distraer al guardia en turno y colarse dentro.
—¡Maldita mi suerte! —murmuró.
Su idea se vino abajo
cuando reconoció al cuidador. El estómago se le contrajo y la poca comida que
tenía dentro amenazó con salir. Se tomó unos segundos para respirar y pensar.
No podría distraerlo tan fácilmente pues Pedro conocía bien todos sus trucos. Había
logrado eludir al supervisor y si regresaba el castigo sería brutal. No le
quedaba más que encarar a su antiguo amigo de una forma o de otra. Una mezcla
de rabia y desesperación la hicieron avanzar. Se echó el cabello a la cara,
encorvó su figura hasta casi caminar en cuatro patas, asumiendo un balanceo
débil, gimiendo con cada paso.
De porte erguido,
músculos definidos y vestido con un fino tejido de piel de serpiente, Pedro la
vio acercarse tensando visiblemente su postura. Como todos los hombres de su
especie, era de estatura baja, tenía la piel áspera color ceniza, cabello negro
y escaso. Con ojos negros de pequeñas pestañas tupidas y pupilas dilatadas,
observó cada detalle de la mujer. Caminaba torpemente, golpeándose en las
paredes, mostrando un cuerpo delicado marcado con cicatrices. En otro tiempo la
había querido para él y por unos instantes buscó el resplandor de sus
misteriosos ojos, sintiendo esa antigua atracción, pero la profunda decepción
que albergaba apagó cualquier recuerdo. ¡No! Ambar no era la enviada de la
diosa que él había imaginado sino una abominación y como tal debía ser tratada.
Endureció su rostro.
—¡Vete mujer! —le
dijo con firmeza—
sabes que no puedes pasar.
—Sólo unos minutos, voy a curar mis
heridas —dijo
sonando lastimera girándose para mostrar los cortes laterales que el látigo le
había causado.
Mientras lo hacía se
fue retirando el pelo de la cara recorriéndolo con la intención de mostrar la
marca en el cuello que él mismo le había hecho. Ambar siempre la tenía
escondida. Odiaba lo que ésta representaba, el recuerdo constante de todo lo
que había perdido. Sin embargo, en ese momento constituía su mejor arma. No
dudó en utilizarla.
Algo básico y primitivo
se removió dentro del joven al verla. Esta mujer debió haber sido suya, solo
que ahora mostraba un aspecto deplorable, delgada hasta los huesos, lastimada y
sin fuerzas. Por primera vez desde que la mordió se sintió culpable. Cerró los
ojos, gruñó apretando los puños y se hizo a un lado. Ella no esperó, avanzó con
cuidado al principio, corriendo por su vida al final. Debía ser rápida. Pocos
conocían la grieta detrás de la gran roca al costado del pozo cuyo peligroso
camino se elevaba hacia la superficie. Su madre era una de ellas. La otra
persona era Pedro. Él ya tenía otra mujer y en los últimos años parecía no querer
saber nada de la que fue su amiga, como si el traicionado hubiera sido él. La
debilidad que mostró al dejarla pasar indicaba que todavía existía cierta
conexión entre ellos. No tardaría en darse cuenta de su error. Bajó la guardia
y ella escapó. Todos en la comunidad se enterarían y la humillación sería
grande. Dejó a un lado la satisfacción que ese pensamiento le produjo. Hubiera
sido preferible ascender sin tener que cuidarse las espaldas, sin embargo nadie
había explorado tanto como ella y aunque varias veces estuvo cerca de
encontrarla, al final logró evadirlo.
Así fue como, unos días
después, escapando milagrosamente de la persecución del único hombre que podría
localizarla, se encontraba ahora en este lugar donde había sol y por lo tanto
era intocable, no por su estatus, como en la comunidad, sino debido a que la
gente de la montaña jamás se atrevería a llegar hasta aquí. En ese instante Ambar
se dio cuenta que se hallaba suspendida entre dos mundos: el de la oscuridad y
el de la luz. Dos universos de los cuales ella era parte. Unos cuantos pasos
más hacia la superficie y toda su vida cambiaría para siempre. Temblando
ligeramente continuó escalando hasta llegar al punto de no retorno. Una mano
afuera, luego otra. Lentamente se estiró balanceando el peso de su cuerpo que
por primera vez se ve asaltado por la fuerza del viento. Le cuesta trabajo
respirar. El sol la ciega momentáneamente y utiliza su dedos para filtrar el
resplandor. La figura desnuda de una delgada joven, de ojos ambarinos, cabello
largo y piel grisácea aparece sin aviso ante la mirada atónita de un grupo de
turistas.
—¡Mira papá! —exclama la
voz aguda de una niña pequeña—
¡una
muñeca de tierra!
A través de los años,
en aquel pueblo minero, dos leyendas se entrelazaron: la del ángel oscuro y la
de la mujer de la montaña, a la que rescataron una mañana saliendo del tiro de
una antigua mina.
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