Sonia Manrique Collado
Traté de pensar en una salida, ¿podía hacer algo?
No, estaba atada. El día temido venía sobre mí con rapidez y yo me encontraba
en estado de nervios. Mi amiga Patricia me había dicho que si quería podía irme
a vivir a su casa pero no la tomé en serio. Varias noches las pasé rogando a mi
papá que no me obligara a hacerlo. También intenté con mi mamá. Todo fue en
vano, la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.
A veces me refugiaba en el jardín trasero de la casa
grande, sentarme ahí y sentir el olor de la tierra me traía cierto alivio. Era
el único lugar en el que me sentía bien. ¿Y si escapaba de allí? No, no era una
actitud viable, ¿a dónde? En cualquier lugar me encontrarían y me obligarían a
regresar. Además, todos se enterarían de lo que había hecho. Todos, toda la
ciudad. Esa perspectiva era la que más me asustaba.
─Pero mujer, ¿te das cuenta de lo tonta que fuiste?
–dijo Patricia mirándome con fijeza.
Llegó el día temido, fue un viernes. Tuve que pedir
permiso a mi jefe quien se quedó muy molesto; “eres muy joven para casarte” fue
su único comentario. Mientras el taxi nos llevaba hacia la municipalidad de
Paucarpata, yo pensaba que el trayecto era demasiado largo. Mirar el color
verde de los campos normalmente trae una sensación de tranquilidad pero ese día
sólo lograba aumentar mi rechazo al destino.
Mis papás ya habían hecho los arreglos y parecían
felices. Yo traté de sonreír todo el rato en ese lugar lleno de gente en el que
faltaba el aire. Intenté pensar en lo bueno de casarme, ¿acaso no era ése el
sueño de toda mujer? No tenía razón para quejarme.
─Tienes suerte –susurró mi hermana mayor tocándome
el brazo- otro hombre no habría aceptado casarse contigo.
El señor que nos casó era ya muy viejito y hablaba
de manera graciosa. Eso me hizo reír varias veces y por un momento olvidé las
circunstancias. Horas después, ya en la casa grande, nos hicieron bailar el
Danubio Azul. Las dos familias comieron y conversaron amigablemente. Mi mamá
iba y venía de la cocina, mi primo Javier se encargaba de servir las bebidas.
Mi perro no sé dónde estaba.
Hicieron discursos también, algunos un poco raros.
─En un matrimonio todo depende de la mujer -dijo mi
tía María solemnemente-. Si falla, es porque la mujer no estuvo a la altura.
Esa afirmación me dejó pensando. Yo sólo tenía
veinte años y mi flamante esposo, treinta. ¿Por qué todo dependía de mí? Pero
me limité a escuchar en silencio.
─Tuviste mala suerte –dijo Patricia-. Naciste en una
familia muy antigua, así pensaban antes. Pero estaba en tus manos la decisión.
Para mí las cosas estaban claras, había cometido un
error y siempre se me enseñó que las consecuencias se asumen. No hacerlo habría
significado el rechazo de mi familia y eso era lo más importante. Después de
los discursos se pusieron a cantar, yo sólo sentía un aburrimiento infinito que
se acrecentaba con el sonido de las rancheras.
─¿Sabes que eres un poco rara? –me dijo él.
Esa noche fuimos a dormir a un hostal pequeño de la
calle Mercaderes, lo único que él podía pagar. La noche no fue tranquila, las
voces de borrachos que gritaban interrumpieron mi sueño varias veces. Incluso
uno de ellos trató de entrar al cuarto por confusión. Al día siguiente me sentí
mejor: estaba casada.
─Encima ese tipo ni siquiera te llevó a un hotel
decente -dijo Patricia-. Me da cólera lo que me cuentas, pero recuerda que te
ofrecí mi casa.
─Eran otros tiempos –le digo a Patricia con una
sonrisa-. Así se solucionaban las cosas, mis padres no lo hicieron por maldad.
─Pero tú sí fuiste mala contigo misma –dice ella y
me hace sentir mal-, debiste quererte más y luchar.
─Ya pasó todo, ahora no quiero acordarme de esas
cosas. Vivo bien.
─Sí, pero se habrían podido evitar. Tenías veinte
años, ya eras mayor de edad.
Mientras parto en trozos el pollo a la brasa una
imagen me asalta. No una, dos, muchas. Las imágenes del hospital y de mi hijo
muerto antes de nacer. ¿Por qué murió? ¿No pudo soportar tantos golpes? Siento
una lágrima correr.
─No llores, amiga –dice de pronto Patricia-.
Perdóname, no quise hacerte sentir mal. Es que me dolía ver que no te dabas tu
lugar.
El restaurant está lleno de personas que conversan
alegremente. Es uno de los tantos que hay en la avenida Ejército. Todo ha
cambiado en la ciudad, se ha modernizado bastante. Parece que las calles
tristes de hace quince años no hubieran existido jamás.
─Pero me alegra ver que finalmente te superaste
–trata de sonreír Patricia-. Siempre supe que eras mujer de bríos.
Me he dado cuenta que ahora me gusta el ají, antes
no lo soportaba. Los mozos preguntaban “¿todas las salsas?” y yo respondía
“todo menos ají”. Es bueno saber que las costumbres cambian y las formas de
pensar también.
─Fue muy difícil conseguir el divorcio, no te imaginas
–digo lentamente- antes no era como ahora. Además, nadie quiso ayudarme.
Pero no es del todo cierto. Mi mamá cambió de
opinión poco después del matrimonio y sintió pena por mí. ¿La conmovieron mis
lágrimas? Puede ser, pero el abogado que me consiguió resultó ser un patán.
─No era mala mi mamá después de todo. Sólo que
tampoco tenía opción.
─¿Sabes algo? Tu familia parece salida de otro siglo.
Yo tengo tu edad y a mí nunca me trataron así, no me obligaron a nada.
─Ya sé el camino que llevas –digo enarcando las
cejas-, tratas de hacerme ver que todo se debe a mi falta de carácter.
─Mejor la paramos aquí, no quiero que terminemos
peleando –dice ella-. Oye, este pollo está delicioso, ¿no te parece?
─Sí, riquísimo. Voy a venir siempre por aquí.
Miro alrededor: el ambiente está festivo. Se nota
que diciembre está cerca. Patricia me mira sonriendo y pienso que todo está muy
bien.
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