Violeta Paputsakis
Era un frío día de invierno, esa noche había
nevado como hace muchos años no ocurría. Lua estaba de vacaciones en el colegio
y al levantarse la sorprendieron las calles y los árboles blancos que aparecían
desde el ventanal de su habitación. Luego de observar el espectáculo unos
minutos sentada en la cama, se vistió y caminó los escasos pasos que la
separaban de la cocina. Mientras desayunaba, no podía evitar espiar de reojo
por el pequeño espacio libre que dejaban las cortinas y que le permitían ver los
copos cayendo incesantemente sobre el jardín. Era una niña alegre e
inteligente, que no sentía su discapacidad como un impedimento y lograba
sobreponerse a las dificultades que a diario surgían.
Lua había sufrido un accidente automovilístico
a los siete años que casi la deja inválida, luego de dos operaciones y tres
años de rehabilitación, alcanzó recuperar parte de la movilidad de sus piernas,
aunque según lo dicho por los médicos necesitará siempre un andador para
transportarse.
Sentada en la pequeña mesa, junto a su madre y
sus hermanos, mira su taza de cereales mientras piensa en terminarla lo antes
posible. Esa es la última semana de las vacaciones de invierno y la nevisca le
da una nueva perspectiva a una jornada que parecía iba ser igual a la de los
últimos días. Entre las paredes de una casa que le resulta cada vez más pequeña
disfruta al pensar que podrá dejar de lado la rutina de ver televisión acostada
en el sillón del living, leer en cama, observar el viento que mueve las hojas
desde la ventana de su habitación y aprovechar el tímido sol de medio día
sentada en el jardín.
-Lua yo ya tengo que ir a trabajar, podés
salir a jugar con la nieve, sólo te pido que le hagás caso a tu hermana y no se
queden mucho tiempo afuera, hace demasiado frio y después te vas a enfermar
–explicó Elsa con esa cara de preocupación que la niña conocía y que la hacía
ver mucho mayor que los treinta y nueve años que tenía.
-Está bien mamá –asintió mirando su anguloso
rostro y esas finas líneas que comenzaban a surcarlo.
-Silvia por favor cuida a tus dos hermanos, no
te vayas a la casa de María, sé que vive aquí al lado, pero no podés ir, sos la
mayor y tenés que estar al tanto de ellos, si ella quiere puede venir y ven
televisión o lo que tengan ganas.
-Si mamá –dijo con vos molesta la adolescente.
-Yo no me voy a ningún lado mamá, voy a jugar en
la nieve con lu y a cuidarla, claro –adelantó dani, el más pequeño de la
familia, que con sus seis años se consideraba el hombre de la casa.
Elsa le sonrió con ternura, terminó su
desayuno y salió a enfrentar un nuevo día de frio. El invierno era duro, hace
semanas que las temperaturas estaban bajo cero y el pequeño supermercado en el
que trabajaba de cajera, no tenía las condiciones para apaciguar las gélidas
jornadas.
Desde hace casi tres años que seguía el mismo
recorrido cotidianamente, levantarse muy temprano y entrar a trabajar, volver a
medio día a casa a cocinar lo más rápido posible para poder descansar un poco y
regresar a cumplir su horario de la tarde. Su ingreso era el único de la familia
y no podía darse el lujo de cumplir menos horas. Ese dinero, junto a los
escasos pesos del seguro por fallecimiento que todavía guardaba, era todo el
capital con que contaban. El principio de la nueva vida sin Javier fue muy
difícil, dani apenas tenía tres años y Lua estaba en la etapa más difícil de la
recuperación, lo que no le dejaba otra opción que llevarlos a que los cuidara
su madre a diario, luego buscarlos pasando antes por la escuela de Silvia.
Ahora, al menos, los chicos eran más grandes y asistían al mismo colegio,
Silvia ya era una adolescente de quince años que podía ayudar con el cuidado de
sus hermanos, aunque no le agradara mucho la tarea.
Esa mañana de julio, mientras caminaba al
supermercado y los copos de nieve golpeaban su rostro y su cuerpo, Elsa no pudo
evitar rememorar la vida que dejó atrás con el accidente. Recordaba que esa fue
la última nevada, que Javier y Lua volvían de la escuela a casa a buscar el
disfraz de dama antigua que había olvidado poner en el auto y que la prisa hizo
que su marido no advirtiera el asfalto escarchado, perdiera el control del vehículo
y chocara de frente con un colectivo.
Si bien Elsa no pudo ver el incidente, tantos
años juntando los retazos contados por Lua y la imaginación que la torturaba,
lograron que viviera el momento como en una película en cámara lenta. Javier aparecía
en primer plano, su cuerpo atrapado, sangre, desesperación, miedo y dolor en su
rostro. Hasta había creado el instante en que le daba la mano a Lua, le decía
que no se preocupe y cerraba sus ojos para despedirse de este mundo. Evocaba
luego las horas que tuvieron que pasar para que lograran rescatar su cuerpo
entre el metal aplastado y como llevaron a su pequeña en una ambulancia con sus
piernitas destruidas. Escondida entre las frazadas se culpaba cada noche por lo
ocurrido, preguntándose por qué se había olvidado de poner ese maldito disfraz
en el auto esa mañana. Ver a Lua luchando con ese andador, siendo observada por
todo el mundo, sin poder hacer lo que hacen todos los niños de su edad, le
partía el corazón.
En ese instante, unas calles atrás, la niña
ríe a carcajadas tirando copos de nieve a su hermano y tratando de evitar los
que él le arroja. En un santiamén son nuevamente cómplices en el armado de un
muñeco de nieve, dani pone dos de sus bolillas de vidrio como ojos y un trozo
de rama les sirve de nariz. Al terminar la tarea, acomodan a su nuevo amigo en
un costado del jardín y responden al insistente llamado de Silvia que les dice
que ya es hora de entrar a casa.
Su hermana está sentada en el sofá con la
televisión prendida pero con una mirada ausente. Lua se acomoda a su lado,
apoya el rostro en su hombro y la abraza intentando entrar en calor, mientras Daniel
reclama el control remoto.
-¿Estás bien sil? -le pregunta la niña.
La joven la mira sin sorprenderse, sabe que
Lua tiene la capacidad de percibir las emociones de las personas y sobre todo
las de ella. Observa sus rizos color miel perfectamente armados, su rostro
armonioso, sus labios colorados por el frio y sus ojos celestes que parecieran
contener toda la sabiduría y pureza del cielo en la mirada, una punzada le
atraviesa el corazón como cada vez que recuerda que esa hermosa niña nunca más
va a poder caminar por su cuenta. Sus problemas pasan a no tener importancia
siempre que ese pensamiento llega a ella.
-Si lu, estoy bien, ¿qué me puede pasar a mí?,
veamos la tele, ya no pensés cosas raras.
Cuando llegó Elsa ese medio día, Lua ayudaba a
su hermano menor a practicar escribir, estaban sentados en la alfombra del
living junto a la estufa. Se llevan muy bien y la niña es la que tiene más
paciencia para enseñarle cosas nuevas. Aunque era muy pequeño cuando ocurrió el
accidente, Daniel padeció durante esos años las difíciles circunstancias de la
vida familiar, eso lo convirtió en un chico disperso y con problemas de
aprendizaje. A diario se apostaban juntos y Lua volvía a explicarle lo que
habían visto en la escuela, era un momento especial para ambos.
Silvia en cambio, era una típica adolescente,
con mil cambios en su cuerpo, con dudas y preguntas sin respuesta, con la
angustia de hacerse adulta, a lo que se sumaba la historia de su hogar.
Esa tarde Lua decidió visitarla en su
habitación, ella al escuchar las ruedas del andador acercándose por el pasillo
se secó las lágrimas y se concentró en el libro que tenía en sus manos. La niña
se sienta en la cama y le pregunta con voz dulce:
-¿Es por papá no?, ¿la nieve también te trajo
recuerdos a vos?
-¿Y a quién más? –confesó resignada luego de
un minuto de silencio.
-A mamá, ¿no la viste en el almuerzo?, estaba
pérdida tres años atrás.
Como ocurría casi siempre, Silvia se asombró
de la madurez con que su hermana de diez años lograba afrontar las cosas,
habiendo tenido que vivir el accidente, ver como moría su padre y quedado
prácticamente inválida.
-¿Y vos cómo hacés para sobreponerte lu?, a mi
me cuesta tanto, me falta papá y siento que tuve que hacerme grande demasiado
rápido, tengo un montón de responsabilidades, no puedo salir con mis amigas a
divertirme ni nada. Igual eso es poco comparado con lo que te pasó a vos, a
veces creo que no llegás a entender lo que significa. Lua respondió sus dudas con
una amplia sonrisa que desconcertó más aún a su hermana.
-Si lo entiendo sil, no puedo hacer un montón
de cosas pero sí otras tantas. Todos en la escuela me miran raro y hasta
ustedes a veces se apiadan de mí y mi futuro, pero yo no dejo de pensar que me
dieron la oportunidad de seguir viviendo y no la quiero desperdiciar. Va a
haber cosas que no pueda hacer pero eso no significa que tenga que sufrir o
amargarme, a mucha gente le pasa lo que a mí o peor y no por eso se tiran ni
nada. Además, ¿cómo podría ayudar a mamá si me pasara los días lamentándome?
-Cada día te admiro más hermanita, perdóname
si a veces te miro raro, lo hago sin querer -le dice Silvia. La charla termina
con un largo abrazo y una sesión extra de cosquillas y carcajadas.
El frío no menguó en todo el día, al llegar la
noche Elsa abre la puerta arrastrando tras de sí un aire helado que enfría cada
rincón del hogar. Trae la tradicional caja de pastillas de dormir para el mes.
Lua la sigue con la mirada mientras las guarda en el botiquín del baño y rememora
el sin fin de excusas que les dio su madre cuando comenzó a comprarlas. Elsa
advierte sus ojos y busca escapar del momento reclamando a sus hijos por tener
la casa desordenada.
-Yo no puedo con todo, ustedes se pasan el día
aquí sin hacer nada y yo tengo que llegar cansada del trabajo y ponerme a
limpiar y cocinar, ya estoy harta de esta vida –su voz comienza a subir cada
vez más de tono y se convierte en un grito desaforado que termina con un ataque
de llanto.
Se arrodilla en el piso y comienza a lagrimear
mientras su cuerpo se mueve espasmódicamente y los sollozos le quitan el aire.
Daniel y Silvia se miran asustados sin saber qué hacer. Lua camina lo más
rápido posible hasta donde se encuentra su madre, deja el andador a un costado
y se sienta como puede junto a ella abrazándola, sus hermanos la imitan, todos
tratan de tranquilizarla con palabras cariñosas y promesas de portarse bien. En
un momento Elsa levanta el rostro y mira a Lua sorprendida
- ¿Qué dijiste lu?
- Que no estés triste má, que te queremos
mucho y todo va a estar bien.
- Yo te escuché que me llamabas mi damicela
hija, ¿de dónde sacaste eso? –pregunta Elsa molesta.
- No mamita yo no dije eso, te lo juro –le
responde la niña con ojos asustados.
- Está bien lu, no te asustes, sólo espero que
no estés hurgando entre mis papeles, sabés que no me gusta. Ahora vamos a comer
que se enfría la comida.
Esa noche antes de dormir, Elsa comprueba que
el baúl de su habitación está perfectamente cerrado, saca la pequeña llave de
donde la guarda, lo abre y toma un grupo de cartas envueltas con una cinta
roja. En el sobre puede leerse con una letra prolija: A mi damicela de su
caballero. Elsa sonríe mientras acaricia la tinta y se pregunta si habrá creído
escuchar esas palabras de boca de Lua. Seguramente los recuerdos de hoy me
hicieron imaginarlo o quizás necesitaba oírlas, se dice, ninguno de los niños
sabía que Javier y yo solíamos llamarnos así. Lee algunas de las cartas
mientras llora y sonríe en silencio llenando su corazón de los hermosos
momentos que compartió junto a su amor, descubre asombrada que hace tiempo que
no lo evocaba así.
Lua, mientras tanto, vacía en el baño el
frasco de pastillas de dormir de su madre y las reemplaza por unos analgésicos
que si bien se ven iguales sólo sirven para calmar el dolor de cabeza. Es la
rutina mensual y la hace sin que nadie lo advierta, convencida como en la
primera ocasión, que Elsa no necesita esos medicamentos que lo único que
lograban era que esté zombi durante todo el día y que casi consiguen alejarla
de ellos.
El primer año luego del accidente, Elsa tomaba
varias de esas píldoras a diario, decía que era lo único que la tranquilizaba. Una
noche Lua se despertó de madrugada asustada e inquieta, decidió ir a dormir con
su mamá y al entrar en la habitación la encontró tirada en el piso,
inconsciente. Desesperada llamó una ambulancia e hizo acudir a sus hermanos con
gritos angustiados. Nunca supo si su mamá intentó suicidarse o simplemente se
excedió con las pastillas, no quiso preguntárselo, tenía miedo de la respuesta.
A pesar de todo lo vivido o quizás como consecuencia de ello, la niña agradecía
y disfrutaba de cada segundo.
Esa, como cada noche, se acuesta con una
sonrisa en los labios, reviviendo la mirada de papá fija sobre la suya,
vaciándose dentro de ella y sus labios diciendo sus últimas palabras: no tengas
miedo lu, va a estar todo bien, yo siempre voy a estar señalándote el camino,
nunca voy a dejarlos solos. Esos recuerdos se entremezclan con otros lejanos
que parecen historias de otra vida, se ve como un hombre joven abrazado a una
mujer, caminando una tarde lluviosa, ambos se refugian luego en un pequeño
alero que no alcanza a cubrirlos, él se quita la campera y la posa en los
hombros de ella, dando calor a un cuerpo que entre risas comienza a tiritar.
Siempre voy a estar junto a vos para cuidarte mi damicela, jura a su amada una
voz que para la joven es inconfundible.
Abrigada entre las colchas siente a su padre como
cada instante, viviendo dentro de ella, dos almas unidas en un solo ser.
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