Marcela Royo Lira
Amanece. Las embarcaciones dejan de ser
sombras. A nuestras espaldas, los cerros de Valparaíso con sus casas
afirmándose unas con otras. Matías me pasa el porro. Aspiro. Trago gotas de
rocío. Tengo la piel húmeda, la ropa pegada al cuerpo. Eduardo, con esos ojos
de perro apaleado que pone cuando quiere salirse con la suya, nos había pedido
que le cediéramos algunas horas la habitación con vista a la bahía que arrendamos
por el fin de semana. Lo noté, como pocas veces, entusiasmado con la gringa, la
conoció en el pub donde comenzamos la noche. Por eso, Matías y yo, estamos
congelándonos sentados en la escalinata de cemento que conduce a las lanchas
donde pasean a los turistas por la bahía.
─Cuando
niño papá me traía en los veranos. Nos subíamos a esa que está allá atrás. La de
nombre “Chela” ─le cuento a Matías y se
la muestro con el dedo, pero no responde. A veces olvido que no conoció al suyo
y no tiene recuerdos para compartir.
En
uno de esos silencios que se producen cuando las personas se frecuentan a menudo, le pido que me cuente un
relato de los que él escribe cuando está borracho. Son extraordinarios.
Distinto a los poemas en prosa que recita para enamorar a las muchachas. Su voz
somnolienta, pastosa, emerge de la claridad donde ya no podemos ocultarnos y rompe la monotonía. Un perro se acerca,
creyendo, tal vez, que tenemos comida.
─Esta
historia es sólo de Matías y mía ─mascullo
y lo corro de un manotazo. Luego, pongo atención:
Sobre
cubierta un hombre solo. No ha dormido en toda la noche ─comienza Matías y ahoga un bostezo─.
Sus brazos lacerados tras un forcejeo de tormenta. Sin instrumentos perdió la
cuenta del tiempo, sólo en su mente que ya…
─¿Qué
pasa, Matías? Sigue con tu historia. Quiero saber más del hombre solitario en
el velero. Excelente íncipit. Lo sabes. ¡Ah! Conozco tus borracheras. Debí esconder la
botella de ron. Terminaré yo el cuento. Eduardo dijo que abriría la ventana
para indicarnos que podíamos subir.
Mi
voz rompe la mañana.
Flota en el aire una fragancia tenue enredada al aroma
salobre, pero no sabe definirla, continúo
con entusiasmo la historia. El murmullo
del mar le atiborra los oídos, la mente, la sangre. No logra pensar con
claridad. El monótono oleaje, el golpeteo de las olas en la madera, sus manos
adoloridas, laceradas, la flojera de las piernas. Le urge salir de allí. Hubo
un antes, está seguro. Sin embargo, no consigue recordar, es como si hubiese
nacido al fragor de la borrasca y ésta, mala madre, lo abandonara a su suerte.
Abre los ojos inmensos. Debe reconocerse
en ese cuerpo tirado en la cubierta... Si sólo pudiera acordarse. La claridad
de la mañana desvaneció lo que había creído divisar durante la noche: unos
arrecifes y la esperanza de que alguien lo viera. Trata de incorporarse. El sol
le danza en los ojos. Tiene deseos de fumar. Por un segundo se visualiza en un bar con un
grupo de hombres. Fumaban y bebían, no distingue quienes eran. Desea con ansias
una botella de ron. Sentir cómo el calor lo quema por dentro y le da las
fuerzas que necesita. En los restos del velero no hay nada que pueda ayudarlo.
Comprende de golpe lo infinitamente desvalido y pequeño que es el hombre. Algo se
le quiebra muy dentro, tornándolo temeroso como un infante ante el sinfín que
lo rodea. Debe tranquilizarse, ordenar sus ideas. Buscar un recuerdo que lo
sostenga. Respirar bajo el sol quemante que siguió a la tempestad.
Escucha el motor de una lancha, por
más que intenta ubicar el lugar de donde viene no lo consigue. Sólo mar y
cielo. Aislamiento. Silencio. El vaivén lo va adormeciendo. El sol vertical lo
abrasa. Tanta agua a su alrededor y no puede beber ni una gota. Siente la
garganta seca. La piel bañada en sudor. Se le acalambran las piernas. Voltea la
cabeza, vomita salpicando su ropa. En la cintura, el frío metal de un cuchillo.
Cae en modorra.
Cuando abre los ojos tiene la
impresión que lleva años sobre la cubierta de esa embarcación. Si hasta se
palpa la barba y los cabellos crecidos, las uñas como garras de un animal. Ni
siquiera vale la pena llorar, murmura. Cree que lo dice alguien más allí con
él. Por eso, grita: ¿Qué? nadie le responde.
Se sintió inmensamente solo.
El sol desciende en intensidad. La
brisa acaricia su piel ampollada. Intenta pensar. Saber qué hace en el velero.
Tal vez, si se moviera. Si pudiese ponerse de pie, coger el timón, avanzar
hacia alguna parte.
Entonces,
En el instante en que trata de incorporarse
creyó ver dos manos asomadas en el borde. Las observa, incrédulo. Temeroso. Restriega
sus ojos, vuelve a fijar la vista en esas garras, de un color verdoso, que avanzan
ágiles, como si quisieran alcanzarlo y adueñarse del resto del velero. Con la
poca fuerza que le queda coge el cuchillo y lo deja caer sobre ellas. Le
confirman la vieja creencia entre los hombres de mar en una antigua leyenda
asiática.
Una semana después, un ballenero
japonés recoge los restos de una embarcación. Encuentran sobre la cubierta el
cadáver de un hombre. En la borda una sustancia viscosa adherida a la madera llama
la atención de los marineros. Días atrás, en otro barco a la deriva, habían
visto algo similar. Uno de ellos retrocede aterrorizado:
─ Mocos de Godzilla
─grita. Y los demás retroceden temerosos del peligro que corren en los
mares del dios de las iguanas mutantes.
Como la vez anterior, escriben en el informe que el
muerto no portaba documentación. Luego, le prendieron fuego a lo que quedaba del velero, fieles
al estricto código del silencio, dentro de la cultura asiática, en lo que se
refiere al monstruo.
─ Despertaste,
Matías ─exclamo, interrumpiéndome─. Terminé el cuento que habías comenzado hace
un rato. Creo que me dejé llevar por la película que vimos el sábado. Vieras la atención con que escuchaba
el perro, si hasta en una ocasión en que ladeó la cabeza creí que aportaría lo
suyo. ─río a carcajadas, pero mi amigo,
atrapado quizás en qué sueño, se queda mirando el horizonte.
─Eduardo
debe haberse despedido de la gringa. La ventana está a medio abrir ─agrego mirando
hacia lo alto.
─¡Ah!
─digo, poniéndome de pie─. Se acabó la
fiesta. Te tomaste todo el ron de la última botella y ¡mira tú la mala suerte!
la botillería que nos fió ayer acaba de cerrar por duelo. Entramos en ley seca.
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