miércoles, 16 de mayo de 2018

Magia

Bernardo Alonso


Nunca me atrajeron la magia o los espíritus, la religión era para los domingos: rezaba, me persignaba y daba limosna a la Iglesia solo por la buena apariencia. Mi adoración era una buena cosecha y venderla a un buen precio a los ingleses. Mi altar: mi escritorio con mis cuentas, y solo creía en los acres plantados, la zafra, esclavos fuertes, la caña y obviamente los dólares. Pero ya no estaba más ahí, en mi amada plantación, ahora me movía de forma involuntaria e intermitente hacia lugares extraños, con personas desconocidas y tiempos no determinados.

He estado en diferentes lugares: en una montaña siguiendo a un cazador, junto a la cuna de un bebé, en un cruce de carreteras, en un sinfín de lugares y momentos; todo es como un sueño, no domino más mis movimientos y no puedo hacer que me escuchen o me vean. Digamos que todo esto se volvió regular y común: ir y venir, estar y no estar, ver y no tocar, hablar y no ser oído; sin embargo, con esta negra todo fue diferente.

En un inicio pensaba que en cualquier momento desaparecería e iría a otro lugar, sin embargo aquí tenía mi espacio y logré asentarme. Madame Pamplemousse se hacía llamar, y así se leía a la entrada de su casa en un cartel desvencijado. Sin juzgarla como una embustera, se ganaba la vida mintiendo a las personas, aunque siempre salían satisfechos y oyendo lo que querían. Eso es lo que algunos deseaban: podrían tener un fracaso pero si se les dice que el esfuerzo fue bueno, olvidan rápido la frustración. Lucraba con la mediocridad y la esperanza.

Madame Pamplemousse había llegado a La Place con su hermana Lucinda, sin origen conocido, siempre guardando el misticismo de su identidad. Se le veía en el porche de su casa practicando ritos africanos de magia blanca a altas horas de la noche, en medio de círculos de velas, gallinas degolladas y metiéndose víboras en la boca; invocando espíritus, fabricando amuletos y formulando hechizos. Los curiosos se escondían en los matorrales aledaños observándola y corriendo la voz de la nueva habitante de La Place.

Pronto la gente débil se le acercaba. No sonaba usual que a una bruja se le dejara hacer conjuros públicamente en esa época, pero Madame Pamplemousse no era una bruja; en las noches practicaba la magia pero de día iba a hacer las compras vestida con túnica y turbante blancos, caminando plácidamente por el mercado, sonriendo a cada persona que se topaba con actitud serena que contagiaba alegría y confianza, no había rasgo de bruja o maldad en ella. Era negra como todos en La Place; ese pueblo plagado de libertos de las plantaciones ribereñas del Mississippi, con facciones puramente africanas, palmas blancas, dientes blancos y completos, robusta y alta, labios carnosos, narices anchas, pero ojos verde olivo. El acento sonaba afrancesado, distinto al caribeño que dominaba la zona. Era especial, inteligente y cualquiera caería a sus pies ante su sonrisa y mirada.

En cuestión de semanas se abarrotó su casa de clientela. Ella no pedía dinero, la gente le daba lo que creía depositándolo en la canasta ofrecida por Lucinda, quien recibía a los parroquianos preparándolos: se descalzaban, les ponía una túnica blanca sobre la ropa y los rociaba con humo de incienso murmurando alguna oración inentendible pero rítmica.

Al salir de la sesión con Madame Pamplemousse había lágrimas de alegría y un profundo sentimiento de trascendencia. Los comunicaba con sus esposas, hijos o padres muertos, calmaba las ansias de las mujeres maltratadas y engañadas, hacía hechizos, entregaba amuletos a los viajeros, rezaba cantos africanos, aplicaba polvos mágicos, curaba enfermedades, embadurnaba aromáticos ungüentos, profetizaba el futuro de la gente y su destino o calmaba con cálidos abrazos a los dolientes.

Su fama recorrió la ribera entera mientras yo no dejaba de asombrarme de cómo la gente se convencía ante sus palabras, que los amuletos daban confianza, que las enfermedades se curaban con «hechizos» y que las personas lograban más de lo que creían.

En una ocasión atendía a una joven madre desesperada por encontrar a su hijo desaparecido; Madame Pamplemousse lanzó los caracoles a la mesa y uno de ellos rodó hasta el borde, al momento de caer al vacío mis reflejos se activaron involuntariamente y de un manotazo devolví el objeto a la mesa, la joven madre abrió los ojos y la boca de asombro mientras Madame Pamplemousse con aparente serenidad comenzó la lectura de caracoles pero en el fondo de su mirada con un indescriptible pavor. Al concluir la lectura Madame Pamplemousse se despidió de la clienta con normalidad, pero una vez sola en su casa no le quitaba la vista a la mesa y a los caracoles con desconcierto.

Sin quererlo ni pensarlo toqué una cosa, aunque el tiempo no parecía regirme sentí que había transcurrido bastante en aislamiento del mundo, del tacto, y de hacerme sentir. Con gran esfuerzo volví a intentar mover una cucharilla en la cocina, pasé la noche entera traspasando mis manos al sólido fierro y no pude repetir la hazaña, no era más que un ligero e inofensivo humo. Frustrado y con rabia di un manotazo y tiré la cuchara de un golpe al suelo sintiendo en la palma de la mano un impacto milagroso, haciendo sonar su caída en medio de la callada madrugada. Mientras sonreía por repetir aquel acto, se apareció en ropa de noche y con cara de espanto Madame Pamplemousse viendo a la mitad de la solitaria y vacía cocina el cubierto que sin mayor explicación lógica había resonado a su caída. Con las manos tapando su boca y volteando a todos lados recordaba el incidente con el caracol. Quedó callada escuchando los grillos nocturnos con la contradicción en la mente entre un juego de imaginación, la locura o algo inexplicable.

Intentaba mis movimientos, no era fácil, había que estar en cierto estado mental de frenesí para lograr el contacto. Lo obtenía una o dos veces cada día sin predecir la ocasión certera. Ese día no había tenido éxito, manoteaba y manoteaba sin poder mover la pequeña lámpara colgante que pendía sobre la mesa de adivinación. Lucinda entró alborotada buscando a su hermana, que se encontraba meditabunda y sentada a mi lado.

«Ha llegado a verte una mujer blanca, está afuera, se ve que es rica —señalaba con emoción Lucinda, mientras Madame Pamplemousse con la mirada fija en la puerta de la casa le ordenaba que pasara.»

Yo seguía con mis intentos por mover la maldita lámpara cuando Lucinda abriendo la puerta pedía a la mujer que entrara, la pasó a la pequeña habitación donde preparaba a los clientes. Al cabo de unos minutos la mujer ya con la túnica blanca entró a la estancia que ocupaba la adivina; la cabeza de la mujer estaba cubierta con el gorro de la túnica color de algodón.

Bienvenida, hija mía saludaba como buena madre Madame Pamplemousse desde su silla, atrayéndola a la estancia con un agradable olor a incienso y hierbas aromáticas, envuelta en una baja iluminación de la lámpara que pendía sobre la mesa de madera oscura, mientras el piso crujía a cada paso de la clienta.

Buenos días, señora. A su vez saludaba la joven mujer a la que no distinguí su cara. Era parte del espectáculo de Madame Pamplemousse cubrirles la cabeza con el gorro.

—¿Dime, niña, cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿A qué vienes? Preguntas básicas y sencillas pero abrumadoras, íntimas y reveladoras.

La voz de la joven se notaba nerviosa e indecisa tal como sus movimientos, uno podría pensar que tenía cierto arrepentimiento de haber acudido a una hechicera negra; si bien en aquella época los blancos no tenían prohibido relacionarse con los negros, cualquier relación entre ambas razas que no implicase una clara sumisión del negro hacia el blanco no era bien vista, y menos aún lo era que un amo participara en los ritos paganos de los esclavos.

Soy de algún lugar de la ribera, de una plantación, y vengo a que me ayude quería el anonimato, era una visita clandestina, pero denotaba la urgencia y que estaba viviendo un apuro.

Mira hija mía con cándida voz y una dulce mirada cautivadora contestaba Madame Pamplemousse no debes tener miedo, tu alma está limpia, lo veo. Te ayudaré, aquí adentro no hay nadie más que nosotras y los espíritus de la naturaleza, dime qué necesitas y te guiaré —hasta yo le creía cuando hablaba, esta mujer podía convencer a una vaca de volar.

Le dio a beber un aguardiente en un pequeño vaso de vidrio como método para calmar los nervios.

Al cabo de un momento la joven comenzaba a narrar una aterradora plática en el lecho de muerte de su madre, quien le confesó en sus últimas horas que había asesinado a su padre aprovechando el alboroto de una violenta revuelta de esclavos en aquella época en que ella era una niña. El incauto marido había sido apuñalado por la espalda y la mujer había ejercido de hacendada mientras su joven hija tenía la concepción de que algún esclavo desgraciado había terminado con la vida de su padre sin que hubiera tenido oportunidad de conocerlo, de amarlo y de ser amada por él.

La joven se sentía turbada narrando la horrible confesión de la moribunda madre en medio de un profundo llanto. No solo confesó el crimen sino la motivación.  Sabía que su madre era una asesina, que su padre era malvado, estaba sola y sin rumbo, de ahí la urgencia con la que actuaba.

Madame Pamplemousse no dudó en abrazar cálidamente a la muchacha, reconfortarla con su corpulenta presencia, sabía que la chica lo necesitaba y notaba la soledad de la pobrecilla. Con ternura lentamente descubrió la capa de la túnica dejando a la vista el rostro de la joven. En ese momento algo me llamó la atención, era esa muchacha, su cara que me resultaba familiar.  

«¡Oh por Dios, pero si es mi pequeña Susan!»la pequeña niña que dejé. Este limbo me había hecho olvidar todo, mi memoria era una espesa neblina, todo era vago y dudoso, pero a esa niña nunca la borré de mi mente y al verla todo venía a mi cabeza como el torrente del Mississippi: mi esposa, mi finca, mis esclavos, mi hija y mi muerte.

Recuerdo cómo sonaron las campanas del vigilante cuando una turba enardecida de esclavos con antorchas, palos y trinches irrumpía en mi plantación, violando, arrasando y matando a todos a su paso. No fue casualidad que la plantación Paxon fuera atacada con tal saña, los azotes junto con la miseria de los negros eran el pan de cada día. La explotación y la mano dura se extendían a Martha, mi esposa. La rebelión no fue contra los terratenientes o la esclavitud, era contra el General J.G. Hollins, contra el tirano que usaba la esclavitud como un tétrico instrumento de terror. Para él solo eran animales, peor que ganado inservible. Su leyenda en la ribera aterraba a todo aquel negro que rondara la zona de esa plantación incluso los libertos y negros libres evitaban el área. Los esclavos los compraba en Luisiana ya que ni los negreros le permitían aquel cruel trato.

Ese era yo, el terrible general J.G. Hollins; hoy tan solo el alma en pena que no se podía separar de una negra charlatana y a la que el destino había llevado a su pequeña hija, ahora adulta, a castigarlo con la confesión de que su propia esposa, en unión improvisada de los esclavos, lo había apuñalado en su habitación. Seguro me habían vejado, arrastrado por la propiedad, desmembrado y dado a los animales. Me lo merecía. Pero el peor castigo me llegó al momento de ver esa dulce joven horrorizada con la atroz verdad.

La ira recorrió mi fantasmal figura, era una lava incandescente y violenta. No podía soportar la realidad, sabía que no era un sueño, estaba en otra dimensión pero era auténtico.

Sin pensarlo soltaba golpes a la detestable lámpara, a la mesa, a las paredes, tiraba las cortinas, azotaba las sillas y todo ante la aterrorizada mirada de Madame Pamplemousse que al ver como de la nada los objetos volaban y se azotaban por fuerzas que jamás concibió presenciar, salió corriendo despavorida de su propia casa junto con Lucinda para jamás volver.

Al cabo de agotar mi ira ahí estaba Susan sentada en la misma silla con la mesa volcada, la lámpara pendulaba proyectando por el cuarto la luz en un vaivén que dejaba oír el rechinar de la cadena atada al techo, con Susan quieta y con la mirada fija en el maldito general J.G. Hollins.

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