Bérnal Blanco
LA FAMILIA SE ha
reunido en casa de la tía Ester. Mis primas y yo nos estamos divirtiendo mucho,
corriendo de una habitación a otra. Al pasar por la cocina escucho a mi papá
narrando una de sus aventuras a mis tíos.
—Papi está contando
una historia de bomberos —susurro a mis dos primas—. ¡Quedémonos a escucharla!
—¡Mejor sigamos
jugando! —sugiere Estefania, ignorando mi propuesta.
—¿Y si vemos tele?
—pregunta Mary, dirigiéndose a Estefania.
—¡Yo sí me quedo!
—digo, haciendo cara de un poco enojada.
El mayor de mis tíos,
Ernesto, interviene.
—Chicas, la historia
está buenísima. Si quieren escucharla, el tío empieza de nuevo para que no
pierdan detalle. ¿Verdad, tío Francisco? —dice, volviendo a ver a mi papá.
Los grandes insisten
hasta que mis primas aceptan. Nos sentamos a la mesa de la cocina, rodeados de
estanterías con todo tipo de ollas, sartenes, condimentos… cuanta cosa pueda
serle útil a una chef experta como mi tía. Mientras tanto, mi mamá, que está de
cumpleaños, y el resto de la familia, conversan muy animados en la sala.
Papi inicia su
historia y en eso yo miro por la ventana. Me percato que un sol que baja hacia
el horizonte pero que aun le falta un buen rato para irse a dormir, escucha
silencioso detrás de una cortina de nubes alargadas y rojizas.
§
—ERA MIÉRCOLES POR la
tarde y en Litoral llovía a cántaros —cuenta papá—. Me encontraba en la
Estación Norte cuando entró una llamada de emergencia. Un tráiler transportaba
lo que nosotros llamamos un material
peligroso y según el informe ese material se estaba derramando. Cinco
compañeros y yo salimos de la estación en dos unidades de bomberos; tardamos
una media hora en llegar al sitio.
—Rubí iba contigo
—interrumpe Mary.
—¡Claro que sí! Gabo,
mi compañero, la conducía.
—¡Ah, bueno!
Las primas y los tíos
conocen mis aventuras con Rubí porque yo aprovecho cualquier momento para
contárselas.
Mi papá continúa.
—El propio chofer del
tráiler fue quien dio la alarma inicial cuando se percató del problema. Luego
supimos que aquel era su primer viaje y que la empresa para la que trabajaba,
de manera irresponsable, no le había dado un buen entrenamiento. ¡Imagínense
que no sabía cuáles podrían ser las consecuencias del derrame que se estaba
produciendo ni cómo actuar ante la situación! Se había detenido en la carretera
Costanera, dejando el tráiler solo, pues él se había alejado corriendo.
»Cuando llegamos al
lugar nos estacionamos a una distancia de unos doscientos metros. Desde allí
observamos la columna de humo verde que salía del camión y que al elevarse
desaparecía entre la lluvia.
»Una vez allí, lo
primero que hizo mi jefe fue buscar al chofer. Lo interrogó:
»—Señor, ¿qué material
transporta?
»—Ácido clorhídrico.
»—¿Qué cantidad lleva?
»—Cincuenta
contenedores de cien litros cada uno.
»—¿Sabe de qué
magnitud puede ser el derrame?
»—No tengo idea.
»—¿Cómo se produjo la
fuga?
»—No sé.
»Mientras mi jefe
hablaba con el chofer llegaron los paramédicos quienes por reglamento deben
participar siempre en este tipo de emergencias.
»—Gabo, investiga los
riesgos del ácido clorhídrico —ordenó mi jefe.
»Instantes después
Gabo leía el manual de materiales peligrosos: “Acción corrosiva y tóxica.
Produce quemaduras en la piel. Puede causar ceguera si hace contacto con los
ojos. Sus vapores irritan el tracto respiratorio pudiendo producir la muerte”.
Así nos informaba Gabo.
»Como se imaginarán
—continuó papi— en casos serios como este, no podemos acercarnos demasiado al
lugar donde se encuentra el material peligroso, si lo hiciéramos, pondríamos en
riesgo nuestras vidas. Por eso, el reglamento indica instalar un pasillo de descontaminación a una
distancia prudente.»
—¿Qué cosa es ese
pasillo? —interrumpo a papi.
—¡Muy buena pregunta,
Abril! Les voy a explicar: imagínense por un momento al camión en el centro de
un círculo enorme. El pasillo del que les hablo es, digamos, como una puerta
imaginaria y solo por ella se puede entrar o salir del círculo. Allí se instala
todo lo necesario para revisar a las personas que entran, es decir, para
asegurar que vayan bien protegidas; también para lavar a las que salen, con el
propósito de descontaminarlas. ¿Me hice entender? —dice, haciéndonos cara de
interrogación.
—Perfectamente
—responde mi tío Ernesto.
—Muy bien. Resulta que
los paramédicos nos preguntaron quiénes de nosotros íbamos a vestir los trajes
encapsulados.
—Una pregunta, tío:
¿Qué es un traje encapsu… qué? —dice Mary.
—Cierto, Mary. Tengo
que explicarles eso también. Cuando nosotros los bomberos vestimos esa cosa,
parecemos astronautas. Es un traje que nos protege del material peligroso. Es
hermético: ni siquiera oxígeno le entra. Para poder respirar, debemos primero
colocarnos el tanque del aire y la mascarilla y por último el traje.
—¡Okey! —indica Mary,
haciendo señas de haber entendido.
—Bien. Después el jefe
dijo que los que iban a investigar serían él y Gabo, por ser los más
experimentados. Sin embargo, cuando los paramédicos examinaron a Gabo se dieron
cuenta que tenía la presión alta y recomendaron asignar a otra persona.
—¿Por qué asignar a
otro, tío? —pregunta ahora Estefania, hincándose en su silla.
—El bombero, Estef,
debe tener muy buena salud y Gabo ese día no se sentía bien. Era mejor prevenir
que lamentar —explicó papá.
—¿Y entonces qué hizo
el jefe…? —insiste Estef.
—¡Ah! ¿Para qué crees
que tu tío es un bombero? Cuando me di cuenta de lo que pasaba le pedí al jefe
que me permitiera acompañarlo.
—No creo que te lo
hayan permitido —dice tío Roberto, el menor.
—El jefe lo pensó un
rato —continuó papi— pero al parecer el entusiasmo que le demostré terminó por
convencerlo.
»Mis compañeros me
ayudaron a instalarme el ARAC y después el traje encapsulado. El jefe me dio
instrucciones generales y cuidados que yo debía tener. Nuestro objetivo sería
investigar la magnitud de la fuga y determinar cómo detenerla. Seguía
lloviendo. Pasamos por el famoso pasillo y empezamos a caminar hacia el camión.
¡No me imaginaba lo difícil que me iba a resultar moverme con aquel traje!
»Mi jefe iba adelante
y yo lo seguía de cerca. Caminábamos lentamente. Sin embargo, el visor de mi
traje, que es como una ventanilla plástica, se empezó a empañar, impidiéndome
ver. ¡Los doscientos metros del recorrido se me hacían eternos! Unos pasos más
adelante quedé a ciegas por completo y perdí el rumbo. Traté de avisar a mi
jefe, quien se había adelantado un poco, pero al tener la mascarilla puesta me
resultaba muy difícil hacerme escuchar.
»Me hice el valiente y
seguí caminando, pero con tal mala suerte que me desvié hacia el espaldón de la
carretera donde choqué contra algo. Del golpe caí al suelo.»
—¿Contra qué cosa
chocaste, tío? —pregunta mi prima.
—Contra una señal de
tránsito, Mary. ¡Qué gran golpe, vieras! Me sentía perdido, descontrolado y
además adolorido. Por suerte mi jefe, percatándose de lo que me sucedía, había
venido en mi ayuda. Me mostró cómo desempañar el visor y me hizo señales para
que permaneciera muy cerca de él.
»Seguimos caminando.
El pavimento estaba mojado y nos encontrábamos en una zona donde lo único que
teníamos alrededor eran extensos potreros. Adelante estaba el tráiler y detrás
de nosotros el pasillo de descontaminación. La carretera había sido cerrada al
paso de vehículos por nuestros amigos los oficiales de tránsito, quienes habían
llegado antes que nosotros.
»Finalmente llegamos
al camión. Abrimos la compuerta trasera. Observamos que uno de los recipientes,
uno de los más próximos, había sido impactado por un gancho mal colocado en la
parte interior de la compuerta. El gancho había abierto una grieta en el
contenedor y por allí se escapaba el líquido poco a poco.
»No teníamos a mano
con qué tapar el derrame pero al menos ya sabíamos de qué se trataba el asunto.
En seguida hicimos la caminata de regreso al pasillo de descontaminación para
pedir herramientas apropiadas.
»Después regresamos al
tráiler. Ya habíamos consumido mucho del aire de nuestros tanques, por lo que
debíamos trabajar rápido.
»Hicimos una especie
de corcho alargado con el que tapamos la grieta del recipiente dañado. La
solución era temporal pero permitiría que el camión continuara su camino. Al
terminar, cerramos la compuerta del tráiler y apuramos el paso de regreso. El
oxígeno se nos acababa.
»En el pasillo mis
compañeros utilizaron agua, jabón y cepillos para limpiarnos. De repente sentí
una gran somnolencia. Segundos después el oxígeno me faltó del todo y sin poder
evitarlo caí al suelo, inconsciente.
»Mis compañeros se
apresuraron a atenderme y, olvidando el cuidado que debían tener, abrieron el
traje y quitaron la mascarilla: así pude volver a respirar. Pasé unos segundos
sin oxígeno, nada más unos segundos. Si ese tiempo se hubiese prolongado más,
es probable que no estuviera aquí contándoles este cuento.»
—¡Qué valiente eres,
tío!
—Gracias Estef.
Siempre que voy a una emergencia pienso mucho en Abril y también en ustedes y
mi propósito es regresar sano y salvo… y así poder contarles mis aventuras.
§
LA TÍA ESTER nos
interrumpe: debemos hacer una pausa porque es hora de comer. Todos pasamos a la
gran mesa del comedor que ya está servida.
Nosotras tomamos
refrescos; los grandes, café. Todos comemos del rico pan casero y del pudín que
ella nos ha preparado. ¡Qué delicia!
Después de hablar de
otras cosas con mis primas y colaborar con los grandes a recoger la mesa, Mary
pregunta:
—Tío Fran, ¿tu
historia ya terminó?
—¡Qué va, Mary! Falta
la mejor parte.
Entonces volvemos a
tomar asiento y nos preparamos para continuar escuchando.
§
HASTA EL MOMENTO
habíamos concluido con éxito la parte más sencilla de nuestro trabajo —dice
papá—, es decir, lograr poner el tapón a la fuga del ácido clorhídrico. Ahora
era necesario llevar el tráiler a un lugar seguro. Decidimos que lo mejor era
regresarlo adonde lo habían cargado: una fábrica ubicada a más de cien
kilómetros. El viaje sería largo.
Ya sabíamos que el
riesgo del derrame era mínimo, pero nadie estaba más nervioso que el chofer del
camión quien se negaba a manejar de nuevo.
Finalmente lo
convencimos. Un oficial de tránsito iría por delante del camión y mi jefe, Gabo
y yo viajaríamos en Rubí, cerrando la caravana. El resto de compañeros
recogerían todas las cosas usadas en el pasillo de descontaminación y
regresarían a Litoral.
Iniciamos el viaje.
Ahora llovía con más fuerza y eran pasadas las tres de la tarde. No queríamos
que se nos hiciera de noche en el camino, así que la instrucción para todos fue
avanzar a la mayor velocidad posible.
Gabo conducía a Rubí.
Había poco tránsito y avanzábamos a toda prisa por las rectas interminables de
la carretera. Para nuestra suerte, el camino estaba despejado y si teníamos que
adelantar carros, el oficial de tránsito nos ayudaba. En ocasiones subíamos
alguna colina. Al descender, el azul del mar inmenso bañado por la lluvia
aparecía frente a nosotros.
Esos paisajes y la
tranquilidad del viaje nos tenían adormecidos.
Pero la paz se nos fue
de repente: volvimos a la acción.
—El humo otra vez
—gritó Gabo.
—¡Siete dos! —dijo el
jefe, que significa algo así como “¿puede repetir por favor?”.
—¡El humo, miren el
humo!
Todos en la cabina nos
pusimos alertas.
—Pienso que no amerita
que nos detengamos —nos indicó el jefe—. El nivel del recipiente estaba bajando
y pronto dejará de derramarse. Además estamos en un área despoblada. Sigamos.
—¿No cree que es
peligroso, jefe? —pregunté, preocupado por no saber mucho al respecto.
—¿Cómo lo ves, Gabo?
—cuestionó mi jefe, pidiendo una segunda opinión.
—Pienso igual que
usted, jefe. No detengamos el camión.
El ácido clorhídrico
continuaba derramándose y al estar el camión en movimiento una parte se convertía
en humo debido a la lluvia, pero otro poco se filtraba por el piso cayendo
justo sobre una de las llantas del tráiler. Sin embargo, eso no lo supimos sino
hasta que uno de sus neumáticos estalló.
—¡PUMMM! —sonó la
explosión, ¡durísimo!
El líquido había
causado un calor intenso produciendo el estallido. El conductor frenó haciendo
una maniobra muy peligrosa. Nosotros también debimos detenernos de improviso.
Cuando el camión logró detenerse por completo, el conductor se bajó y corrió
sin parar, saltó una cerca, entró en un potrero y se perdió a lo lejos, tras
los árboles.
Mi jefe le pidió a
Gabo ir a buscar al conductor para hablar con él y tratar de convencerlo de
nuevo de que no existía peligro y que debíamos continuar.
Gabo hizo muy bien su
trabajo pero el conductor aceptó bajo una condición: que alguien condujera por
él.
Mi jefe, quien había
tenido experiencia manejando camiones años atrás, se propuso a él mismo como
conductor. Todos tomamos de nuevo nuestras posiciones y continuamos el viaje.
Lo hacíamos a baja velocidad debido al neumático destruido y para que el jefe
se familiarizara con el camión.
En efecto, el derrame cesó unos kilómetros más adelante. El tramo final del
recorrido resultó sin contratiempos.
Por fin llegamos a la
bodega donde el camión había sido cargado. Allí, el personal del lugar se
encargó de retirar el recipiente dañado y verificar que todos los demás se
encontraran en perfecto estado. Cuando pudimos comprobar que todo estaba bien,
dimos por finalizada la emergencia e iniciamos el largo camino de regreso a
casa. Habíamos recibido la llamada a eso de la una de la tarde y volvíamos a la
estación pasadas las nueve de la noche.
§
—¡QUÉ BUENA AVENTURA,
tío! —dice Estefania.
—Vas a tener que
escribir estas historias, Fran —sugiere mi tío Roberto.
—Tienes mucha razón.
En la de menos, algún día, Abril las escriba por mí —agrega papi.
La mirada se me pierde
en el infinito, dibujándole una sonrisa al sol que nos observa por la ventana.
«Tal vez algún día me anime a escribirlas», pienso.
Mi papá agrega:
—Estefania tiene
razón: esta fue una gran aventura para nosotros. Sin embargo, cuando regresamos
a la estación todos estábamos muertos del cansancio, hambrientos y sucios… pero
felices y satisfechos de haber cumplido nuestra misión una vez más.
Al tiempo que mi papá
termina su historia y nos agradece por escuchar, el sol, ocultándose tras el
horizonte, guiña un ojo y se despide. La tía Ester nos llama de nuevo: es hora
de cantar el cumpleaños feliz a mami.
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