Camilo Gil Ostria
“Vieja madera
para arder,
viejo vino para beber,
viejos amigos en quien confiar,
y viejos
autores para leer.”
Sir Francis Bacon
Debo aclarar que
aunque soy joven, siento una clase de madurez que alguien de dieciséis años no
tiene; pero hay algo que despierta ese lado de adolescente que inevitablemente
debo tener, al final sí tengo esa edad. Desde que me mudé aquí con todas mis cosas,
libros y familia, hace dos o tres meses, la gente del lugar empezó a hablarme
de esa casa, totalmente abandonada, con paredes que me hacen pensar en la
noche, pero no en cualquier noche, sino una fría, en esas en las que deben
ponerte mil colchas encima para poder dormir bien. También tiene unas ventanas
con vidrios rotos, que según yo, son la ruptura de la vida en ese lugar.
Jardines podridos, olor a muerte y, por sobre todo, en esa morada hay
espíritus, que, según dicen, son totalmente malignos; está repleta de ellos lo
que hace que una vejez se sienta en el aire. Un toque de máquina del tiempo se
puede sentir al pasar por su acera, con una fachada antigua, casi ancestral.
Sinceramente muero de ganas por ir, pero mi madre…
Yo jamás dejaría
que mi hijo se acerque ni a diez metros de ese antro ubicado en la esquina de
la veintiocho, es tan horrible que solo pensar en ello me pone los pelos de
puntas… Tengo que pasar por ahí, sin otra opción, todos los días para llegar al
mercado, desearía deslizarme por otra calle, dar un rodeo, incluso recorrer mil
kilómetros más, ¡lo que sea!, pero quisiera no tener que transitar por ahí. Es
mi sufrimiento diario, creo que tengo suerte de ir en auto, si tuviera que ir a
pie, pasar tan cerca me haría vomitar.
Es una
sobre protectora.
Es un simple
niño.
Dicen que ahí
fue asesinada una mujer por su propio esposo. Pero no de cualquier forma, hay
diferentes versiones del hecho, pero solo hay una en la que yo creo.
Mi hijo, además,
está obsesionado con esas historias, se pasa el día entero hablando de eso con
su padre y si no fuera por mí, él ya habría entrado a esa casucha llena de
violadores, putas, borrachos y toda clase de pecadores, lujuriosos, condenados
sin remedio alguno a las llamas eternas del infierno, y no estoy segura de las
miles de cosas horribles que le podrían hacer.
Murió
decapitada, mi compañero de colegio –y mejor amigo– Carlos, me contó que el
esposo se volvió loco y consiguió, de camino a su hogar, un hacha bien afilada.
Según me dijeron, la robó de uno de esos que talan árboles. Por eso no tardaron
mucho en detectarlo y descubrir el crimen. Algunos detalles no los conozco,
Carlos sí, él se las sabe todas.
Aparte, es un
irresponsable mi hijito. Le tengo que hacer recuerdo de ponerse su abrigo, de
apagar las luces, de lavarse los dientes, de hacer sus tareas, de limpiarse las
manos antes de comer, y de mil otras cosas que hacen que me pregunte: ¿qué será
de él cuando no esté para cuidarlo?
Eso fue después
de una pelea que tuvieron, seguramente de esas que todas las parejas tienen. Él
llegó, empezó a gritar el nombre de su esposa –ahora no lo recuerdo muy bien– ¡Lisa!
–creo– ¡Sal de dónde estés Lisa! Ella ha debido estar muriéndose de miedo, ya
me imagino…
Me acuerdo de
una vez, él –la wawita– cumplía nueve
años –ahora tiene dieciséis– y a mi pobre hijo le aterraban los payasos en
aquella época –y lo siguen haciendo–. Contraté un mago; pero gran mago ese que
llegó con su nariz roja y su pelo verde, para colmo ese dis’ que mago lo empujó a la torta a mi hijito y justo era de
almendras. Le empezó a sangrar la nariz a mi hijito, tuve que cancelar la
fiesta y ocuparme de él, ¿qué me quedaba?
Entonces, el
asesino subió las escaleras lentamente, golpeando suavemente las paredes
mientras avanzaba y gritaba: “¡Ven aquí Lisa!, ¡ven mi amor!” Aunque era claro
–por lo menos para mí– que amor entre ellos no había.
Pero desde ese
cumpleaños, mi hijito, se cree todo un hombre, ya no quiere que le haga
recuerdo de las cosas que debe o que no debe hacer, no se da cuenta de lo
frágil que es; o de lo peligrosa que, en realidad, llega a ser la vida. Por eso
me obligó a responder de forma un poquito más estricta. Cuando la plebe trata
de revelarse lo mejor es sacar al ejército, ¿o no?
Una vez terminó
de subir las escaleras, ese hijo de puta abrió la puerta de su cuarto,
esperando encontrar a su esposa ahí, con sed de venganza, y con los ojos
inyectados de sangre. Pero ahí no encontró a nadie.
Ya no lo puedo
dejar salir con cualquier amigo. Algunos pueden ser muy mala influencia, de
hecho, hay uno que me parece en especial terrible, siempre quiere llevarlo a lugares solitarios
donde, seguramente, se dedican a tomar y divertirse con mujeres –putas– o, Dios
no lo quiera, abusar de sustancias ilegales. Su nombre es Carlos, él siempre
está hablando de chicas e incluso de historias de miedo, se cree muy
adelantadito el chico, porque cuando me habla lo hace de una forma tan dis’ que madura: hace que me duela la
cabeza. Lo peor es que mi hijito lo adora. La verdad es un mocoso, y si sigue
ese camino de oscuridad y pecado va a terminar en la cárcel el maleante. Hay
algunas personas para las cuales ya no hay esperanza, aquellas que se ganarán
el fuego infernal hagan lo que hagan, estoy segura que él es uno de esos.
De pronto,
sumido en la desesperación de encontrar a su esposa, se sentó a ver por la
ventana de la habitación, la leyenda dice que en ese momento vio el reflejo del
monstruo en el que se había convertido, y justo antes de poder reflexionar un
poco más ¡bum! Escucha el ruido de alguien correr hacia abajo por las
escaleras: su esposa. Él ni siquiera se molestó en correr, se levantó de una manera
solemne y en un paso tranquilo siguió el rumbo de Lisa, seguro de alcanzarla.
Yo creo que en ese momento él sonreía al caminar, consciente de ya haber ganado
y de poder calmar su sed de sangre, venganza, odio...
Y realmente me
preocupa el futuro de mi hijito, no quiero que termine como un vago, sin
ninguna profesión, con hambre en la calle, o peor aún, trabajando como cajero
en una de esas enfermizas franquicias de comida rápida –otra cosa que siempre
le prohibí incluso comer–: son puro cáncer, y yo solo doy lo mejor a mi wawa.
La alcanzó, sin
dificultad, en el sótano y apenas la vio, con una sonrisa amplia y desquiciada
le dijo de una forma lenta, calmada, enfermiza: “Ya veremos quién lleva los pantalones
en esta relación”. La mujer –obviamente– intentó protegerse, pelear un poco
antes de morir, pero él no tuvo piedad.
Sería bueno que
él pueda ser un abogado, quizás un médico, talvez diputado o incluso canciller.
Le cortó la
cabeza.
Pero para que mi
wawita pueda ser una gran persona,
debo evitar que exista cualquier trauma. Mantenerlo sano, física y mentalmente
y las historias de terror no ayudan para nada.
Dicen que luego
él se suicidó, “ambos fantasmas continúan y continuarán en su morada, por toda
la eternidad” me dijo mi mejor amigo Carlos y él –siempre tan valiente– piensa
ir ahí hoy a media noche, me encantaría acompañarlo y averiguar si la historia
es verdadera.
Acercarse a esa
cueva sería lo peor para él, su compañero, el despreciable Carlos, lo quiere
obligar a ir hoy en la noche, le dije que no podría hacerlo y debo ser fuerte
con mi decisión, no debo, por ningún motivo, dar mi brazo a torcer. Creo que el
futuro de mi hijo depende de ello. Además, se nota a metros que él no quiere
ir, en su mirada veo que desea algo mejor, quiere alejarse de Carlos, es mi
deber, como su mamá, ayudarlo.
Mi madre no me
dio permiso para ir –como era de esperarse– pero pienso escapar. Ella duerme a
eso de las diez de la noche, su energía no da para más y parece un tronco hasta
las siete de la mañana siguiente, por lo que me da tiempo de sobra para colarme
por mi ventana y volver antes que, si quiera, note que salí.
Solo porque creo
que ese niño despreciable vendrá a buscarlo, me quedaré despierta. Mi hijo no
puede ir por ninguna razón, su padre me reprocha que estoy exagerando las
cosas, pero a él no le preocupa su dulce retoño. Esa casa estará repleta de
borrachos y drogadictos, no es el ambiente adecuado para mi wawa.
Solo me queda
esperar…
–Hijo, baja a
cenar –siempre me agradó mi cocina y siempre pensé que; recubierta con esos
pedazos de cerámica crema y ese olor a frutas que le da un toque no solo
hogareño, sino también, mágico; es un bonito lugar.
–Ya voy…
–respondí de mala gana, no tenía hambre, ni quería bajar a esa cocina, a tener
que hablar con mi madre.
Mi lindo hijo
bajó las escaleras, vestido de manera indecente con unos jeans negros –pegados al cuerpo para provocar a las putas– y una polera con una inscripción tan burda,
que me daba vergüenza leer y seguro a Jesús también. Solo ahí, uno podía notar
la influencia de Carlos, porque antes de conocerlo él solía vestirse con
bonitas camisitas y pantaloncitos de tela, pero ahora cambió. Únicamente porque
no saldría más ese día, decidí no decirle nada sobre su forma de vestir. La
guerra se gana batalla a batalla, especialmente aquellas que son contra los
demonios. Y mi hijo no solo sería grande en la vida y ganaría todas las guerras
con mi ayuda, sino que también llegaría al cielo y compartiríamos la vida
eterna, una inmortalidad en el paraíso, junto al Señor.
Mi madre me
miraba de arriba abajo mil y un veces, ya era algo bastante molesto, y estaba a
punto de decirle algo cuando de pronto dejó de hacerlo, preferí no crear más
problemas. Me senté en la mesa sin decir nada, en esos momentos estaba pidiendo
a Dios o lo que sea que rija el universo –destino, karma, azar– que por favor
lo de la casa no salga a conversación, pero que tampoco intente mencionar a su
iglesia de tradiciones racistas.
Serví un plato
de lasaña, esperé que se enfríe un poco –para que mi hijito no se queme– y se
lo di, su mirada me decía que estaba molesto, aunque esos días yo ya no sabía
en realidad, todo había cambiado entre nosotros, pero seguramente así era, y a
causa de no dejarle ir con el pillo de Carlos. Ese demonio había entrado profundo
en mi hijito.
Empecé a devorar
mi comida, quería irme de ahí lo antes posible. El solo hecho de ver a mi madre
en esos instantes significaba molestia para mí, siempre había sido una mujer
absurda.
–Calma campeón,
la comida no se va a escapar, debemos hacer la oración antes de comer, ¿dónde
quedaron tus modales? –le dije, esperé un momento y agregué–: Igual no debes ir
a ningún lugar.
–Quiero ir a
dormir. –Mentí con cinismo, ¡cómo se atrevía a decirme campeón!, ¿¡por qué no
entiende que ya no soy un niño de tres años!? Me desesperaba estar en ese lugar
donde lo superficial era lo que más valía, esa cocina en la que se gastó tanto
dinero solo para que esté “bonita” ¡Joder!, mi madre hace que pierda la fe en
la humanidad y pisotea la ya muerta que tengo por un Dios cristiano.
–Y yo quiero ser
millonaria y tener tres hombres –reí un poco, él jamás pudo mentirme, y jamás
podrá hacerlo– pero creo que ambos somos unos mentecatos que no saben decir la
verdad, y no somos muy buenos pecando de la mentira mi amorcito. Lo siento,
pero hoy no irás con Carlos.
–¡Joder!, ¡solo
quiero ir a dormir mamá! –me levanté de golpe, totalmente enojado, y
posiblemente rojo por la furia, y me marché a mi habitación. Apagué las luces y,
a oscuras, preparé mi mochila para mi aventura de esa noche. Puse una linterna,
una chamarra, algunas golosinas y a las once y media partí para dar encuentro a
Carlos en la casa. Mi madre ni siquiera sospechó.
Oí, a las once y
media más o menos, la ventana del cuarto de mi hijo y ese momento supe lo que
se proponía –escapar bajo la influencia del ratero de Carlos, para luego ir a
ese antro satánico–. Vi a través de la ventana de mi cuarto como mi hijo
corría, y pude suponer la ruta que seguiría. Inmediatamente salí tras él, no
podía permitir que se rompan mis reglas o que mi hijito quede traumado.
Llegué y Carlos
estaba sentado en la acera, esperándome bajo el único poste de luz en la
cuadra, cuando grité su nombre él levantó la mirada y sonrió al verme. Estaba
usando esa polera blanca que, según yo, le quedaba muy bien. Me acerqué,
chocamos los puños en forma de saludo y sin perder más tiempo entramos, la
puerta estaba abierta.
Los vi entrar y
pensé que no me quedaba otra opción que internarme en esa horrible caverna,
reprimí mis ganas de vomitar, y, con toda mi voluntad, entré a rescatar a mi wawita. Lo peor es que seguro ese Carlos
lo haría tomar para divertirse o acercarse a los drogadictos y hablarles, como
si todo fuera normal. Debía apurarme.
El primer cuarto
era una acogedora sala que olía a galletitas de avena, había una mecedora al
centro del lugar, algunos retratos colgados en las paredes de color café, ya
desteñido por el paso del tiempo. Pero aunque todo parecía tan común, se
empezaba a sentir una atmósfera más pesada, como si alguien estuviera
observándonos. Carlos me jaló del hombro para que sigamos por ese enredo de
pasillos. Así lo hicimos. Todo parecía viejo, pero una ancianidad conservada,
casi romántica, con capas de polvo encima de los muebles, con esa antigüedad
que parecía viva.
La puerta ya
estaba abierta, entré enojada, si en ese momento veía a Carlos lo más probable
es que le sacaba los dientes de una bofetada. Yo esperaba encontrar
habitaciones sin muebles, llenas de drogadictos o borrachos, pero lo que
encontré era totalmente diferente: Había una señora, de unos ochenta años
–talvez más– balanceándose, de una manera casi imperceptible, en una mecedora
que parecía tan vieja que seguramente ya se rompería. Apenas me vio, rompió el
silencio.
Carlos subía las
escaleras con gracia natural, en sus diecisiete años era alto, moreno, pelo
negro y lacio, siempre bien peinado. Su sonrisa eternamente espectacular hacía
que todas las chicas del colegio se derritan al verlo. Simplemente quería ser
como él. Pero yo; media cabeza más bajo, piel tan blanca como la leche, pelo
rubio y ondulado; casi desordenado se podría decir; sin ningún don físico; era,
y soy, tan diferente de Carlos que lo envidiaba un poco, pero era tan buena
persona que siempre me gustó andar con él.
–¿Qué haces en
mi casa? –su tono de voz no demostraba enojo, la anciana estaba un poco ronca,
más bien sonaba a diversión, y su sonrisa de gran tamaño la delataba, era como
si en realidad le gustará tener una visita. Lo que más me sorprendía; aparte
del hecho que alguien viva ahí; era la vestimenta de la señora, era como de
hace un siglo. Y esos ojos celestes, eran tan suaves, pero en su cara, tan
delgada y huesuda, hacían una mirada que ponía a mi corazón a latir un poco más
rápido.
Al final de las
escaleras había un amplio pasillo que apestaba a antigüedad y el polvo
recargado; en cada mueble, en cada cuadro, en cada esquina; solo aumentaba la
sensación de estar en un lugar que no había sido habitado desde el siglo XX;
pero se sentía algo anormal, todo estaba en perfectas condiciones –considerando
la edad que debían tener esas cosas– como en museo. A los lados tenía miles de
retratos, todos de hombres a la derecha y de mujeres a la izquierda, lo curioso
de estos, es que parecían sonreír de oreja a oreja de una forma tan amplia que me
perturbó por días. El lugar se sentía cada vez más pesado. Una rata pasó
rozando mis pies, hizo que salte hacia adelante, entonces choqué con Carlos,
quien, a su vez, miró hacia atrás y con una leve sonrisa –de esas que siempre
me reconfortaban– me hizo sentir mejor.
–Perdóneme
señora, pero no sabía que alguien vivía aquí y mis hijos entraron hace… –la
puerta se cerró de golpe a mis espaldas, cortando mis palabras e incluso sentí
por un momento que no podía expulsar el aire de mi interior, la piel se me puso
de gallina. La señora me seguía mirando plácidamente, con una sonrisa que
parecía haber crecido de tamaño y, por un momento, me dio la impresión que se
mecía a mayor velocidad que antes.
Llegamos al
final del pasillo donde había una puerta cerrada, yo intentaba no separarme
mucho de Carlos. Su simple presencia parecía infundirme valor. Le dije que,
talvez, sería mejor que volvamos afuera, pero él negó con la cabeza y abrió la
puerta. Era el cuarto.
–¿Alguien vive
aquí? –sonrió la señora, yo estaba cada vez más confundida así como asustada–
tampoco lo sabía, este era mi hogar hace varios años, pero según mi
conocimiento ya nadie “vive” aquí, “habitamos” el lugar… Pero en el sentido
estricto de la palabra, nosotros dos… bueno… No vivimos. –Sentí como un grito
se ahogaba en mi interior, la señora siguió hablando luego de reír levemente,
lo hizo con una voz dulce que me molestaba. Cada vez sentía que el lugar estaba
más oscuro. Ella se mecía con mayor rapidez–. En cuanto a su hijo, y a su
amigo… ¿sabes? Planeaba divertirme con ellos, casi siempre viene gente joven y
yo me divierto mu-u-u-u-ucho con ellos –la abuela rió nuevamente– pero pocas
veces viene una persona de tu edad. Y me pareció que a veces hay que divertirse
con alguien que esté… más a tu altura, ¿sabes? Por lo que hoy me divertiré un
poco contigo, ¿te imaginas cómo me divierto? –negué con la cabeza, como un
perro que acaba de ser pateado por su propio amo– ¡ASUSTANDO!
Era el lugar
donde Lisa y su esposo habían dormido por tantos años, para luego darse muerte.
Carlos se acercó al vidrio, donde –según la leyenda– el desquiciado había visto
su reflejo, caminé lentamente hacia Carlos y en ese momento lo vi: Era él, con
una gran sonrisa en su rostro, mirándonos. En un momento dado, la figura sacó
su hacha, yo estaba a punto de irme corriendo, cuando esa aparición atacó.
Grité, pero luego me di cuenta que solo era una ilusión y no algo real, Carlos
se acercó a mí y en un abrazo cubrió mi cabeza y la acercó a su pecho, donde yo
claramente podía sentir su corazón. Y latía de una forma tan rápida que sabía
que él también estaba asustado –o nervioso– pero por alguna razón no lo
demostraba, talvez ese era el mayor acto de valentía. “Cálmate” me dijo luego
de unos momentos de tranquilo silencio. Luego hizo que lo vea directamente a
sus ojos.
En ese momento
la señora empezó a reírse de una forma frenética, sin parar ni para respirar
–posiblemente porque no necesitaba hacerlo– y unas extrañas manos; que salían
de entre las sombras, como demonios del inframundo; empezaron a agarrar mi
cuerpo, eran demasiadas, y yo intentaba hacer que me suelten, pero tenían una
fuerza sobrenatural que estaba a punto de desgarrar mi piel. Yo me escuchaba
gritar, pero no sentía como si en realidad lo estuviera haciendo, porque las
risas de la señora eran más fuertes que cualquier grito, mi memoria no está del
todo clara en este punto, fue demasiado confuso. Entonces vi como la mecedora
se movía frenéticamente de adelante hacia atrás y la piel de la abuela se
volvía más verdosa. Cada vez más cubierta de moho.
En ese instante
sentí algo extraño en mi estómago, algo como… mariposas. Y Carlos me besó, a
decir verdad no entendía qué estaba pasando, pero mi corazón volvió a agitarse,
e incluso empecé a temblar. El beso fue en realidad corto pero para mí fue como
una eternidad. Carlos se alejó de mí y al ver mi súper estúpida cara dijo:
“Perdón”, ese momento quería decirle que él me gustaba, que no tenía por qué
disculparse. Cuando escuchamos gritos, eran de mi madre. Por suerte él entendió
lo que quería decir, gracias a que luego le dediqué una sonrisa y bajé las
gradas agarrándole el hombro, deseando jamás separarme de él.
La cabeza de la
señora cayó justo a mis pies, seguía riendo. Las manos me obligaron a caer de
rodillas y pensé en la única forma de salvarme: empecé a orar y cuando iba en:
“No nos dejes caer en la tentación” todo desapareció, y dejé de sentir el lugar
como algo oscuro o pesado. Dios me había salvado.
Apenas llegamos
al primer cuarto vimos a mi madre de rodillas, rezando el Padre Nuestro, me
acerqué a ella, que parecía como en un trance, y le toqué el hombro. Me miró y
dijo:
–Gracias –mi
hijo y su amigo me habían salvado la vida por obra del Señor, yo no podía
creerlo, besé sus rostros, les dije que desde entonces podían salir cuando
quisieran y que ya no iba a seguirlos.
Mi madre me
avergonzaba besándome y besando a Carlos mil veces, quien reía con cada tontería
que a ella se le ocurría. Pero, para ser sincero, desde ese día ella fue mi
madre de nuevo.
Talvez me
equivoqué, él sí era un hombre. Lo dejé ser más libre y salió más con Carlitos.
Además cada día lo veía más responsable, maduro. Ya lo podía ver casado con la
mujer de sus sueños, con dos o tres hijos. Siempre me encantaron los nietos.
Hola, muchas felicidades al autor, su relato es interesante, entretenido, sus saltos de puntos de vista son la clave, a mi gusto, para salpimentar este cuento, me encantó, creo que no puedo imaginar otro final.
ResponderEliminarMargarita Moreno
Muchas gracias por el comentario. :)
EliminarMuy interesante tu relato, gracias por compartirlo en Google+
ResponderEliminarSi deseas dedicarte a esto, te recomiendo que leas "confesiones de un joven novelista" de Umberto Eco. Seguro que serán muy útiles para ti, que tienes un gran talento.
Mil gracias, lo voy a leer :D
EliminarCamilooo!! Me encantó absolutamente tooodoo! Felicidades y sigue escribiendo amiguín <3 Tienes un graaan futuro por delante y espero leer cada una de tus ocurrencias! Felicidades Camilitoo! =) <3
ResponderEliminarArlett, maldita, me encantó tu comentario. <3
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