Marcela
Royo Lira
Lo último que recuerdo es que
dormía y estaba solo. María Elena, en una actitud caprichosa, decidió pasar la
noche en casa de sus padres. Por eso, ojeé la tesis sobre mitología egipcia en la que
estuve trabajando durante meses y corregí algunos capítulos antes de dormirme.
En especial el que se refería a un joven escriba. Hubo noches en que me soñé él
y adquiría conocimientos secretos.
Sentí que los párpados comenzaban
a pesarme, el manuscrito se soltó de mis manos. Me acuerdo que, antes de
dormirme, desee a María Elena conmigo, comentar con ella algunos párrafos,
comunicarle mi entusiasmo por la existencia del joven egipcio.
Preparan
mi momificación. Los sacerdotes se mueven en rededor. Fui mordido por una
víbora cornuda escondida en la arena caliente. Mi grito alertó a los demás que
acudieron en mi ayuda, pero era tarde. Hacen un corte en el abdomen, la sangre
fría se desliza por un costado, no tocan mi corazón, es nuestro centro de inteligencia.
Me lavan por dentro y por fuera con vino de palma, extraen los pulmones, el hígado, los
intestinos y el estómago para, de acuerdo a las enseñanzas, momificarlos
aparte. Huelo el mal olor de lo que comí en las últimas horas. Sacan el cerebro
por los orificios de la nariz, luego sumergen mi cuerpo en “natrón”. De esa
forma se deshidratará y no habrá descomposición ni bacterias. Después, me envolverán en tiras de lino
pegadas al cuerpo con brea o resina. Lo sé, ocupé un cargo importante en el
templo y debía dejar escrito en papiro las revelaciones de los dioses.
Quisiera moverme, pero no puedo.
Recuerdo el fuerte sismo y que dije: menos mal que María Elena no está. Les
tiene pánico y ese descontrol que adopta termina por contagiarme. Vivimos en el
decimonoveno piso. Demoré en dejar la cama, cuando finalmente lo hice no podía
mantenerme en pie. Oí gente en los pasillos que gritaba, niños llorando. Comenzaron
a caer cosas: cuadros, adornos, botellas, el televisor… quebrazón de vidrios. Sentí
que íbamos cayendo y me dio miedo. Minutos
antes, tuve un sueño. Me acuerdo del gozo indescriptible a pesar de estar muerto,
quienes se movían alrededor eran sacerdotes de un templo egipcio. Había sido un
escriba y era mi oportunidad de postrarme ante los dioses que adoré por años.
El terremoto me despertó. Todo era un caos dentro del departamento. Me dio
rabia verme arrancado de lo que soñaba, sentir que la dicha que había
experimentado minutos antes se esfumaba. Trato de ubicarme, saber qué sucede.
Huelo a gas. Partículas de tierra, polvo y maicillo se incrustan en mi piel, me
atraganto, toso. El silencio es aterrador. La oscuridad también. Grito con
todas las fuerzas. Nadie responde. Intento moverme, quiero ir en busca de María
Elena. Abrazarla, decirle que la amo, pero un peso me inmoviliza.
Me siento inmensamente solo.
No puedes flaquear, decido. Insistir
en gritos por ayuda, estar atento a lo que pueda ocurrir. Siento que desmayo…
trato de no…
El
sacerdote comienza el ritual de la “Apertura de la boca”. Lo hacen para que
pueda hablar con los antepasados. Enseguida, da lectura al “Libro de los
Muertos”: para que navegue en paz en la otra vida. La familia procura la barca funeraria, mi
madre y hermanas se preocupan del ajuar, tazas, peines, joyas y comida.
Voy
entrando a la tierra sagrada, me arrodillo ante “Anubis”, a quien veneré desde
mi primer día al servicio del templo…
¡Oh, mi Dios! exclamo lleno de gozo.
¡Dios! –grita mi voz.
Curioso, yo, un agnóstico, clamo
al Ser Supremo del que siempre renegué. Por
un instante, quiero hacer mío el júbilo que había experimentado durante el
sueño, cuando era un joven escriba en el momento de su muerte. Sentir esa fe. Cómo
desearía que un dios me estuviese esperando. Ser parte de un Todo. En cambio, ni
siquiera estoy seguro si encontrarán mi cuerpo y puedan lanzar las cenizas al mar
de Algarrobo, como se lo pedí a María Elena en las ocasiones en que hablábamos
del tema.
Cenizas y el recuerdo en quienes
me conocieron, siempre creí que eso era todo. Quizás, pienso con un dejo de
esperanza, a otros les sirvan mis escritos. Todo quedó registrado en el
pendrive.
Alguien lo abrirá, algún día.
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