Se
mira al espejo, la imagen que tiene enfrente va deshaciéndose hasta convertirse
en una nebulosa y aparece ella en su pensamiento, Melba, jugando con el cabello
mientras pasa por su oficina, irguiendo su figura, contoneando las caderas provocativamente.
Una
sonrisa se dibuja en el rostro que vuelve a aparecer con nitidez en el espejo. Hacía
tiempo que no se sentía de esa forma; ha cambiado, las líneas cuadradas de su
rostro se han ensanchado, debe de haber subido un par de tallas, el abdomen
aparece abultado bajo la camisa abriendo espacios entre los botones. Sí, el
tiempo ha pasado, por más que intente ocultarlo, no volverá a ser el mismo.
«Ya está el desayuno —interrumpe la voz de su
esposa. Alberto la ve entrar y todo desaparece de su cabeza—. Estás poniéndote
muy guapo —comenta Lisa arrugando la nariz y acercándose para acomodarle el
nudo de la corbata—, no estarás poniéndote lindo para alguien más, ¿o sí?», agrega
frunciendo la boca. Lo coge de la cintura y le da un beso.
Él
responde al beso y la abraza con ternura, Lisa lo ha acompañado más de veinte años.
Ella también ha cambiado, pero aún permanece la expresión traviesa en sus ojos
detrás de los gruesos lentes, el moño y las ropas holgadas; esa mujer es el
calor tibio de cada noche, el cuerpo que se adapta en una íntima danza al suyo
para quedar completamente a su merced, su amiga y confidente. Ya no hay deseo,
es cierto, el sexo se ha convertido en un compartir silencios, en afianzar los «te
quiero» que no salen ya de su boca, lo que siente por Lisa va más allá de todo
eso, es suya, siempre lo fue y lo seguirá siendo. Las caricias y los abrazos
que su esposa le proporciona tienen más bien un tinte maternal, se preocupa por
él, lo engríe, lo espera. Hay momentos en que nota cierta tristeza en su mirada,
mas no hay tiempo para esas cosas, suele ser algo melodramática, «como toda mujer».
En las mañanas mientras comparten el desayuno vuelven a ser los amigos de
siempre, los confidentes a prueba de todo. A veces quisiera contarle de esas
cosquillas que ha comenzado a sentir cuando ha sorprendido a Melba mirándolo; «No
estoy tan mal, las chicas todavía me miran», quisiera decirle, pero de un
porrazo borra ese deseo. Lisa es su mujer, esas confidencias la lastimarían
porque creería que se interesa por otra mujer y eso no es así, para él la única
mujer será siempre ella.
Y
mientras Alberto razona, Lisa intenta serenarse. Ha notado el cambio en su
esposo. Se observa más frente al espejo, ha dejado de comprarse ropa por tallas
y ha vuelto a usar los servicios de un sastre que le hace los trajes a medida.
Tela suave con caída perfecta, piernas rectas bastante más estrechas de lo que
solía usar, lociones para después de afeitar, y un estilo completamente nuevo de
calzado. Continúa siendo un hombre sobrio pero unos cambios aquí y otros allá,
sutiles matices de color que complementan el nuevo estilo y cierta seguridad en
su actitud, han hecho de él una persona distinta. «¿Qué está pasando en su
cabeza?», se pregunta.
Seis
meses más tarde…
Alberto
se contempla en el espejo, de pronto la imagen que tiene enfrente va
deshaciéndose hasta convertirse en una nebulosa y aparece Melba interrumpiendo
sus pensamientos, su cuerpo desnudo y perfecto, la piel sedosa que se extiende sobre
la sábana, el cabello largo, enmarañado sobre la cara, y esa expresión de gozo.
Una
sonrisa se dibuja en la imagen que vuelve a aparecer con nitidez en el espejo.
Se ve más feliz sin duda, las líneas de su rostro se han perfilado con la pérdida
de peso que ha conseguido tras la rutina diaria en el gimnasio, debe de haber
bajado una medida, el abdomen se ve bastante bien bajo la camisa entallada. Sí,
el tiempo ha pasado, pero sabe que se ve mejor que nunca, se lo ha escuchado
decir a Melba. Ya no se estremece cuando sus miradas se cruzan, ahora, cada vez
que la ve pasar, rememora pleno de deseo cada espacio de su cuerpo. Ella se
escabulle dentro de su oficina luego de mirar hacia ambos lados, bordea su
escritorio con la mirada fija, retándolo. Se aproxima hasta que casi no hay
espacio entre ellos y lo rodea con sus brazos mientras Alberto cree estallar al
percibir el aroma intenso que escapa desde la profundidad de su escote, y acaricia
el talle hasta estacionar las manos en sus caderas como si fuera un trofeo.
Melba
se aparta y le da la espalda, no sin antes voltear y jugar con el dedo índice
sobre el labio inferior.
—Ya está el desayuno —interrumpe la voz de su
esposa volviéndolo a la realidad.
La observa y un sentimiento de culpa lo invade.
—Gracias, amor —le dice mientras se acerca para
darle un beso en la frente—. ¿Qué planes tienes para hoy?, ¿vas a casa de tu
madre?
—Sí, al salir del trabajo —comenta Lisa mientras lo
observa disimuladamente, el cambio en él es tan evidente que cualquiera lo
notaría, pero ya no le importa. Termina de alistarse y le da un beso apurado—. Nos
vemos en la noche.
Al
llegar al restaurante de siempre, un espacio ideal para saborear un café, con
sofás confortables y música suave, luego de recibir su pedido, se acomoda en un
sillón y coloca sobre la pequeña mesa el celular, un libro y su café. El asiento
frente a ella está vacío, pero nadie lo ocupará porque en ese horario viene
poca gente, lo sabe porque desde hace buen tiempo acude sin falta cada viernes.
Un tiempo relajante con un buen libro, antes de comenzar la jornada.
Pasados
aproximadamente diez minutos, ingresa un hombre de unos cincuenta años,
enfundado en un abrigo grueso, anteojos de marco dorado y una barba bien
cuidada. La busca con la mirada y le sonríe. Avanza con el vaso de café en la
mano sin dejar de observarla mientras Lisa se pregunta si esta vez se atreverá
a compartir su mesa, pero el hombre se detiene junto a una mesa contigua,
acomoda una silla para quedar frente a ella, saca su laptop y se sumerge en
alguna tarea al parecer reconfortante porque su rostro luce relajado.
Casi
dos meses han pasado desde que coincidieron allí por primera vez y la rutina no
ha cambiado. Lisa se deleita con el amargor del café mientras imagina sabores
distintos y prohibidos. Él intenta voltear hacia la ventana que da a la calle,
pero su mirada se estaciona en las piernas cruzadas de Lisa, en sus manos de
dedos largos que sujetan un libro, en los ojos que se distraen de la lectura
para encontrarse con los suyos, esa mirada acaramelada de pestañas largas y las
mejillas que se enrojecen ligeramente al saberse descubierta. Ambos desean más
del otro, ninguno da el primer paso; sin embargo, la mujer conoce cada línea de
su rostro, los libros que ha leído. «Un intelectual maduro, superexcitante», piensa.
En
la pantalla del ordenador, el perfil de Facebook de Lisa está siendo
minuciosamente observado. Él también conoce sus gustos, los libros que ha leído,
los lugares donde ha viajado. En su tableta hay información puntual respecto a la
mujer que tiene enfrente, pero se inquieta ante su presencia. Sabe que Alberto
desconfía de Lisa, por eso contrató los servicios de la agencia para la que
trabaja, debe seguirla y proporcionarle a su cliente la tranquilidad que desde
hace un tiempo lo ha abandonado. Ambos continúan observándose, tropezando las
miradas. El restaurante de pronto se ve invadido por un grupo de escolares y un
celular suena, es el de ella, la alarma le avisa de que ya es hora de
marcharse. Él levanta el rostro, intenta incorporarse, pero solo atina a
sonreírle y a pactar en silencio su próximo encuentro.
La
relación que Alberto ha iniciado con Melba ocupa casi todo su tiempo:
encuentros en la cochera del edificio para un beso apurado en la entrada, ir al
gimnasio a la salida para luego sumergirse en el tráfico insufrible de la avenida
Javier Prado, en plena hora punta. Llegar a su departamento, el mejor momento
del día, embriagarse con sus caricias, sentirse joven nuevamente, y cuando saborea
el sentirse en la cúspide de placer, tener que interrumpir el descanso
posterior al sexo para regresar a casa y fingir que es el mismo ejecutivo
cansado por tanto trabajo, deseoso de las atenciones de su esposa. Se siente
exhausto, cada vez es más fuerte la necesidad de poner un freno a ese ritmo de
vida, pero no puede. Esa mujer es como una droga, a sus veintiocho años la energía
de Melba está al tope. Le ha dicho que lo quiere, que él es todo para ella, sin
embargo, algunos hechos que permanecían ocultos se muestran nítidos ante sus
ojos. La muchacha coquetea con otros hombres, con sus propios compañeros de
trabajo, casi todos los fines de semana va a fiestas y cuando él no la acompaña
igual se marcha; de pronto la ropa de la muchacha le parece provocadora, su
forma de hablar, de cruzar las piernas en las reuniones. Siente celos de todos
y quisiera que fuese más sensata, se lo ha pedido, pero es tan desenfadada, «siempre
he sido así», le ha respondido la joven, «antes eso no te molestaba», y es
cierto, pero Alberto creía que todo ese derroche de sensualidad estaba
destinado exclusivamente a él, ahora no está tan seguro.
Las
salidas de la oficina son siempre como un tren a toda velocidad, y como si
fuera poco asiste a reuniones con su círculo de amigos para entablar
conversaciones que lo cansan. Se armará de valor, esa relación no lo llevará a
ninguna parte, piensa, y si Lisa se entera, eso la destrozaría. ¿Acaso valdría
la pena perder todo lo que ha construido por años con su esposa por esos momentos
de locura?, y para rematar el asunto, Lisa parece cambiada, al comienzo le
reclamaba su desinterés, su alejamiento; lucía triste e impotente ante sus
mentiras, pero ahora se ve tan feliz, algo la tiene ilusionada, de pronto es su
esposa quien ha comenzado a preocuparse más por su aspecto, ha renovado su clóset
por completo y aunque no ha cambiado el estilo, se ve tan bien. Cualquier
hombre se sentiría a gusto a su lado. Por eso fue que decidió contratar un
detective, no podría soportar que su esposa estuviese interesada en otro
hombre. En la agencia le aseguraron que la seguirían con mucho cuidado para que
no se diera cuenta, Lisa se indignaría si supiera que ha mandado seguirla.
En
casa del hombre del café las cosas no andan muy bien, la esposa viaja muy
seguido, su hija mayor, «la niña de sus ojos», luce alborotada, ha peleado con
el esposo, algo extraño sucede, desde hace un tiempo exhibe un nivel de gastos
por encima de sus posibilidades de muchacha de clase media, y casi no se ocupa
de su hijo. Él es un investigador privado, podría averiguar qué es lo que pasa
en la vida de su hija, hasta ahora se ha resistido a hacerlo porque no quiere
invadir su privacidad, pero las cosas van saliéndose de control. Ha decidido
hablar seriamente con la joven cuando recibe una llamada en su móvil, es
Gustavo, su yerno claramente irritado, ya no quiere volver con Melba, dice, le
han llegado noticias de sus andanzas con un hombre mayor; «Cálmate —le pide el
investigador—, seguramente todo es mentira», aunque muy dentro sabe que el
muchacho tiene razón, él mismo sospecha que algo así está sucediendo. Va a
averiguarlo.
Esa
tarde espera fuera del trabajo de la muchacha, frente al edificio revestido de
lunas, uno de los más altos de la ciudad. La ve salir en su moderno auto recién
adquirido, la sigue, apenas a dos cuadras se estaciona frente a un hotel,
ingresa a corta distancia y la ve acercarse a un hombre en el bar. Se dirige también
a la barra, lo suficientemente lejos para poder observar a su hija sin ser
descubierto. Ella abraza por detrás al hombre y le susurra algo al oído, él
voltea y la coge de la cintura. El elegante barman
le ha servido un trago y casi se atraganta cuando ve el rostro del amante de su
hija. Es Alberto, el cliente que lo ha contratado. El investigador, lleno de
furia, camina hacia ellos, alguien se cruza haciéndolo tropezar, en ese momento
reflexiona, no puede hacer un escándalo, se levanta y estrella un puño contra
la barra mientras la pareja se aleja rumbo a las habitaciones. Tiene que
pensarlo mejor, hacer algo, pero ¿qué?
Una
semana después…
Alberto
se contempla en el espejo, se ve cansado, ojeroso, la última semana ha dormido
muy poco por las discusiones con su esposa hasta altas horas de la madrugada, ella
ha decidido dejarlo, la vida ha dado un giro abrupto, está a punto de perder lo
que ha construido durante tantos años. «Cómo puede siquiera hablar sobre
dejarme?», se pregunta. La maldita amiga del trabajo le ha contado que lo ha
visto con Melba, ha tratado de voltear las cosas en su favor, convencerla a
costa de lo que sea de que son imaginaciones suyas, que esa muchacha no tiene
vida por eso se mete en la de los demás, que jamás le ha faltado. Lisa no le
reprocha nada, solo quiere recomenzar su vida y no le da ninguna razón sólida.
¿No será que hay alguien más y tomas como pretexto lo que te ha dicho tu
amiga?, le reclama. Lisa no quiere discutir, pero él la sigue, insiste, la
acusa hasta que por fin la mujer confiesa. Sí, estoy interesada en alguien más,
estamos en lo mismo, no estás en posición de reclamarme nada. La discusión se
convierte entonces en una pelea llena de insultos y mutuas acusaciones, algunos
adornos sufren la ira de uno y de otro, hechos trizas en contraste con la
armonía de su departamento miraflorino. Ella no tiene como probar mi engaño, piensa
Alberto. De pronto el interés por Melba ha quedado relegado, solo importa
retener a Lisa. La quiere, se lo ha dicho, ¿acaso todo lo que han vivido no
vale nada?
En
la mañana, luego de que Lisa se marcha, Alberto toma una decisión, terminará
con Melba y reconquistará a su esposa, volverá a usar las herramientas de
siempre, flores, regalos, promesas de viaje. Horas más se encuentra con Melba,
tenemos que terminar, le dice. Extrañamente su amante acepta, luce alterada,
hasta se podría decir que triste.
—¿Qué sucede? —pregunta Alberto—. ¿Qué te pasa?
—Tu esposa —responde ella—, me escribió hace unos
meses.
Alberto no puede creerlo.
—Entonces, ¿sabe de lo nuestro?
—No, le dije que no pasaba nada entre nosotros, pero
me aseguró que sabía de nuestros encuentros, no sé cómo se enteró. Me pidió que
lo piense bien, que ustedes tienen muchos años de casados, que tú no estabas
solo.
—¿Y entonces?
—Eso fue todo, pasó tanto tiempo que le resté
importancia. Esta mañana mi esposo encontró el chat y me obligó a confesar, me
ha amenazado con decirle a mi familia, a mis amigos, dice que, si no te dejo,
va a quitarme a mi hijo.
—¿Esta mañana? Me dijiste que habían terminado.
—Te mentí, ya no me importa admitirlo —confiesa
Melba entre lágrimas— no quiero perder a mi esposo y menos arriesgarme a perder
a mi hijo.
Luego
de su encuentro con Melba, Alberto ha resuelto continuar con su plan para
reconquistar a Lisa, aparece en el trabajo de su esposa para invitarla a almorzar,
una tienda de venta de artículos de decoración en plena calle Dasso, le dicen
que ya ha salido. Ingresa en un restaurante, a unos metros de allí cuando la ve
pasar, se levanta para llamarla, pero un hombre se acerca a ella, lo conoce, es
el investigador privado que ha contratado, se estremece, si Lisa se da cuenta
de que la están siguiendo la perderá para siempre.
El
investigador se aproxima a Lisa y le dice algo al oído, ella sonríe y se
sonroja. Ambos caminan juntos. Alberto no puede creer lo que ve, ¿acaso? Decide
seguirlos. Grande es su sorpresa cuando ve al hombre rodeando con un brazo a su
esposa por la cintura, quien parece estar cómoda con el gesto, tanto, que le da
un beso en la boca y le acomoda la corbata. Completamente indignado los
enfrenta.
—¿Este es el hombre por el que quieres dejarme? ¿Sabes
quién es?, yo te voy a decir quién es.
Lisa
lo observa con cierta complacencia, está dolido, piensa.
—No me hagas una escena —dice— sé quién es este
hombre, es el padre de Melba, ¿quieres que hablemos de él?
Un
mes después…
Sentado
en el borde de la cama, Alberto observa a través del espejo a Lisa que aún
duerme. El peso de la angustia que ha vivido parece haberse disipado. Todavía le
duele saber que su esposa estuvo a punto de dejarlo, aún no sabe si creer que
entre ella y el detective no pasó nada aparte de unos besos, es consciente de que
le costará volver a tener lo que tenía, pero por lo pronto Lisa está allí en su
cama, despertando a su lado.
Minutos
más tarde despierta Lisa, mira a Alberto detenidamente mientras él hojea el
periódico, ya no luce inquieto, pareciera que los años hubiesen dibujado arrugas
en su rostro de golpe y las primeras canas han comenzado a colorear su cabello.
Así me gusta, piensa. Aún duda sobre lo que le contaron de Melba y Alberto, no
sabe hasta dónde llegaron, pero ahora le dedica cada minuto libre. Ha decidido
dejar al investigador en su pasado, todavía siente el cosquilleo al pensar en
él, pero no ha vuelto al café, ahora lo prepara para su marido y lo toman
juntos mientras observan la televisión.
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