Mizard
Seta
Esta es una noche tibia y pacífica, el
aroma de los arrayanes impregna el aire nocturno y todos parecen tener pereza,
pero aun así tengo deseos de relatarles una historia de esas que observo en mis
correrías. Historias que viven cada uno de los hijos de las diferentes tierras
con diferentes nombres que forman a este único y redondo planeta. Así que yo,
el corredor viento, me sentaré en esta rama de araucaria para saborear sus frutos
a la luz de la bella dama luna y les
contaré alguna de las historias por las que siempre preguntan aquellos que
desean saber qué hay detrás del horizonte. Siéntense y escúchenme.
Bonachón era un gato que hacía honor a
su nombre, tenía un corazón grande como los alerces y una disposición como la
del sol para ayudar a quien lo necesitara. Era negro como la noche y regordete
a fuerza de comer tanto atún, su alimento favorito y de moverse lo menos
posible, las aves revoloteaban felices a su lado, seguras de que no les haría
daño alguno.
Siendo un bebé, la abuelita María lo
encontró en una bolsa a orillas del viejo río que corría entre las quebradas
cordilleranas, donde buscaba plantas medicinales que no crecían en su hermoso
jardín. Con cuidado tomó la bolsa y halló a un empapado gatito más en el otro
mundo que en este, dejando de lado su recolección de ese día, volvió tan
presurosa como le fue posible, para ocupar todo su arte curativo y lograr
salvar al pequeño abandonado.
- Tranquilo
mi bebé, -decía la anciana mientras lo curaba, le daba sus medicinas, le
proporcionaba calor y conversaba con él y el Señor- abuelita María está aquí contigo,
no estás solo, no sufras, no te dejes llevar por esos sueños de muerte, eres un
bebé fuerte y tienes la vida por delante. Mi señor Dios guía mi mano para curar
a este bebé, tú y yo sabemos porqué estaba en el río, hay gente demasiado
supersticiosa, seguro lo quisieron matar solo por su color pensando que
atraería la mala suerte, como si la apariencia tuviera alguna importancia.
Poco recordaba Bonachón de esos días en
que la fiebre lo consumía y la abuelita María lo cuidaba con dedicación
absoluta. En sus delirios escuchaba la voz de su mamá llamarlo desesperada,
sentía terror y abandono, la oscuridad lo rodeaba, el agua le entraba por la nariz
y la boca, no podía respirar, su corazón se apretaba, no sabía qué había hecho
para merecer lo que le ocurría. Lentamente todo vestigio de su madre se
desvanecía en aquel frío en que él mismo
moría, en su desesperación elevaba sus plegarias a no sabía quién que lo
ayudara, pero al pasar de los días con los cuidados constantes de la abuelita
María, los desvaríos fueron alejándose junto a aquellos terribles momentos,
incluso su único recuerdo bello, el
sonido de la voz de su madre terminó por esfumarse, siendo reemplazado por sus
primeras memorias al despertar en un lugar tibio y luminoso. La abuelita le
hacía cariño entre sus orejas sujetando su cabecita para alimentarlo con algo
que más tarde averiguó se llamaba biberón, desde ese día decidió que jamás
saldría de aquel lugar, nunca abandonaría a la abuelita María.
Años más tarde cuando ya fuera un meico*
maestro, entrenando a su propio aprendiz aún evocaría aquel momento, estaba
inundado el lugar con una luz cálida, rodeado de algo tibio y la seguridad de
que nada malo ocurriría.
Era un bello día de verano cuando logró
ponerse en pie y la abuelita le dio alimento más consistente, resultó que lo
único que tenía en casa que le pareció medianamente adecuado era un tarro de
atún, esta fue su primera comida solida y desde entonces también su festín favorito.
En sus primeros paseos por aquel lugar
que sería su hogar, abuelita María le contó que su familia era inquilina del
fundo que daba nombre al pueblo, y que en la época de la independencia el
patrón regaló la casa a su ancestro en pago por los servicios prestados curando
a los patriotas...claro está su ancestro en realidad atendió a quien necesitó
su ayuda como era su deber... el lugar contaba con un cuarto de hectárea
cerrado por una pirca de piedra de la altura de la abuelita, a la entrada corría
una acequia ancha cruzada por un puentecito, donde nadaban los patos caseros.
El puentecito estaba cerrado en ambos extremos por unas puertas de madera, en
la externa había una pequeña campana de bronce con la que se anunciaban los
visitantes. Esta puerta daba a la "Calle del Medio", que era la calle
principal del pueblito que llevaba a la Plaza de Armas y que a ambos costados
estaba resguardada por una alameda ancestral.
Se decía que esos álamos ya eran viejos y altos cuando el ejercito
libertador de Bernardo O´Higgins pasó por el lugar, por esa misma calle él y la abuelita caminaban al centro del
pueblo a hacer las compras de la semana.
La casa tenía forma de L, contaba con
cinco habitaciones que tenían puerta al amplio corredor que estaba cubierto por
un techo de tejas de barro cocido, sostenida por algunas columnas de madera
donde por generaciones los niños habían jugado en los días de lluvia cuando no
era posible ir a trabajar a los sembradíos del patrón. Pero después del gran
terremoto había sido remodelada por ella
y "su amado esposo que en paz descanse", así que una de las
habitaciones la habían dividido para hacer cocina y baño dentro de la casa. La
habitación del lado, que era la pata de la L, quedó repartida en centro de
atención a pacientes y sala de estar-comedor, las otras tres habitaciones era
donde dormían los niños y ellos.
Atrás de la casa estaba el gallinero, la
pesebrera, el corral de chanchos, las conejeras y las colmenas; al costado de
la casa, detrás de la pata de la L, se cultivaban las hortalizas y frutas de la
temporada para el uso domestico más la almaciguera; al otro costado de la casa
donde empezaba la L, se cultivaban clarines, reinas luisas y gladiolos, estos
últimos eran los favoritos de su difunto esposo.
Entre la casa y la acequia, estaba el
sector principal, el jardín medicinal que le daba nombre al lugar, presidido
por un enorme y anciano sauce donde aún se encontraba la artesa en que lavaba
la ropa antes que su hijo mayor le regalara su primera máquina de lavar, el
mejor invento del ser humano según ella. El jardín medicinal era espectacular
tenía un aroma extraordinariamente agradable, había matas de ruda, menta coca y
piperita, lavanda, romero, toronjil, manzanilla, ortiga, palqui, orégano, dedalera,
maqui, entre otras muchas; los aromas eran agradables en su mayoría, otros eran
fuertes como el de la ruda que le impregnó la nariz por días al gatito que
encontraba el lugar realmente enorme.
- Pero
abuelita –le decía una mujer que había venido a agradecerle, con un par de gallinas,
su atención de hacía algunos días– trata a ese animal como si fuera persona.
- Todo
aquel que necesita ayuda la debe recibir –respondió la anciana con gran ternura
acariciando al gatito– todos somos hijos de Dios y mi madre, que en paz
descanse, me enseñó el arte de curar para todos los hijos de la tierra, los
pequeños, los grandes y los medianos; no sólo para las personas.
- Como
siempre tiene razón abuelita –respondió la mujer, quien agradeciendo nuevamente
su ayuda se retiró.
Aquellas palabras de la abuelita, aunque
esta no lo supo, quedaron grabadas en el corazón del gatito, el que en unas
semanas creció unos centímetros más, aumentó unos gramos más de peso y ya pudo
salir a caminar por el jardín acompañando a la abuelita.
- - ¡Gatito!, ¡gatito! –gritaba la señora a
la hora de almuerzo, pues a pesar que sus horarios de comida no coincidan con
los del minino, este había adoptado la costumbre de acompañarla.
El gatito aparecía corriendo a los
brazos de la abuelita, que era en la única ocasión en que corría, y ella lo
cargaba como a un bebito llevándolo hasta lo cocina y lo acomodaba en su
mullida cunita para que estuviera cómodo mientras la acompañaba.
- No
puedo seguir llamándote gatito, –dijo de improviso la abuelita mientras tomaba
su té de toronjil y menta- pero ¿qué nombre te pongo?, ¿sabes que el nombre es
importante?, es un reflejo de la personalidad de cada hijo de Dios. Pero creo
que deberemos esperar un poco más hasta que me digas cuál es el tuyo. Porque todavía
no lo sabes ¿cierto? -preguntó mirándolo fijamente a los ojos-
...eso imagine.
Los días pasaron
y la abuelita siguió atendiendo a los vecinos puerta a puerta, y a quien
viniera en su busca, curando sus enfermedades y en algunas ocasiones más especiales
curando sus almas, tanto de personas como animales y plantas.
El gatito vio
que no siempre le pagaban sus servicios con aquellas cosas de papel o de metal
que empleaba para cambiarlas en la tienda del pueblo por comida para los dos
que siempre incluía su tan preciado atún, en muchas oportunidades le pagaban
con harina, con gallinas y otras cosas así y en algunas ocasiones sólo recibía
las gracias, siempre con una atenta sonrisa.
Así el gatito
pensó que debía poder ayudar en algo a la abuelita y empezó a seguirla
cuando salía en busca de aquellas
plantas medicinales que no crecían en su jardín. Los caminos que hacían por los
senderos y bosques cordilleranos eran largos y pesados, a él le costaba seguir
el paso de la abuelita y unas cuantas veces se quedaba tendido bajo alguna sombra, para después seguirla hasta
alcanzarla.
- Mira
gatito este es el pañil, huele y siente su textura -decía la abuelita pasando
una hoja por su nariz y él la olía con todas sus fuerzas y con la ayuda de sus
bigotes y lengua trataba de reforzar lo que sus ojos veían para no olvidar
detalle- se corta cuando florece y puede ser usado en infusión o en compresas para
el dolor de estomago, para curar heridas, detener sangrados, también se llama
matico y los antiguos lo llamaban paguñi... si alguien me escuchara pensaría
que soy una vieja loca, pero he recibido más atención de ti que de las muchachas que vinieron a aprender el arte
de curar y se fueron antes de terminar su aprendizaje pensando que ya lo sabían
todo o se aburrieron porque nunca lograron averiguar el gran secreto pequeñito:
“nunca se termina de aprender”.
La abuelita se
sentía muy agradecida de aquella compañía, estaba convencida que como su
abuelita le contaba cuando era niña el don de curar le podía ser concedido a cualquier
criatura de Dios y que aquel que debía aprender tarde o temprano encontraba a
su maestro, pero no dejó de sorprenderla verlo un día arrastrar o mejor dicho,
intentar arrastrar su canasto para acercarlo a donde ella estaba recogiendo sus
yerbas.
- Muchas
gracias pequeño -dijo ella agradeciendo su esfuerzo rascando entre sus orejas-
eres muy amable.
Pero mayor
sorpresa causó a los pacientes de la abuelita al verlo llevarle una u otra cosa
de las que necesitaba para las curaciones.
- Su
gatito es muy amable y tranquilo, siempre la trata de ayudar y nunca se aleja
de usted, ¿cómo se llama? -pregunto un señor que venía a que le curaran el
dolor en sus articulaciones.
- Aún
no me ha dicho su nombre -respondía ella dejando al hombre intrigado con tal
respuesta- pero creo que pronto me lo dirá.
Días después
unos estampidos muy fuertes se escucharon en el bosque demasiado cerca de donde
la abuelita hacían su recolección, y de pronto el gatito, que ya estaba más
crecido, corrió internándose entre los frondosos árboles para volver donde la
abuelita rápidamente. Saltaba, maullaba, se enredaba en las piernas de la
anciana, y luego se alejaba en la misma dirección en que había desaparecido la
primera vez, hasta que la abuelita lo siguió llegando donde yacía herida sobre la
tierra una paloma torcaza.
- Este es mi fin, si este gato no me devora,
esa humana acabará conmigo o me matará el hambre por no poder volar -gorjeaba
la paloma lamentándose y sintiendo que el dolor de la herida era solo opacado
por el palpitar de su corazón que parecía que saldría por su pico en cualquier
momento.
El
corazón de la abuelita comprendió lo que el gatito quería y tomó entre sus
manos al ave herida que temblaba como hoja al frío viento de invierno; aún
estaba viva, pero muy asustada, era de suponer después de ser herida con
perdigones y ver al gatito, seguro pensaba que se la almorzaría. La abuelita
tomó la paloma colocándola en uno de sus canastos y volvió a casa, sin terminar
su recolección del día, donde curó a la torcaza.
- Debemos
prodigarle calor esta noche -dijo después de curarla y alimentarla con gran
esfuerzo, abrigándola con una bufanda- sólo espero que no se de vuelta y se
dañe -dijo después de acomodar al ave lo mejor posible y se retiró a dormir,
pues ya era entrada la noche.
Al día siguiente
se despertó y fue a ver cómo se encontraba su paciente. Para su sorpresa el
gatito estaba echado al lado de la torcaza afirmándola para que no se moviera y
así ayudó en los cuidados de la paloma hasta que esta se curó y pudo volar en
busca de su bandada, sin dejar desde ese entonces de pasar en las mañanas por
el jardín medicinal y gorjear algo en respuesta a los maullidos del gatito, que según la abuelita mantenían
conversaciones muy interesantes. También la abuelita observó que las aves desde la llegada del
gatito habían dejado su jardín y habían vuelto en abundancia desde que curara a
la torcaza.
La abuelita
pensó para sí que las noticias buenas corrían también entre los animales, ya se
creían esas aves que su gatito no las cazaría, aunque pensándolo bien se dijo, nunca lo he visto cazar nada, ni saltar
detrás de nada que no sea una lata de atún y la verdad tampoco salta, solo se
queda esperando con ojos expectantes y bigotes felices.
Una luz iluminó sus cristalinos ojos, con
paso lento se acercó al gatito que corrió a su encuentro y tomándolo en sus
brazos lo acunó como un bebé.
- Esta
abuelita tiene sus ojos cansados mi amiguito -dijo con cariño acariciándolo en
la pancita- hace mucho tiempo me dijiste tu nombre y yo no me di cuenta ¿me
perdonas?
- Miau
-maulló el gatito queriendo decir- “no hay nada que perdonar, ni yo sé mi
nombre, ¿cómo pude decírtelo abuelita?”
- Eres
amable, cariñoso, siempre estás dispuesto a ayudar a pesar de ser perezoso y
estar panzoncito. Me recuerdas a una expresión que empleaba una tía mía,
bonachón, ese será tu nombre, Bonachón, ¿te gusta?
- Miau
-respondió Bonachón feliz porque su nombre le gustó mucho.
Así, ese gatito
regordete del jardín medicinal de la abuelita María, recibió su nombre y
aprendió de ella a curar y ayudar a otros hijos de la tierra. Pero esa es otra
historia, para otro día en que yo desee descansar y ustedes deseen escucharme.
*Meica
o meico: también llamado curandero, es la versión criolla de un/a machi, posee
dones para conocer las propiedades de las hierbas curativas y remedios
naturales. Pueden reemplazar a la machi en el caso de enfermedades producidas
por efectos del frío, calor, aire, alimentación y algunas causas mágicas, las
enfermedades atribuidas a posesión de espíritu maligno, pérdida del propio
espíritu y otras causas sobrenaturales. Una de las técnicas usadas y
compartidas con lo/as machis, corresponde al pelotun o pewtun,
diagnóstico que se realiza empleando la orina o humor del enfermo, la
que es "leída". Comúnmente son
mujeres, la madrina de mi madre era meica, hasta donde yo sé es un término
ocupado en la zona campesina de Chile central.
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