Rocío Ávila
Nunca pensé que nuestra
historia acabaría así. Esta tarde de invierno temprano me invita a confesarte
que Ruth Manjarrez fue por más de veinte años la razón de mi existencia. Sus
padres estuvieron siempre al pendiente suyo. Recibió lo mejor de sus progenitores.
No quiero que pienses mal. Nunca la sobreprotegieron o la mimaron en exceso. La
amaron mucho, cada uno a su estilo. Su situación económica si bien no era mala
no les permitía formarla para un mundo irreal. Toda experiencia era para ellos
un reto de cómo enseñarle a defenderse. Eran tan incisivos que ella pensó que la
lápida materna, algún día, llevaría la frase “Vamos, tú puedes resolverlo
sola”. Su padre no estaba totalmente de acuerdo con esto pero al final acababa
haciendo lo que su amada esposa indicaba.
Esta inesperada revelación
se desarrolla en un inmueble ubicado en el centro de un barrio antiguo. Entre las
banquetas rotas, árboles de décadas anteriores y edificaciones, casi todas de
una planta, se distingue una casa por su peculiar colorido. Las viviendas
aledañas demuestran su edad gracias a sus elementos decorativos y la palidez
que el color de sus fachadas ha ido adquiriendo con el paso de las estaciones.
Las ventanas del singular domicilio, siempre abiertas, estimulan la imaginación
de los transeúntes quienes, gracias a las cortinas, nunca alcanzan a ver el
interior.
Daniel habla sin
parar mientras contempla a la dama sentada frente a él. No podían estar en
mejor lugar. La sala donde se encuentran es su habitación favorita. Es un
espacio pequeño con hermosos vanos que dejan pasar el sol para calentar el
lugar. El alto techo grita que no es una construcción reciente entretanto los
muros vivamente coloridos y las flores repartidas en varios jarrones solo
señalan que los ocupantes de esa morada son personas alegres. En un momento de
silencio Daniel se sienta en un taburete con la cabeza gacha. Pareciera que los
diminutos orificios que se han ido formando en el piso de madera revelaran para
él un secreto que no quiere perderse. Tras tomar una bocanada de aire, continúa
su narración ante la atenta mirada de su interlocutora.
Su niñez no tuvo
nada espectacular. Padeció las enfermedades típicas. Su entorno familiar se
desarrolló en una constante lucha por no sobreprotegerla, ni sobre alabarla
aunque la parte más difícil, para la señora Manjarrez, siempre fue la de no
sobre exigir madurez a Ruth. Sus formadores intentaron hacerla la mejor persona
posible no obstante olvidaron el insignificante detalle de sus características
individuales que nadie lograría cambiar. Ni siquiera ellos, habiéndole dado la
vida y los genes que hacían de ella lo que era.
¿Su
adolescencia? Hasta donde sé, fue como cualquiera. De ser una niña jovial y
traviesa se transformó en una morena con cabello largo, lacio y una sonrisa
franca que daba un espectacular brillo a sus ojos al sonreír. Nunca se maquilló
mucho, apenas un poco los ojos y algo de color a las mejillas pero no
necesitaba más. Cerca del final de esta etapa, ella conoció al que yo creí sería
el amor más grande de su vida. Tienes razón, hablo de mí, aunque quizá todavía
no tengas claro porque lo hago.
La compañera de
Daniel se reacomoda algo inquieta en su sitio en el sillón. Siente el frío
entrar por las ventanas a medio abrir pero eso no le molesta. Inhala
profundamente y para su sorpresa no entra a sus pulmones viento álgido sino una
suave combinación de rosas, jazmines provenientes del jardín y café que seguramente
está preparando la sirvienta en la cocina cercana. La voz conocida la vuelve a
la realidad.
Mi hermana era la
mejor amiga de Ruth. Nunca he sido atractivo, pero reconozco que en ese
entonces era tan amable y tímido que casi ningún ser se fijaba en mis mechones sin
gracia, mis orejas chistosas o mis delgadas piernas kilométricas. Desde que la
conocí morí de amor por ella. Nunca se lo dije pero estaba ahí cuando ella
lloraba por algún desengaño; hasta le hice una tarea complicadísima para que no
estuviera preocupada.
—¡Este chico es
un ángel!, pero no entiendo qué le pasa a sus orejas.
De todos los que
me identificaban solo ella notaba mis nada agraciados cartílagos auditivos. Una
y otra vez repetía esa frase odiosa cuando se refería a mí. Sí, era un espíritu
celeste totalmente invisible para ella cuando de enamoramientos se trataba.
En medio de la
estancia, como música de fondo, se escucha el leve crujir de las ramas que se
mueven al mandato de la ventisca. El mismo vendaval que trae a Daniel los
recuerdos que le permiten continuar su relato.
Sus padres
pensaron que si tenían suerte y hacían bien su deber, Ruth, cumpliría con el
ciclo natural de todo ser humano. La señora Manjarrez soñaba, para cuando ella
tuviera cinco décadas, estar meciendo a algún nieto en la cuna. Nada más lejano
a la realidad. La primera parte fue fácil, su hija nació y creció aunque el
problema realmente surgió en la etapa reproductiva.
En su ciclo
universitario tuvo algunos pretendientes. Para ella, la prueba de fuego eran cuatro
meses. Entontes ya sabía si el galán en turno valía la pena o no. Como verás,
ninguno pasó la prueba. Puedo expresar que cuando ella hacía sus experimentos
la mayoría de sus amigas tenían metas concretas y al acabar la carrera todas
tenían un anillo de compromiso brillando en el dedo. Para desconcierto general,
Ruth no se inmutó.
Un leve golpeteo
a la puerta atrae la atención del orador.
—Pase, Mercedes.
Deje las tazas en la mesita lateral y salga, por favor —dice con voz amable en
tanto espera a la doméstica salir.
No te he contado
una singularidad de su formación familiar. En una comunidad que todavía
conservaba algo de religiosidad ninguno de sus procreadores era lo que se llama
espiritual. Para ellos fue toda una
consternación cuando, al terminar la carrera, les dijo lo más solemnemente
posible “me voy a un voluntariado jesuita por un año”. Me parece que por única
vez su formadora se arrepintió de su filosofía educativa. Cuando esta inquietud
surgió en Ruth, resolvió sola el problema y le abrió la puerta a un dios
amoroso que ninguno de los que la rodeaban conocía. Verás, en ese entonces sus amigos
eran buenos chicos pero ninguno de ellos consideraba importante ceder tiempo
personal al bienestar de unos desconocidos. Ahora pienso que, en esa fase debió
desilusionar un poco a todos los que la conocían, especialmente a su madre. En
lugar de alabarla censuraron su desapego a la seguridad económica.
Su amistad con
mi hermana se fue perdiendo paulatinamente un par de años antes de entrar a la universidad.
Cada una escogió escuelas diferentes para la preparatoria y aunque juraron ser
amigas entrañables hasta la eternidad aquello se fue limitando a felicitaciones
de cumpleaños y alguna que otra llamada a lo largo del año. Está demás decir
que yo no figuraba en su catálogo de pendientes. Me olvidó antes que a nadie.
Cuando regresó
del voluntariado al primero que se topó fue a mí, aunque en verdad yo la
encontré a ella. Apenas puse un pie en la cafetería la descubrí. No me atreví a
acercarme; me senté en una mesa de la esquina. Dejé que el olor de las bebidas
calientes me tranquilizará. El golpeteo de los trastes y el murmullo de conversaciones
sin sentido impedían a mis recuerdos volver con claridad. Con apenas dos días en
la ciudad ella continuaba con su moda de cara lavada, cabello recogido en una
coleta y ropa lo más cómoda posible. Se le veía pensativa. Tras unos instantes,
café en mano me acerqué a ella. Mis palabras la devolvieron al presente.
—¿Ruth? ¿Eres
tú? Pero por dios ¡¡tantos años sin verte!!
Cuando levantó
la cara para ver quien hablaba pude observar su descontrol momentáneo.
—Pero, ¿qué le
pasa a tus orejas? —atinó a decir al reconocerme.
—Creo que se
reacomodaron —contesté entre risas— al parecer cuando terminé de crecer mi
cuerpo optó tomar proporciones normales.
Aún recuerdo que
ella estaba en las mesas exteriores del local. La vista era muy agradable pero
hacía un soplo frío espantoso. Tuve que aguantarlo con tal de no despedirme. Me
senté en la misma mesa que ella; así, entre suaves temblores corporales y bromas
nos pusimos al día. Seguía soltera y yo le conté sobre la novia con la que
estaba pensando formalizar mi relación. Se lo dije porque pensé que las cosas mantendrían
su ritmo pese a la emoción que sentí al verla nuevamente. Se alegró por mí.
Había regresado
a la casa donde creció porque amaba su hogar. La vivienda era una mezcla de
estilos decorativos con combinaciones llamativas de color que a nadie se le
hubieran ocurrido y sin embargo siempre lucía bien. Era una vivienda amplia con
dos recámaras y una cocina de donde siempre emanaban olores agradables y
apetitosos. La habitación principal hacía las veces de recibidor y comedor
según la ocasión. La principal característica del lugar era la calidez con que
recibía a sus visitantes. A Ruth le resultaba muy cómodo vivir ahí hasta que su
futuro se convirtió en conflicto para la autora de sus días. No le habían dado
lo mejor para que ella acabara haciendo servicio social. Cuando la conversación
se ponía estresante Ruth tomaba su bolso y salía a caminar. En esa época el
destino trataba de decirnos algo porque tarde o temprano acabábamos
encontrándonos. Casualmente o planeado nos fuimos viendo con mayor frecuencia.
Yo trabajaba en
un importante consorcio mercantil. La recomendé para uno de los puestos
administrativos. Moví cielo, mar y tierra para que la contrataran y lo logré.
Los seis primeros meses la apoyé como en los anales escolares. Invariablemente
estaba enterado de las tareas bajo su cargo. Ella operaba en la planta baja y
yo tenía mi escritorio en el noveno piso. Casi milagrosamente, si necesitaba ir
al archivo yo estaba en el pasillo para acompañarla a encontrar el expediente requerido.
Si se quedaba horas extras en la oficina por casualidad yo también. La hice
sentir segura conforme me dedicaba más a ella aunque ahora me pregunto cómo es
que logré conservar el empleo. Me esforzaba más en investigar sus movimientos
que haciendo las tareas por las que me pagaban.
Frecuentemente
la invitaba a salir. Buscábamos pequeños lugares donde poder conversar sin
interrupciones. Al principio nuestro intercambio de ideas era sobre temas
generales ya que yo evitaba las conversaciones personales lo más posible pero
llegó el día en que no pude eludir lo inevitable. Fue en un salón de té inglés,
elegantemente decorado donde le informé sobre mi ruptura del compromiso
matrimonial. Admití, entre muros rosados y mullidos cojines que lo hice antes
de consultarlo con ella, sin saber cuál sería su respuesta, en base a mis
grandes expectativas. Cuando me rechazó la odié con la misma intensidad con la
que la quise siempre.
—Eres la persona
más ingrata y fría que conozco —le grité en la cara— tú nunca vas a querer a
nadie.
—No hagas esto, Daniel,
por favor calla. Mañana te arrepentirás de lo que digas ahora.
Vociferé cosas
irrepetibles. ¡Afortunadamente éramos los únicos clientes en ese momento! Conocía
cada una de sus debilidades y las usé en su contra. Nos vimos envueltos en una
discusión que vista a distancia fue una estupidez. Ella no cesaba de golpearse
el pecho con ambas manos mientras hacía referencia a lo que la hacía sufrir con
mi declaración y yo no paraba de señalarla cuando rebatía lo que me decía.
Acabamos agotados para separarnos, entre miradas hostiles, en el lugar más
romántico de la zona.
La nuestra fue
la peor crisis que he tenido con alguien. Nadie, ni en su más atrevido sueño le
había restregado algo de egoísmo en la cara. No fue algo solucionable en dos
días ni en tres. Pasaron muchas semanas para que Ruth entendiera lo que anhelaba.
De pronto todas las expectativas paternas, sociales y las propias cayeron sobre
ella como una gran avalancha.
Según supe
después, intentó hablar sobre nuestra situación con su mamá. Por primera vez en
su existencia, no le dijo que lo solucionara a su modo. Cuando le solicitó
consejo le sorprendió con su respuesta:
—Cásate —le dijo.
Ante su asombro,
su tutora le pintó un cuadro tan hermoso que Ruth sintió pena al principio. Para
la señora Manjarrez el casamiento era como una pareja cariñosa, tomada de la
mano, caminando bajo un cielo azul con
apenas algunas nubes en el firmamento. En pocas palabras ella veía a su hija
con una sonrisa en los labios y una despreocupación como si los horarios de
trabajo y el pago de impuestos no existieran. La señora solo le pidió no eliminar
la idea y que lo pensara. Lo sé bien porque la fuente de estas palabras me
buscó, por iniciativa propia, para que perdonara a Ruth. Sí, yo tampoco podía
creerlo. Sentado ahí, donde tú estás ahora, escuché los detalles de esa
conversación familiar.
La pareja se
mira un momento. Los dos inhalan y exhalan suavemente dando unos minutos a Daniel
para acomodarse junto a la chica, en el sillón, con la intensión de continuar.
Para su
tranquilidad, Ruth le prometió pensarlo y para su propio estupor se descubrió acariciando
la idea que le vendieron tan bien. Estaba en la confianza de que si me buscaba la
recibiría, como si nada, tras darme una disculpa. Eternamente fue así, no sabía
guardar rencor. Fue ahí donde su cabeza empezó a elaborar otra hipótesis. No le
era molesta la idea de casarse con un buen hombre, aunque no lo amara, porque nadie
le garantizaba la veracidad de la existencia de su media naranja. Así, con
algunas cosas en común, lo más probable es que consiguiera un buen matrimonio;
sin pasión pero con suerte llegaría a envejecer junto al elegido que de primera
opción era yo.
El cielo se va
pintando de rojo, azul y negro. La luna está por aparecer y la habitación se va
oscureciendo. La mujer se pone de pie y por un momento parece que comenzará a
reírse nerviosamente pero se recupera para caminar hacia el apagador. Enciende
las luces y vuelve a posicionarse frente a Daniel. Cruza los brazos para
segundos después llevar su mano hasta su boca para cubrir sus labios; el hombre
no ve claramente lo que su gesto expresa. Obligándose a continuar el muchacho se
reacomoda de nuevo.
Como me lo diría
la misma Ruth, cada intento para llamarme le daba dolor de estómago. No eran
esas mariposas que se sienten cuando uno va a encontrarse con la persona amada.
No. Era un dolor como si le hubieran pateado ahí mismo y tuviera que detenerse
a respirar. Todo gracias a la maldita obsesión que sentía por estar tomada de
la mano con otro. Alguna desconocida razón hizo de ese gesto la representación
de lo que era un emparejamiento: dos manos entrelazadas tan fuertemente que nada
alcanzaría a separarlas. Entendió que eso era totalmente falso. En alguna oportunidad
tendrían que soltarse y su temor era seguir de largo y no volver jamás a buscar
la mano que la tenía entrelazada. Acabó borrando mi número de su celular, su agenda
y su memoria.
Pienso en el
hijo que tú y yo estamos esperando. Me hubiera gustado tener una hija con ella
y en ocasiones imaginé ese momento, por favor perdona mi sinceridad. Seguro estas
palabras te hacen sufrir pero debes saber toda la verdad. Soñaba con el momento
de tenerla en mis brazos y poder mirar su cara pequeña, sus ojos preciosos y su
boquita. ¡Todo lo que le diría! Aunque tengo el discurso en mi mente jamás saldrá
a través de mis labios porque muchas temporadas han pasado y no hay forma de
cambiar el ayer.
Ruth decidió ser
fiel a sus principios y seguir adelante sola. Abandonó la casa paterna para
independizarse. Ahora vive en un departamento y según sé, cuando yo renuncié a
mi empleo en la empresa ella decidió seguir ahí. Ha tenido muchas coyunturas: de
compañía, soledad, amorosas, angustiosas pero ha carecido de las de arrepentimiento.
Eso la ha llevado a vivir en paz y en armonía. Hace cosa de nada murió su
madre. Por eso te cuento esto. Me enteré del velorio por mi hermana y me atreví
a ir a verla.
Suena loco, lo
sé. No era lugar para tratar temas pasados pero te diré que hasta me dio gusto hacerlo.
Por favor, no te alteres; esta reunión me regaló una tranquilidad inmensa. Ella
me robó muchas cosas, entre ellas mi ingenuidad y mi capacidad de perdonar
todo. Me enseñó a odiar como nunca lo había hecho en mi existencia pero también
a no mirar atrás. Fui a verla con la intensión de contarle lo nuestro y cerrar
para siempre la puerta a Ruth. Al final no le conté nada, no hacía falta. Yo sé
que ese asunto tiene punto final y es lo importante. Ahora tengo una nueva
relación: ajena a ella, madura y donde estoy feliz.
Los jóvenes
esposos se encuentran de pie, frente a frente. Ella lo mira felizmente sorprendida
y él la ve con satisfacción por su propio acto de valentía. Daniel acaricia con
ternura el vientre de su esposa y sonríe tímidamente.
Ahora, mientras
te cuento todo esto, pienso que coincido con una de las últimas expresiones de
la señora Manjarrez. Ruth me contó en tono de broma que, tras aquel sorpresivo diálogo
sobre su estado civil, pensó en buscar otro epitafio para la tumba de su
progenitora. Afortunadamente no lo hizo. Antes de morir, en su última plática, la
señora tuvo la oportunidad de charlar con Ruth para decirle con tono de
orgullo:
—Después de
todo, pudiste resolverlo tú sola. Te felicito.
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