Leticia Natalia Garcete Galeano
Ramoncito
tenía la costumbre de subir a la terraza y hacer girar la voladora para cazar
murciélagos, lo hacía todas las noches desde la vez cuando Juancito cazó uno
que se convertía en hombre; entonces, aguardaba paciente por la noche y se
escabullía al tercer piso. Aquella vez en particular las estrellas parecían más
brillantes de lo normal y la luna estaba muy cerca de la Tierra. Allí en lo
alto se podían ver los tejados de zinc de las casitas amontonadas una al lado
de otras, con una gran cantidad de objetos perdidos puestos sobre ellos e
incluso en el techo de la casa de María estaba el colchón que andaba buscando hace
meses, pues según ella, el duende le
había gastado una broma robándole su colchón favorito. Las luces del alumbrado
público luchaban por iluminar esos pasillos oscuros los cuales se volvían
tenebrosos al son de las seis de la tarde. Los murmullos de conversaciones
lejanas llegaban hasta Ramoncito traídos por el viento fresco de mayo, así como
una cumbia vallenata mezclada con el grito de auxilio proveniente de la
garganta de ese laberinto de barrio. Sin embargo, para Ramoncito esa noche
tenía como una magia especial, por lo que tomó una pequeña piedra, la fijó al
extremo de la soga y empezó a girarla sobre su cabeza. El giro fue ganando intensidad
y los murciélagos se acercaban curiosos a él revoloteando entre aleteos
nerviosos, pero el niño de diez años estaba tan concentrado en su hazaña, y no advirtió
la cercanía de una nave espacial la cual cayó sobre la terraza al ser golpeada
por la piedra. El estruendo fue tal, que la vibración sacudió las ventanas de
las casitas apilonadas provocando que los vecinos se asomaran a los balcones
para entender lo sucedido.
El
niño, tumbado en el suelo, levantó la mirada, vio el destello plateado de la
nave cuyas lucecillas de colores iban apagándose y una hilera delgada de humo
surgía de una abolladura en el propulsor trasero. Mientras se acercaba
cauteloso al objeto brillante con forma de plato, oyó los pasos apresurados de
su familia subiendo las escaleras. El niño sintió la falta de aire, salió
disparado hacia la puerta para trancarla, pero Liz, la hermana mayor llegó
antes y vio con sorpresa la nave plateada apostada al borde de la terraza,
apenas sostenida por los barrotes de hierro que los albañiles dejaron sin
terminar a falta de dinero.
Cuando
su madre estuvo a punto de regañarlo por desobedecer sus órdenes, un sonido
eléctrico llamó la atención de todos; la puerta metálica se abrió dejando salir
una humareda blancuzca y una mano se aferró a los bordes de la entrada. El
extraterrestre avanzó unos pasos al exterior de la nave hasta que cayó
desplomado en el suelo. Entre los cuatro rodearon al alienígena y vieron con
asombro que no era diferente a ellos. Su piel tornasolada destellaba brillos
dorados, de cabellos largos casi transparentes y tan finos que danzaban ante la
respiración de los curiosos. Traía puesto un enterizo tan brillante como el
papel de aluminio, y luego de examinarlo con cautela vieron un hilillo de
sangre contorneando los suaves ángulos de su rostro. Decidieron llevarlo dentro
de la casa y lo recostaron sobre un sofá, pues doña Ramona, la madre del niño,
había dicho que también era una criatura de Dios. Los vecinos se agolparon en
la entrada queriendo descubrir la razón del estruendo, doña Ramona abrió la
puerta de la casa y se encontró con medio barrio reunido en la calle. Entre
ellos reconoció a la enfermera Raquel, a quien preguntó si alguna vez había
realizado los primeros auxilios a un alienígena, esta respondió que no, pero en
una ocasión curó al hombre murciélago de Juancito de un empacho que se ganó por
beber la sangre de don Luis sin su permiso. Doña Ramona la hizo pasar
convencida de su relato.
La
enfermera al verlo, pensó en la belleza de los ángeles. Por fortuna no se
encontró ninguna lesión interna y solo procedió a desinfectar la pequeña
contusión en la sien colocándole una bendita. Sin embargo, advirtió que lo
dejaran descansar pues el cambio de horario seguramente lo había confundido.
El
alienígena despertó cinco días después. Al principio creyeron que había muerto
envenenado por el aire, pero luego lo oyeron balbucear en sueños en su idioma
extraterrestre. Ramoncito le tomó fotografías y las subió al Instagram e
incluso llegó a crearle una cuenta en Facebook, en donde publicaba los videos del
alien mientras hablaba dormido. Los mismos se hicieron virales y al cabo de dos
días había una fila inmensa frente a la casa queriendo tomarse una selfie con el extraterrestre. Solo Liz
estaba en desacuerdo con semejante espectáculo, pues consideraba una total
falta de respeto a la humanidad del pobre alienígena. Entonces, al quinto día
la muchacha decidió protegerlo; trató de levantarlo del sofá para esconderlo en
su habitación. Al apoyar la mano bajo la cabeza del alien, este aspiró una gran
bocanada de aire y abrió los ojos. Liz, del espanto, trastrabilló hacia atrás y
terminó por caer al suelo.
Lo
primero en ver después de despertar fue su nave espacial. El ánimo del alien se
desmoronó luego de examinarla minuciosamente y le dijo a Liz en lenguaje de
señas que debía repararla. Ella comprendió al dedillo sus mímicas, pues
enseñaba a los niños sordomudos a comunicarse, y se convirtió en la traductora
oficial del hombre de las estrellas. Liz contó a la familia el problema con el
ovni. Don Casiano, el padre de familia, tuvo la idea de hablar con Laura, la
mecánica del barrio y le preguntó si durante sus viajes al interior del país
tuvo la oportunidad de reparar una nave extraterrestre; ella respondió que no,
pero en una oportunidad logró bajar un satélite atorado entre las hojas de un
cocotero y supuso que una nave alienígena no debía ser tan diferente. Con ayuda
de Laura lograron reparar parte del propulsor utilizando caños de escape y
engranajes, pero había surgido otro inconveniente; a la computadora central le
había tomado un virus muy terrestre, y como la máquina no tenía el antivirus
instalado dentro de su sistema operativo, el hombre de las estrellas tardó
meses en volver a instalar los programas de arranque.
Enlil,
de Nibiru ⸺es así como este se presentó después de que Liz le haya enseñado lo
básico del castellano, aunque todavía no lograba pronunciar ni una palabra en
guaraní⸺, se convirtió en un miembro más de la familia y del barrio. La gente
lo saludaba al pasar mientras caminaba por los pasillos en compañía de
Ramoncito, o al verlo en la fila del supermercado cuando acompañaba a doña
Ramona con las compras. Incluso le enseñó a don Casiano cómo utilizar agua con
cloro para crear una luz que no consumiera electricidad, gracias a esto las
facturas del proveedor de energía se redujeron a la mitad. Sin embargo, se
pasaba más tiempo metido dentro de la nave, rodeado por esas pantallas negras
que titilaban incansablemente la amenaza del virus. Dentro, se respiraba un
aroma limpio como si acabasen de repasar con algún desinfectante. Siempre hacía
fresco a pesar de que gran parte del día los rayos del sol le daban sin
clemencia a la nave. Esto era gracias a las células fotovoltaicas instaladas a
lo largo y ancho del ovni, las cuales absorbían el calor del astro, lo
convertía en energía pura para luego almacenarlo dentro de un superbatería.
Liz
se dio cuenta de que a Enlil le entró añoranza, pues lo encontró una noche
cuando le llevaba la cena tirado entre los cables, arropado con las placas de
metal resplandeciente con el chillido constante de la alarma electrónica del
virus en la computadora. A la mujer le dio tanta pena que, a la mañana
siguiente mientras este recorría el barrio en compañía de los vecinos
estudiando más al detalle la especie humana, sacudió la mesa de control con un
paño seco, barrió las pelusas amontonadas en el suelo y extendió unas mantas en
un rincón en donde podría recostarse a dormir. Enlil, al ver esto, la tomó de
las manos y le sonrió ⸺imagen que la mujer guardaría en su memoria hasta su
muerte⸺. Pero a medida que el tiempo y la frustración por lograr eliminar el
virus se dilataban, Enlil fue volviéndose taciturno. Se pasaba más tiempo en su
mundo dentro del ovni e incluso ya no iba a recorrer el barrio y mucho menos se
sentaba al borde de la terraza con la libreta en manos en donde anotaba todo lo
aprendido de su experiencia terrenal. Liz lo observaba desde la distancia,
temerosa de molestarlo o hacer algo indebido.
La
mujer se percató de que era la única a quien su presencia no molestaba cuando
empezó a escuchar a su madre comentando con las vecinas los deseos de que él se
marchara de una vez, pues en el lugar donde había caído la nave tenía pensado
instalar un tendero más largo de ropas. Incluso su padre decía que el
alienígena comía demasiadas frutas, pues las mismas estaban con el precio por
las nubes a causa del aumento de costo del gasoil y no veía la hora en que
Enlil regresara a su planeta. Ni Ramoncito preguntaba más por él, más bien se
pasaba el día entero jugando sus partidas online de videojuegos. Las escasas
veces que Enlil bajaba para ir al baño o para buscar algo de comer, todos le
decían que estorbaba, o que se hiciera a un lado.
Hasta
una mañana mientras doña Ramona lavaba los trastes de la cena anterior; una
ráfaga de viento entró por la ventana provocando que las ropas en el tendedero
dieran un sinfín de vueltas hasta quedar totalmente enrolladas por la soga.
Luego, un conjunto de sonidos eléctricos despertó a todos llevándolos a subir a
la terraza donde contemplaron cómo la nave espacial se perdía en la inmensidad
del cielo azul. Quedaron callados mirando el infinito, recordando la
convivencia con el hombre de las estrellas. Bajaron la cabeza mientras iban
retirándose uno detrás del otro. Liz quedó un rato más contemplando el
esplendor celeste, con ese horizonte entrecortado por las casitas apilonadas
mientras acariciaba con los dedos el anillo en forma de estrella que tenía
puesto en el dedo anular.
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