Adriana Zamora
Llevaba tres meses de relativa tranquilidad desde su última visita,
cuando recibí su llamada. En cuestión de segundos mientras él saludaba, mi
corazón latía a gran velocidad; pensaba en que iba a llegar para desordenar mi
vida, cuando aún no me recuperaba.
En efecto, de nuevo estaba en Ibagué; y al tiempo que hablaba yo planeaba que
excusa iba a utilizar para evitar verlo. Fue justo en ese momento cuando
preguntó:
—¿Vamos a
tomar algo?
—Sí claro.
El punto de encuentro fue un bar de ambientación irlandesa; debido a su
gusto por los cigarrillos nos ubicamos en una de las mesas exteriores, lo cual
no me disgustó, ya que el ruido del interior nos hubiera impedido sostener una
conversación. Me contó sobre su viaje: esta vez fue a Canadá, estuvo
principalmente en Ontario y Quebec y como siempre había buscado sitios lo más
cercanos posibles a la naturaleza que no fueran tan populares, socializando con
muchas personas y gastando lo menos posible. Tomó la decisión de regresar a
Colombia porque ya no tenía dinero y un primo le había ofrecido un trabajo
mientras volvía a organizarse.
—Fue tenaz Coni —decía mientras me acariciaba
suavemente la mano—. Los últimos dos días no pude comer. Menos mal en el aeropuerto, una
pareja a la que le hice una caricatura me pagó bien o me hubiera desmayado del
hambre.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Pues mi
primo vive en Cali. Pienso trabajar duro unos seis meses y vuelvo a viajar.
Tengo ganas de ir a Camboya y pues si puedo, recorrer toda esa zona de la
península indochina. Dicen que Angkor Wat es espectacular. Tú también podrías
cuadrar tus cosas y me acompañas dos meses —dijo al tiempo que me guiñaba un ojo y exhalaba el
humo del cigarrillo.
Recordé la última vez que me puse de loca aventurera con él, terminé
comiendo hasta carne de un lagarto raro que me supo a mier… y me quedaron los
brazos llenos de cicatrices. Pero no era solo eso. A diferencia de él, no podía
darme el lujo de dejar todo tirado e ir a recorrer el mundo por dos meses.
—No, tú
sabes que no. De pronto algo más corto. Un viaje de una semana quizás. ¡¿Qué tal si vamos al Amazonas?! Sería el
sitio perfecto para los dos ya que es selva pero hay hoteles cómodos y no es
tan caro.
—Sí. Puede ser —dijo mientras apagaba el
cigarrillo en el cenicero y me miraba fijamente, al final sonrió y sacó un
paquete de su morral— por cierto
casi lo olvido: te traje un detalle. No
tenía plata para tus costosísimas camisetas de “Hard Rock”, pero creo que te
gustará.
Era una
preciosa camiseta blanca que tenía estampado en tonos rosas, azules y grises un
motivo alusivo a las cataratas del Niagara. Me emocioné mucho al verla, era la primera vez
que me traía un regalo. Lo abracé
emocionada mientras él reía.
—¡Vaya!
Parece que acerté en grande.
Fuimos los últimos clientes en salir del bar; si hubiera sido por
nosotros, la conversación, la cerveza y el cigarrillo se hubieran prolongado
por varias horas más. Pero la solicitud
de la camarera de cancelar ya que tenían que cerrar nos obligó a cambiar de
planes. No hubo necesidad de que me
preguntara si se podía quedar en mi casa,
por el camino pensaba en que afortunadamente no tenía mucho mercado y sí
un par de camisetas de mi hermano listas para ser catalogadas en la categoría: pijama;
ya que suele desocupar mi nevera y mostrarme toda su ropa deteriorada,
recordándome que vivimos en una sociedad de consumo donde la gente usa
demasiadas cosas que no necesita y acto seguido me pregunta sobre qué tengo
para desechar.
Tantas veces se había quedado que ya no había necesidad de que yo le
diera indicaciones. Sabía que la
habitación de huéspedes se encontraba en el segundo piso, al lado del cuarto de
televisión y a seis metros del de mi madre; él mismo sacaba las sabanas del armario
y tendía la cama. Los
primeros dos días se la pasó
durmiendo; se levantaba solo a comer y charlar un par de cosas. Mientras
dormía, me asomaba por momentos a la habitación y lo observaba. Estaba
muy delgado y las ojeras aún no desaparecían; sus manos, su cabello, todo su ser,
reflejaban que había soportado bastantes carencias; pero también emanaba un
olor especial difícil de describir, mezcla entre pino y almizcle. Irónicamente
su aspecto provocaba mi envidia; una
vida llena de aventuras, sin responsabilidades, no mirando más allá de unos cuantos meses en
su futuro y siempre alegre.
Inicialmente pensé que se quedaría solo durante el fin de semana, pero
no fue así; continuó en mi casa por unos días más ayudando a arreglar
desperfectos del techo, podando las plantas, ojeando libros en la biblioteca, paseando
a Venus y cuidando a mi mamá. Siempre me enternece la dulzura con la que le
habla, poniéndole atención a sus largas historias y haciéndola reír con sus
comentarios.
Un día llego a la conclusión de que el sol le daba directamente a los
muebles de la sala y que eso contribuía a que se fueran decolorando, por lo
cual decidió cambiarlos de sitio y durante esta maniobra rompió un par de
porcelanas, después de lo cual sonrió de lado a lado y volvió a la historia de
la sociedad de consumo, el materialismo, etc. Ya después de siete objetos que
me ha roto, ni me molesto en descompensarme cada vez que hace eso.
En las noches veíamos películas, jugábamos cartas, tomábamos cerveza o
vino, nadábamos en la piscina y en ocasiones salíamos por la ciudad. Una noche mientras veíamos “predestination” ya
con seis cervezas encima me quede mirándolo fijamente; él al darse cuenta me
pregunto:
—¿Qué
ocurre?
—Me
alegra estar contigo —le respondí apretándole suavemente el brazo.
—A mí
también me gusta estar contigo Coni, pero…no quiero que te aferres. Recuerda
que un día de estos me iré.
—Sí,
entiendo. —Contesté volviendo a soltarlo y no volví a hacer ningún comentario
durante el resto de la película. Después decidí irme a dormir temprano.
Por experiencia sabía que el tiempo de su estadía podía variar de días
hasta meses, y ni él mismo lo conocía. Entre más tiempo peor para mí, porque
más duro me daba luego su ausencia.
Realmente eran sentimientos ambivalentes los que me provocaba; por un lado
me encantaba su compañía y encontraba en él las características del hombre que
siempre había buscado: su buen humor, nivel cultural, amor por los niños, los
ancianos y los animales, la actitud descomplicada ante la vida y los problemas,
sus conductas eran protectoras y de ayuda. Pero por otro lado sus pequeños desplantes conscientes o no me ponían irritable:
su constante crítica a mi estilo de vida, sus eternas conversaciones
telefónicas donde me dejaba sola por quince minutos o más en un bar en vez de
cortarle rápido a la otra persona, la pedantería que desarrollaba ante ciertos
temas como literatura o cine, la facilidad con que se desprendía de mi compañía
por meses. El mensaje era claro: yo le
caía bien, pero no me amaba. No tenía
corazón para pedirle que se fuera, nunca lo había tenido, tal vez era porque
tenía la esperanza de que algún día llegara a agradecer todo lo que hacía por
él y se enamorara de mí; pero otras veces sabía que me estaba engañando y
comprando cariño. Me sentía patética.
Terminaron siendo dos semanas y como siempre, sin previo aviso. Cuando
llegué a casa ya tenía todo listo y simplemente dijo:
—¿Me
llevas al terminal? Hoy arranco para Cali.
La primera vez que hizo eso ni siquiera se despidió. Dos meses después
cuando llamó a saludar le armé una pataleta de los mil diablos, le dije que
cuando alguien se había hospedado en algún lugar, lo mínimo que debía hacer por
cortesía era despedirse. Él se limitó a mirarme calladamente y con la mayor
tranquilidad, prometió que no volvería a ocurrir. En muchas cosas jamás
cambiaría, era imposible contar con él para un plan seguro; te podría jurar que
estaría ahí y después simplemente no aparecería. Te llamaría tres o cuatro
meses después como si nada hubiera pasado y al tratar de decirle que te quedó
mal en algo importante, daría todo un discurso de la patológica dependencia de
los seres humanos a estar con otra persona.
Pero en esto cedió; aprendió a despedirse. Paradójico a su conducta habitual tan desprendida,
suele dar afectuosos abrazos y promete estar en contacto. Cosa que cumple… tres meses después.
Luego de comprar el tiquete lo acompañé por quince minutos mientras abordaba. El
calor era insoportable, se sentía denso el aire y ambos comenzamos a sudar;
decidimos comprar un par de botellas con agua y ubicarnos lo más cerca posible
del aire acondicionado.
—Gracias
por todo. Tú siempre estás para mí. Tan linda. –Decía al tiempo que jugaba con
un mechón de mi cabello.
—Con
gusto. Pero eres muy confiado. No siempre voy a estar ahí. La próxima vez que
vengas de pronto estaré de viaje o no quiera verte.
—Si es
probable que estés de viaje. —Respondió
al tiempo que comenzaba a jugar con otro mechón— En ese caso me divertiré un poco por la ciudad, me
levantaré un dinero y partiré. Pero siempre me querrás ver.
—¿Por qué
tan seguro? —le dije elevando levemente el
tono de mi voz y alejando mi cabello de sus manos.
Se acercó y me dio un suave beso en la boca.
—Porque tú
me amas Coni.
Y se dirigió hacia el punto de chequeo. No se molestó ni por un segundo
en voltear y mirar mi reacción. Simplemente se fue... maldito.
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