Cristina Navarrete
Violeta está parada
junto a la puerta de la estación de autobuses. Sus ojos, azules y profundos; el
cabello rizado, color negro azabache, mojado por la lluvia; una esbelta y
delgada silueta arrimada a la barandilla; hacen que todos los transeúntes la
noten.
A pesar del fuerte
aguacero ella no se ha movido en más de veinte minutos, su suéter de colores, los
jeans desteñidos estilo campana y las sandalias de cuero están empapadas, sin
embargo sigue mirando el reloj y no hace ningún esfuerzo por marcharse.
Un hombre alto,
delgado, de facciones muy finas y una piel como de porcelana, cruza la calle
corriendo. Avanza rápidamente hacia la puerta de la estación buscando a
alguien, mira a Violeta, ella responde con una sonrisa, se incorpora, acomoda el
bolso tejido con figuras tribales en su hombro, se acerca a él y sin decir una
palabra dan media vuelta y caminan juntos, alejándose poco a poco de la terminal.
Mientras las dos
siluetas se pierden en la oscuridad de la noche, se puede ver que aún sin mirarse,
ella toma su mano y él le corresponde.
Luego de un largo
rato, la lluvia cesó, y ellos seguían caminando, ella lo miró, le brindó una
gran sonrisa y por fin dijo:
—Entonces... ¿Para
qué querías verme?, ha pasado mucho tiempo.
—Te he extrañado muchísimo,
no tengo más argumento —respondió en voz muy baja; luego de un corto silencio,
él, se acercó lentamente a su rostro, acarició su cabello y le dio un beso
suave y delicado.
En ese instante, Augusta,
se levantó inesperadamente del mullido sillón que la abrigaba, tomó el control
remoto, apagó la televisión y lo lanzó al piso.
—¡Tonterías! Eso solo
pasa en las películas —dijo para sí misma, mientras sus pies descalzos y ágiles
la guiaban hacia la cocina.
Se acercó al mesón
donde tenía una pequeña y antigua radio color naranja con una extraña textura
que simulaba la madera, la encendió, buscó esa emisora que la acompañó durante
su adolescencia con música continua y variada, cuando al fin la encontró se
dirigió al refrigerador, sacó algunos ingredientes y empezó a cocinar, al
tiempo que tarareaba la canción que al sonar traía con ella hermosos recuerdos
de infancia y de la dueña original del anticuado artefacto: su abuela.
Mientras sus rápidas manos
cortaban con mucha facilidad los vegetales, el agua empezaba a hervir en la
estufa, el ambiente se calentaba poco a poco. Una vez troceados, los echó en el
agua, fue por las especias; mientras los ingredientes se fusionaban, un olor a
comida hecha en casa inundó el lugar. Tomó una cuchareta y le dio un sorbo al
potaje. Su rostro cambió de pronto, el ceño fruncido y la notable tensión
mandibular se relajaron, en sus ojos se distinguía un brillo antes inexistente
y en su boca se esbozó una sonrisa.
—¡Comer! Qué gran
placer, siempre anima el corazón —decía mientras servía un gran plato de
humeante sopa caliente— seguro sería aún más deliciosa si fuese compartida, pero
de todas formas calienta el alma.
Retiró su computador
de la mesa y una pila de documentos que lo acompañaban, pero justo cuando iba a
sentarse en su pequeño y rústico comedor de madera vista, el timbre de la
puerta sonó.
—¿Quién podrá ser a esta
hora? —dijo mientras se asomaba por el filo de la ventana casi sin mover las
cortinas; sus ojos se abrían cada vez más.
—¡No lo puedo creer! ¿Ahora
qué voy a hacer?... Y yo en estas fachas —exclamaba mientras subía y bajaba las
escaleras, entraba y salía de la cocina; hasta que por fin respiró profundo, se
tranquilizó, corrió al baño, tomó un buen trago de enjuague bucal, lo escupió, recogió su
desordenado cabello con una liga de colores, arregló su pijama y abrió la
puerta.
Allí estaba él, tan
sencillo, con su ropa para ir al gimnasio, sin excusas, de pie frente al
pórtico; sus miradas se cruzaron por algunos segundos. Los mismos que fueron
suficientes para recordar su olor, el sonido de su estrepitosa risa, los viajes
realizados en esa vieja y ruidosa motocicleta y por supuesto el dolor de
dejarlo ir cuando ganó aquella beca para estudiar arquitectura en Inglaterra.
—Han pasado ya cuatro
años ¿Qué te trajo por aquí? —dijo Augusta tratando de ocultar la emoción
profunda que la inundaba.
Miguel se movió muy
despacio hacia ella como en cámara lenta, y cuando estaba tan cerca como para
sentir su respiración, susurró: simplemente… te he extrañado muchísimo, no
tengo más argumento.
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